Epílogo
Roma. Agosto de 2005
El general Milans agotaba sus últimas horas en Roma. Un cambio de gobierno había precipitado su pase a la reserva, lo que significaba separarse de una vida entregada a la conspiración y a los complots políticos. Su nueva situación profesional le permitía realizar su primer viaje de placer después de una intensa dedicación a los servicios secretos. Milans había enviudado cinco años atrás. Pero no había viajado solo a la Ciudad Eterna. Lo acompañaba una hermosa mujer veinte años más joven que él.
Desde que El Universal desvelara los escándalos del CESID, los últimos años de Arturo habían sido demasiado convulsos. Pasó más tiempo en los juzgados y en el Congreso que en su despacho. El general aguantó el tipo y, con la ayuda de su gobierno, superó todas las causas judiciales. Arturo era un personaje intocable, tanto para la derecha como para la izquierda. En privado se le conocía como el guardián de los secretos de la Transición. Para salvar el tipo también contó con la ayuda de algunos medios de comunicación. Uno de ellos El Universal. El diario de Juan se cebó con los cargos intermedios y con el presidente del gobierno socialista, pero dejó a Arturo fuera de la carnicería. El dios Jano fue generoso con su protegido.
Los integrantes del Club Mengele, excepto Pastrana, tuvieron menos suerte que sus jefes. Acabaron en la cárcel por los asesinatos de Pascual y Amparo, pero no rompieron el código de silencio, lo que en la Mafia se conocía por «ley de la omerta». Era la única manera de sobrevivir entre rejas a las presiones del poder y aspirar a la concesión de un indulto.
El periodista Juan, después de la experiencia agridulce vivida en El Universal, que dejó a Arturo fuera de las investigaciones de Mengele y Jano, abandonó el diario. Junto a Leticia montó una ONG a la que llamó «Sólo la Verdad», en recuerdo de Pellón. El lema también sirvió como cabecera de una revista de investigación, que montaron en el domicilio del exagente del CESID.
El cadáver de Amparo nunca apareció, pero el juez Camacho pudo demostrar que su muerte había sido un asesinato y no debida a un accidente doméstico. El magistrado de la Audiencia Nacional mantenía abiertas varias causas contra miembros de los servicios de información.
Donaldson, el exagente de la CIA, apareció sin vida en su mansión de Napa Valley. Surgieron muchas dudas sobre su óbito pero, finalmente, los forenses diagnosticaron el infarto como la causa de su muerte.
El comisario Herrera nunca localizó a Victoria. Vivía en la duda. ¿La habían asesinado o había decidido desaparecer por seguridad? Sus últimos años como policía los consumía en la embajada de España en Lisboa. Tampoco pudo cumplir su deseo de mantener un cara a cara con Arturo. Antes de que pudiera conseguirlo, el jefe del CESID logró que el ministro del Interior firmara su traslado a la capital lusitana.
Todos ellos habían experimentado un vuelco en sus vidas. Jano era dueño del pasado y del futuro. El general, sentado a una mesa del restaurante Sabatini in Trastevere, así lo entendía. Ahora disponía de más tiempo para meditar, escribir unas memorias edulcoradas y disfrutar de su joven acompañante.
—Voy a pedir una bistecca alla fiorentina. Hace tiempo que no como un buen pedazo de carne.
—¿Qué dices?
—Que voy a zamparme un chuletón de dos centímetros de grosor que procede de un tipo de bueyes que no existe en España. En la guía que he leído dice que son de unas razas italianas llamadas Chianina y Maremmana.
Arturo se refería a la especialidad de la casa. El Sabatini era un restaurante histórico ubicado en uno de los barrios más castizos de Roma. Ocupaba una casona en la mismísima piazza di Santa Maria y contaba con otras dos entradas por las vías Della Lungaretta y Della Paglia. El local disfrutaba de una excelente terraza con vistas a la fachada de la catedral de Santa María, pero la pareja prefirió un rincón discreto en un reservado del interior.
El establecimiento estaba atiborrado de turistas, lo que originaba un trasiego incesante de camareros y clientes. Dos jóvenes se acercaron a la mesa de los españoles. El general los confundió con el servicio del local. Pero uno de ellos, de unos veinticinco años, alto, musculoso y con pinta de siciliano, se dirigió al militar por su apellido. Le sorprendió porque la mesa la había reservado a nombre de su acompañante.
—¿Es usted el señor Milans?
El general tragó con premura el sorbo de vino Chianti que degustaba en su paladar, sin tiempo para contestar.
—¿Es usted Arturo?
El hecho de que usara su nombre de guerra provocó que se atragantara aún más y sólo pudiera balbucir unas palabras. Su inquietud aumentó cuando giró la cabeza y cruzó la mirada con una persona que se parecía al guía del Vaticano. El italiano le sonrió e hizo un gesto con la mano como si empuñara una pistola.
—¿Qué quieren de mí?
—Yo, nada. Va por Stefano.
Introdujo la mano en su pechera y extrajo un revólver del calibre 45 de debajo de una chaqueta arrugada de lino. Disparó las seis balas sobre el general. La primera impactó en la cabeza y fue mortal. Las cinco restantes se alojaron en su cuerpo, del que brotó un río de sangre. Vaciado el cargador, el sicario, sin precipitación alguna, ocultó el arma debajo de la americana y desapareció por la salida de la piazza di Santa Maria, donde le esperaba un diminuto automóvil. La mujer, muerta de pánico, abrazó el cuerpo ensangrentado del militar y gritó:
—¡Lo han matado! ¡Asesinos! ¡Ayuda!
Se giró y su cara de pánico se reflejó en un inmenso espejo con marco dorado envejecido que decoraba el restaurante. Era ella, sin ninguna duda. Igual de esbelta y exuberante. Era Leticia Pellón. Otro nombre de la lista. Otra pieza del informe Jano.