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Lunes, 19 de junio de 1995

Juan se enteró de la muerte de Pellón el lunes, mientras desayunaba en la cafetería Santander, cerca de su domicilio. Si no hubiera librado ese fin de semana quizá habría tenido conocimiento antes a través de las agencias de noticias. Como todos los días, en una mano, la taza de café; en la otra, el periódico. Siempre lo abría, por deformación profesional, por sucesos. Se detuvo en una breve nota de las páginas de su sección de El Universal, en la columna de salida y a pie de página. Un espacio poco valorado en la escala de importancia para ubicar las noticias. El rotativo informaba del fallecimiento de un militar retirado en un accidente de circulación en la sierra madrileña. Se sobresaltó cuando leyó el corto titular («Militar muerto en accidente») y las dos primeras líneas de la reseña. Eran poco concluyentes pero lo suficiente para despertar su interés. Reseñaban que el vehículo que conducía el militar, de madrugada, se había precipitado al vacío en una curva peligrosa de la carretera a unos kilómetros de Patones de Arriba. Ya a punto de pasar la página se fijó en que las iniciales del fallecido, «JP», coincidían con las de Julián Pellón. El diario señalaba que se desconocían las causas del accidente, según la nota oficial de la Guardia Civil de Tráfico.

El periodista se acercó a la barra del bar y pidió el teléfono al camarero. En lugar de llamar a El Universal, que sólo guardaría el teletipo de agencia, prefirió hacer una llamada a una de sus fuentes en Tráfico. Le ayudaría a salir de dudas. Desgraciadamente, así se lo confirmó un guardia civil: «JP» eran las iniciales que correspondían a un tal Julián Pellón. El periodista dedujo que habían asesinado al exagente del CESID y después habían urdido la coartada del accidente. Aun así, preguntó por las causas del incidente. El portavoz de Tráfico le comunicó que los peritos del atestado creían que se debía a un descuido del conductor: «Se salió de la curva, posiblemente por culpa de una cabezadita», le habían notificado.

El reportero desechó cualquier versión oficial. Estaba convencido de que habían ido a por el militar, como probablemente lo intentarían con él. Dudó si hacer otra llamada a Herrera para ponerle en antecedentes, pero prefirió dejarlo para más tarde. Otro asunto requería una prioridad absoluta: el acceso a la caja de seguridad. Sacó la cartera de un bolsillo del pantalón y extrajo la llave que le confió el militar. La asió con fuerza, dejó unas monedas en la barra y salió a toda prisa de la cafetería. Sabía que no podía entretenerse. Los excompañeros de Pellón harían todo lo posible por adelantarse. Las instrucciones del exagente habían sido taxativas: retirar el contenido de la caja si le pasaba algo.

El periodista comprendió que, cuando el espía lo visitó en su despacho, ya sospechaba que iban a por él. Aun así, le sorprendía que Pellón no adoptara ninguna medida de seguridad. Parecía que buscara su inmolación para librarse de la pesadilla de Pascual. Si ése era su deseo, lo había conseguido. Pero los asesinos no iban a quedar impunes. Al menos, él haría todo lo posible para que se sentaran en el banquillo delante de un juez. Conforme avanzaba la investigación, las pruebas también aumentaban.

Se apeó del taxi en la Puerta del Sol y prefirió caminar hacia la plaza de Celenque atajando por la calle Tetuán. Dejó a la derecha El Corte Inglés y a la izquierda, Casa Labra. Se recreó en la placa que recordaba la fundación del PSOE en aquel mesón el 2 de mayo de 1879. Al final de la calle se topó con la fachada principal de Caja Madrid. Accedió por unas escaleras mecánicas hasta la primera planta de la macrosede. Estaba ubicada en los mismos terrenos donde se levantó el primer edificio de la caja madrileña. Juan había escrito un reportaje hacía años sobre la entidad financiera y sabía que, originariamente, fue una institución benéfica: el Monte de Piedad. Un sacerdote, el padre Francisco Piquer, la constituyó en 1702 para ayudar a los pobres. En la parte trasera del nuevo edificio de hormigón se seguía conservando, en la plaza de las Descalzas, la portada de la antigua capilla del Monte de Piedad con una fachada churrigueresca de Pedro de Ribera, levantada a mediados del siglo XVIII. La primera finalidad del Monte de Piedad fue la de atender a las clases más necesitadas con créditos sin intereses, pero garantizados con alhajas y ropa. Al periodista le llamó la atención la gente que esperaba en un amplio salón. Se trataba de usuarios que se disponían a empeñar sus joyas por dinero. Tres siglos después, el Monte de Piedad no había abandonado su actividad primitiva.

Pero Juan se dio prisa. No estaba allí para curiosear. Su estado de ánimo tampoco le invitaba a la contemplación. No se había recuperado de la conmoción causada por la muerte de Pellón. En aquel momento desconocía el intento de asesinato de Herrera.

El reportero de El Universal preguntó en recepción por el departamento de cajas de seguridad. Tras tomar nota de los datos de su DNI, un vigilante lo acompañó hasta una planta inferior. Un conserje le abrió, desde dentro, la puerta de un recinto blindado, accionando un botón. Le pidió su documentación personal y la llave de la caja. En la cabeza, el espacio donde se apoyan los dedos para introducirla y hacerla girar, estaba grabado el número 326. Correspondía a la caja alquilada por Pellón. Al periodista le había llamado la atención aquel dígito, porque correspondía al número de uno de los protagonistas de la película de Fritz Lang, Los espías. No podía ser una casualidad. Sin duda alguna, era un guiño producto de la deformación profesional de Pellón.

Tras verificar que Juan estaba registrado para poder acceder a dicha caja, el responsable del departamento le hizo estampar su firma en el libro de registro. Seguidamente, lo acompañó a una dependencia aneja. Se trataba de una sala rectangular de unos sesenta metros cuadrados, con una puerta metálica de ocho barrotes, que permanecía abierta. Se adelantó al periodista, se dirigió hacia la izquierda y caminó hacía el fondo, hasta un rincón. Llevaba en la mano una llave maestra, igual que la de Juan. Las paredes del recinto estaban cubiertas por 806 cajas metálicas de color grisáceo. La de Pellón se hallaba pegada al rincón y casi a la altura del suelo. Tenía un tamaño intermedio, como el volumen, más o menos, de un portadocumentos. Juan nunca había estado en un lugar parecido, por lo que esperó a que su acompañante tomara la iniciativa. Se fijó en que la puerta tenía dos cerraduras. Cuando vio que el supervisor introducía su llave en la cerradura de la izquierda, él alargó el brazo para hacer lo mismo en la de la derecha. La puerta quedó liberada y el empleado hizo ademán de retirarse.

—Ahí tiene usted ese espacio reservado del que puede hacer uso. Cuando termine, avíseme pulsando ese botón. Abandonó la sala y cerró la puerta de los barrotes. Juan no abrió la caja hasta que no perdió de vista a su acompañante. Por un instante, dudó si vaciar todo el contenido en la bolsa que llevaba y salir corriendo de aquel lugar tan frío. Había quedado impresionado por el terrazo conglomerado del suelo y por los tubos fluorescentes del techo que alumbraban la sala. Para añadir más misterio al lugar, un par de ellos se apagaban y se encendían de manera intermitente. El periodista optó por echar antes un vistazo a la caja y retirar sólo la parte destinada a él. Pellón podía guardar otros objetos de valor o joyas familiares, propiedad de sus herederos.

Se encerró en el reservado y vació el contenido encima de un estante. Por lo que guardaba en su interior, no tenía la pinta de que su uso fuera familiar. Juan introdujo cada uno de los objetos en la bolsa: una cinta magnetofónica, una carpeta con documentos a los que sólo echó un vistazo por encima, un sobre envejecido de color marrón con un tampón con un sello en el que tampoco se fijó, otro sobre con diez filminas de microfichas y, lo más curioso, la bobina de una película… Juan estaba nervioso y actuaba con precipitación, como si luchara contra el tiempo. Sin duda alguna, quería evitar que los malvados lo pillaran allí con las manos en la masa. Suponía que en el CESID ya estarían al corriente de la venganza de Pellón y no consentirían que un gacetillero trastocara sus planes. Su estado de ánimo era tan explosivo como un cóctel con un exceso de angostura: indignado e impotente por lo que le había sucedido a su fuente, y sobreexcitado por lo que contenía la caja de seguridad.

Juan abandonó precipitadamente la sede de Caja Madrid y se dirigió a paso rápido por la calle Arenal hasta la boca de metro de Sol. Su mente estaba obturada por una obsesión: encerrarse en su despacho y revisar todo aquel material.

En el departamento de documentación del periódico guardaban un viejo lector de microfichas que apenas se usaba, pero que iba a facilitar el trabajo a Juan. Era una aparatosa máquina que reproducía en una pantalla el contenido de los microfilmes tras someterlos a la luz de una lente. Además, disponía de un sistema que fotocopiaba el contenido de las fichas. Cada una de las diez láminas contendría unos cuarenta documentos. En total, cuatrocientos papeles de los servicios secretos con el sello «muy confidencial». El periodista se encerró en una diminuta cabina y los imprimió uno a uno.

A continuación, se acomodó en su despacho. Introdujo la cinta magnetofónica —una Sony MC60— en una grabadora y pulsó la tecla play. No tuvo que esperar mucho para darse cuenta de que una de las voces registradas era la del mismísimo rey Juan Carlos. Conversaba, tal vez por teléfono, con un interlocutor que, por su timbre de voz, podía ser el banquero Mario Conde.

Después, sacó el tampón del sobre marrón y exclamó: «¡Aleluya!». Sin buscarlo, ahí estaba: el logotipo de los GAL tallado en silicona. Era inconfundible, el mismo sello que la policía había utilizado para reivindicar varios atentados aunque en éste aparecía la leyenda «Grupos Armados de Liberación» en lugar de «Antiterroristas». En el logo, un hacha cortaba la cabeza de una serpiente, el símbolo de ETA.

Por último, abrió la caja metálica con la bobina de cine. Una pegatina recordaba que aquella película de 35 mm había pertenecido al NO-DO. Desenrolló medio metro y miró al trasluz los fotogramas, pero de poco le sirvió. No podía ver nada. Para visionar con claridad las imágenes necesitaba un proyector de cine. La solución la encontraría en la Filmoteca Nacional, con la que el periódico mantenía unas excelentes relaciones.

Con todo aquel material, Juan pensó que ya era el momento de mantener una larga entrevista con su director. Pero antes necesitaba digerir las últimas novedades comentándolas con su amigo Herrera. Lo llamó y acordaron que un policía lo recogería al cabo de una hora en la puerta del diario. El comisario había dispuesto otro operativo para despistar a los moscones del CESID. Juan seleccionó una decena de fotocopias de las microfichas y se metió en el bolsillo el sobre con el tampón.