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Miércoles, 28 de junio de 1995

Si sentarse delante de un juez ya impresionaba de por sí, que le tomaran declaración bajo juramento o promesa aumentaba la segregación de adrenalina. Mientras subía los peldaños de la escalera que le conducía a la primera planta del edificio de la Audiencia Nacional, Juan percibía que la maldita hormona de las glándulas suprarrenales se había disparado, porque su organismo no controlaba el estrés. Provocaba un aumento de la presión sanguínea y del ritmo cardíaco. El periodista tenía fama de ser un tipo sereno, que solía manejar con aplomo sus impulsos, pero aquel escenario de togas y puñetas lo superaba.

Conocía al juez Camacho desde 1987, pero esa relación tampoco le garantizaba nada. Intuía que el magistrado iba a apretarle las tuercas. La deducción era sencilla: llevaba meses encallado en un caso que los documentos del periodista podían reavivar.

Él podía acogerse al secreto profesional cuando el juez le preguntara por sus fuentes, pero no podía negarse a entregarle los papeles del CESID reproducidos en el periódico. Lo acusarían de un delito de falta de colaboración con la justicia. Juan se había sentado innumerables veces en el banquillo como imputado o como testigo, y su experiencia le permitía comprender que cada caso era diferente. Lo mismo que su estado de nervios. Sabía que su sobrada madurez judicial para nada le garantizaba no meter la pata. Era su mayor preocupación: que sus errores los colocaran a él y a su medio en una situación irreversible e incontrolable. No olvidaba que, en cierta ocasión, una de sus respuestas erróneas provocó que identificaran a su fuente en un asunto de blanqueo de dinero. La información procedía de un alto funcionario del Banco de España que luego le acarreó un expediente disciplinario y perder su trabajo. El periodista se sintió en la obligación de proporcionarle un buen abogado, un amigo, que ganó en los tribunales el caso por despido improcedente. Afortunadamente para el reportero, el funcionario pudo recuperar su empleo. El juez consideró que la información obtenida por el periodista no era confidencial, sino de dominio público. Se refería a las importaciones y exportaciones mercantiles entre Colombia y España realizadas por unas sociedades instrumentales que resultaron estar controladas por los cárteles de la droga. La policía pudo demostrar que tras aquellas operaciones se escondía tráfico de drogas o blanqueo de dinero. Por ejemplo, la cocaína llegaba impregnada en mantas o disuelta en metacrilato.

Una de las oficiales del juzgado de la Audiencia Nacional hizo pasar al periodista al despacho del juez. Lo acomodó en una silla junto a una gran mesa de reuniones, situada en el extremo, opuesto al escritorio de su señoría. Camacho tardaría en llegar unos minutos, le dijo la funcionaria. Le dejó una revista editada por el Consejo General del Poder Judicial, pero Juan prefirió tomar notas en su libreta sobre las impresiones que le inspiraban lo que encerraban aquellas cuatro paredes. El despacho lucía unos grandes ventanales, con unas cortinas un tanto envejecidas que impedían que entrara la luz desde la calle García Gutiérrez. El lugar de trabajo del magistrado Camacho ocupaba la esquina donde confluyen esa estrecha y corta vía y Génova. Las paredes estaban decoradas con pinturas impresionistas y con fotografías en las que aparecía el juez en diversos actos oficiales. No faltaban metopas del FBI, de la UCAO de la Comisaría General de Información, de la Ertzaintza, de la Gendarmería gala. Juan echó en falta una de la Guardia Civil. «Será por lo de la UCIFA», reflexionó. Se refería a la unidad antidroga del instituto armado que el juez había desarticulado por corrupción. En la pared situada detrás de la mesa de trabajo destacaba una copia en color del Guernica de Picasso, junto a una serie de poemas enmarcados de Federico García Lorca, Antonio Machado y Miguel Hernández. En uno de los rincones una escultura de madera de Chillida descansaba sobre una peana de piedra.

Juan permanecía inmóvil en la butaca que le habían adjudicado. No se atrevió a levantarse para fisgonear las imágenes de los portarretratos que había sobre la mesa del juez. Sintió cierta tentación pero comprendió que en el despacho de un magistrado un periodista debía frenar sus impulsos. Llevaba diez minutos esperando y Camacho estaría a punto de llegar. No se equivocó. Escuchó unas voces de fondo y, enseguida, Ignacio Camacho irrumpió en su despacho en mangas de camisa. El juez se dirigió al periodista por su nombre de pila, recogió de su escritorio unos folios y un lápiz y se sentó en una de las sillas de la mesa de reuniones, enfrente del reportero.

—¿Cómo estás, Juan? Otra vez aquí, como en los viejos tiempos. Te he citado media hora antes que al fiscal y a la secretaria judicial porque quiero cambiar impresiones contigo. ¿Tienes algún inconveniente?

—Ninguno, señoría.

—Ahora puedes olvidarte del protocolo y llamarme por mi nombre. Sigo siendo el mismo de siempre, aunque tu director me dé caña todos los días.

El periodista quiso tomar la palabra, pero el juez no le dejó.

—No, no. No hace falta que te justifiques. Ya sé que tú eres un profesional independiente y nada tienes que ver con la campaña que ha iniciado El Universal contra mí. Aquí nos limitaremos a tomar declaración al periodista que es autor de determinada noticia, no al representante de un medio. Sólo tú eres el responsable de lo publicado. Quería hablar contigo a solas por si prefieres adelantarme algo sin taquígrafos. Si tienes algún dato que no quieras que se refleje en tu declaración estás a tiempo de comentármelo. Ya me encargaré yo de volcarlo después en la instrucción. El sumario es secreto, pero no me fío de las filtraciones. Estoy convencido de que todo lo que declares llegará seguidamente a oídos de La Moncloa. Qué voy a decirte que tú no sepas. ¿Cuántas informaciones has publicado en tu vida acerca de causas secretas? Juan, sin más dilaciones, ¿dispones de más documentos aparte de los publicados hoy en el diario? ¿Piensas colaborar con este juzgado?

El reportero pronto entendió que Camacho sabía más de lo que aparentaba. Con aquel circunloquio pretendía dejarle la puerta abierta a una colaboración anónima. Era una estrategia inteligente para obtener que el periodista se relajara, porque la otra alternativa era como transitar por un campo atestado de minas.

—Señoría, perdón, Ignacio, intuyo que alguien te ha informado de lo que tengo entre manos. Sabes que nunca me he negado a colaborar contigo, pero también debo preservar mis intereses profesionales. Soy periodista y no puedo echar por tierra el trabajo de meses. Hay que encontrar un punto intermedio. Los documentos no son míos, son del periódico. Desconozco lo que han podido contarte ni de dónde proceden los datos, pero en mi declaración sólo pienso ratificarme en lo publicado y aportar una copia de los documentos reproducidos. A ti, personalmente, no sólo estoy dispuesto a narrarte todo lo que me ha tocado vivir en el último mes, sino también a colaborar en la detención de los asesinos.

—Juan, una vez más, sé que nos entenderemos desde la honestidad y la sinceridad. Me juego mucho en todo esto, pero nunca he tenido queja de tu comportamiento. Antes de que la anciana te visitara en la redacción, el comandante Pellón vino a verme al juzgado. Prometió entregarme los documentos que, según él, guardaba en una caja de seguridad, pero lo mataron antes. Aquel hombre pasaba por una crisis de identidad. Meses antes me había remitido al juzgado una carta anónima en la que me revelaba una operación del CESID: habían secuestrado y asesinado a un joven toxicómano. Llevo meses investigando un clan de los servicios secretos que se autodenomina Club Mengele. Tú y yo, sin saberlo, hemos pisado el callo de un personaje poderoso o nos estamos aproximando a algo muy gordo, porque todo esto ya ha costado la vida a cinco personas. Han logrado apartarme de todas las pistas y tú eres la única persona que puede * desatascar una investigación que está varada.

El magistrado no se anduvo con rodeos, fijó su mirada en los ojos del periodista y le inquirió lo que Juan esperaba desde hacía un rato.

—Necesito los cuatrocientos documentos de Pellón y el sello de los GAL. Dentro o fuera del sumario. Tú decides.

Toda la masa corporal del reportero tembló, como si soportara la sacudida de un terremoto. Ahora sí se hallaba en un callejón sin salida: presionado por el director de su diario y por el magistrado más poderoso de España. Le quedaban escasos segundos para tomar una decisión y, lo más difícil, no equivocarse. En juego: su futuro profesional y, aún más grave, el penal. Necesitaba encontrar una solución intermedia para contentar a los dos; ambos con un ego desbocado. Juan agradeció la franqueza del magistrado, pero ante aquella situación tan incómoda prefirió mantener las distancias. Dejó de tutear al magistrado.

—Mire usted… Quiero colaborar y atrapar a los asesinos de Pellón, pero no puedo desprenderme de los documentos, que hipotéticamente pueda tener en mi poder, sin antes haberlo publicado en el periódico. Estoy dispuesto a hacerle llegar de manera anónima un sobre con los papeles fotocopiados, siempre que no me prohíba su difusión. Para usted no tienen ningún valor probatorio si antes no logra que el gobierno los desclasifique. Estamos en las mismas, sólo le sirven para investigar su contenido. Creo que a usted le favorece que yo los publique previamente, porque así tendrá la oportunidad de reclamar al CESID los originales.

Juan se quedó impresionado de sus propios argumentos, de cómo había improvisado un tan certero discurso y brillante para salir de aquel atolladero. El magistrado, en lugar de contestarle, le hizo una pregunta.

—¿Qué sabes del coronel Jacinto Milans?

El periodista encontró la gran oportunidad para cargar contra el militar.

—Es el máximo culpable de todo. El tapado del Club Mengele. Era el jefe de la AOE cuando secuestraron al toxicómano y le causaron la muerte. En aquella operación participó Pellón, lo que le marcó de por vida. Arturo siempre fue uno de los baluartes de la guerra sucia, desde el primer atentado contra ETA en 1975. He podido verificar que es un personaje intocable tanto para la derecha como para la izquierda. El gobierno le ha prometido su ascenso a general antes de que concluya su mandato y los conservadores, si ganan las elecciones, piensan nombrarlo director del CESID. Sobre sus hombros recaen las muertes de cinco personas, pero continuará flotando.

El magistrado prosiguió con más preguntas, aunque el periodista percibió que ya conocía las respuestas.

—¿Por qué crees tú que es un intocable?

—Señoría, perdón Ignacio, él es el garante del informe Jano.

—¿Jano?

—No me diga que nunca ha oído hablar de este dossier, porque no me lo creo. Menosprecia mi inteligencia.

El magistrado no tuvo tiempo para contestar. Alguien, fuera del despacho, aporreaba con fuerza la puerta y luego la abría. Era el fiscal, acompañado de la secretaria judicial y una oficial del juzgado. Bajando el tono de voz, el magistrado dijo a Juan:

—No he terminado. Espérame en el juzgado cuando termines tu declaración.

Juan, agotado el tiempo de la sesión preliminar, se encontró ante el fiscal y el magistrado. Jugaba con ventaja porque sabía por dónde iba a abordarle Camacho. Finalmente, todo resultó más protocolario que comprometido. El fiscal no le hizo preguntas y el titular del juzgado le pidió que aportara a la causa los documentos publicados en el diario. No obstante, el juez quiso llegar más lejos. Juan se percató de que aquello no era un simple paripé, sino que buscaba acotarle su terreno de juego.

—No pretendo que vulnere la promesa de secreto profesional contraída con sus fuentes, pero podría usted aclararme si esos documentos han salido de la misma sede del CESID. ¿Pertenecen sus fuentes a los servicios secretos?

El periodista comprendió que el magistrado le estaba solicitando una catapulta con la que pudiera saltar los muros de La Casa, como se conocía popularmente la sede del espionaje español. Disponía del suficiente margen para allanar el camino al magistrado sin la necesidad de mencionar a Pellón. Podía responder sin tener que mentir e incurrir en un delito de falso testimonio porque, más tarde o más temprano, se vería obligado a contar la historia de Pellón en el diario. Era una manera de lavar la imagen del comandante asesinado.

—Señoría, intentaré contestarle sin perjudicar a mis fuentes. No tengo ninguna duda de que los documentos proceden del CESID. Puedo afirmar que mis fuentes pertenecen o han pertenecido a los servicios secretos.

—¿Tiene usted otros documentos, que afecten a esta causa, y no hayan sido publicados?

Juan encajó el golpe pero respondió con brillantez para salir de aquel embrollo.

—Señoría, la causa es secreta y desconozco su contenido. No puedo contestarle.

—Le reformulo la pregunta: ¿conserva usted más documentos del CESID?

¿Y ahora qué? Juan meditó. ¿Qué le contestaba a Camacho? Por él, ya conocía la verdad. Le había tendido una trampa: si se negaba cometía perjurio, y si respondía afirmativamente estaba perdido. El periodista echó mano del manual de urgencia, un libro sin letras que contenía los consejos e instrucciones de los abogados. La primera lección: ante un callejón sin salida había que acudir siempre al secreto de las fuentes. Al menos, de esa forma se ganaba tiempo mientras el magistrado sopesaba su decisión.

—En todo lo que se refiera a los documentos del CESID me veo obligado a acogerme al secreto profesional. Y muchísimo más en este asunto, en el que han muerto varias personas.

—Sólo tiene que contestarme con un sí o con un no. Así de fácil. ¿Tiene o no tiene más documentos?

—Señoría, me acojo al secreto profesional.

En ese momento, el fiscal intervino en el interrogatorio por primera vez.

—Quiero que conste en acta que por parte de la fiscalía se le recuerda al testigo que, si no responde a la pregunta, puede incurrir en un delito de falta de colaboración con la justicia.

El magistrado miró al periodista y se dirigió a la oficial que resumía en una libreta la declaración del reportero, al tiempo que una grabadora registraba toda la comparecencia.

—Haga constar las palabras del fiscal y…

Tomó aire, hizo una pausa y fijó nuevamente la mirada en Juan. No era un guiño pero sí un gesto que provocó cierto alivio en el periodista.

—… Y haga constar también que el testigo persiste en acogerse al secreto profesional, de lo cual, por otra parte, está en su derecho. Eso último es un comentario mío. No es necesario que lo transcriba.

Juan agradeció la bocanada de aire que le había facilitado el juez. Entonces entendió que el magistrado mostraba tanto rigor en sus preguntas con el fin de que nadie pudiera acusarle de no ser diligente en su trabajo.

Camacho enroscó el capuchón de su pluma. Le encantaba lucir su Mont Blanc, modelo Agatha Christie, en la que una serpiente de plata esterlina, con dos minúsculos rubíes como ojos, servía de clip de la estilográfica. Recogió los folios de la mesa, en los que había anotado sus impresiones, y se dirigió a los asistentes.

—Por mi parte, si el fiscal nada tiene que objetar, doy por finalizada la comparecencia del testigo.

El fiscal asintió con un movimiento de cabeza.

—Puede usted marcharse.

Pero el periodista, siguiendo las instrucciones del juez, esperó en la sala contigua hasta que el mismo Camacho salió en su busca. Se le veía contrariado. Sin más preámbulos le espetó:

—¿Qué sabes tú de Jano?

El reportero dudó en si marcarse un farol o responder con franqueza. Optó por la segunda opción porque sabía de sobra que el juez era un tipo que despreciaba los rodeos.

—Sé lo justo. Se trata de un poderoso clan que maneja los servicios secretos españoles desde comienzo de los setenta. Lo poco que conozco me lo contó Pellón antes de su muerte. También me advirtió de que era un lobby muy peligroso.

—No le faltaba razón. Todos los que se han acercado a Jano han muerto. Efectivamente, es una sociedad secreta de los años setenta pero no sólo formada por agentes del CESID. La cúpula del antiguo SECED concluyó que el franquismo agonizaba y que no podía soportar la presión de los estados democráticos de Occidente. Por tanto, lo más aconsejable para el régimen era preparar desde dentro un cambio controlado. Una especie de «solución lampedusiana». ¿Recuerdas la máxima del príncipe italiano, autor de El gatopardo? «Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie». Por todo ello, para seguir moviendo los hilos desde la sombra, los espías elaboraron el informe Jano. ¿Por qué Jano? Porque a ese dios de la mitología romana se le representaba con dos caras: una mirando al pasado y la otra al futuro. Era el protector de las puertas que se orientaba hacia el mañana pero sin olvidar el ayer. Entonces, ese poderoso grupo selecto de agentes protegió y promocionó a un par de centenares de jóvenes que, por su capacidad intelectual y su preparación profesional, estaban llamados a ser los líderes de la política y la sociedad de la futura democracia. Todos ellos fueron fichados por los servicios secretos de Carrero y hoy ocupan cargos de gran relevancia. Por tanto, no sería descabellado que la vieja guardia del CESID estuviera chantajeándolos.

El magistrado metió la mano en un cajón y sacó un folio con unas notas escritas de su puño y letra.

—Es aterrador tener que desconfiar de las más altas instancias del poder porque, como si se tratara de un queso gruyer, están agujereadas por una caterva de infiltrados al servicio del CESID. En el gobierno, la policía, el ejército, la magistratura, la banca, la diplomacia, la enseñanza y, cómo no, el periodismo. Sí, el periodismo. No te sorprendas. Según Pellón, era el sector más penetrado por Jano. Ahora entiendo por qué algunos medios me atacan todos los días y compañeros magistrados intentan torpedear mis investigaciones sobre el CESID.

—¿Conoces el nombre de alguno de esos infiltrados? Para empezar a tirar de la manta.

—Ya me gustaría. Pellón me previno de Jano, pero no me facilitó ninguna identidad. No sé si porque no lo sabía o porque se guardaba esa baza para un mejor momento. Una vez muerto, ya no podemos hacer nada. Me aseguró que sólo existía una copia del informe con la lista de los captados. Al parecer, el custodio es Milans.

—Creo que si Pellón hubiera tenido en su poder la lista me la habría dejado junto al resto de los documentos de la caja de seguridad. Los he estudiado uno a uno y no aparece ninguna mención a Jano.

—Es evidente. Esos papeles que tienes pertenecen a misiones especiales y operaciones secretas. A la labor de tropa. El informe Jano es un proyecto de mayor calado al que sólo tuvo acceso lo más granado del espionaje. Es comprensible que Milans sea su protector, porque, de aquella vieja guardia, sólo queda él en activo.

—Creo que en una de mis próximas informaciones debería deslizar el nombre de Jano y apuntar que la Audiencia Nacional investiga un plan secreto del CESID. Sería una buena estrategia para hacerles creer que sabemos más de la cuenta. Es una manera de ponerlos nerviosos, para que cometan errores. Es una maniobra que siempre me ha dado resultado. ¿Qué te parece?

—Adelante. Pero sólo te autorizo a que desveles la existencia de un informe llamado Jano. No digas que lo investiga la Audiencia Nacional. Ésa será otra sorpresa.

Esa misma tarde, Camacho recibió a su nombre, en su despacho, un sobre marrón con cuatrocientos documentos fotocopiados del CESID, todos ellos relacionados con la lucha antiterrorista. Destacaba una «nota de despacho», así figuraba en su encabezamiento, sobre «acciones en el sur de Francia». El documento, fechado el 18 de julio de 1983, en su punto 2.2, recomendaba la «eliminación» de dirigentes de ETA. Señalaba que «proporcionaría, a corto plazo, muy buenos resultados» en la lucha antiterrorista. El informe concluía con una recomendación: «Se considera que la forma de acción más aconsejable es la desaparición por secuestro». El documento, que ocupaba seis folios, carecía de firma, pero Juan estaba convencido de que su redactor era Arturo. Cronológicamente, las instrucciones impartidas guardaban relación con el secuestro de Pascual, que se produjo dos meses después. Aquel documento desprendía un fuerte tufo a los orígenes de los GAL. En octubre de ese año, uno de sus comandos secuestró a dos jóvenes etarras en Bayona.

Con aquellos papeles secretos en su poder, el magistrado puso en marcha la maquinaria judicial para su desclasificación y mosteó su valentía cuando citó en el juzgado a la dirección de los servicios secretos. Comparecieron como imputados Arturo y Pastrana, entre otros, pero se negaron a declarar después de recibir instrucciones de los asesores jurídicos de Defensa. Todos esgrimieron idénticos argumentos.

—No podemos certificar que los documentos sean auténticos. Debido al tiempo que han permanecido fuera del Centro han podido ser manipulados. Y si fueran una copia fiel de los originales cualquier comentario sobre su contenido nos llevaría a incurrir en un delito de revelación de secretos.

Pasaron, uno a uno, por el juzgado de la Audiencia Nacional con la misma cantilena sin que el magistrado pudiera hacer nada. Lo que más le fastidiaba a Juan de aquel cortejo fúnebre era que el gobierno y algunos medios de comunicación lo amparaban. Pero, sobre todo, que los delitos de un tipo tan frío y sanguinario como Arturo quedaran impunes. ¿Llevaría razón Campaña cuando le aseguró que el coronel estaba llamado a ser el nuevo director del CESID? Era una provocación que lo sacaba de sus casillas.

La información de El Universal sobre Juan Alberto Nieto y Sextante convulsionó a la clase política. El debate se trasladó del despacho de Camacho al Congreso de los Diputados. El escándalo provocó una cadena de dimisiones. Desde el ministro de Defensa hasta el director del CESID. El gobierno nombró a otro general como responsable del espionaje español, pero Arturo fue confirmado en su cargo de secretario general.

El periodista, como le había adelantado al juez Camacho, hizo referencia en su texto al dios Jano, pero no obtuvo la respuesta esperada. Nadie se puso en contacto con él para aportar más datos sobre el misterio Jano. El periodista tecleó en el séptimo párrafo de la información: Fuentes internas del CESID han asegurado a este diario que los servicios secretos españoles elaboraron a mediados de los setenta un informe confidencial conocido como «Jano». Se trataba de un proyecto supersecreto encaminado a captar espías entre los jóvenes intelectuales que destacaron socialmente durante el tránsito del franquismo a la democracia. Una caja fuerte del CESID ha guardado desde entonces bajo llave la lista de ese plantel de colaboradores. En la actualidad, sólo un alto mando del espionaje español tendría acceso a su contenido. Esta situación le conferiría un poder excepcional, ya que aquellos jóvenes del tardofranquismo ocupan hoy cargos de gran relevancia en el mundo de la política, la judicatura y la economía, entre otros.

Juan no se atrevió a incluir en la relación a la profesión periodística, para no levantar recelos en su periódico. Se sentía dolido y quejoso porque Arturo permanecía incólume. La mirada vigilante de Jano le seguía siendo muy propicia. Su autoridad se sustentaba en lo mucho que sabía y en lo mucho que callaba. Paradójicamente, la noticia desvelada por Juan proporcionó a Arturo más influencia ante el poder político. Los doscientos de Jano sospechaban que él conocía su condición de espías. Esos brillantes jóvenes convertidos en hombres poderosos con la ayuda del CESID asumían que eran un objetivo fácil para el chantaje. ¿Sería Arturo el guardián de la lista Jano?