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Viernes, 16 de junio de 1995
La secretaria de Arturo le dio los buenos días y le dejó los diarios encima de la mesa. Eran las ocho de la mañana y, puntual como de costumbre, el secretario general del CESID revisaba el parte de incidencias del Centro. Arturo ocupaba un despacho amplio y luminoso desde que en 1989 trasladaron la sede del espionaje español del antiguo edificio de Colonias, en la plaza de Colón, a un moderno complejo de torres de hormigón, en la conocida como Cuesta de las Perdices, en la carretera de A Coruña. Su despacho estaba en una de las alas de un edificio en forma de rotonda que dominaba, como centro de gravedad, un vasto complejo de oficinas. Entre los espías, la nueva sede se conocía como La Casa. Era algo corriente. Los franceses también llamaban a su sede La Piscina.
El habitáculo de Arturo estaba muy cerca de la sala del gabinete de crisis. Se podía acceder a él por dos puertas que daban al pasillo central y permanecían siempre cerradas. Una de ellas, que Arturo casi nunca usaba, se abría con un mecanismo de seguridad formado por cuatro dígitos. Daba a una pequeña estancia donde podía descansar en una especie de pequeño sofá cama. En esa dependencia también había un cuarto de baño. Pero las visitas accedían por una puerta principal que daba a una antesala flanqueada por dos militares. Esa puerta sólo podía abrirla Arturo desde dentro, pulsando un botón que estaba en su mesa. Dos luces, una roja y otra verde, hacían de semáforo y avisaban si el jefe estaba libre u ocupado. La mesa del número dos del espionaje presidía la estancia y estaba orientada hacia la puerta principal, junto a una librería. A su espalda, colgaba de la pared un carísimo tapiz comprado a una interiorista que también había decorado el comedor del Centro, gracias a sus excelentes relaciones con el director. Un tabique separaba la zona de trabajo de la de descanso. En el espacio interior, un cuadro ocultaba una caja fuerte de seguridad donde se guardaban algunos de los documentos más importantes del Centro. La combinación sólo la conocían él y su jefe. En el despacho, Arturo disponía asimismo de un dispositivo con micrófonos camuflados para grabar las reuniones con las visitas más ilustres. En la caja fuerte conservaba una colección de cintas con algunas de esas jugosas conversaciones. No tenía miedo de que pudiera sucederle lo mismo que a Nixon con las cintas del Watergate, porque aquel sistema de grabación no era oficial, como el de la Casa Blanca. Su existencia sólo la conocían él y un ingeniero de confianza, ajeno al CESID, que se lo instaló por amistad.
El número dos del espionaje español tenía fama en el Centro de ser un tipo con carácter pero de reacciones controladas. Su vida estaba envuelta en la mentira y el cinismo. Era previsible que le sucediera esto a un agente secreto que jamás se abría a los mortales. Como Jano, siempre con un doble rostro. Además, Arturo era una persona a la que le encantaba forzar esa imagen de persona siniestra. Era una consecuencia de lo que en muchas profesiones se conocía como deformación profesional, cuando en realidad se trataba de una reacción esquizoide.
Arturo comenzó a hojear los diarios. Como siempre, inició su lectura por El Universal. Era el periódico que todos los días le amargaba las mañanas con investigaciones sobre los servicios secretos españoles. Respiró hondo y puso cara de satisfacción cuando pasó las páginas de nacional y no halló ninguna revelación sobre las interioridades de La Casa. Sin embargo, su semblante cambió cuando tropezó en la sección de sucesos con el titular: «La policía busca el cadáver de una anciana».
La preocupación aumentó conforme avanzó en la lectura:
La policía busca el cadáver de Amparo Candela, una anciana que falleció el pasado 1 de junio en su chabola de El Pozo del Tío Raimundo, en Madrid. Al parecer, según los informes de la Policía Municipal y de los forenses, la anciana, que vivía sola, murió a causa de un accidente doméstico por inhalación de gas.
Lo más sorprendente es que, una semana después, su cadáver ha desaparecido del Instituto Anatómico Forense, donde fue trasladado para practicarle la autopsia. Según fuentes del depósito, el cuerpo sin vida de la anciana fue reclamado y retirado de sus instalaciones por una persona que se presentó como su hijo. Pero la policía maneja una versión diferente: el único descendiente, Pascual López Candela, un toxicómano enganchado a la heroína, desapareció hace más de diez años en extrañas circunstancias. La policía sigue el rastro a un sospechoso que pudo ser la persona que reclamó el cuerpo de Amparo. Se trata de un exagente de la Guardia Civil, que estuvo destinado en el cuartel de Intxaurrondo, en San Sebastián, y fue condenado por torturas. Además del cadáver, del Instituto Anatómico Forense ha desaparecido el informe de la autopsia.
La noticia estaba firmada con las iniciales SS. Arturo se vio impotente para relacionar las dos consonantes con un periodista del diario. Desconocía que SS significaba Sección de Sucesos. Juan había copiado ese sistema de autoría periodística de otro diario, donde se firmaban las noticias incómodas con las siglas SN (Sección Nacional).
La noticia de El Universal pasó inadvertida para la mayoría de los lectores, incluso para el mismo director del medio, que no le dio ninguna importancia. No fue así para Arturo y el resto de los integrantes del Club Mengele. El número dos de los espías había llegado con Stefano a un acuerdo en California para poner en marcha su propio plan de limpieza, pero se habían producido otras fugas que tenía que atajar. Arturo era de la opinión de que los flecos a veces ponían en peligro grandes misiones de Estado. Estaban en juego su futuro y su hacienda. Y, posiblemente, la cárcel si el caso iba a más. Por tanto, si Stefano se ocupaba del periodista, que con toda seguridad estaría detrás de la noticia de ese día, y del chivato del CESID, él debía responsabilizarse del comisario Herrera. Y tenía la fórmula. Llamó a su secretaria, pulsando un botón, y le ordenó que convocara a los integrantes de una lista de diez personas a una reunión a las 15 horas. Tomarían un tentempié en la sala de crisis. La funcionaría no lo sabía, pero se trataba del Club Mengele.
Acto seguido, Arturo levantó el teléfono, equipado con un sistema de secrafonía que impedía que se interceptaran las comunicaciones a través de las redes analógicas, y llamó a un número de París. Tardaron en contestar, pero respondió una voz de mujer con acento francés. Por su entonación, tendría unos cuarenta y cinco años.
—Victoria, Jano te necesita. Tenemos un pacto y ha llegado la hora de que nos devuelvas el favor. Tengo que verte cuanto antes. Coge el primer vuelo a Madrid. No tengas ningún reparo en los gastos.
La mujer, como si la hubieran programado, respondió con un mimético «De acuerdo» y se despidió sin hacer ninguna pregunta.
—Esta noche estoy ahí. Nos vemos donde siempre.
Arturo llamó a su secretaria y le encargó que pidiera al restaurante Zalacaín un reservado para las 22 horas. Seguidamente, llamó a sus ayudantes a su despacho. Les facilitó una relación de números de pasaportes españoles, franceses, italianos y británicos y les ordenó que se hiciera un seguimiento exhaustivo para conocer en qué momento entraban en España los titulares de esos documentos y en qué hotel se hospedaban. Se mostró interesado, principalmente, en los vuelos y pasajeros procedentes de Estados Unidos. También les encargó que hicieran un rastreo en todos los hoteles de Madrid para conocer las reservas realizadas desde ese país en los últimos días. Dejó sus instrucciones muy claras: todas las mañanas, al llegar a su despacho, quería tener un informe encima de su mesa con toda la información. Y les recordó que no admitiría errores.