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Lunes, 29 de mayo de 1995

Amparo Candela pisaba por primera vez la redacción de un periódico. Más aún, no recordaba si había leído alguno en su vida. Por tanto, la recepción del diario El Universal le venía grande. Se sentía incómoda delante de un guarda de seguridad y una recepcionista que no paraba de colgar y descolgar el teléfono, mientras atendía a las visitas. Detrás de la joven, destacaban, colgados en la pared, tres grandes relojes con los husos horarios de Madrid, Nueva York y Tokio. También uno de esos calendarios en los que los días y los meses pasan como cortinillas. La hora local marcaba las 10.30 y el calendario, el 29 de mayo de 1995. La anciana había dudado repetidas veces antes de introducirse en la puerta giratoria del lujoso edificio acristalado de nueve plantas.

«Quién va a perder un minuto de su vida con una anciana, pobre y abandonada de la mano de Dios».

Amparo vivía en una humilde casita —ella no se ofendía cuando la llamaban chabola— en El Pozo del Tío Raimundo. Allí acabó, sola, tras morir su marido a mediados de los setenta. Ramón trabajaba de portero en una finca de Cuatro Caminos, mientras ella fregaba la escalera del inmueble. A su muerte se vio forzada a dejar la vivienda de la portería. Ella y su hijo Pascual —así lo bautizó porque nació un 17 de mayo— tuvieron que refugiarse en la casita de su madre en una de las zonas más deprimidas del extrarradio madrileño, que competía en miseria con los vecinos de La Celsa y El Pozo del Tío Huevo.

Pero la vida siguió golpeándola: su único hijo se enganchó a la heroína como otros tantos jóvenes del barrio. Cuando la policía se lo comunicó por primera vez reaccionó con cierta perplejidad. Escuchó que su Pascual se había enganchado «al caballo» y dudó si le hablaban de hípica o de las carreras de jamelgos. Desde ese día, la vida de Amparo fue un verdadero calvario. No sólo porque su Pascualín —como ella lo llamaba, igual que cuando era un niño inocente— le robaba el poco dinero que cobraba de la pensión de viudedad y de su trabajo de planchadora, sino también por las continuas visitas nocturnas de la policía. Amparo, cuando veía relampaguear unas luces de color azul a través de los cristales que daban a la calle, ya intuía que su hijo había hecho algo malo. Allí estaba el agente uniformado para recriminárselo o para que se presentara en la comisaría.

Pascualín se convirtió en una piltrafa humana que apenas podía caminar sin ayuda. Un zombi, maltratado y consumido por el pico. Mendigaba por las calles del centro de Madrid para poder comprar una dosis de jaco y el resto del día lo pasaba tirado en un banco de la plaza del Dos de Mayo, en pleno corazón del barrio de Malasaña. Amparo no sabía qué hacer con aquella masa de carne inerte. Nadie la ayudaba, ni le facilitaba su ingreso en un centro de desintoxicación. Paradojas de la vida. De adolescente, Pascual decía que quería ser policía o militar como sus dos amigos, vecinos de Cuatro Caminos. La pobre anciana maldecía su mala suerte y, en las horas de desconsuelo, pensaba que lo mejor para su hijo era una muerte dulce. «La heroína ya se lo ha llevado en vida». Y no le faltaba razón. La madre llevaba el mismo camino. Había envejecido prematuramente y su único refugio era una parroquia de curas obreros.

Amparo Candela logró soportar y sobrevivir esa vida perra durante años hasta que aquella noche del lunes 12 de septiembre de 1983, su hijo Pascual no regresó a casa. Otra de las suyas, pensó. Estaría tirado en cualquier cuneta o parque de Madrid, después de un fin de semana de excesivo consumo de heroína, como había sucedido en otras tantas ocasiones. Pero siempre un zeta de la policía acababa devolviéndolo, aunque maltrecho, al hogar familiar. Pasaron unos días y Pascualín seguía sin dar señales de vida. Amparo, esta vez, sí se puso en lo peor. «Este desgraciado se ha quedado tieso por ahí por una sobredosis de jaco», pensó. Se equivocó, porque nadie la llamó para comunicarle la aparición del cadáver. No sabía qué hacer, hasta que, pasados unos días, alguien llamó a la puerta. El golpe la sobresaltó. Amparo se esperó lo peor. Acercó su ojo derecho a la mirilla y contempló la silueta de un cartero con gorra de plato. «Éste se ha equivocado, no espero carta de nadie», pensó.

—¿Vive aquí doña Amparo Candela? —escuchó una voz aflautada—. Le traigo una postal del extranjero. De Tailandia.

Amparo contestó:

—¿De Tailandia? Yo no conozco a nadie en Tailandia. No sé dónde está eso. Se ha confundido.

—¿Cómo? Viene firmada por un tal Pascual L. Candela.

—¡Pascualín! Mi Pascualín. Está vivo.

Amparo descorrió el cerrojo de la vetusta puerta y la abrió de manera precipitada. Se abalanzó sobre el cartero.

—Deme. Déjeme ver la postal.

Antes de leer el reverso le echó un vistazo y se fijó en un templo con tejados rojos junto a una especie de cúpula dorada.

«Madre. Estoi bien. No te preocupes por mi. Tube que salir corriendo de Madrid. Empieso una nueba vida en este pais que esta mui lejos. Tendrás más notisias mias».

Amparo se quedó mirando al cartero, que no se movía de la puerta a la espera de algún comentario de la anciana. Su euforia le había despertado cierta curiosidad.

—Es mi Pascualín. No ha muerto. Me escribe desde donde usted ha dicho. —Desvió la vista hacia la tarjeta postal—. Desde Tailandia.

El cartero encogió los hombros, como si no entendiera nada. Dio media vuelta y se marchó con un: «Me alegro. Que lo pase usted bien».

Amparo recibió otras dos postales en las siguientes dos semanas. Pascualín le decía que estaba bien y que se iba a quedar a vivir allí una larga temporada. En la última postal le comunicaba que había ingresado en un convento budista y le estaban ayudando a desintoxicarse. «Madre, no te preocupes por mi. Soi otra persona».

Ésas fueron sus últimas letras. Después, el tiempo y la distancia se encargaron de enfriar las relaciones entre madre e hijo. Amparo asumió que su Pascualín había encontrado, al fin, su destino y que ella no era quién para arrebatárselo. Tan sólo le quedaba envejecer, día a día, hasta que la muerte, como sucedió con el cartero, llamara a su puerta. Sabía que nadie iba a acompañarla en ese largo viaje. No tenía familia próxima y sólo hablaba con la gente cuando iba los lunes al mercado y los jueves a misa. En la parroquia también ayudaba a jóvenes drogadictos a desintoxicarse.

Amparo se equivocó. Doce años después, a mediados de mayo de 1995, el mismo cartero, más envejecido, llamó nuevamente a la puerta. Esta vez no era una postal tailandesa, sino un sobre, con matasellos de Chamartín, en Madrid. Su nombre y dirección estaban escritos a máquina. Se llevó una decepción cuando dio la vuelta a la carta y no encontró ningún remite. No era Pascualín, pero aquella misiva iba a provocar un vuelco en su monótona y aburrida vida.

Amparo guardaba el sobre, arrugado y manoseado, en un bolso negro que sujetaba con fuerza en su antebrazo, frente al mostrador de la recepcionista del diario El Universal. La piel de imitación estaba cuarteada por el tiempo. Se lo había regalado, ya usado, hacía más de veinte años, una de las vecinas del inmueble de Cuatro Caminos, cuando trabajaba en la portería.

—Buenos días. Verá… Perdone las molestias. Quisiera hablar con el director. Un señor que vi anoche en televisión, con tirantes y pajarita, que se explicaba muy bien. No se lo tome a mal. No sé cómo se llama.

—No se preocupe, señora. Es normal. Pero el señor Campaña no está en el periódico, está de viaje. No regresa hasta mañana.

—Bueno, no importa. Puedo esperar. Si quiere, puedo volver mañana.

Amparo le explicó a la amable chica que no tenía otra cosa que hacer. No le importaba, aunque desde su casa en El Pozo del Tío Raimundo hasta el periódico, cerca de la parada de metro de Alfonso XIII, había empleado casi dos horas. El autobús de la línea 24 la llevó hasta Atocha y, desde allí, necesitó dos transbordos en el metro para llegar a su destino final en la calle López de Hoyos.

—No se preocupe, señora. Puede atenderla otra persona porque el director está siempre muy ocupado. La recibirá un periodista de confianza del señor Campaña.

La recepcionista se dirigía a la anciana mientras tecleaba en la centralita y marcaba un número de la redacción.

—Buenos días, Juan. Soy Adela. ¿Están por ahí Víctor o Álvaro? Hay una señora que quiere hablar con el diré o con uno de ellos.

—No los he visto. Deben de estar en la Audiencia Nacional en el juicio de los GAL o con esa historia de las escuchas del CESID.

Quien contestaba era Juan Montalbán, el redactor jefe de la sección de sucesos, un veterano sabueso del periodismo de vísceras y cromosomas. No se dedicaba al periodismo de investigación como sus dos compañeros, pero tenía una excelente hoja de servicios. Era un periodista de unos cuarenta y cinco años, que se había labrado la reputación de profesional serio y correoso en sus años de reportero de sucesos en los diarios PUEBLO y EL CASO de Madrid.

—Adela, no tengo nada que hacer en estos momentos. Si quieres, y la señora está de acuerdo, puedo atenderla yo. Que te diga de qué va la historia. En unos minutos le doy un pase.

—Se resiste. Me ha dicho que se trata de algo muy grave y que está dispuesta a hablar sólo con el director. Disculpa, ahora me dice que te lo contará a ti, pero en persona.

El guardia de seguridad apretó el botón del ascensor de la tercera planta. Acompañó a Amparo hasta el despacho de Juan Montalbán. Amparo avanzó por un largo pasillo, bordeado de mesas vacías —a esa hora, los redactores están en la calle en busca de la noticia, como le explicó Juan más tarde—, pisó una moqueta de tonos grises y se fijó en una pequeña dependencia acristalada en la que trabajaban media docena de mujeres. «En mi época a las mujeres nos dejaban para los cocidos y la ropa sucia», susurró Amparo al guardia de seguridad, que apenas pudo escucharla.

Juan la esperaba de pie en la puerta de su despacho y la invitó a sentarse frente a su mesa. Amparo permanecía con el bolso bien prieto bajo la axila derecha. El despacho del reportero era de lo más corriente. Aparentaba cierto desorden, aunque eso no le importaba al heredero de la vieja escuela del reporterismo: cuanto mayor sea el número de papeles desordenados encima de la mesa y en las estanterías, más apariencia de trabajo se ofrece. Era el lema de Montalbán. Vestía de manera informal: unos vaqueros Levi’s y una camisa de manga corta a cuadros. Una amiga le había reprochado su atuendo, haciéndole ver que la manga que sólo cubría hasta el codo era de horteras. Según ella, la gente con clase usaba la larga. Al reportero, en cambio, poco le importaban las modas. Su obsesión era no pasar calor. Y ahí radicaba su estilo de vida: un pragmatismo exacerbado. La utilidad por encima de cualquier otra consideración. Había trasladado esa filosofía a su profesión y nunca se había arrepentido de los resultados.

Juan Montalbán se movía en torno a una serie de binomios: forenses y cadáveres, policías y ladrones, jueces y ajusticiados, comunistas y ultraderechistas, vivos y muertos, verdugos y torturados… Había hecho del periodismo un sacerdocio, al menos en lo que concernía a su celibato. Muchas amigas y novias, pero lejos del altar. Solía decir que los hombres estaban ya sometidos a demasiadas instituciones para acabar en otra como el matrimonio. Era un tipo fiel a sus parejas, pero poco constante. Los cierres de los diarios en horas intempestivas, la posterior copa de madrugada en Bocaccio con los colegas y los continuos e inesperados viajes no facilitaban la relación de pareja.

Amparo echó una ojeada a los premios que atesoraba el periodista en una estantería: Club Internacional de Prensa, León Felipe a la Libertad de Expresión y Ortega y Gasset. También fijó la vista en una foto enmarcada que descansaba en una esquina de la mesa del periodista.

—¿Su familia?

—Mi hermana y sus dos hijos. Toda mi familia.

—Yo también tenía un hijo. No lo veo desde 1983. Ahora me he enterado de que lo mataron unos desalmados. Desde entonces vivo sola. Me quedé viuda hace veinte años y luego se me llevaron lo único que me quedaba.

—Lo siento, señora. Es una desgracia. ¿En qué podemos ayudarla?

—No se ofenda, usted es un chico muy amable y le agradezco que me reciba en su despacho, pero yo quiero hablar con su jefe.

—Eso va a ser imposible. Antes de acceder al director los periodistas hacemos de filtro. Es una de las normas de la casa. Tenga en cuenta que está muy ocupado y todo el mundo quiere hablar con él. Yo me comprometo a trasladarle lo que usted me diga. Y le aseguro que todo lo que aquí se hable es confidencial.

—¿Qué quiere decir con confidencial?

—Quiere decir que lo que usted me cuente en esta conversación no podré publicarlo sin su autorización. Muchas veces, ese permiso debe ser por escrito y firmado. Hasta entonces, lo que aquí se diga queda entre usted y yo. Los periodistas, señora, nos debemos a una deontología…

Juan se dio cuenta de que con ese lenguaje no iba a llegar a Amparo, así que fue más directo. Sólo tenía que aplicar el método tradicional, que se sabía de memoria y lo había usado en más de mil ocasiones. Era uno de esos periodistas con un don especial para convencer a sus interlocutores. Preparaba una atmósfera de confianza y, cuando la fuente bajaba la guardia, le mordía la yugular y no la soltaba. Amparo estaba a punto de convertirse en su presa.

—… Quiero decirle que los periodistas nos comprometemos con la fuente, es decir, con usted, a no desvelar su identidad. ¿Sabe usted lo que significa el secreto profesional?

Amparo asumió su desconocimiento negando con la cabeza.

—Quiere decir que yo nunca podré decir, sin su permiso, que usted ha estado hoy aquí conmigo. Tampoco podré decir que usted me ha facilitado tal o cual cosa, sin su autorización. ¿Me entiende ahora?

—Sí, le entiendo. Pero ¿por qué tengo que fiarme de usted?

—Porque la que llama a esta puerta en busca de ayuda es usted. Si no se fía de mí y de este periódico tendrá que irse a otro medio. Así de claro, señora. No se lo tome a mal. Nosotros nos hemos ganado una credibilidad y vamos a seguir en nuestra línea. Mire, Amparo —Juan, que era un perro viejo, consideró que ya era momento de llamarla por su nombre de pila, lo que iba a facilitar la comunicación—, nosotros también estamos en la misma situación que usted. No me ha confesado a qué ha venido pero, todo lo que me cuente, me veré obligado a verificarlo después, antes de su publicación. Entienda que yo tampoco puedo creer a pie juntillas lo que usted me…

Amparo no le dejó acabar la frase.

—No. Mi palabra, no. No sólo cuenta mi versión. Tengo una carta aquí —y señaló su bolso— en la que un espía narra cómo el servicio secreto de España, así lo llama él, mató a mi hijo.

Amparo intentó interrumpir la frase pero se desbocó. Se percató de que había hablado más de la cuenta, sin haber obtenido antes el compromiso de una entrevista con el director. A Juan se le conectaron las antenas: «Ésta no se va de aquí sin leer la misiva. ¡Vaya historicazo!».

—Enséñeme esa carta y le diré qué grado tiene de credibilidad. Todos los días nos llegan cientos de ellas.

Amparo dudó por unos segundos. Descorrió de un tirón la cremallera del bolso y se encaró al periodista levantando la voz.

—Me voy a fiar de usted. Pero si me traiciona, puedo acabar como mi hijo, bajo tierra. Esta gente es mala y poderosa. Le ruego que no me venda. Tengo miedo. Soy una anciana, pero amo la vida. Desde la muerte de mi hijo he entregado mi tiempo a la rehabilitación de jóvenes toxicómanos en la parroquia y no puedo abandonarlos como hice con Pascualín.

—Señora, no se aflija. Por lo que me cuenta, usted no tuvo la culpa. Fueron unos bestias quienes mataron a su hijo. Ahora merecen acabar delante de un juez.

—No he terminado —continuó Amparo—. Sólo le pido una cosa. Si le entrego la carta, tiene que prometerme que llegará hasta el final, para que los asesinos de Pascualín acaben en la cárcel. ¿Me lo jura por esos niños de la foto?

—Mire, señora. No soy ni juez ni fiscal, ni mi misión es meter a los malos en la cárcel. Soy un humilde periodista que intenta hacer correctamente su trabajo. Sólo puedo comprometerme con usted a una cosa: si logro demostrar que el contenido de la carta es cierto, nadie impedirá que la denuncia vea la luz. Ni mi periódico. Una de las esencias de la democracia es que siempre existirá otro diario dispuesto a publicar lo que otros no quieran. Por muy duras e incómodas que sean las historias. Le doy mi palabra. Y ahora, permítame que le dé mi opinión sobre esa carta tan misteriosa.