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Martes, 1 de mayo de 1973
Los Primero de Mayo en España comenzaron a ser diferentes a principios de la década de los setenta. Las frustraciones democráticas y el ansia de libertad incitaban a los obreros a tomar la calle en algunas fechas señaladas. San Juan Obrero había dejado de ser el patrón de los trabajadores, como durante la dictadura había pretendido imponer la oficialidad franquista. El 19 de marzo había quedado, exclusivamente, para celebrar la festividad del padre. Los estudiantes y obreros aprovechaban la efeméride del día de los Mártires de Chicago de 1886 para reivindicar la democracia. Por eso, Madrid, en esas fechas señaladas, amanecía tomada por la policía. Los furgones de los grises, el color del uniforme de la Policía Armada, aparecían aparcados en las plazas y calles más estratégicas de la capital. Principalmente en las bocas de metro. El centro de Madrid —Cibeles, Puerta del Sol, Gran Vía de José Antonio, Alcalá, plaza España, Princesa, Colón…— era el escenario de todas las manifestaciones populares.
Juan Montalbán era entonces un periodista novato de veintitrés años de la sección de sucesos del diario Pueblo, un periódico vespertino en el que en su cabecera figuraba la leyenda: «Órgano Oficial de los Trabajadores». Lo suyo eran las noticias sobre crímenes y atracos, pero, ese día, en el periódico necesitaban a un reportero para cubrir una manifestación de estudiantes. El redactor jefe le había dado instrucciones.
—Son sólo un par de horas. Cuatro críos gritando por la calle y unas carreras delante de los grises. A las dos, todos a casa a comer.
Pero esa jornada del Día Internacional del Trabajo se complicó. En un enfrentamiento en la Puerta del Sol, entre un grupo de exaltados y la policía, falleció el inspector Juan Antonio Fernández. El policía fue acorralado y degollado en medio de una gran confusión. Juan, en ese momento, estaba en el epicentro del suceso. Suele ocurrirles a los profesionales con casta: hallarse en el lugar y en el momento preciso de la noticia. Juan no pertenecía a las secciones de laboral o de nacional, las más activas del diario, pero su instinto periodístico le decía que las predicciones de su redactor jefe eran pura palabrería. Aquello era un polvorín y podía estallar en cualquier momento. «Aguanta el tipo, porque esto se va a llenar de camisas negras y fascistas con el brazo en alto», le comentó el fotógrafo del diario, con más experiencia que él en esas revueltas callejeras.
No se equivocó. Pronto comenzaron a llegar por la calle Alcalá, desde Cibeles en dirección a la Puerta del Sol, las huestes de Falange y los guerrilleros de Blas Pinar, quien estaba considerado uno de los políticos emergentes del bunker. Iban armados con bates de béisbol, porras y palos. Juan, que se hallaba a la altura de la calle Sevilla, junto al edificio del Banco Español de Crédito y frente al Casino de Madrid, permaneció en un segundo plano. Se resguardó en la cafetería Hontanares. Pensó que era una tontería arriesgar el pellejo a la primera de cambio. La carne del periodista rojo estaba muy cotizada en aquellos días y era la preferida de los ultras.
El reportero tomó notas en un pequeño bloc de anillas y su colega fotógrafo ocultó la cámara debajo del anorak.
Juan no tardó en fijarse en un grupo de unos cincuenta jóvenes, vestidos con uniformes negros, que se acercaban caminando organizados en columnas, como en las legiones romanas. En primera fila destacaba un hombre de mayor edad, de unos treinta años, con gafas negras tipo Ray-Ban. Llevaba un palo en la mano derecha, pero de su cintura sobresalía la culata de baquelita de un Astra 400, el arma oficial de la Guardia Civil. Esa pistola española, de calibre 9 mm largo y con cargadores de ocho balas, era junto a la Star el arma preferida por los ultras. Quizá porque, al ser las pistolas reglamentarias de las fuerzas de seguridad y el ejército franquista, eran más fáciles de conseguir. Aquel personaje de fino bigote, cabello ensortijado, cara redonda y gran estatura daba instrucciones a su tropa en una mezcla de español e italiano.
—Ése es Stefano —le indicó el fotógrafo a Juan, señalando con su dedo índice al ultra italiano.
—¿Stefano?
—Sí, Stefano. No puedes ocultar que eres de sucesos. Tío, si no conoces a Stefano Massera y sigues en esto tendrás que hacer un curso acelerado. Se nota que no has tenido que salir corriendo delante de estos descerebrados cuando se dedican a la caza del fotógrafo. Más de uno ha acabado en el hospital. Vosotros los plumillas con dedicaros a tomar unas notas en la barra del bar lo tenéis resuelto.
—No me toques los cojones. ¿A mí va a darme lecciones de periodismo un fotero que, entre diafragmas y objetivos, se olvida de las caras y luego no hay quien escriba los pies de foto?
—Sí, pero mientras tú tomas notas metido en un portal, yo me llevo las hostias de los grises y de estos fascistas. —Touché. Me has noqueado. Tienes razón. Sois los mártires del periodismo. No te enrolles, dime quién es ese tal Stefano.
—Es un neofascista italiano. Uno de los fundadores de Avanguardia Nazionale. Participó en el intento de golpe de Estado en Italia del príncipe Borghese y en el atentado de la estación de Bolonia. Huyó de su país y nuestro régimen lo ha adoptado. Le da protección y es intocable. Como se le encargan los trabajos sucios recibe de recompensa plena impunidad. Controla toda la carnada ultra, para la que se ha convertido en un héroe. Utiliza como cuartel general una pizzería aquí cerca, en la Gran Vía. Él y su grupo hacen los trabajos que no quiere la policía. Preferiría que me interrogara Billy el Niño o Cien Kilos antes que este fascista de nuevo cuño. Transmite la maldad que corre por sus venas a esos niñatos de papá que están dispuestos a matar por él.
Los neofascistas llegaron desfilando hasta el escenario donde se había desplomado el inspector. Una mancha de sangre marcaba el lugar de su muerte. Stefano levantó el brazo y la columna paramilitar se detuvo. Se hallaba cerca de la Puerta del Sol. Próximo a ellos, un reducido grupo de trabajadores de Boetticher y Navarro había quedado rezagado del grueso de la manifestación. Una vez tomada la posición, como si se tratara de centuriones romanos, Stefano ordenó el ataque. Los jóvenes cachorros comenzaron a dar porrazos a os manifestantes más despistados. La policía que vigilaba la zona los dejó actuar a sus anchas. No era la primera vez que desplegaban su violencia con absoluta impunidad. En medio de la refriega sonaron algunos tiros de pistola. Eran agentes de policía de la Brigada Político Social, que, de paisano, dispersaban a los obreros más combatientes.
Juan se temió lo peor: sin darse cuenta, lo habían rodeado media docena de ultras, que lo habían visto anotar algo en el bloc. Aquello no tenía buena pinta. No podía salir corriendo ni pedir ayuda, porque ambas soluciones conducían a un mismo abismo.
—¿Qué escribes en el bloc? ¿Eres periodista? —le recriminó un joven, alto y espigado, con camisa negra, mientras hacía girar unos nunchakus que sujetaba con la mano izquierda—. ¿En qué periódico trabajas? ¿Eres uno de esos jóvenes rojos de Pueblo o Informaciones?
Juan, en lugar de achantarse, se creció sin pensar lo que podía esperarle.
—Sí, soy periodista de Pueblo, pero no soy rojo, soy demócrata.
—¿Demócrata? ¿Rojo? ¿Qué importa? ¿Cuál es la diferencia? Y, además, gallito. Vamos a enseñarte nosotros qué es la democracia.
Cerca de allí, un policía de paisano de unos treinta años, vestido con una gabardina y gafas oscuras, seguía con atención aquel diálogo que tenía toda la pinta de acabar en tragedia. Se dirigió al grupo de ultras con autoridad.
—Alto. Dejádmelo a mí.
Sacó de su bolsillo una placa de policía y les ordenó que se retiraran.
—¿Sabes una cosa, chaval? Tienes un par de cojones, porque éstos te iban a machacar. ¿Dónde les has dicho que escribes?
—En Pueblo, en el diario Pueblo.
—Pues cierra tu bloc y sal de aquí echando leches.
—¿Puede decirme cómo se llama? Siempre le estaré agradecido.
—Me llamo Enrique. Para ti, señor Herrera.