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Viernes, 2 de junio de 1995

Juan no esperó a llegar a la redacción para realizar su ronda de llamadas. Las hizo desde el teléfono supletorio de la cocina de su casa mientras mordisqueaba un cruasán y daba sorbos a una taza de café. Con poca leche y sin azúcar. En primer lugar, levantó el teléfono y contactó con el Instituto Anatómico Forense para hablar con su amigo, el forense Marcos Montes. La línea estaba ocupada. La telefonista le sugirió que llamara más tarde.

El periodista seguía obsesionado con el cadáver de Amparo. Estaba convencido de que el cuerpo sin vida de la anciana delataría a sus asesinos. Ésa era su venganza. Tenían que aparecer nuevas pistas. Descartaba la posibilidad de un fallecimiento por asfixia y más con aquel calor que invitaba a abrir las ventanas. Tenía que existir una relación de causa y efecto, entre la visita al periódico y su muerte.

La segunda llamada, mientras esperaba hablar con Marcos, fue para la Comisaría General de Policía Judicial. Tenía que quedar con el comisario Enrique Herrera para tantearle y, sobre todo, para que lo pusiera en contacto con el jefe de la comisaría de Vallecas. Juan no había tratado nunca con ese comisario, así que lo mejor era llegar a él con la recomendación de un colega. A Enrique Herrera sí lo conocía, y mucho. Mantenía con él una estrecha relación desde sus comienzos de reportero en el diario Pueblo. Herrera estaba destinado en la Brigada Político Social de la Puerta del Sol. Desde entonces, les unía una amistad que había ido forjándose al tiempo que el policía metabolizaba su falangismo joseantoniano para convertirse en un demócrata convencido, defensor de los derechos humanos. Además, era uno de esos policías que se volcaban con las causas justas. Despreciaba a los funcionarios complacientes y entregados al poder. Había llegado a comisario, pero sabía que ése era su tope en el escalafón policial. Tenía fama de incómodo porque aplicaba la misma justicia a un millonario que a un mendigo. Le asqueaban los clanes conspirativos y los policías transversales.

Enrique llamaba transversales a aquellos compañeros que se dedicaban todo el día a pastelear con políticos, altos cargos del Ministerio del Interior, abogados de bufetes influyentes, periodistas famosos, empresarios con Visa oro, jueces estrella y, lo peor, jefazos de la Guardia Civil y altos mandos del CESID. Para Enrique, los transversales eran como la carcoma, la más peligrosa casta de la policía, porque dejaban vendido a un compañero o ponían en peligro una investigación secreta. Él los utilizaba —como solía decir— para propagar macutazos. Cuando estaba interesado en que algo llegara al sitio adecuado utilizaba de correveidile al transversal de turno. El sistema nunca le fallaba. Otras veces saturaba los confidenciales periodísticos con informaciones teledirigidas y bulos.

Enrique era un tipo dicharachero. Poseía un don de gentes que facilitaba la captación de fuentes y colaboradores. En su trabajo era implacable. Era un policía incorruptible e insobornable. De los de verdad. Es decir, de aquellos que podían hacer gala de su honorabilidad porque habían superado con sobresaliente la prueba del algodón. En cierta ocasión, un abogado de narcos intentó comprarle con un maletín lleno de billetes de cinco mil pesetas y él le puso el cañón de la pistola en la cabeza: «Fantástico. Qué generosidad. Acabas de hacer un donativo a la ONG Manos Unidas. Mañana quiero que ingreses este dinero en su cuenta. Si no te las verás conmigo. Y lo comprobaré. Sal de aquí echando leches. Tengo una duda: no sé si pegarte un tiro o ponerte las esposas».

Físicamente tenía un aire a Robert Mitchum pero con el mentón marcado por un hoyuelo como Kirk Douglas. Ese atributo resaltaba su atractivo varonil. Era un tipo alto, musculoso, de ojos incisivos, nariz robusta y tez bronceada. Un prototipo tan masculino que triunfaba con las mujeres. Las entradas en sus cabellos y las arrugas como surcos en su frente delataban su edad: ya había dejado atrás los cincuenta. Sus manos eran grandes como guantes de béisbol y sus dedos robustos. En la policía circulaba una leyenda: un guantazo de Herrera era toda una garantía para que uno acabara en el hospital. Sin embargo, todo ese aspecto de rudeza lo aderezaba con un talante afable y simpático. Sólo administraba su fuerza con la escoria de la sociedad. Los delincuentes de baja estofa lo temían, pero los de cuello blanco con sólo oír su nombre se aterrorizaban.

Herrera no era un virtuoso de la moda, pero vestía con dignidad sus trajes Dustin de El Corte Inglés. Trabajaba en su despacho sin corbata, pero guardaba una anudada en un cajón del escritorio, para las eventualidades, como una llamada de sus superiores o una visita precipitada a un magistrado.

—Enrique, buenos días. ¿Cómo tienes la mañana? Necesito verte con urgencia. Y esta vez lo digo de verdad. No voy a hacerte perder el tiempo con una coña, como siempre te quejas. Esto va en serio. Tienes que echarme una mano. El comisario comprobó por la entonación de su voz que Juan no exageraba. Se notaba que estaba ansioso. Hacía tiempo que no lo veía así, como cuando lo llamó para comunicarle que había descubierto el paradero de un capo de los cárteles colombianos que se escondía en Madrid bajo una identidad falsa. La ayuda del periodista sirvió para desmantelar una red internacional de narcotráfico.

—Pásate cuando quieras. Yo estaré aquí hasta la una. Ya sabes: que te cuele alguien en el edificio para que no quede registrado tu nombre en recepción. No me gastes una putada como la última vez. ¡Bocazas!

Juan tomó nota y volvió a llamar al Instituto Anatómico Forense. Esta vez sí se puso su amigo Marcos Montes, su compañero de partida de mus de los viernes por la tarde.

—¿Cómo es que me llamas tan pronto? ¿Te has caído de la cama? Te dije que hoy no podía jugar la partida.

—Y yo tampoco. Tengo que verte. Es urgente. Sólo te entretendré unos minutos. En media hora estoy ahí.

—Vale. Vente y tomamos un café.

El Anatómico Forense es un viejo edificio ubicado en la Ciudad Universitaria, a espaldas del hospital San Carlos y cerca de la Universidad Politécnica de Madrid. Saltaba a la vista que era una de esas construcciones que el franquismo levantó en la posguerra siguiendo la línea arquitectónica del fascismo italiano. En su interior, unos intrincados y estrechos pasillos convertían el edificio en un laberinto. El despacho del amigo de Juan estaba en el sótano, muy cerca del portón por donde entraban los furgones con los cadáveres. Juan nunca había entendido la frase «aquí huele a muerto», porque la sala de las cámaras frigoríficas sólo olía a formol, debido a la cercanía de los forenses. El periodista había experimentado a qué olía la sangre pero, como solía decir a las jovencitas becarias para impresionarlas: «Cuando uno está muerto ya no derrama sangre».

—Juan, sólo tengo diez minutos para atenderte. Acaban de entrar dos fiambres y me necesitan.

—Te robaré cinco minutos. Sólo quiero saber qué ha sido del cadáver de una señora que se llama Amparo Candela Fernández. Si sigue aquí. Al parecer, falleció el lunes en su casa por un escape de gas.

—Te lo digo enseguida. Sólo tengo que mirar el libro de registro de entradas y salidas.

Marcos sacó del cajón una gruesa libreta y la abrió por la fecha que le había pedido su amigo.

—Sí. Aquí está: Amparo Candela Fernández. —Le acercó el libro a Juan para que lo comprobara con sus propios ojos—. Ingresó el lunes a las 17 horas después de que el juez ordenara el levantamiento del cadáver. Efectivamente, falleció por emanación de gas.

Seguía mostrándole a Juan la hoja del libro donde figuraban los datos.

—O sea, que el cadáver está aquí.

—No. Aquí figura también la orden de salida. Está firmada por un tal Pascual López Candela. Aquí pone: «su hijo». Se le hizo la autopsia y se la llevó ayer en un furgón. Lo que no sé es adónde. A un tanatorio o directamente a enterrarla o incinerarla.

—¿Estás seguro de que vino su hijo a por el cadáver?

—Yo te digo lo que pone aquí y esto para mí es la Biblia. Ayer yo libraba. Si quieres, esta tarde le pregunto al doctor Figón, que estaba de guardia. Le echaré también un vistazo al informe de la autopsia. ¿Te sirve? Tengo que dejarte. Te diré más cosas esta noche. Da recuerdos en casa.

Juan abandonó el Anatómico Forense, aturdido y confuso. Alguien se presentó como el supuesto hijo de Amparo y se llevó el cadáver. Pero ¿por qué? Si la autopsia había revelado su fallecimiento por inhalación de gas, lo mejor habría sido enterrarla en una fosa común para no levantar suspicacias. El reportero no lograba encontrar una respuesta. Algo se le escapaba.

Se le iluminó la mente. Dio media vuelta y regresó corriendo al despacho de Marcos. Tuvo suerte, ya que se topó con él antes de que se encerrara en la sala de autopsias.

—Perdona, Marcos. Necesito saber la hora exacta en la que reclamaron el cadáver de la anciana.

—Espera. Conchi —se dirigió a una enfermera—, dígale al doctor Martínez que me retraso dos minutos.

Sacó otra vez el libro de registro.

—Juan, aquí pone a las 21.15. Qué raro. Por lo general, se suele esperar al día siguiente, porque éste no es un caso urgente.

El periodista, por desgracia para él, acertó en sus suposiciones.

«Sólo pudo ser el cura —reflexionó—. Les avisó de mi visita a la parroquia. Se pusieron nerviosos y optaron por hacer desaparecer el cadáver, porque otra autopsia más exhaustiva habría puesto al descubierto la verdadera causa del fallecimiento. No podían esperar a que yo me presentara hoy en el Anatómico Forense o avisara a la policía pidiendo que se repitieran las pruebas.

»Esa gente tiene mucho poder. No es cualquier cosa. Ha utilizado documentación falsa y ha actuado con total impunidad. Nunca daremos con el cadáver de Amparo ni con el de su hijo Pascual. No se detendrá ante nada. Ahora irá a por mí».

El periodista miró el reloj y se dio cuenta de que debía darse prisa si quería llegar a tiempo a la cita con Enrique. En el taxi, durante el trayecto desde la Ciudad Universitaria hasta Hortaleza, planeó la fórmula con la que debía entrarle a su amigo el comisario. Sólo le pediría ayuda para ahondar en la investigación sobre la muerte y la desaparición del cadáver de la anciana. Todo lo demás, por el momento, debía mantenerlo en secreto. No podía permitirse el lujo de que se produjeran más filtraciones. Especialmente porque su vida corría peligro. Tenía plena confianza en Enrique, pero no se fiaba de las personas con las que el comisario se vería obligado a contactar para aclarar las dudas. Ya había experimentado una desagradable sorpresa con el párroco de El Pozo, y eso que se había presentado en su sacristía como un familiar de la anciana. Juan tuvo tiempo para ajustar los pros y los contras, porque el taxi lo llevó por el centro de Madrid y a esa hora de la mañana la Gran Vía estaba colapsada.

Se apeó del taxi en la avenida de Hortaleza, a la altura del complejo policial de Canillas. Desde una cabina llamó a uno de sus contactos para que lo introdujera en las dependencias policiales sin tener que acreditarse en el control de acceso. Al cabo de unos minutos lo recogió un coche y cruzaron la barrera mostrando la placa del agente. La Comisaría General de Policía Judicial estaba ubicada nada más entrar a la derecha, en un viejo edificio de ladrillo visto. En su seno también albergaba las oficinas de la Brigada de Estupefacientes. De ahí que en un pequeño patio, en el acceso de entrada, llamara la atención que estuvieran aparcados varios vehículos de lujo y gran cilindrada: Ferrari, Lamborghini, Porsche…

—No te lleves una impresión equivocada. Estos bugas no son de maderos. No nos llega el sueldo para tanto. Pertenecen a narcotraficantes que hemos detenido. Como verás, somos tan cutres que nos han alojado en el peor edificio del complejo. A los de Información sí les han construido una torre inteligente, a pesar de la chusma que hay dentro.

El inspector señaló otro inmueble de unas seis o siete plantas, ubicado al fondo, que acababa de estrenar la Comisaría General de Información, la responsable de la lucha antiterrorista. No ocultó el pique secular que mantenían los policías de la pringue (la criminal) y de información.

Ya en la segunda planta, Juan se dirigió al despacho del comisario Herrera. Su amigo Enrique lo hizo pasar mientras echaba una mirada a su reloj de pulsera que descansaba sobre la mesa.

—¿Qué te he dicho? Que no te retrasaras. Sólo puedo dedicarte media hora. ¡Vaya mañanita! Me acaba de echar un chorreo un juez de la Audiencia Nacional. Uno de esos magistrados jovencitos que creen que la policía sólo trabaja para su juzgado. Todos quieren ser como el superjuez Camacho. Le he dicho que si tiene alguna queja que llame al director general y le pida un aumento de plantilla. Perdona, pero el togado me ha puesto de mala leche. No voy a pagarlo contigo. Bueno, ¿en qué puedo ayudarte? Joder, no te he ofrecido nada. ¿Te pido un café? ¿Agua?

Juan lo rechazó con un movimiento de cabeza.

—¿Qué necesitas?

El periodista puso en antecedentes al comisario. Le explicó su convencimiento de que aquella muerte accidental era un montaje, que tenía sus dudas sobre el informe de la autopsia y que el hijo de la anciana nunca pudo retirar su cadáver del Anatómico Forense porque había fallecido hacía doce años.

—Enrique, tú me conoces desde hace mucho tiempo. Nunca vendría aquí a hacerte malgastar tu valioso tiempo con teorías conspiratorias. Pero este asunto huele mal, pero que muy mal. Si pudieras mandar a un detective al depósito a fin de que recabe datos sobre la entrega del cadáver, te lo agradecería. Por lo menos, que sepamos si ese falso hijo lo ha enterrado o lo ha incinerado. Ya te digo, de antemano, que surgirán sorpresas.

—Estas investigaciones, como tú bien sabes, las llevan los de homicidios de la Brigada Regional. Puedes llamar a Herminio y te dará todo lo que le pidas.

—Si no he llamado a Herminio es porque sospecho que esta historia nos puede llevar a algo gordo, muy gordo, y prefiero tratar contigo. Sólo contigo. Eres el único de quien me fío.

—Que te conozco. No me hagas de puta ramoneta. ¿Me ocultas algo? Las cartas sobre la mesa. Ya sabes cuál es nuestro pacto: ni mentiras ni medias verdades. Aplícate el cuento, si no te pongo de patitas en la calle. Sabes que no soporto esos jueguecitos de plumillas.

—Lleguemos a un acuerdo. Para qué llenarte la cabeza de pájaros. Para qué levantar falsas expectativas. Averigüemos, primero, qué ha podido pasar con el cuerpo de la anciana y después tú y yo hablamos largo y tendido. En un buen restaurante y con un buen vino. Pago yo. Bueno, ya sabes, paga el periódico. ¿Dónde quieres que te invite?

Enrique echó un vistazo con el rabillo del ojo a su agenda y le contestó:

—La semana que viene estaré fuera. Tenemos una operación internacional con la policía panameña y viajo a Panamá. Quedamos el jueves de la otra semana. Por supuesto, en Txistu. Para entonces mi gente habrá aclarado tus dudas.

Cuando el reportero desapareció de su vista, Enrique llamó al inspector jefe Castaños, uno de sus hombres de confianza.

—Peque, quiero que tú en persona, sólo tú y nadie más, te dediques a un asunto muy delicado. Cuando regrese de la reunión te daré más detalles. Utiliza a tus fuentes en el Anatómico Forense y en la Policía Municipal. Si lo necesitas, puedes llamar también de mi parte a Herminio, a Jefatura. Cuando regrese de Panamá quiero un informe encima de mi mesa.

Para completar la jornada, a Juan sólo le faltaba llamar a su amigo Marcos. El forense del Instituto Anatómico Forense nunca le había fallado; sobre las once de la noche, llamó por teléfono al domicilio de su compañero de partida de mus. Se había comprometido a decirle algo sobre el cadáver de la anciana cuando pudiera conversar con el doctor Figón. Pero las noticias de Marcos, en vez de aclarar aquel galimatías, lo complicaban aún más.

—No he podido obtener información del doctor Figón. Cuando le he preguntado por el cadáver de la anciana me ha contestado que no me metiera en ese asunto. Que no podía hablar conmigo, porque era un tema de Estado, pero que todo estaba en orden. He buscado el informe de la autopsia y no aparece por ningún sitio. Nunca me he visto en una situación así. Lo siento pero no puedo ayudarte. En el instituto hay una especie de pacto de silencio. La versión es la que tú ya conoces: la anciana falleció por intoxicación de gas y su hijo reclamó y se llevó el cadáver.

—Gracias, Marcos. No te preocupes. A más de uno se le va a caer el pelo. Mañana hablamos. Buenas noches.