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Martes, 13 de junio de 1995
Veintidós años después, Juan sujetaba en sus manos una copia de la crónica que escribió sobre aquel incidente. La información se la habían publicado a toda página y en primera. Había recibido la felicitación de sus jefes. En una amplia foto, maquetada a tres columnas, se podía ver a Stefano dirigiendo a su ejército de ultraderechistas. El titular no se prestaba a confusión: «Un neofascista italiano toma la calle». Aquel titular provocó más de un problema a sus superiores y a Juan amenazas de muerte. El reportero nunca olvidó aquel Primero de Mayo de 1973, que convirtió el periodismo en su sacerdocio y en el que se ganó el respeto de los veteranos del periódico.
Desde entonces, poco más supo del tal Stefano. Se enteró por la prensa de que había colaborado con la policía en la guerra sucia contra ETA, dirigiendo un comando antiterrorista en el sur de Francia. Con la ayuda de neofascistas italianos, exmiembros de la OAS francesa y exmilitares de la Triple A argentina, Stefano logró asesinar a varios dirigentes de la organización terrorista. Para ello, se sirvió de la misma medicina etarra: tiro en la nuca y coche bomba. La policía francesa halló en un piso franco, en Bayona, un fichero con las identidades de la cúpula de la banda armada. Junto al nombre de los etarras asesinados, figuraba anotada una inscripción macabra: «Sobredosis de balium». La «b» indicaba que no era un fármaco contra la depresión, compuesto de benzodiacepina, sino balas de plomo.
El neofascista Stefano desapareció de España meses antes de las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977, para refugiarse en un país centroamericano. Nunca más se supo de él. Eso sí, antes de su fuga llenó un maletín con dinero, lingotes de oro, documentación reservada que afectaba al gobierno español y varios pasaportes y documentos de identidad falsos. En círculos de los servicios secretos, se daban todo tipo de versiones sobre la suerte que debió de correr el neofascista italiano: había muerto en la guerra civil de Guatemala, se había convertido en un importante capo del narcotráfico en Colombia, había cambiado su rostro y vivía retirado en una rica hacienda de miles de hectáreas en el interior de Brasil, trabajaba para la CIA en contrainteligencia sobre movimientos subversivos en Sudamérica y, la más próxima a los intereses españoles, vivía retirado en la Costa del Sol con identidad falsa y protegido por los servicios secretos del CESID. Cualquiera de las versiones podía ser cierta, menos la de su jubilación. Stefano era uno de esos personajes que, hiciera lo que hiciese, siempre viviría en el ojo del huracán.
Juan se preguntaba por qué El Ronco le había dejado aquel recorte de prensa. ¿Sabría algo de Stefano? ¿Sería cierto que vivía en España? ¿Tendría algo que ver con la muerte de Amparo?
En su crónica de Pueblo, Juan no había mencionado el in tentó de agresión que había sufrido por parte de los ultras ni la presencia milagrosa de un policía de paisano de la Brigada Político Social. Su intervención fue primordial para salvar su pellejo. Le estaría agradecido de por vida. Pero, como el destino siempre es caprichoso, tuvieron que transcurrir más de diez años para que el policía y el periodista se reencontraran. Fue durante la investigación del conocido caso Urquijo. Juan consiguió la prueba definitiva que sirvió para condenar a uno de los encubridores de Rafael Escobedo. Un día recibió en la redacción de El Caso la visita de un policía de la Brigada de Homicidios que resultó ser Enrique. Necesitaba la pieza de troquel que Juan tenía en su poder y que había sido usada para fabricar unos silenciadores de manera ilegal. El periodista ayudó al policía en sus pesquisas y su colaboración fue clave para desenmascarar a los culpables. Enrique, por aquel trabajo, recibió su primera Roja, una de las condecoraciones más valoradas en la policía. Aquel caso fue el inicio de una larga amistad. Cuando Juan le recordó el incidente de la Puerta del Sol en 1973 y volvió a mostrarse agradecido por conservar intactos sus huesos y su cráneo, el policía le quitó importancia.
—Ahora estamos en paz. Favor por favor. Tu deuda está saldada. Sin tu ayuda no habríamos resuelto los crímenes y, por tanto, no me habrían concedido la medalla. Aquellos descerebrados querían llevar a España al abismo. Lo que necesitaba España era gente como tú y como yo. No nos ha ido mal. Tampoco al país. Del grupo que quería agredirte la mitad se afilió a partidos constitucionales.
Las vueltas que daba la vida… Juan esperaba ahora sentado en una mesa del restaurante Txistu a quien, como él, cada uno en su terreno, había luchado para que la democracia cuajara en España. Eran, como otros cientos de miles de españoles, protagonistas de la Transición, aunque sus nombres no aparecieran en los ensayos políticos. Se sentía orgulloso de su amistad con el comisario. Tenían un pasado político muy diferente. Enrique y toda su familia procedían del movimiento falangista y habían sido colaboradores del régimen. Juan había sido en la universidad compañero de viaje del Partido Comunista y toda su familia había combatido en el bando republicano. Pero ese pasado tan dispar no impidió que se pusieran de acuerdo para construir una nueva España en concordia y democracia.
El reportero seguía obsesionado con un solo pensamiento: «¿Por qué me habrá mandado este artículo?».
El periodista había convenido con Leoncio, el gran maitre del restaurante de don Pedro Abrego, que los colocara en una de las mesas del salón central, en una zona un poco elevada del suelo, que les proporcionaba más privacidad. Además, el maitre se comprometió con el periodista a sentar en ese espacio, generalmente reservado a clientes de la casa, a comensales de su confianza. De esa forma, Juan podría compartir con Enrique sus avances en la investigación.
El reportero llegó antes al restaurante. Saludó efusivamente a Leoncio, a quien conocía desde hacía años, y se acomodó en una mesa discreta, situada en un rincón. Enseguida, le sirvieron una cerveza en copa de balón, como a él le gustaba, un plato con aceitunas y guindillas y otro con chistorra. Enrique no tardó en llegar. No se paró a saludar a nadie y, cuando divisó a su amigo, se dirigió directamente a la mesa. Mientras se acomodaba en una de las sillas rústicas de enea, anunció a Juan:
—Hoy me daré el gustazo de pedirme unas cocochas con angulas, ya que paga El Universal. Y, cómo no, para regarlas un Viña Pedrosa del 82.
Una vez dicho esto, estrechó la mano al periodista, que hizo ademán de levantarse. Juan vigilaba un sobre blanco que había dejado sobre la mesa, cerca de su plato, como si se tratara de un tesoro.
—¿Qué tal tu viaje a Panamá?
—Como siempre que cruzas el charco. Mucha juerga, muchas copas, mucho «hermano» pa arriba, mucho «hermano» pa abajo pero, al final, si te descuidas regresas de vacío. Hay que conocer muy bien a nuestros colegas para obtener algo. Tienes que regarles el gaznate con whisky y llenarles los bolsillos de dólares, porque son tan espabilados que desprecian la moneda de su país. Vuelvo contento porque hemos conseguido lo que buscábamos. Hemos dado con la red de blanqueo de dinero más importante del mundo. Ya te daré datos cuando comencemos con las detenciones. Están implicados un par de bufetes de abogados de relumbrón, de esos a los que tanto me gusta hincarles el diente, y varios políticos de mediana importancia.
En otras circunstancias, Juan no habría pasado de puntillas sobre esa superexclusiva, pero seguía obsesionado con la suerte que había podido correr el cadáver de Amparo. Enrique tampoco esperó a los postres para entrar en materia.
—Por cierto, la historia de la anciana huele muy mal y, ciertamente, no es a formol de forense. El cadáver ha desaparecido y nadie sabe dónde ha ido a parar. Aquí tengo el informe que me ha pasado El Peque y, por cómo está montado el operativo, me da el pálpito que detrás están los «Cecilios».
«Cecilios» era el calificativo que solía utilizar Enrique para referirse a algunos agentes del CESID. No ocultaba su desprecio hacia esa raza de espías españoles y, muchísimo más, si procedían del Cuerpo Nacional de Policía. El comisario esgrimía una teoría sobre los espías que pocas veces le había fallado: «Esta gente se dedica a crear problemas para después resolverlos ellos mismos. Así quedan como Dios ante el gobierno. Pero todo es una farsa. Todo humo».
Enrique introdujo la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó unos cuantos folios doblados. Mientras los desplegaba preguntó a Juan:
—Hay algo que no me cuadra: ¿qué valor puede tener para esa gentuza una pobre anciana que vive en El Pozo del Tío Raimundo? Creo que me ocultas algo.
—Pronto lo entenderás. Cuando te ponga en antecedentes y te enseñe el contenido de este sobre.
El comisario leyó en voz baja las cuartillas que le había preparado su colaborador. Era un resumen de sus pesquisas, aunque aquel informe se limitaba a una sucesión de titulares.
—Te cuento: en el libro de registro consta el ingreso del cadáver de una tal Amparo Candela Fernández fallecida por inhalación de gas. No aparece por ningún sitio el informe de la autopsia del forense; alguien lo ha hecho desaparecer o no se le hizo, aunque un tal Figón jura y perjura que él lo elaboró, y se ratifica en la asfixia por gas. El cadáver, según el registro interno, fue reclamado por su hijo, un tal Pascual López Candela sobre las 21.15, pero hemos comparado su firma con la de su DNI y no se asemeja en nada. Es un garabato que habría podido hacer cualquiera, hasta tú o yo. Además, la persona que se presentó allí, según confirman los celadores, tampoco se parece en nada a la foto que les hemos mostrado de su último DNI. Es rarísimo. Hemos estado en todos los tanatorios de Madrid y el cadáver no pasó por ninguno de ellos. Tampoco se ha enterrado a esa mujer en su lugar de nacimiento, una pequeña aldea de Cáceres. Pero eso no es todo: uno de los guardias de seguridad anotó la matrícula del furgón que retiró el cadáver y resulta que es falsa, corresponde a un Peugeot 405, propiedad de un médico de Madrid. Al parecer, se la habían robado unos días antes en el garaje donde suele estacionar el coche. ¿De qué va esto, Juan? Si me has citado aquí es porque tienes más datos y porque estás muy interesado en el caso. Me conoces; a partir de ahora este asunto tan misterioso ha dejado de ser exclusivamente tuyo y pasa a ser también mío. Si buscabas eso, ya lo has conseguido.
Juan esperó a que el maitre tomará nota de la comanda y que descorchara el reserva de Ribera del Duero que había pedido el policía. El periodista se adelantó y escanció con esmero el tinto tempranillo en las copas bordelesas. Levantó la suya y la hizo chocar con la de Enrique: «Llegaremos hasta el final». Fue un brindis con aire de arenga castrista.
—Enrique, intuía que tus sabuesos no se quedarían indiferentes ante las respuestas del Anatómico Forense. Yo también me he hecho las mismas preguntas que tú, pero vuestras pesquisas confirman mis sospechas. A esta pobre señora la asesinaron y después presentaron su muerte como un accidente doméstico. Se deshicieron del cadáver porque se enteraron por el párroco de El Pozo que yo estaba removiendo la mierda. Desconozco cómo la mataron, pero es evidente que una segunda autopsia pondría en peligro todo su montaje. Está claro que dejaría al descubierto la verdadera causa de su muerte. Sus asesinos son unas alimañas. Tengo las pruebas para demostrarlo.
El reportero, antes de entrar en el apartado de sus pruebas periodísticas, puso en antecedentes al comisario de la Policía Judicial. Le contó pormenorizadamente la visita de la anciana a la redacción, la carta anónima que le informaba del homicidio de su hijo toxicó mano, las imágenes de la cámara de seguridad del periódico, los números de matrícula de los coches que eran reservados, su paso por la parroquia, el allanamiento de la chabola, la llegada inesperada de los espías… Todo. No se dejó en el tintero ningún detalle. El comisario lo escuchaba atentamente, como si se tratara de la confesión de un detenido.
Juan se dejó para el final la aparición de El Ronco y cómo había jugado con él durante las dos últimas semanas. No le desveló la nota con los lugares de contactos, pero sí le mostró el recorte del diario Pueblo con su información sobre Stefano.
Enrique meneó la cabeza y fue directo al grano. No necesitó recordarle a Juan la escena de la Puerta del Sol de 1973, cuando le salvó la vida y Stefano comandaba a aquellos jóvenes ultras.
—Hijo de puta. Hemos estado diez años tras este tipo, pero ha sido imposible dar con él. Sabemos que se cambió la cara y que siempre recibió protección del CESID y de la CIA, pero le perdimos el rastro. En aquella época, el servicio Secreto recibía paquetes de cartulinas de DNI y pasaportes en blanco, así que actualmente puede disponer de varias identidades. Como ha ocurrido con Paesa o Amedo. ¡Stefano! ¡Cuántas veces me entrevisté con él en su pizzería de la Gran Vía! Tenía plena inmunidad. Fue un personaje clave en lo que se llamó estrategia de la tensión durante la Transición. Como el perejil, estaba en todas las salsas: Montejurra, Atocha, Batallón Vasco Español, GAL… Si como me cuentas existió una operación para secuestrar al toxicómano, Stefano no estaría muy lejos. En 1977 se marchó de España, pero me consta que a finales del ochenta y tres regresó para contratar mercenarios para los GAL. Esta gente no tiene principios. Hace cualquier cosa por dinero. Lo mismo trabaja para la UCD que para el PSOE. Tampoco debe sorprenderte. Los servicios secretos españoles han dependido siempre de las mismas personas desde que Carrero montó el SECED. Y si no, que se lo pregunten a los generales preferidos del gobierno.
—Pero, Enrique, ¿qué mensaje quiere mandarme El Ronco con este recorte?
—Está claro. Si te ha enviado este recorte es porque quiere decirte que Stefano está detrás de la muerte del drogadicto. ¿Probar un anestésico con un pobre desgraciado? Es su estilo. No tengo que avisarte de que Stefano es un tipo peligroso. No creo que se atreva a pisar España de motu proprio, pero sus jefes pueden obligarle a que regrese para que haga el trabajo sucio. Estos tipos de los servicios secretos manejan tal cantidad de fondos reservados que, seguro, ya les habrán transferido una fuerte suma de dinero en un paraíso fiscal.
—No creo que haya vuelto, porque la muerte de la anciana es una chapuza. La otra noche me topé con sus asesinos. Tenían toda la pinta de ser guardias civiles, quizá adscritos al CESID.
Juan le contó a su amigo el pánico que pasó en el plato de ducha en la chabola de Amparo.
—Estás loco. ¡Cómo se te ocurre meterte en la boca del lobo! Te lo he dicho mil veces: eres periodista. Esto es mucho más serio, no tiene nada que ver con esas películas que te gustan de Hollywood. Te lo repito: la próxima vez me llamas a mí.
El periodista compensó su torpeza con el botín que se había llevado de la escena del crimen. Sacó del sobre la bolsita con las huellas dactilares y la foto con los tres adolescentes. Le pasó la bolsa a Enrique.
—Ahí tienes al asesino. Regresó a la casa para apretar la arandela de la goma del butano y dejó sus huellas. Sé que no tienen ningún valor legal pero, al menos, podremos saber quién es el asesino de ancianas.
—Eso de que no vale habrá que verlo. Podremos colocar estas huellas donde nos dé la gana. Es una de las ventajas de ser policía. Cuando llegue el momento las pondremos en otro escenario del crimen. Es lo más justo. Una solución para atrapar al asesino. ¡Qué más da un sitio que otro!
Entonces, Juan le acercó la fotografía. Una de esas instantáneas de color sepia y con los extremos recortados en forma de dientes. Con el tiempo, la foto había perdido calidad, pero podían apreciarse nítidamente los rostros de los tres adolescentes.
—También encontré esto en el interior de un portarretratos, escondido detrás de una fotografía.
El comisario dio la vuelta a la foto; cuando fijó en ella su mirada se atragantó con un trozo de teja de Tolosa que masticaba en aquel momento. Bebió un largo sorbo de agua y recuperó la respiración. Su frente comenzó a sudar.
—¿Qué te pasa? Has reaccionado como si hubieras visto un fantasma.
—Nada. Me he atragantado con un trozo de teja. ¿Dónde has dicho que encontraste esta foto?
—En la chabola de la anciana, encima de un aparador. El del medio es Pascualín. Lo sé porque se parece al niño vestido de primera comunión que aparecía en la foto del portarretratos. Es Pascualín, seguro.
—¿La otra foto?
—La dejé allí para no levantar sospechas. Por si volvían los sacamantecas.
—Bueno, esto me lo quedo yo. Identificaré las huellas dactilares y compararé la foto de Pascualín con la de su ficha del DNI. La foto te la devolveré cuando volvamos a quedar.
—No. No te preocupes. Ya he hecho copias.
El comisario se comprometió con Juan a compartir la información y seguir buscando el cadáver de la anciana. Antes de despedirse le advirtió que tomara todas las precauciones con El Ronco.
—No vuelvas a meterte otra vez en la boca del lobo. Acude únicamente a citas en lugares públicos. No conoces nada de ese individuo. Podría estar tanteándote para sonsacarte lo que sabes. Yo también he utilizado el mismo sistema.
—Enrique, ¿qué hacemos con el Anatómico Forense?
—Hoy por hoy, no podemos hacer nada. No hay caso porque no hay juez, y de momento no nos interesa judicializarlo. Investigaré a los forenses. Sobre todo al tal Figón. Si tenemos suerte, podremos identificar hasta a la persona que se llevó el cadáver. ¿Recuerdas el caso Zabalza? Aquel conductor de autobuses de San Sebastián a quien unos guardias civiles torturaron hasta ahogarlo en una bañera de Intxaurrondo. Sabes que se encontró su cadáver unos días después, en el río Bidasoa. La versión oficial afirmaba que se había ahogado en sus aguas cuando intentó huir. Pero, claro, como en realidad había muerto en una bañera con agua potable, los forenses no encontraron ni en sus pulmones ni en la sangre diatomeas, unas algas unicelulares microscópicas que viven en el río. Para el contraanálisis, exigido por la familia del muerto, el juzgado de San Sebastián envió a Madrid unas probetas con unas muestras de sangre. ¿Sabes qué ocurrió? Unos tipos entraron por la noche en el Instituto Toxicológico y sabotearon las pruebas echándoles unas gotitas con diatomeas. Nadie se enteró y la prueba sirvió para cerrar el caso. ¿Te sorprende que haya desaparecido el informe de la autopsia? Si un juez llama al médico, éste insistirá en que él dictaminó la muerte por asfixia. Y punto pelota.
Enrique hablaba con fluidez y aparentaba haber recuperado la normalidad. No era así. Como buen policía era también un buen actor. Seguía noqueado desde el momento en que había visto la foto. En ella aparecía él mismo con Pascualín y otro amigo de la infancia, a quien prefirió no mencionar todavía. Se acordaba de la instantánea. Se la habían hecho un día de San Isidro en un estudio fotográfico del barrio de Tetuán. La iniciativa había partido de Pascual. Todavía recordaba las palabras que había empleado para convencerlos: «Sois mis hermanos y quiero teneros siempre cerca de mí». Sólo pensar que Pascualín era el joven toxicómano que habían usado como cobaya humana hizo que se le revolvieran las tripas. ¿Y su madre? Aquella señora de la portería, tan amable y que muchas tardes les preparaba la merienda, asesinada. El comisario juró que la doble muerte no iba a quedar impune, aunque tuviera que enfrentarse a todos los poderes del Estado.
Recordó la sala de billares de Cuatro Caminos, junto al cine Cristal, donde durante muchos años los tres habían pasado las tardes de los sábados haciendo carambolas o jugando al futbolín. A Pascualín, el más joven y débil de los tres, siempre pegado a las faldas de su madre, se le aventuraba un futuro muy negro. Él, en cambio, tenía decidido enrolarse en la Policía Nacional. El otro amigo se inclinaba por la carrera de armas. Las dos vocaciones profesionales se debían a la influencia familiar. Pertenecían a familias franquistas, como casi todas las del barrio, ya que aquellas casas se habían entregado a afectos al Movimiento Nacional.
Enrique se había erigido en el protector de Pascualín y éste en su fiel escudero y en el chico de los recados del vecindario. El padre de Pascual era el portero de la finca y su madre fregaba la escalera y el portal. Todas las vecinas lo apreciaban porque jamás salía un no de su boca. «Pascualito, tráeme media barra de hielo», y allí que iba el chaval a la fábrica de hielo con un cubo. «Pascualito, se me ha olvidado la sal en el mercado», y allí que iba Pascualito al puesto del señor Ramón, en el mercado de Maravillas. Así se ganó el cariño de todas las madres del edificio y unas cuantas perras gordas para pagarse el cine o los billares. Pascualito tuvo que abandonar la portería tras la muerte de su padre y se fue a vivir con la señora Amparo a una chabola de El Pozo del Tío Raimundo.
De repente, un escalofrío recorrió el cuerpo del comisario. ¿Y el tercer amigo de la foto? ¿Sabría algo del operativo del secuestro? Durante años había sido el jefe de la AOE, el grupo de élite de los servicios secretos españoles, así que parecía poco probable que estuviera al margen de la misión que le había costado la vida a Pascual. La amistad entre el policía y el militar se había enfriado. Como en los mejores guiones cinematográficos, una mujer se cruzó en el camino. Y lo peor: fue el amigo quien se la arrebató a Enrique. Le dolía que la hubiera apartado de él por sus juegos de espías, no por amor. Pero como el tiempo cauterizaba las cicatrices, Enrique logró olvidar aquel desengaño. En los últimos diez años había coincidido con él en un par de recepciones oficiales, pero le había evitado. En realidad, el distanciamiento se debía a razones morales y profesionales. En esa década, Enrique llegó a escuchar las acusaciones más execrables que pudiera imaginar contra su compañero de adolescencia. Se resistía a darles crédito, pero como buen investigador, tuvo que inclinarse ante la evidencia de las pruebas. Su amigo, desde la unidad más corrupta de los servicios secretos, se había convertido en un matón de la guerra sucia.
El periodista respetó por un instante el estado ausente en el que se había sumergido el policía, pero volvió a la carga. No podía disimular su indignación.
—¿Quieres convencerme de que esa gente es intocable y que va a salirse con la suya?
—Para nada. Sería lo último que haría en esta vida. Pero mi trabajo en la policía me ha enseñado a manejar bien los tiempos. No hay nada que más desprecie que a un funcionario corrupto que se toma la justicia por su mano, que aplica con saña la lección bíblica del ojo por ojo y diente por diente. Jamás justificaré el crimen de Estado, aunque los sacrificados sean alimañas de ETA. Sobre todo porque, en definitiva, todo se debe a un sucio montaje. Han convertido el terrorismo en un asunto personal. Matan a terroristas para mantener su ritmo de vida. A ese negocio lo llamo «el timo del Norte». El sablazo del País Vasco.
Enrique comprendió que se enfrentaban con un enemigo muy peligroso, y así se lo hizo saber a Juan. Dudó hasta de si podían estar grabando aquel encuentro. Hincó sus ojos en las caras de los comensales próximos a la mesa y le provocó desconfianza una pareja de tortolitos que hacían manitas con mucho descaro.