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Viernes, 16 de junio de 1995
A Julián Pellón tampoco le pasó inadvertida la noticia de El Universal sobre la desaparición del cadáver de Amparo. Una de sus tareas en la ONG era la de responsable del servicio de prensa. Su primera ocupación matinal consistía en escudriñar cualquier noticia en los medios de comunicación sobre actividades humanitarias. El exagente de los servicios secretos quedó conmocionado cuando leyó la información. La muerte de Amparo le impactó. No sólo era corresponsable del homicidio de Pascual, sino también del asesinato de su madre. Una muerte más para lastrar su conciencia. Pellón se hizo la siguiente lectura: «Yo y sólo yo soy el culpable de su muerte, por enviarle la carta sobre la desaparición de su hijo». Pero el propio Pellón experimentó un impulso de autocompasión: «Le dije que llevara cuidado y que no hablara con nadie. Está claro que la han quitado de en medio para que no hable con la prensa. A ella se lo han impedido, pero yo recogeré su testigo».
Pellón siguió leyendo la noticia entre líneas y de inmediato captó los mensajes subliminales que, en tan poco espacio, escondía aquella gacetilla. Quien la hubiera redactado dejaba patente que poseía mucha más información y, descaradamente, se lo hacía saber a los jefes del CESID.
El exespía tenía claro que el siguiente objetivo, después de Amparo, sería él. Había sido compañero de viaje de un poder corrupto con el que ahora se enfrentaba y tenía la obligación de advertírselo al periodista de El Universal. Decirle que enfrente tenía a una hidra de cientos de cabezas que se había extendido por los círculos más poderosos, con la complacencia de todos los gobiernos. Los servicios secretos habían creado un Estado dentro del Estado que manejaba los resortes del poder desde la trastienda. Su alargada sombra se proyectaba en las páginas más decisivas de la reciente historia de España: atentado de Carrero Blanco, elección de Adolfo Suárez, congreso del PSOE en Suresnes con la derrota de los socialistas históricos, potenciación de la socialdemocracia frente al comunismo de Carrillo, intento de golpe de Estado del 23-F, guerra sucia contra ETA, negociaciones con la banda terrorista, escuchas ilegales, caso Mario Conde…
Pellón desconocía quién era el autor de la información. Tampoco le ayudaban las frías iniciales SS. Pensó que si la noticia había sido publicada en la sección de sucesos, lo más práctico sería llamar al diario y preguntar por su jefe. Tan sólo necesitaba cruzar con él unas palabras para verificar si era o no el autor. Después ya decidiría el siguiente paso a dar. Eso sí, tenía claro que debía actuar con rapidez. Los acontecimientos se estaban precipitando y los movimientos del reportero, sin duda alguna, habían servido para despertar la ira del dios Jano.
Pellón abandonó su oficina, buscó la cabina más próxima y efectuó una llamada.
—Me dice la telefonista que es usted el jefe de la sección de sucesos.
—Sí, soy yo. ¿Qué desea?
—¿Puede darme su nombre?
—Por supuesto. Me llamo Juan. ¿Y usted?
—Prefiero mantener mi anonimato por el momento, si no le importa.
—Sin problemas; usted dirá.
—Llamo por la noticia de hoy.
—¿Noticia de hoy? Oiga, hemos publicado muchas noticias. Como no concrete…
—Perdone. Llamo por la información del Anatómico Forense.
Juan, desde el principio, se había percatado de que su interlocutor se refería al caso de Amparo.
—¿Se refiere usted a la desaparición de un cadáver?
—Bueno… Leyéndolo a usted, diría que a más cosas. Soy la persona que va a facilitarle las respuestas a muchas de sus preguntas.
Por su estilo ceremonial y su lenguaje tan preciso, el periodista apostó que al otro lado del teléfono tenía a un militar de alta graduación.
—¿Puede ser usted más directo? Con tanto rodeo perderemos toda la mañana.
—Necesito hablar con usted… Pero no sé cómo establecer una cita sin que ambos corramos riesgos innecesarios.
Juan le interrumpió.
—Venga a mi despacho. Es lo más fácil y seguro. No nos molestará ni nos grabará nadie. Aunque si tiene reservas y propone otra solución, estoy dispuesto a ir donde me diga.
—Déjeme que lo piense. Lo llamaré en unos minutos. Déme su número directo.
—¿Va a decirme su nombre antes de colgar?
—No. Antes tendré que verlo en persona.
Pellón colgó y abandonó la cabina. Entró en una cafetería próxima y pidió un cortado y un vaso de agua. Había trabajado unos meses en la clandestinidad en el sur de Francia, pero aquella tensión no lo había inmunizado. Se le notaba ansioso y sudoroso. Tenía que dar con la fórmula para concertar una cita segura con Juan. Se decidió por la más expeditiva, así que pidió una ficha para llamar desde el teléfono de la cafetería.
—¿Juan? Soy yo nuevamente. Tenemos que vernos hoy, sin falta, si no tendrá que esperar al lunes. Tiene usted razón, creo que lo mejor es que yo me acerque a su despacho. Puede que de esa forma consiga un blindaje ante mis excolegas. Sé cómo se las gastan, pero temen a la prensa independiente. Eso sí, tiene que prometerme que no publicará nada de lo hablado hasta que yo se lo autorice.
—Se lo prometo, pero sólo lo que usted me proporcione. De lo que sé hasta ahora sólo el periódico está en condiciones de decidir su publicación. Es cosecha nuestra. ¿Lo entiende?
—Lo entiendo perfectamente. Otra cosa: no quiero registrarme en el control del diario ni que me graben las cámaras de acceso. Entraremos en el edificio directamente por el garaje. Para ello, recójame con un coche dentro de tres horas en la boca de metro de Alfonso XIII, en la salida a Clara del Rey. Antes tengo que hacer un par de gestiones. Me reconocerá porque llevaré un sombrero verde y un ejemplar de El Universal en la mano.
Diez minutos antes de la hora acordada, Juan ya estaba con su automóvil en la salida de la estación del suburbano. Mantenía el motor en marcha por si había que salir de manera precipitada. Cuando vio aparecer de las profundidades del metro a un hombre con sombrero verde, de estilo tirolés, tocó dos veces el claxon. Pellón lo localizó y se dirigió hacia el periodista. Antes de que cerrara la puerta del copiloto, de un portazo, le ordenó:
—Arranque. Arranque.
El exagente no necesitó hacer muchas verificaciones para comprobar que lo vigilaban desde que había abandonado su despacho. Sus excompañeros de los servicios secretos tampoco se esforzaban por ocultarse. Pellón conocía de sobra el protocolo: en algunos casos, como en el suyo, los seguidores preferían que el objetivo supiera que lo seguían. Se inclinaban más por la presión que por una vigilancia subrepticia.
—Perdone mi brusquedad, pero me están siguiendo. No me importa, pero me resisto a que me fotografíen con usted.
Le alargó la mano y se presentó:
—Me llamo Julián Pellón. Disculpe si antes he sido grosero, pero es la primera vez que me entrevisto con un periodista. Jamás he filtrado un dato de mi trabajo o de mis compañeros a la prensa. Soy de la opinión de que los funcionarios del Estado deben mantenerse alejados de las páginas de los periódicos. Otra cosa es lo que piensen o hagan mis jefes.
Sin tiempo para contestarle, Juan ya había conducido el coche hasta la rampa de acceso al diario. Saludó al guardia de seguridad y pidió disculpas a Julián por interrumpirle. Durante el recorrido a su despacho sólo hablaron de banalidades: el tráfico, el buen tiempo, el fin de semana que se les echaba encima… En el despacho del periodista, y con la puerta cerrada, Pellón tomó la palabra.
—Prométame dos cosas: que no grabará la conversación y que no me harán fotos.
Juan estuvo a punto de exteriorizar su malestar por el comentario del militar, pero comprendió que estaba en su derecho. No era la primera vez que él u otro periodista del diario habían avisado a un fotógrafo para que inmortalizara a una visita o colocara en la biblioteca un dispositivo para grabar en vídeo la conversación. Por tanto, perdonó la osadía a su interlocutor.
—No suelo grabar ni fotografiar a la gente sin su permiso, pero le doy mi palabra de honor.
—¿Habló con usted Amparo antes de que la asesinaran? La han matado, ¿no?
—Sí, la han asesinado. Habló conmigo el lunes, y tres días después ya estaba muerta. Sólo la vi una vez.
—¿Le habló de una carta?
Juan se dispuso a contestar, pero se contuvo. No sabía nada de aquel hombre. ¡Por qué no! Lo mismo estaba allí para sonsacarle información. El periodista seguía ofuscado con la idea de que El Ronco era el autor de la misiva.
—Perdone, pero aquí el que pregunta soy yo. Comprenda que deba actuar con cierta cautela. No puede pedirme que le desvele asuntos confidenciales del periódico sin saber quién es usted.
Pellón no cambió su discurso ceremonioso.
—Tiene toda la razón. No tiene ningún sentido seguir ocultándolo. Supongo que la señora Amparo le pondría al tanto de todo.
Juan no varió su actitud de distanciamiento. Pellón se entregó al periodista.
—No es necesario que sigamos jugando a policías y ladrones. Llevo muchos años persiguiendo a los delincuentes y sé cómo funciona esto. Me pongo en sus manos. La carta la escribí yo.
—Entienda mi postura, señor Pellón. No puedo abrirme a la primera persona que se presenta aquí. ¿Tiene alguna prueba que pueda demostrármelo?
—Sí.
Julián sacó del bolsillo un carnet antiguo del CESID y una copia de la carta enviada a la anciana. Se los acercó a Juan al tiempo que del otro bolsillo sacaba un documento escrito con la misma máquina, para que los comparara. Efectivamente, aquella máquina de escribir marcaba una huella un tanto difusa en la consonante eme.
El reportero quedó aturdido. Se le desmoronaba su puzzle: El Ronco no era el redactor de la misiva. ¿Quién sería? Pronto entendió que aquel exagente que tenía delante estaba en peligro. Los secuaces que habían asesinado a la anciana se llevaron de la chabola el original de la carta y para ellos habría sido fácil descubrir a su autor.
—Señor Pellón, sus excompañeros ya deben de saber que es usted el autor.
Le puso en antecedentes.
—No me importa. No soy un héroe, pero estoy preparado para lo peor. Antes quiero colocar cada cosa en su sitio.
El periodista no dio tiempo a Pellón para que encadenara vaguedades. Le preguntó a quemarropa:
—¿Participó usted en el secuestro de Pascual?
Pellón recibió el golpe por sorpresa. No esperaba que aquel reportero fuera tan directo. Pero estaba preparado para responder.
—Sí.
Se produjo un silencio en el despacho; el timbre del teléfono lo interrumpió de manera brusca.
—Paqui, ahora no puedo ponerme. Estoy ocupado.
—Es muy importante. Te llama ese señor tan raro y misterioso.
—Lo siento. Dile que llame más tarde.
La vena periodística afloró en Juan. Aplicó algo tan sencillo como el principio de prioridades. Era una de las virtudes de los buenos reporteros: todo podía esperar mientras encontraras algo mejor. Y Pellón era un diamante de muchos quilates.
—Le he contestado que sí. Y ése, sin lugar a dudas, ha sido el mayor error de mi vida. Intenté redimirme abandonando el CESID, pero no he logrado enterrar, como le decía en la carta a la anciana, los ojos moribundos de Pascual. ¿Ha oído usted hablar de la operación Mengele?
El periodista intentó disimular su desconocimiento.
—No. Pero sí conozco las atrocidades a las que Mengele sometió a los judíos en los campos de concentración nazis en la Segunda Guerra Mundial. He leído bastante sobre sus experimentos químicos y médicos en personas, a las que usaba como cobayas. Pero ¿qué tiene que ver con Pascual el carnicero nazi?
—Nada y todo.
—Explíquese.
—Nada, porque en 1983 Mengele había muerto o vivía escondido en la selva brasileña o paraguaya. Y todo, porque mis jefes utilizaron a Pascual como cobaya para experimentar con una droga anestésica. Lo mismo que hacía el médico de las SS en Auschwitz. Era la primera fase de un plan encaminado a secuestrar a dirigentes de ETA en el sur de Francia. Resultó un fracaso. Pascual murió porque uno de los miembros del comando se excedió con la dosis. No calculó que era demasiado para una persona tan débil y sin defensas como un toxicómano. Tampoco le importaba.
—¿Tuvo conocimiento de todo ello el primer gobierno socialista?
—Del plan para secuestrar a dirigentes de ETA, sí. De la operación Mengele, lo dudo. Se tapó todo. Nuestro superior, el jefe del operativo, nos obligó a hacer un juramento de sangre: la delación se pagaría con la muerte. Sólo un grupo de diez personas estábamos al tanto de lo sucedido. También colaboraron en la operación dos extranjeros: un agente de la CIA destinado entonces en la embajada de Estados Unidos en Madrid y un italiano a quien conocíamos por Chacal. Todos, incluidos ellos, nos aplicamos el código de silencio. Se borraron todas las pruebas y se manipularon las minutas de los agentes. Todos tragaron, como si nada hubiera sucedido. Menos yo. No lo superé. Cuando, meses después, abandoné el CESID por decisión mía, el resto del Club Mengele (así nos llamaban en el Centro, en clave) se sintió más protegido. Desaparecía la persona que podía poner en peligro todos sus privilegios. Jamás pensé que mi decisión de enviar una carta a la señora Amparo iba a provocar su asesinato. Estoy convencido de que alguien del Club Mengele se ha deshecho de la madre de Pascual.
—¿Le suena el nombre del guardia civil Felipe Gómez…?
—… Villalobos.
Pellón se adelantó al reportero y pronunció su segundo apellido.
—Se refiere al sargento Felipe Gómez Villalobos. ¿Cómo no me va a sonar? Es uno de los integrantes del Club Mengele. Sin duda alguna, el más violento y sanguinario. Siempre dispuesto a apretar el gatillo. Fue él quien pinchó al toxicómano con la jeringuilla y se excedió con la dosis. Lo más vomitivo fue su reacción cuando el chico falleció: «Un drogota menos». Ese fue su epitafio.
—¿Qué hicieron con el cadáver de Pascual?
—Villalobos se deshizo de él. Jamás mencionó el lugar donde lo enterró.
—Señor Pellón, ¿conserva usted algún documento que avale su testimonio?
—Ya quisiera yo. Dispongo de informes de otras operaciones antiterroristas en el sur de Francia, pero nada de Mengele.
El exagente no le confiaba toda la verdad.
—¿Murieron etarras en esas misiones? —Juan, ya sé que su periódico ha emprendido una cruzada para desgastar al gobierno socialista por medio de lo que llaman «guerra sucia» contra ETA. Pero en esta refriega estoy a favor del gobierno de España. Ustedes, los periodistas, lo llaman terrorismo de Estado. Yo, razón de Estado. ¿Qué hay de malo en que los hombres de Estado actúen donde no puedan llegar nuestros jueces?
—Ése es un debate farisaico, que necesitaría de un tiempo del que no disponemos. Yo intento ser más prosaico: dígame usted qué tiene de hombre de Estado el tal Villalobos —le increpó Juan—. Es un asesino. Así empezaron, con esos mismos argumentos, los nazis en Alemania y los dictadores militares en Argentina. ¿Le recuerdo el poema de Brecht? Primero vinieron a buscar a los comunistas, y yo no hablé… bla, bla, bla… Vinieron a por mí y para ese momento ya no quedaba nadie que pudiera hablar por mí. ¿Le suena?
—No me relacione con esa gente. Yo me refiero a otro Estado, al democrático, y a otra moral, la católica. He sido un testigo de excepción en la lucha antiterrorista y siempre he actuado con honor junto a mis compañeros por defender la patria. Participé con el SECED, en tareas de cobertura, en el primer atentado contra ETA, en Hendaya, en mayo de 1975, y colaboré en un plan para secuestrar al terrorista Josu Ternera en septiembre de 1983. Eran operaciones militares contra un enemigo que usaba Francia como santuario. Un mes después, Villalobos y su gente secuestraron a dos jóvenes vascos en Bayona. Los torturaron y se ensañaron con ellos. Luego, un comando del policía Amedo secuestró a un comerciante francés, a quien confundió con un dirigente de ETA.
—Ésas son las primeras acciones de los GAL.
—No. Ésas son las primeras, y desgraciadamente no las últimas, chapuzas de los GAL. Cuando hablo de razón de Estado me refiero a acciones como las que acabaron con la vida de Argala o Txapela. Fueron dirigidas por hombres de Estado, militares y guardias civiles. Recibíamos órdenes de nuestros superiores, estaban al tanto nuestros gobiernos y actuábamos por honor y patriotismo, no por dinero.
—¿La operación contra Pascual puede incluirse en esa categoría?
Aquello fue un golpe bajo. Un grave desliz para un periodista tan avezado como Juan. Se arriesgaba a caminar por un terreno minado que podía dificultar la colaboración de su fuente.
—Fue un error. Un desgraciado accidente. Participé pero no tomé la decisión. He asumido mi responsabilidad. Ahora les toca a otros.
A Pellón se le veía afectado. No le gustó para nada una pregunta tan impertinente y, mucho menos, que el periodista se permitiera el lujo de insultarlo. Miró el reloj de reojo y se levantó de la silla.
—Tengo que marcharme. Los fines de semana me recluyo en una casa que tengo en la sierra. Más tarde el tráfico se pone imposible.
—¿Quiere que lo acerque en mi coche a algún sitio?
—No. Regreso en metro. No se moleste.
—Lo sacaré por el garaje y lo devolveré al mismo lugar donde lo he recogido.
Antes de abandonar el despacho del periodista, Pellón metió la mano en el bolsillo y sacó una llave.
—Juan, creo que usted es una persona honesta y de honor. Lo que define a un patriota. Sepa usted que la ideología no es el primer atributo de un patriota. Guarde esta llave. Corresponde a una caja de seguridad de Caja Madrid, en la central de la plaza de Celenque. Es la número 326. Esta mañana lo he dispuesto todo para que usted pueda acceder a ella. Sólo tiene que mostrar su DNI. Haga uso de ella si me pasa algo o deja de recibir noticias de mí en unos días. No le adelanto lo que guardo en la caja, pero me decepcionaría si llegara a un acuerdo para ocultar su contenido. Júremelo. No por mí. Por Pascual y Amparo. Usted se ha referido a Brecht, yo le voy a recordar lo que dijo el filósofo Kierkegaard sobre la verdad individual: «Tengo que encontrar una verdad que sea verdadera para mí, una idea por la que pueda vivir o morir». Juan, ésa ha sido la meta hacia la que he dirigido mis pasos a lo largo de mi vida. Ahora que estoy cerca del final no voy a fastidiarla. Eso sí, cuídese de Jano.
—¿Jano? ¿Qué es Jano?
—Pregúntele a su director. Puede que sepa algo. ¿Confía en él?
—Lo justo.
—Pues, pruebe suerte. Tal vez le cuente lo poco o mucho que pueda saber.
—No me deje así en blanco. Adelánteme algo.
—Jano es una especie de sociedad oculta que se constituyó en los servicios secretos españoles a comienzos de los setenta. No puedo decirle más. Si aprecia su vida, lo mejor es que no siga. Usted es un gran luchador por la verdad. Pero, por su seguridad y por la mía, todavía es pronto para adentrarse en los arcanos de mi antigua casa. Seguro que, por sus medios y con mi ayuda, llegará hasta el final. No lo olvide nunca. Mahatma Gandhi dijo algo tan sencillo sobre la verdad que me impresionó. Tome nota: «Uno debe ser tan humilde como el polvo para poder descubrir la verdad». Y san Agustín lo completó: «La mejor manera de encontrar la verdad es buscarla en tu propia casa». Sírvanle estas lecciones como guía.
—¿Y por qué Jano? El nombre de un dios romano.
—No soy un experto en la mitología de la antigua Roma. Aunque tengo que reconocer que la curiosidad me llevó a consultar una enciclopedia. Le puedo contar lo que aprendí de memoria. A Jano se le representa con dos rostros opuestos, uno mirando hacia el frente y otro hacia atrás. El pasado y el futuro. No puedo comentarle nada más.
Juan sacó al militar del edificio del periódico en su coche, para evitar que lo grabara la cámara de seguridad, como había acordado con él. Antes de llegar a la boca del metro, Pellón se apeó del automóvil y paró un taxi. Juan quiso convencerse de que aquél no iba a ser su último encuentro.
De vuelta al diario, el periodista consultó la enciclopedia Larousse, una vieja edición de 1977. En la página 173 del tomo sexto encontró lo que buscaba: «Jano, en latín Ianus». Y anotó los datos más significativos.
Uno de los antiguos dioses de Roma, a quien se representa con dos rostros opuestos, uno mirando hacia delante, otro hacia atrás. Su leyenda está vinculada a los propios orígenes de Roma. Se le atribuía la invención de las naves y la moneda. A su muerte fue divinizado y en torno a él se forjaron muchas leyendas, una de las cuales cuenta que, para salvar el Capitolio, invadido por los sabinos, hizo brotar ante ellos una fuente de agua hirviente que los puso en fuga. Para conmemorar este hecho, se decidió dejar siempre abierta en tiempo de guerra la puerta del templo de Jano en el Foro, para que el dios pudiese acudir en auxilio de los romanos. Su figura de doble rostro aparece en las más antiguas monedas romanas y recuerda las dos caras de una puerta. Era el dios de las puertas. Su compañera era Cardea, la diosa de los goznes, los comienzos y los finales. Sus santuarios le estaban consagrados el primer mes de año (enero, en latín januarius) y el primer día de cada mes.
Juan consultó también un antiguo libro sobre mitología que estaba abandonado en la biblioteca del diario. Por él se enteró de que el principal templo de Jano, levantado al norte del Foro Romano, tenía dos puertas orientadas una al este y la otra al oeste, al principio y al final del día. Entre ellas se situaba su estatua con las dos caras, mirando en sentidos opuestos.
No sabía qué buscaba a través del dios de la mitología romana pero, a partir de su encuentro con Pellón, Jano se convirtió en una obsesión para el resto de sus días.