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Madrid. Jueves, 15 de junio de 1995
El comisario Enrique Herrera, tras su regreso de Panamá, llevaba unos días dedicado exclusivamente a los últimos coletazos de la operación contra la red de abogados que blanqueaban dinero entre España y el país del Canal. La mayoría de las sociedades estaban registradas en paraísos fiscales del Caribe. Eso facilitaba una mayor impunidad a los delincuentes de cuello blanco, porque la policía se enfrentaba al secreto bancario y a la opacidad del sistema. Esos minúsculos estados se habían constituido como el andamiaje perfecto para la evasión fiscal y la ocultación de operaciones financieras delictivas. En sus investigaciones, al comisario Herrera le había llamado la atención una minúscula isla en las Antillas, en las islas de Barlovento, de 93 kilómetros cuadrados y unos diez mil habitantes llamada Nevis. En español, Nieves. El nombre se lo había puesto Cristóbal Colón cuando la descubrió en 1493, en honor de Nuestra Señora de las Nieves. Muchas de las sociedades investigadas, todas ellas instrumentales, estaban registradas en la capital, Charlestown. Era la primera vez que leía en un informe que se utilizara esa isla volcán como guarida de los nuevos piratas del siglo XX. Herrera, desde hacía años, había iniciado una cruzada contra los paraísos fiscales que consentían las grandes potencias, incluí da España, en un ejercicio de cinismo político. En todo el mundo serían unos cincuenta, y algunos de ellos, como Gibraltar o Andorra, estaban muy cerca de nuestras fronteras. El comisario solía quejarse ante sus superiores de que en todas sus investigaciones contra el blanqueo del dinero de la droga siempre chocaba contra el muro de uno de estos paraísos, especialmente Gibraltar: «El Peñón es como un furúnculo pegado al culo», se lamentaba.
El sistema fiscal de estos paraísos facilitaba a sus clientes mecanismos legales que garantizaban la confidencialidad y el anonimato tanto en la titularidad de las sociedades como en las transacciones financieras entre todas ellas. Enrique tenía dificultades para obtener datos de los movimientos de las sociedades caribeñas pero, paralelamente, había convencido a la Agencia Tributaria española, eso sí con una orden judicial, para que le aportara todos los movimientos bancarios que habían partido de cuentas españolas a sociedades o bancos de todo ese entramado, incluido Nevis. Encima de su mesa tenía un listado con miles de operaciones. La mayor parte pertenecía a agencias de viajes y tour operadores. El comisario no daba mucha importancia a esa información y lo justificaba ante sus colaboradores.
—¡Quién va a seguir ese camino a sabiendas de que lo cazarán! Sólo los ignorantes, que en ese mundo ya no quedan, y quienes nada tienen que ocultar. Es más seguro utilizar un país puente como Suiza o Singapur. Y si no, utilizan el sistema helicóptero. Hacen que el dinero dé decenas de vueltas por bancos de todo el mundo: Madrid, Ginebra, Montevideo, Singapur, Mónaco, islas del Canal, San Marino y vuelta a Madrid.
La operación Hielo Verde, que había tomado ese nombre por el color de la cocaína y de los billetes, apenas había dejado tiempo libre al policía para digerir la información que le había proporcionado Juan en Txistu. Seguía guardando en la cartera la fotografía con Arturo y Pascual. Dudaba si llamar a Jacinto Milans para comentarle lo sucedido, pero no se fió. Desde el primer momento, estaba convencido de que, tras el asesinato y la desaparición del cadáver de la madre de Pascual, se hallaba el CESID. El modus operandi delataba a los servicios secretos. Y por si todavía tenía alguna duda, fueron determinantes los resultados de la huella dactilar que Juan había encontrado en la chabola. Pertenecía a un agente del Centro llamado Felipe Gómez Villalobos, todo un clásico en las más siniestras misiones del espionaje español. Tenía fama de ser un tipo duro, curtido en la lucha antiterrorista desde los años de Pedro el Marino, en el SECED de Carrero Blanco. Aunque era cabo de la Guardia Civil, trabajaba para el CESID. Durante un año estuvo destinado en el cuartel de Intxaurrondo de San Sebastián. Las últimas noticias sobre él, después del escándalo de los GAL, lo situaban en una empresa privada de seguridad. La policía, en cambio, sospechaba de que se trataba de una tapadera del CESID. Más bien un cuerpo de élite, incontrolado, bajo las órdenes directas de Milans. Lo conocían como Grupo Omega. El comisario Enrique estaba convencido de que aquel clan de espías había fenecido durante aquella legislatura tan convulsa del gobierno de Felipe González, pero los hechos demostraban que seguía activo. Y lo peor: actuaba desde la sombra, lo que dificultaba su vigilancia. Para Enrique era impensable que Gómez Villalobos operara solo, sin el manto protector del CESID. Con Arturo o sin él. Su amigo de la infancia había ascendido a la estratosfera del poder, donde se tomaban las decisiones y, difícilmente, le salpicaría la mierda. Quienes resbalaban eran siempre los soldados. El comisario tenía en su casa un ejemplo reciente: la detención de los policías Amedo y Domínguez. Herrera levantó el teléfono de su mesa y llamó a Juan.
—Amigo, soy yo. Tenemos que vernos cuanto antes. ¿Puedes mañana, donde siempre, a las 15 horas?
Juan tomó nota al mismo tiempo que tradujo el mensaje de Enrique. Policía y periodista disponían de un código preestablecido. La cita era un día y dos horas antes. Es decir, había quedado, dentro de sesenta minutos, a las 13 horas, en un lugar también previamente convenido, que les daba cierta seguridad. El periodista pronto comprendió que si su amigo tomaba esas precauciones era porque estaban siguiéndolo. Enrique, por su parte, ya disponía de un sistema de seguridad propio, que lo convertía en invulnerable.
Juan, que durante el viaje de Enrique a Panamá había avanzado en sus investigaciones, pidió permiso a su subdirector para no asistir a la reunión de temas del periódico. Le pasó un folio con las previsiones de su sección.
Para que sus posibles seguidores se confiaran —los manuales de vigilancia y contravigilancia mantienen que a los objetivos les resulta más difícil escabullirse si usan su propio vehículo— salió a López de Hoyos por la rampa del parking del diario conduciendo su automóvil. Continuó por la misma calle en dirección a Príncipe de Vergara. A esa hora de la mañana solían circular muchas furgonetas por aquella avenida tan estrecha, de doble dirección, por lo que Juan decidió tomar Eugenio Salazar. Cruzó Sánchez Pacheco y Pradillo y en San Ernesto giró a la izquierda, dejando a su derecha el parque de Berlín, para desembocar en plaza Cataluña y acceder a Príncipe de Vergara. A unos quinientos metros giró a la derecha por la calle Colombia. Conducía a poca velocidad porque le sobraba tiempo y, de esa manera, podía descubrir si le seguían. Juan concluyó que sus perseguidores eran unos buenos profesionales, porque no dejaban rastro. Posiblemente, le habrían colocado en el coche una minúscula radiobaliza. Con ese emisor de frecuencia podían situar su coche en todo momento en un plano de Madrid. Pero el comisario y él tenían una solución ya estudiada para darles esquinazo. La calle Colombia era una vía sin salida. Acababa para los coches, a la altura del número 63, en una pequeña rotonda en la que se levantaban tres árboles altos, pero seguía siendo peatonal para los viandantes. Juan aparcó el coche en el mismo portal del número 63 y caminó deprisa por debajo del edificio que, suspendido en seis enormes pilastras, comunica Colombia con la plaza de Enrique María Soler. Allí, en la misma glorieta lo esperaba el comisario, sentado al volante. Enrique arrancó con potencia y se dirigió a la M-30 en dirección sur. Los agentes del CESID quedaron bloqueados. Pidieron ayuda por radio al resto del operativo pero, cuando se dieron cuenta, su objetivo había desaparecido. No tuvieron tiempo ni para tomar el número de matrícula. Aun así, para asegurarse, un inspector de policía esperaba a su comisario en otro coche en la incorporación de la M-30 a O’Donnell. Hicieron el intercambio de automóviles y Enrique y Juan continuaron su ruta.
—Bueno, ahora sí. Vamos a tomarnos una cervecita bien fría, sin moscones. Conozco el sitio idóneo: uno de los merenderos del Retiro, donde además puedes tomar un vermut de grifo muy artesanal.
El comisario aparcó en Menéndez Pelayo, cerca de la Puerta de Granada. Caminaron por el paseo de Uruguay, dejando a su derecha los jardines de Cecilio Rodríguez y, a la izquierda, La Rosaleda, y llegaron hasta la glorieta del Ángel Caído. Se sentaron en una de las terrazas desde donde se divisaba toda la zona, presidida por la fuente con la figura del Ángel Caído, una estatua de dos metros y medio de altura de Ricardo Bellver. Representaba al ángel Lucifer cuando Dios lo expulsó del cielo. La figura estaba instalada en un pedestal de granito de base octogonal, con ocho cabezas de dragones diablos que sujetaban lagartos, sierpes y delfines por donde manaba el agua. El Ángel Caído, que con las alas desplegadas se apoyaba sobre una roca con una serpiente apresando su muslo mientras otra sujetaba uno de los brazos, sirvió a Enrique para construir una parábola.
—Juan, hemos venido a parar al lugar adecuado. Esa estatua del Ángel Caído de finales del siglo XIX se encuentra a una altura de 666 metros sobre el nivel del mar de Alicante. ¿Te suena? 666, el número del maligno. Como tú ya sabes, en la Biblia, en el libro del Apocalipsis del Nuevo Testamento, se menciona ese número como la marca de la bestia, en relación al Anticristo. Todo ello ha despertado la imaginación de los aprendices de esoterismo, que aseguran que, por esa coincidencia, la fuente es un homenaje a Lucifer, a Satanás, es decir, al mal. Olvidan que, en el año de su construcción, los instrumentos de medición no eran tan precisos, pero los seguidores satánicos insisten en su condición diabólica. En algunas guías turísticas figura, incluso, como el único monumento dedicado al diablo en el mundo. En el fondo, es toda una casualidad, pero para mucha gente es una verdad absoluta. Te cuento esto porque nosotros debemos aprender de este ejemplo. Y tu papel aquí es clave. Al final, resulta que lo importante no es la verdad sino lo que algunos quieren que les digamos. Ya es hora de que publiques algo en tu diario para poner nervioso al personal. Tienes que elaborar un artículo periodístico con la única finalidad de sacar a los malos de sus casillas y despertar la curiosidad en otros para que te pasen más información. Como el bulo sobre el Ángel Caído, no hace falta que sea cien por cien verdad. Te he oído decir mil veces que por cada información que publicas, al día siguiente, recibes decenas de llamadas de lectores que te ofrecen más datos. Tenemos que provocar una reacción doble. Por un lado, que el exagente que escribió la carta a la señora Amparo sepa que la han matado y contacte contigo. Por otro, que motive, como te he dicho, las llamadas de otros testigos. Y lo más importante: que los responsables de las dos muertes, de Pascual y Amparo, se pongan nerviosos y cometan errores. Creo que eso podemos conseguirlo con una simple nota en tus páginas de sucesos, sin mayores pretensiones. No hace falta que quemes la historia; con decir que se busca el cadáver de la anciana ya es bastante. ¿Qué te parece? ¿Has hablado de la historia con tu director o con alguien del equipo de El Universal?
—No. Todavía no. Ahora te explico. Tu idea me parece estupenda. Ya se me había ocurrido a mí también, pero no me había atrevido para no despertar las bajas pasiones de la gentuza que está detrás de todo esto. Pero no hay marcha atrás. Sé que, tras la desaparición de Amparo, van a por mí y a por mi fuente. Hasta ahora no he publicado nada para evitar que El Ronco se asuste.
Juan seguía convencido de que la persona que le había entregado el recorte de Pueblo sobre Stefano era la misma que había enviado la carta a Amparo.
—Además, aún no he hablado con mi director. No me fío. No por él, sino por otro miembro del equipo, a quien la rumorología periodística coloca como colaborador del CESID en épocas pasadas. Yo he tenido que partirme el pecho para llegar donde he llegado en esta profesión, sea mucho o poco, pero a ese tipo se lo han dado todo en bandeja. Todas sus exclusivas. Durante los ochenta se hinchó a publicar grandes reportajes en Diario 16. Casi todos interesados y filtrados por los servicios secretos. Tengo que hablar con Campaña, a solas* pero necesito algún otro dato que aporte más carga política a la historia. A mi diré no se le pone dura con el simple caso de una anciana desaparecida en El Pozo del Tío Raimundo.
—En esa información creo que deberías aportar subrcpticiamente un par de avisos a navegantes. Meterles el miedo en el cuerpo. Deben entrever que conoces más cosas de las que cuentas. Así te guardas las espaldas. Hay que tratar a estos Cecilios como se merecen. Cuando les plantas cara, se arrugan. Después, no creo que se atrevan a tocarte un pelo. Arturo debe de saber ya que te cubro la retaguardia. Estoy seguro de una cosa: conmigo no se atreverá a jugar a espías. Me conoce.
Juan puso la misma cara de echarse un farol que en una partida de póquer. Era la primera vez que escuchaba ese nombre. No sólo en relación al caso que les había reunido, sino también en toda su vida profesional.
—¿Arturo? ¿Quién es Arturo?
Enrique sacó la cartera de su americana y extrajo de su interior la foto de los tres adolescentes. La puso encima de la mesa y con el dedo índice señaló al que estaba a la derecha de Pascual.
—Ése. Ése es Arturo. Su nombre de guerra en los servicios secretos. En realidad, se llama Jacinto Milans. Este otro, el de la derecha, soy yo: tu amigo Enrique. Los tres vivíamos en el mismo edificio. Arturo y yo, hijos de militares, educados para una carrera de armas, y Pascual, ya sabes, el único vástago de los porteros. Un joven débil y sin futuro, condenado a ser uno de los primeros enganchados de la España de la heroína de finales de los setenta. Cuando murió su padre los echaron de la portería y le perdí la pista hasta que tú me enseñaste la foto el otro día. No te dije nada porque aquello, inicialmente, debía digerirlo yo solo.
—¿Y Arturo?
—De ése ya te hablaré otro día. Tengo una cuenta pendiente con él, pero ésa es una historia muy larga. Invítame otro día a comer y, gustosamente, te pondré en antecedentes.
—Dime al menos a qué se dedica.
—Es el número dos del CESID. Pero no te disperses. Concéntrate en la noticia sobre Amparo. Es muy importante. En el pueblo de mis padres, donde llueve poco, los lugareños cuando caen unas gotas de agua suelen decir: «Hay que esperar a que saquen la molla los caracoles». Con tu información van a quedar, seguro, muchas mollas al descubierto. No te preocupes. De Arturo me ocupo yo.