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Viernes, 16 de junio de 1995
Eran las tres de la tarde y allí estaban todos. En la que se conocía como sala de crisis del Centro, los integrantes del Club Mengele esperaban expectantes la llegada de Arturo. Habían trastocado sus planes y anulado su agenda porque, cuando los llamaba el jefe, no había margen para excusas ni para dudas. Algo gordo habría ocurrido para que los diez fueran convocados a una reunión con el líder. Arturo, aunque en el escalafón de los servicios secretos figuraba como el número dos, sobre el terreno actuaba como el capo di tutti capi del CESID. Los agentes sabían que la palabra capo se utilizaba para señalar al jefe de un clan mafioso pero, con el nombre de Mengele de por medio, también podía servir la terminología alemana «kapo», con k. Así se llamaba en los campos de concentración de la Alemania nazi a los presos que se ofrecían para hacer de capataces a cambio de algunos privilegios.
Tras la desgraciada muerte del toxicómano, el Club Mengele había sido convocado en contadas ocasiones, quizá en tres o cuatro. La primera fue para juramentar un pacto de silencio y orquestar la operación de eliminación de pruebas; la segunda, para valorar la salida de Pellón, que durante unas semanas había hecho peligrar la seguridad en el clan, y la tercera, para celebrar el ascenso de Arturo a secretario general de los servicios secretos españoles.
Sentados en torno a una enorme mesa ovalada de caoba, como centuriones romanos a la espera del cesar, allí estaba lo más granado del espionaje nacional. Por su hoja de servicios, destacaban cuatro de ellos:
El comandante Alfonso Pastrana, el segundo mando de la AOE durante la operación Mengele. Fue el responsable del operativo del secuestro de Pascual. Como Arturo, procedía del SECED y había sido el jefe de los comandos antiterroristas integrados por neofascistas italianos y miembros de la OAS y la Triple A argentina. Por todo ello, le unía una estrecha amistad con Stefano.
El teniente de la Guardia Civil Juan Alberto Nieto. Experto antiterrorista e imputado en casos de torturas y malos tratos, le adjudicaban el mérito de haber dado muerte a cinco etarras en un atentado de los GAL.
El sargento de la Guardia Civil Felipe Gómez Villalobos. El agente que inyectó la dosis equivocada a Pascual y asesinó a su madre.
Fernando Romero, comandante del ejército y experto en medios de comunicación. Era todo un prestidigitador en la manipulación informativa. Sus buenos contactos con los periodistas más influyentes de la prensa española le permitían colocar a menudo bulos y falacias en las páginas de los diarios. Se jactaba de ser íntimo amigo del subdirector de El Universal, Antonio González.
Una vez que el camarero del catering había colocado los platos y las bebidas sobre la mesa, Arturo entró en la sala. De un brusco salto, todos se pusieron de pie al mismo tiempo. El número dos del CESID se sentó junto a Alfonso Pastrana, el segundo militar con más rango de la reunión, en un sillón que los asistentes habían dejado vacío. El comandante le sirvió una copa de vino, pero Arturo tomó la palabra sin necesidad de mojarse los labios.
—Gracias por acudir a mi llamada. Ya me conocéis y sabéis que no me gusta abusar de estos encuentros. Son arriesgados y lo más práctico es siempre enterrar el pasado. Han transcurrido doce años desde aquel juramento y todo ha fluido con normalidad. Hasta la fecha, como os prometí entonces, nada ha perturbado vuestras vidas, ni en lo personal ni en lo profesional. Cada uno de vosotros habéis desarrollado vuestras actividades en el Centro de manera fructífera, habéis ascendido en el escalafón militar y habéis contado siempre con mi apoyo.
Arturo tomó un respiro, dio un sorbo a la copa de vino y continuó su discurso sin mencionar el suceso que había motivado aquella comunión.
—Ahora tenemos que estar más unidos que nunca y debemos adoptar decisiones, aunque sean muy dolorosas. Vivimos unos años convulsos y se ha abierto la veda contra el Centro. Tenemos en contra a los políticos, tanto de izquierda como de derechas, a los periodistas y, sorprendentemente, a compañeros de la policía, que investigan nuestros pasos. El gobierno, el presidente, el vicepresidente y los ministros de Defensa e Interior sufren un acoso frenético jamás vivido en España. Estamos ante un horizonte político poco favorable a nuestros intereses. No podemos permitir que hombres de honor que han dado su vida por la patria se conviertan en el blanco, en el objetivo de los intereses partidistas. Nadie va a dar la cara por nosotros. Por todo ello, tenemos que estar más unidos que nunca. Los hechos acaecidos recientemente, que conocéis de sobra, nos obligan a ser resolutivos en nuestras decisiones, cueste lo que cueste. Todo indica que pronto habrá elecciones anticipadas y que las ganarán los que defienden y comparten nuestros ideales. No dudéis de que cuando llegue ese momento darán cerrojazo a este acoso. Ahora el CESID les interesa como arma política arrojadiza contra el gobierno y porque aporta votos, pero cuando accedan a La Moncloa pasará lo de siempre. Tendrán que acudir a nosotros. Se alcanzará un pacto de borrón y cuenta nueva y ahí estaremos de nuevo. Hemos sido los garantes de la democracia durante los últimos treinta años y nadie nos va a desahuciar. Os doy mi palabra. Quien gobierne tendrá que gobernar con nosotros, sí o sí. Ya lo hicieron otros con anterioridad, incluida la izquierda. ¡Cuántas plañideras tuve que soportar cuando los socialistas ganaron las elecciones en 1982! El tiempo me dio la razón. No pudieron levantar las alfombras y, como yo vaticiné, al final nos cedieron nuestra cuota de poder. Se volvieron más pragmáticos y se quedaron con las alfombras sucias. Nosotros les convencimos de que éramos una vacuna frente al involucionismo y una apuesta segura para acabar con ETA. Retomamos las acciones contra el terrorismo en el sur de Francia y, cuando aprendieron la lección, los socialistas crearon sus propios GAL. Ahora tienen unas cuantas víctimas propiciatorias, policías y guardias civiles de la Seguridad del Estado, que pagarán por los políticos, pero a nosotros no nos alcanzará la onda expansiva. Dentro de unos años quienes ahora son tildados de villanos por matar a terroristas en Francia serán elevados a los altares como héroes. Es cuestión de tiempo. La sociedad puede soportar, puede digerir, el tiro en la nuca a un asesino de ETA, pero jamás tolerará ni la sangría de los fondos reservados ni el caso que hoy nos empuja a reunimos.
Arturo seguía sin hacer referencia al secuestro y muerte de Pascual. El auditorio no necesitaba para nada más detalles. Tenía muy claro a qué se refería.
—¿Por qué os he convocado? Porque a causa de una cadena de errores se ha puesto en peligro uno de los mayores secretos de esta casa. Tenemos que reconducir la situación. No podíamos haberlo hecho peor. —El jefe dirigió la mirada a Villalobos—. Habéis agravado el problema haciendo una chapuza tras otra. Primero, dejáis que la anciana visite a un periodista que, en estos momentos, puede tener en su poder la carta del traidor de Pellón; después, decidís sin mi conocimiento —en ese momento miró al comandante Pastrana— quitarla de en medio y, por último, hacéis desaparecer el cadáver del Anatómico Forense dejando un montón de pistas. Peor imposible. De un simple accidente hemos pasado a un asesinato y ahora, para seguir manteniendo el caso en el anonimato, debemos quitar de en medio a otras dos personas.
Arturo se dirigió al comandante Pastrana.
—Alfonso, tenéis que recomponer este desaguisado entre tú y Villalobos. El resto puede daros cobertura, pero vosotros tenéis que ser los ejecutores. Y cuando digo ejecutores ya sabéis a qué me refiero. Yo ya me he adelantado y he puesto en marcha otras medidas expeditivas. Vosotros tenéis que centraros en el periodista. Romero puede echaros una mano. En primer lugar, hay que lograr que el diario no publique la información y después hay que darle un aviso al reportero. El grado de contundencia del escarmiento lo dejo a vuestra discreción. Pero ya os adelanto que hay que cortar de raíz el más mínimo riesgo. Me consta que en La Moncloa andan preocupados con la gacetilla de El Universal. El presidente ya comienza a preguntar por una misión secreta llamada Mengele. Alguien de inteligencia de Presidencia que conoce el operativo se ha ido de la lengua. El director le ha contestado que era un bulo interesado para socavar el prestigio de los servicios secretos y, por ende, al gobierno, pero de inmediato me ha llamado a mí para que ponga orden.
Pastrana pidió permiso para intervenir.
—Sí, Alfonso… Adelante.
—Mi coronel, puedo responder por los aquí presentes. La filtración no ha podido salir de nosotros.
—Te creo, Alfonso, pero somos nosotros quienes hemos despertado el interés de la policía y de la prensa con ese deplorable asunto de la anciana. No se podía hacer peor. Pellón desencadenó toda esta crisis, pero ahora hay un comisario muy interesado en que nos estalle el escándalo en las manos. Pero a ése lo reservo para mí. Soy el único que puede neutralizarlo.
El coronel Arturo se levantó de la mesa y dio por finalizada la reunión. Nadie se atrevió a preguntar nada al gran capo. Para resolver las dudas ya tenían a Pastrana, con quien se reunirían más tarde. Arturo también tenía que hablar con él a solas. Le pidió que lo acompañara a su despacho. El comandante Pastrana era su hombre de confianza desde hacía casi veinte años. Juntos habían participado en decenas de operaciones y habían sobrevivido, unidos, a momentos difíciles como el intento de golpe de Estado del 23-F, en el que la conducta del CESID fue muy confusa. Su relación no era la puramente jerárquica entre jefe y subordinado. Entre ellos no existían secretos.
—Alfonso, ¿cómo lo ves?
—Mal.
El comandante se dirigía a su jefe por su nombre de pila. Entre las paredes del despacho, sin testigos, se sentía con la suficiente libertad para mantener un diálogo franco y entre amigos. Pastrana, como Arturo, disfrutaba de una posición en el Estado Mayor, pero por su físico aparentaba ser un militar chusquero. Era bajo, regordete, con tripa cervecera, cejijunto y bastante rústico. Entre las secretarias se había ganado la fama de tener las manos más largas de los servicios secretos. Arturo se había visto obligado a ejercer toda su influencia para parar una denuncia de una funcionaría por acoso sexual. Su atuendo contrastaba con la elegancia de su superior. Si Arturo siempre se presentaba en la oficina maqueado, Pastrana solía vestir una camisa blanca de manga corta que le colgaba por encima del cinturón y lucía una corbata raída ilustrada con varios lamparones. Poco ayudaban a ese aspecto descuidado una barba sin afeitar de dos días y unas fosas nasales y cavidades auditivas pobladas de un bosque de pelos. Vivía en Madrid desde los quince años, pero no había corregido su acento murciano.
—Mal, Arturo, pero con soluciones. La gente está unida, así que puedes descartar otra deserción. Tengo bajo control el Anatómico Forense. El forense es de los nuestros. Otro Jano. Villalobos me asegura que jamás encontrarán el cadáver y esa investigación carece de futuro.
—Alfonso, a ti no puedo ocultártelo. Herrera está detrás de todo esto; suministra información al periodista. Volvemos a encontrarnos otra vez en el túnel del tiempo. Todo se reduce a un dilema: él o yo.
Pastrana comprendió que el caso tomaba un giro inesperado. Arturo y el comisario Herrera habían dejado dormitar durante años sus diferencias, pero intuía que pronto iba a producirse un choque de trenes. Una delgada línea separaba la amistad y el odio, y ambos la habían cruzado. Todo por culpa de Victoria, una bella mujer que traicionó a Herrera. Estaba locamente enamorado de ella, pero Arturo los separó. El agente secreto aplicó ese silogismo enfermizo que consume a muchas personas: «Si no puede ser mía tampoco será de él». El espía ofreció a la chica un destino en el servicio secreto, siempre que abandonara al policía, por un supuesto código de incompatibilidades. Y la oferta la sedujo. La afrenta se fraguó a comienzos de los ochenta, cuando el CESID utilizó a las primeras mujeres en misiones operativas. El juramento de venganza del comisario Herrera originó tal lucha subterránea entre los servidores del Estado que puso en riesgo la estabilidad profesional de ambos.
El antagonismo se agravó cuando Arturo y la joven, ya espía, dejaron tirado a Enrique en una operación antiterrorista en el sur de Francia. Él y su equipo fueron detenidos en Burdeos por la policía francesa cuando seguían a un dirigente de ETA. Seguidamente los expulsaron a España con una nota de protesta de las autoridades galas. Enrique siempre sospechó que aquel incidente se debió a un soplo de un colaborador de Arturo. Estaba en lo cierto. El CESID no podía consentir que la nueva unidad antiterrorista de la policía, que dirigía Herrera, se apuntara un éxito con la detención de Txomin Iturbe, el entonces número uno de ETA. Arturo luchaba por mantener en exclusiva la hegemonía en el extranjero de la información sobre la banda terrorista. La jugada del militar supuso la desarticulación de la brigada policial y un castigo para su jefe. Herrera tuvo que soportar el desprecio de sus compañeros y un destino burocrático, como expiación, en las oficinas del DNI. Al cabo de unos años, Herrera renació de sus cenizas y fue recuperado para la primera línea policial.
Arturo no ocultó a Pastrana su viaje a California y el encargo hecho a Stefano.
—Debe de estar ya en Madrid, pero no logro localizarlo. Sé que tú y Stefano manteníais una buena relación de amistad. A ti no te llamará, pero posiblemente hable con alguien de vuestro entorno.
—Arturo, ya conoces a Stefano. Es una anguila. Un tipo escurridizo que no se fía de nadie. Ni de ti, ni de mí. Dudo que se ponga en contacto con alguien. Hará su trabajo y punto. Luego regresará a su casa sin dejar ni una huella.
—Por eso quiero que tú te encargues personalmente de localizarlo. Si no podemos dar con Stefano, vigilemos a su objetivo. Nos llevará a su guarida.
—¿A quién busca?
—A Pellón. Le he pasado un dossier con todos sus movimientos. Tiene el encargo de neutralizarlo. Y creo que Stefano, con los datos que posee de Pellón, actuará este fin de semana o el próximo. Irá a por él a su casa de la sierra. Es el mejor escenario para convertir un crimen en accidente. Pellón vive solo en un refugio de montaña sin vecinos a su alrededor. Hay que someterlo desde ahora mismo a una estrecha vigilancia. Y para este trabajo sólo puedes contar con gente de nuestra confianza.
—¿Por qué ese interés por Stefano? ¿No sería mejor que hiciera con eficacia su trabajo y luego desapareciera?
—Eso sería lo más correcto, pero no olvides que nosotros necesitamos un paraguas para cubrirnos cuando comience a llover la mierda. Stefano es un blanco perfecto para la policía. La mejor coartada para tener ocupado a Herrera. Con esa presa, cerrarán el caso y nos dejarán en paz. Tú localiza a Stefano; de lo demás me encargo yo. El problema no está en que descubran la muerte del toxicómano, sino en que todo aquello por lo que hemos luchado en los últimos veinticinco años se desmorone como una torre de naipes. La patria corre el riesgo de saltar por los aires y nosotros con ella. Jano está en peligro.