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Jueves, 29 de junio de 1995

El vehículo del ya general Jacinto Milans cruzó la barrera del complejo de La Moncloa sin necesidad de mostrar ninguna tarjeta de seguridad. Los guardias civiles se cuadraron cuando se percataron de su presencia y levantaron la barrera. El automóvil, un Audi A6 de color negro y con los cristales ahumados, giró inmediatamente a la derecha en una pequeña rotonda y se detuvo a escasos metros de la garita de control, en el conocido como Edificio de Semillas, sede de la Vicepresidencia del Gobierno; el único inmueble del complejo monclovita visible desde el exterior.

El general dirigió sus pasos hacia la sede de la vicepresidencia. Vestía de paisano, un traje Hugo Boss, y calzaba unos mocasines Lotusse. Esa mañana había elegido una corbata discreta, una Hermés de tonos azules, aunque las prefería más estridentes. Arturo, siempre elegante y con buen porte, se desenvolvía en aquel escenario como si caminara por la sede del CESID. Accedió al edificio por una amplia escalinata y, ya dentro, en lugar de buscar el ascensor, prefirió subir caminando por una escalera lateral hasta la segunda planta. El espía conocía muy bien aquellas instalaciones porque, a finales de los ochenta, participó en un comité de seguridad para construir un bunker subterráneo de 7.000 metros cuadrados en La Moncloa. Después fue destinado como enlace a la oficina del CESID en Presidencia del Gobierno.

Aquel puesto le sirvió para afianzar sus lazos con las altas instancias gubernamentales socialistas. Era un ejemplo más que confirmaba la teoría de Arturo sobre la naturaleza de los militares españoles. Para razonarlo se apoyaba en una versión muy particular del principio de Arquímedes: todo cuerpo de un oficial sumergido en el agua del poder ejerce un ascenso en el escalafón militar del mismo peso que el esfuerzo demostrado por ajustarse a los nuevos tiempos y a las nuevas políticas, ya sean de derechas o de izquierdas. El principio físico del matemático griego explicaba por qué Arturo había alcanzado el entorchado de general en un tiempo récord, sólo superado por Franco en sus campañas africanas. El generalato llegaba precedido de una serie de meteóricos ascensos ya fuera en el franquismo, el centrismo o el socialismo.

Arturo avanzó hacia una descomunal puerta de madera de caoba tallada y la abrió sin llamar. Pasó a un amplio salón ocupado por una joven secretaria con una media melena teñida de rubio, excesivamente maquillada y pintada, con un amplio escote y modales desenvueltos. El militar la examinó de arriba abajo sin cortarse.

—¿Qué tal, Marisol? Tú, tan espectacular como siempre. ¿Está el señorito?

—Lleva un largo rato esperándote. Me ha dicho que pases sin más demora.

La joven se levantó y recibió a Arturo con cierta familiaridad. Acercó su mejilla y esperó a que le diera dos besos; después, le agradeció su piropo cuartelero. Abrió la puerta del despacho del jefe y anunció la visita. Arturo y su interlocutor se abrazaron y se acomodaron en un sofá de piel de color blanco. El alto cargo de La Moncloa fumaba un puro Espléndido de Cohíbas y ofreció otro a Arturo, que declinó la invitación. Marisol ya había dispuesto la mesa con una cafetera y un juego de café, agua y unos diminutos cruasanes.

El anfitrión de Arturo era un tipo de unos cincuenta años. Alto, muy alto. Delgado. Pelo rizado y un tanto despeinado. Usaba gafas de nácar y vestía un traje azul de funcionario con caspa en los hombros. La corbata de color rojo mostraba cierto desfase estilístico y restos de alguna mancha de aceite. Hablaba con fluidez y con un excelente verbo, lo que delataba su condición de jurista y catedrático universitario. Se le apreciaba un talante campechano y un amplio don de gentes. Gesticulaba con las manos y sus movimientos eran rígidos, quizá un reflejo del poder que atesoraba. Hablaba con cordialidad, como si les uniera una estrecha amistad. Estaba claro que entre ambos existía cierta complicidad.

—Arturo, nos conocemos desde hace mucho tiempo. Si no recuerdo mal, creo que nos vimos por primera vez en Suresnes, en 1974, en el XIII Congreso. Te mandaron a París para espiarnos, pero logramos convencerte de que éramos el futuro para España. Luego apoyaste a quienes defendíamos una transición de la dictadura a una democracia responsable. En 1982 comprobaste nuestra gratitud. A nosotros nos debes tu bastón de general. Por eso, quiero preguntarte una cosa: ¿está el CESID filtrando todos esos documentos para favorecer un cambio de gobierno en las próximas elecciones?

El fontanero del gobierno, que dedicaba las veinticuatro horas del día a desatascar entre bambalinas las cañerías políticas de La Moncloa, dio un sorbo a su vaso de agua, tomó aire y se dispuso a seguir su discurso, pero Arturo lo interrumpió.

—Mariano, antes de que continúes quiero responder a tu pregunta. Nadie del servicio secreto está maniobrando para que os echen de La Moncloa. Te doy mi palabra de honor. Al menos, nadie de mi entorno y que yo controle.

—Entonces, ¿por qué se ha desatado esta guerra de espías que nos está llevando al precipicio? ¿O tú no lees los diarios?

—Son sólo algunos traidores. Se debe a acciones aisladas que ya hemos controlado. Poco más.

—El presidente está que trina. Sean quienes sean los intrigantes, la realidad es que están jugando con la estabilidad de España. Están poniendo al Estado en peligro. Lo harán añicos. Y toda la culpa la tienen quienes explotan a los GAL como arma electoral para ganar las elecciones. Han roto el pacto no escrito de la Transición. Aquí, todos los gobiernos, desde Suárez, han aplicado a ETA la misma medicina de la guerra sucia. ¿O no te acuerdas? Si quieren, nosotros también podemos dejar con el culo al aire a Martín Villa y a Fraga. A mí me lo pide el cuerpo, pero el presidente se resiste. No somos tan irresponsables. No queremos que veinte años de Transición salten por los aires. Llegamos al poder con la promesa de que enterraríamos ese cainismo tan hispánico y no vamos a decepcionar a los españoles. Cuando ganamos las elecciones nos comprometimos a no levantar las alfombras mugrientas del 23-F o del caso Almería. Y ahora nos pagan así. Tú has sido un testigo privilegiado del cambio de régimen y sabes que los socialistas nos hemos limitado a concluir el plan antiterrorista que otros comenzaron. Hemos dado la cara por nuestros predecesores y ahora, paradójicamente, nos va a costar perder las elecciones. Tiene gracia.

—Yo no soy político, soy militar, pero nadie obtendrá de mí ni una filtración ni un acto de traición contra tu gobierno, bueno, contra nuestro gobierno. Sabes que durante años he recibido todo tipo de órdenes y las he cumplido sin rechistar. Algunas las compartía. Otras, no. Pero siempre he dado un paso al frente, como un buen soldado. Nadie podrá acusarme de inacción. He planeado y he participado en misiones antiterroristas, lo que los periodistas llaman ahora guerra sucia, y no me arrepiento. Volvería a hacerlo una y mil veces. Era la única manera de acabar con esos hijos de puta. Sí, es cierto, protesté por algunas de las acciones de los GAL y sé que en más de una ocasión hemos discutido por ello, pero no por la naturaleza del grupo antiterrorista sino por lo mal que lo hizo. Conoces mi queja: no se puede dejar una operación de Estado en manos de unos chapuzas y unos chorizos. Siempre se lo recriminé al ministro del Interior y tú fuiste testigo de aquella conversación tan acalorada. Casi se nos asfixió por culpa de aquel enorme puro que apenas le cabía en la boca. Los GAL deberían haber desaparecido tras los primeros éxitos de la Guardia Civil. Pero, no, había que seguir. Y ésa fue nuestra perdición. Confiasteis todo el poder a un torpe subcomisario, mientras relegabais al CESID, que había diseñado el plan, a un segundo plano. ¿Qué ha sucedido? Que algunos de esos agentes ninguneados y maltratados, que dejaron de cobrar dietas y sobresueldos de los fondos reservados, han puesto en marcha el ventilador para remover la mierda. ¿Si existe entre ellos algún simpatizante del partido de la oposición? Lo desconozco.

—Arturo, no me infravalores. No entra en mi cabeza que el número dos del CESID reconozca en mi cara que duda de la intencionalidad política de esas filtraciones. ¿Nos hemos vuelto locos?

El general Milans comprendió que la conversación discurría por una senda equivocada que no le favorecía. Se situó en el papel de su interlocutor. Él, con la operación de acoso al gobierno, no corría el riesgo de perder su estatus —ya había apostado por el caballo ganador— pero el político, sí. Se vería obligado a abandonar aquel espacioso despacho con su impoluta moqueta blanca y perder los mimos de tan preciosa y descocada secretaria.

—O no me has entendido o no me he explicado bien. La cúpula del CESID no participa en ninguna operación de acoso y derribo. ¿Acaso no nos está zarandeando a todos el mismo periódico? ¿Me he librado yo de esa persecución? Me señalan, entre líneas, como el responsable de las atrocidades más repugnantes. ¿A quién persigue el juez Camacho? A ti, no. Al presidente, tampoco. Va a por mí y a por mi gente. ¿Qué gano yo con vuestra derrota? Controlar mi casa para que sigáis en el poder es mi garantía de futuro.

—Me satisface que lo veas así. Con nosotros en el gobierno parece difícil que las cosas vayan a más. El jefe encubrirá y respaldará las acciones de todos sus fieles colaboradores. El caso GAL no tiene futuro ni en el Tribunal Supremo ni en la Fiscalía General. Si ganamos las elecciones, todo apunta a que la presión se moderará. Por eso te he citado hoy aquí. El jefe quiere que te ocupes, personalmente, de dos personas: del juez Camacho y de Campaña. Cuentas con todos los medios y tienes vía libre para iniciar una campaña de desprestigio contra ellos.

El fontanero de La Moncloa se levantó del sofá, se dirigió a su escritorio, asió una carpeta y regresó a su sillón. La lanzó sobre la mesa y, tras dar un par de caladas a su puro, cada vez menos humeante, la abrió y extrajo de ella una serie de fotos.

—Todos se pierden por lo mismo. Por la bragueta. Las imágenes eran de escasa calidad, pero colocaban al juez y al director de El Universal en una situación muy embarazosa. El azote de los GAL paseaba abrazado con la fiscal antiterrorista de la Audiencia Nacional por una calle de una ciudad italiana —a tenor de las inscripciones de los carteles urbanos— y el periodista yacía en una cama con un joven apolíneo. /

—¿Qué quieres que haga con esto? —le preguntó el general con gesto de desaprobación.

—Arturo, hoy te encuentro espeso. ¿Qué voy a querer? Que tu gente las difunda por ahí. Que inicien una campaña de desprestigio contra estos dos canallas. Que se enteren de que no se puede jugar con un gobierno democrático.

El asesor monclovita le acercó la carpeta con las fotografías y el general la cogió con desgana. Aquello le resultaba vomitivo. Él que a menudo había ordenado a sus hombres, sin temblarle el pulso, que apretaran el gatillo, rechazaba aquel método de entrometerse en la vida privada para destruir a una persona. Prefería un frío asesinato antes que aquella vileza. Siempre había despreciado a los hombres que elegían la vía del chantaje en lugar del ajuste de cuentas. Había encargado la muerte de Pellón, pero jamás habría introducido el teleobjetivo de una cámara en su dormitorio.

—Gracias. Veré qué puedo hacer. Pero te adelanto que ya me he encargado personalmente de neutralizar a Campaña. Me consta que su periódico va a olvidarse una temporada del CESID.

—Y nosotros ¿qué? ¿No contamos? Lucha por desalojarnos de La Moncloa y merece un escarmiento. Que los lectores se enteren de a qué dedica su tiempo libre el director de El Universal. ¿Y del otro? Que su mujer se entere de que le pone los cuernos. Así se dedicará durante un tiempo a resolver su crisis matrimonial y nos dejará en paz.

—Te lo repito: veré quién se atreve a publicar las fotos. No creas que es tan fácil. Se trata de un periodista y un juez. Dos de las profesiones más corporativistas de España.

Arturo hizo ademán de levantarse del sofá, pero captó un gesto de desaprobación de su interlocutor.

—Amigo, no he terminado. Sólo unos minutos. Quiero que me cuentes de qué va eso que aparece en los periódicos sobre un Club Mengele en el CESID. ¿Lo tienes controlado? ¿Va a suponer otra fuga de documentos?

—Son exageraciones de los periodistas. No existe ningún Club Mengele. Había un grupo organizado de agentes que estaban vinculados con el ultra Stefano. Pero ya ha sido desactivado, como te habrás enterado por la prensa. Han muerto tres agentes y el mismo Stefano. Y puedo asegurarte que no ha sido por un resbalón en la bañera. Mejor que no sepas más. Todo está controlado. Estamos haciendo una notable limpia en el servicio. Dile al presidente que no se preocupe.

—Por último, el presi me ha pedido que te pregunte por un informe llamado Jano.

Arturo reaccionó con disimulo. Era una pregunta comprometida, pero había ensayado la respuesta ante el espejo en más de una ocasión. Siempre había defendido que todo espía debería matricularse en un curso acelerado en el Actor’s Studio y aprender el método Stanislavski. Aquel político de segundo nivel, al que despreciaba por su arrogancia y zafiedad, no iba a sorprenderle con el paso cambiado.

—Ésa es otra de las leyendas urbanas. No hay respuesta porque no existe tal informe Jano. Desde que ingresé en el Centro jamás he escuchado nada referente a Jano. Los periodistas tienen mucha imaginación. ¿Recuerdas cuando publicaron una foto de un joven con el brazo en alto y decían que era el presidente cuando militaba en la OJE? Patrañas.

—¿Le informo de que todo es una invención de los carroñeros de la prensa?

—Tal cual. Insiste en que lo he dicho yo: no existe tal lista Jano.

Arturo se delató a sí mismo. No se percató del desliz, pero el tecnócrata de La Moncloa, un tipo de colmillo retorcido y con un pedigrí de trece años moviéndose por las cloacas del poder, percibió el resbalón. Sólo la prensa había hablado de las listas. Él y el presidente estaban en lo cierto: no sólo existía un informe, sino que además contenía una relación de nombres.

Dudó si seguir exprimiendo esa cuestión pero prefirió zanjarla. No tenía sentido insistir porque nada lograría del general.

—El presi sigue preocupado por la filtración de más documentos. ¿Puedo asegurarle que se ha acabado la sangría?

—Dile de mi parte que todos los traidores y corruptos han caído. Ya me entiendes. Están neutralizados. No hemos podido recuperar las microfichas, pero ya se han publicado los documentos más preocupantes. Además, nadie podrá demostrar judicialmente que han salido del Centro. Tampoco hallarán los documentos originales con los que puedan contrastarlos.

El asesor presidencial apagó el puro, se levantó de su inmaculado sillón blanco, se aproximó a su escritorio y extrajo de un pequeño humidificador de la marca Davidoff otro habano Espléndido. Se volvió hacia Arturo.

—¿Seguro que no quieres uno?

—Todavía es pronto para mí. Me da dolor de cabeza.

—¡Cómo está la milicia! —exclamó el asesor del presidente.

Seccionó con un cortapuros la perilla y con una fina lámina de madera de cedro, ceremoniosamente, prendió fuego al cigarro por la cabeza. Esperó a que apareciera un ascua y lo agitó como si zarandeara una coctelera. Seguidamente dio dos intensas bocanadas. Se notaba que era un buen fumador, porque dominaba con destreza la operación de encendido. Observó que Arturo no quitaba ojo a sus movimientos y le explicó:

—De un buen encendido depende una buena combustión. Aunque no te lo creas, estos Cohíbas nos los manda directamente Fidel de la fábrica El Laguito de La Habana. Tú te lo pierdes.

Ya no se sentó en el sillón, pero aun de pie, continuó con su interrogatorio al general.

—No hemos podido hacerlo peor. Os llamáis a vosotros mismos servicio secreto, pero os han dejado en enaguas, Arturo. ¿Cómo un puto comandante en la reserva pudo conservar tanto papel sin que la dirección del CESID lo advirtiera? Es inaudito. Le dije al presi que os mandara a todos a galeras, pero no me hizo caso. Ahora no quiere encontrarse con más sorpresas en la campaña electoral. En este país, el cinismo político suma votos. Quienes inventaron la guerra sucia se presentan ahora como unos salvapatrias, como los grandes moralizadores. Tú lo sabes porque entonces estabas con ellos.

Arturo se puso de pie y se acercó al lugar donde dramatizaba Mariano, jugando con su puro.

—Sí. No puedo negarlo. Fui uno de los pioneros y progenitores de la operación Sur de Francia. Detesto la expresión «guerra sucia». Sobre todo, porque era una guerra justa contra los terroristas, cuerpo a cuerpo y con las mismas armas. Los hombres de Estado dimos un paso al frente. Y volvería a hacerlo. Es cierto que hemos cometido muchos errores, pero no es el momento de lamentarse. Sería una prueba de debilidad para el enemigo. Hay que dar la cara y denunciar esta hipocresía. Es cierto que se valen de los GAL para sacar ventaja en las elecciones pero, si llegan a La Moncloa, no se atreverán a levantar las alfombras. Respetarán ese pacto tácito de la Transición. ¿Cómo lo llamas tú? ¿La teoría del acordeón? Nadie se atreverá a aprobar la desclasificación de los documentos secretos que robaron del CESID.

—Bueno, espero que nosotros, mucho antes, con nuestras propias fuerzas dejemos el asunto zanjado.

El alto cargo socialista acercó su mano derecha al general, se la estrechó y dio por terminada la entrevista.

—Arturo, estaremos en contacto. Haz caso al presidente: arregla cuanto antes tu Casa.

—Ni lo dudes. Dile al presi que siga confiando en nosotros.

—Ah, una última pregunta. ¿Qué pensáis hacer con el periodista de El Universal que os ha puesto a los pies de los caballos?

—¿Con Juan Montalbán?

—Sí, con el autor de las informaciones.

—Ya te enterarás.

El general se contuvo con su respuesta mientras abandonaba el despacho. Se despidió con afecto de Marisol y a un paso acelerado abandonó el edificio. Se le notaba contrariado. No se le iba de la cabeza el trato displicente que había recibido de un político mediocre. Había tratado a lo largo de su vida con muchos tecnócratas que se convertían en alfeñiques cuando perdían la poltrona. Su interlocutor pronto dejaría de recibir puros de Cuba, reflexionó.

Se acomodó en el asiento trasero del vehículo oficial, abrió la carpeta, sacó las fotografías del juez y del director de El Universal y las hizo añicos.

—Se acabó. Visto para sentencia. Ahora, sólo me toca esperar —musitó con una sonrisa maquiavélica.