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Julio de 1995
Los meses previos a las elecciones al Congreso y al Senado fueron, políticamente, los más virulentos que se recordaban en España. Los socialistas se presentaban lastrados por el estigma de la corrupción y la guerra sucia. Los conservadores, en cambio, disfrutaban de un carril bus para desarrollar su estrategia electoral. Las encuestas les daban la victoria con 156 diputados frente a 141, pero con tan sólo una diferencia de 300.000 votos. La izquierda estaba a punto de abandonar La Moncloa después de un período de casi dieciséis años de gobierno. Izquierda Unida también se veía beneficiada con 21 diputados y casi tres millones de votos.
Aquellos pronósticos tenían hundida a Leticia, que no ocultaba su voto socialista. Se quejaba de que la derecha se preocupara más en ganar las elecciones que en descubrir la verdad sobre los servicios secretos. Ella había sufrido en sus propias carnes la violencia de un Estado paralelo, pero los políticos empezaban a mirar para otro lado. Sólo les importaba conquistar el poder.
Los reportajes de Juan en El Universal contribuyeron a que la derecha tomara ventaja en la carrera electoral. El periodista no se dejó nada en el tintero, pero no pudo señalar a Arturo y a su Club Mengele como los verdaderos causantes de tanto derramamiento de sangre. Aquello no contrarió a Leticia, que se sentía satisfecha con lo que habían podido destapar de las tramas negras del poder. Juan acumulaba un sinfín de pruebas con valor periodístico, pero sin calado judicial. Campaña tampoco le facilitó su labor en todo lo que afectaba al general Milans.
El juez Camacho mantenía su pulso con el gobierno acerca de la desclasificación de los documentos publicados por El Universal, a los que el Ejecutivo se oponía de raíz. Las investigaciones policiales no avanzaban en el caso de la desaparición de Amparo ni en el supuesto accidente de circulación de Pellón. El cadáver de la madre de Pascual seguía sin aparecer y el Ministerio del Interior escatimaba los medios para avanzar en las pesquisas sobre la muerte del excomandante del CESID.
Herrera, a raíz de las averiguaciones sobre Sextante y su publicación en El Universal, fue apartado de la Comisaría General de Policía Judicial y nombrado jefe del distrito Centro, uno de los más conflictivos de la capital. Pero el comisario no cejó en su lucha por encontrar la verdad sobre aquellas muertes. Había decidido trabajar, codo con codo, desde la trastienda, con el magistrado de la Audiencia Nacional. Juan no se enfadó cuando se enteró por el propio Herrera de que él había sido el confidente que había facilitado los datos al juez Camacho. Sólo le bastó un argumento para convencer al periodista: «Era mi obligación como policía».
Juan y Leticia tampoco habían renunciado a seguir con las pesquisas. Campaña, el director de El Universal, se había volcado con el periodista durante el tiempo que había durado el serial pero, una vez agotada la munición, se centró en otros temas. Principalmente, en la composición del futuro gobierno conservador. El periodista y la hija de Pellón habían establecido su cuartel general en el piso de la calle Cervantes.
El salón se había constituido en la oficina de lo que se vislumbraba como una nueva ONG, nacida para combatir los excesos del poder. Ése, al menos, había sido el lema propuesto por Leticia.
Juan trasladó al piso de Cervantes toda la documentación acumulada en el periódico. En una de las paredes, sobre un corcho, habían confeccionado un gran rompecabezas sobre lo que ya denominaban «Informe Jano». Recortes de prensa, fotografías, documentos… formaban parte de un puzzle al que todavía le faltaban varias piezas.
Juan y Leticia releyeron en voz alta, una y mil veces, las notas del periodista. Estaban convencidos de que algo se les pasaba por alto.
La pareja había extremado sus medidas de seguridad, porque un agente del CESID había confesado al periodista que sus compañeros le tenían pinchado los teléfonos y, lo peor, habían camuflado micrófonos en el interior de la vivienda de la calle Cervantes.
Para el intercambio de información importante, Juan y Leticia establecieron un inusual lugar de encuentro. Como si se tratara de un fotógrafo que se encerraba en el cuarto oscuro para revelar sus fotos, ellos se enclaustraban en el baño para poder hablar con libertad. Abrían los grifos del lavabo y la ducha y comentaban en voz baja sus impresiones. No se equivocaban al tomar tantas precauciones, ya que el CESID, efectivamente, había sembrado la casa de micrófonos. Sus agentes habían efectuado un CIR —la terminología que usaban los espías para suavizar lo que, en realidad, era un allanamiento de morada— y habían ocultado micrófonos en los lugares más imprevisibles. Juan y Leticia se vieron incapaces de descubrirlos. Tampoco pudieron hallar un micrófono extremadamente fino que los expertos del CESID introdujeron a través del tabique desde la vivienda de al lado con un simple taladro. En el argot del mundo del espionaje se podía aseverar que el periodista y su compañera estaban «agujereados». Ellos lo sospechaban, y por eso no se lo ponían fácil a los espías.
—Leticia, volvamos a las notas sobre mi entrevista con tu padre en El Universal.
—Juan, las hemos revisado varias veces. No encuentro nada. Es absurdo.
Al periodista se le veía cansado, pero decidió echar mano, por enésima vez, de su libreta Rhóne. Buscó las notas sobre las palabras de Pellón.
—Aquí están. No es una transcripción literal, pero se aproxima.
Leticia comenzó desde el principio a leer las notas en voz alta. Cuando se hallaba ya en el tramo final, Juan la interrumpió.
—Vuelve a leer lo último, por favor.
—Gandhi sobre la verdad: «Ser tan humilde como el polvo para poder descubrir la verdad». San Agustín: «La mejor manera de encontrar la verdad es buscarla en tu propia casa… siempre sirve de guía».
Se trataba de la transcripción de dos citas sobre la verdad recordadas por Pellón.
—¿Estas frases son de tu cosecha o las pronunció mi padre?
—Si están ahí escritas es porque las dijo tu padre.
Juan había anotado en un folio en blanco varias de aquellas palabras: «humilde», «polvo», «verdad», «propia casa», «guía».
—Leticia, creo que quería decirnos algo. Tu padre era muy dado a esos juegos criptosemánticos. Podría estar dándonos una pista. Seguro. Concentrémonos.
El periodista dio la vuelta al folio garabateado y puso toda su atención en aquellos signos.
—¿Propia casa? ¿Donde él vivía? ¿Patones? ¿Cervantes? Ha podido dejarte algo.
La hija de Pellón no mostraba mucho interés por las deducciones del periodista, como si arrojara la toalla en el segundo asalto de un combate de boxeo por el título mundial. Pero Juan insistió en sus suposiciones.
—Aquí, en Cervantes, no creo que dejara nada. Es más fácil de encontrar. Debe de ser en Patones. Sigamos. El primer lugar, quiere decirnos que ha guardado algo en el refugio o en sus alrededores.
Juan recuperó el juego de las palabras.
—¿Humilde? ¿Polvo?… Ya lo tengo… Ramona… Ramona. La mujer de la limpieza.
Leticia reaccionó apáticamente, dándole a entender que no se enteraba de nada.
—Sí, sí, Ramona. ¿No lo pillas? La señora que limpia la casa de Patones. Una mujer humilde. La señora que limpia el polvo. ¿Entiendes? Ramona lleva toda la vida con vosotros. Te conoce desde niña. Es una persona en la que tu padre podía confiar y que no levantaría sospechas. Vive en Patones de Arriba. Vayamos a verla.
Juan y Leticia necesitaron cuarenta minutos para llegar al pequeño pueblo de la sierra norte de Madrid. El municipio, bañado por las aguas del Lozoya y el Jarama, no superaba el medio millar de habitantes. La mujer del servicio doméstico de Pellón vivía en una pequeña casita de piedra situada en una de las zonas más escarpadas de la villa, de difícil acceso en coche.
—Ramona, quiero que te concentres y recuerdes tu última conversación con mi padre. ¿Te susurró algo o te dejó alguna cosa para mí?
—Señorita Leticia, ya se lo dije a aquellos señores de la policía que vinieron a verme. No pararon de presionarme, pero les contesté que su padre no me dejó nada para usted.
Juan y Leticia se miraron sorprendidos. No era la policía, eran los hombres de Arturo. Aquella gente no daba puntada sin hilo.
—¿No te dejó ningún mensaje para mí? ¿Estás segura? Haz memoria.
—Su padre y yo teníamos poca conversación. Hablamos de lo de siempre: plánchame esto, prepárame tal comida, cómprame aquello en el mercado… Nada importante. Ya se lo he dicho: lo habitual.
Ramona, una mujer sencilla, no entendía de qué iba todo aquello. Pellón jamás había cruzado una palabra con ella al margen de sus labores domésticas. Era un tanto estirado y mantenía la distancia con el servicio. En aquellos menesteres, afloraba en él su espíritu castrense. A la mujer le costaba expresarse. Con algunos de sus silencios quería hacerles ver que el señor jamás le habría confiado a ella un secreto familiar.
—Quiero que hagas memoria, Ramona. Puede que se te escape algo.
—Señorita Leticia, ya le he dicho que no. Nada de nada. La última vez que hablé con su padre me pidió que hiciera una limpieza a fondo en el salón. Que echara a la basura todos los periódicos y revistas viejas que estaban tiradas por los sillones y las sillas. Su padre, últimamente, ya no era el de antes. Era menos ordenado… Nada más. No me dijo nada más. Que recogiera los periódicos y que cuando llegara la guía de Telefónica que no se me ocurriera tirar la antigua. Eso es todo.
—¡La guía!
—¡La guía telefónica!
Ramona no entendió la exclamación del periodista. Pero, ante las dudas, quiso aclarar una cosa.
—Las guías están en su sitio: la vieja y la nueva. No la he tirado.
Juan besó a Ramona en la frente ante la extrañeza de la mujer y tiró fuerte de la mano de Leticia. Era una invitación a salir corriendo. Abandonaron la casa atropelladamente, subieron en el coche y se dirigieron al chalet.
Conforme se acercaban a la parcela del refugio vieron que una nube de humo ascendía al cielo y un fuerte olor a quemado dificultaba respirar con normalidad. Los bomberos habían logrado sofocar el incendio y tan sólo quedaban los rescoldos del fuego. La casa de Pellón había ardido, pero no del todo; las paredes y el tejado se mantenían firmes. Leticia y Juan corrieron hacia la puerta principal pero el jefe de los bomberos les dio el alto.
—¿Dónde van ustedes? Está prohibido pasar. Es peligroso. Puede derrumbarse la techumbre.
—Soy la dueña de la casa y quiero recuperar las cosas de valor —le respondió Leticia.
—Espere a que eche el último vistazo. Mientras, pónganse estos uniformes, las botas y el casco.
—¿Cómo se ha iniciado el incendio? —le interpeló Juan, con interés.
—No cabe duda. Ha sido provocado. No se han molestado ni en disimular la intencionalidad. Hemos encontrado en el salón una pira hecha con libros. Como en la película Farenheit 451, los autores del incendio han prendido fuego a todo el papel y ropa que han hallado en la casa.
El jefe de bomberos se acercó a la puerta sorteando las mangueras con las que seguían humedeciendo las paredes para evitar un rebrote del fuego; echó un vistazo al interior de la casa y se dirigió a Leticia.
—Ya pueden pasar. Sólo unos minutos. Saquen las cosas de valor y poco más.
El fuego, afortunadamente, solamente había afectado al salón. Presentaba un aspecto lúgubre. Todo chamuscado: las cortinas, los muebles, las puertas. En la parte central de la dependencia había un amasijo de papel y tela carbonizados. Estaba claro que habían apilado todos los libros y la ropa de los armarios, por si Pellón había tenido la tentación de guardar sus notas entre las hojas de los libros o entre la tela y el forro de las chaquetas. Los responsables del incendio buscaban algo tan concreto como unos folios, pero habían pasado por alto la guía de la provincia de Madrid del año anterior. Y allí estaba, asomando por debajo de aquella hoguera en forma de pirámide. Sobresalía entre otros libros calcinados de la base, pero debido a su grosor no se había quemado del todo. Juan se dio cuenta y se acercó con cuidado. Le dio una patada y la apartó de aquel montón. Los bomberos la habían regado, así que ya no ardía. Se agachó y la recogió con sus manos con mucho esmero, para que la parte tiznada no se desprendiera. La mirada que dirigió a Leticia era toda una invitación a abandonar aquel escenario dantesco. Cuando salieron de la casa, el jefe de los bomberos, un tanto contrariado, les recriminó.
—¿Ya está? ¿Tanta prisa para llevarse tan sólo un trozo de papel calcinado?
Aquel hombre recibió como única respuesta unas sonoras «gracias» y la devolución de los trajes de bombero y los cascos. No tuvo tiempo para más comentarios, ya que Juan y Leticia salieron corriendo hacia el coche que estaba aparcado en un recodo junto a la puerta del camino.
El periodista, con las manos tiznadas, dejó caer con cuidado la guía sobre el capó del coche. Se conservaba poco más del cincuenta por ciento.
—Hemos tenido suerte. Al menos, hemos recuperado una parte del legado de tu padre. Leticia, haz tú los honores; para eso eres su heredera.
—Gracias.
La joven fue despegando con delicadeza las hojas chamuscadas como si se dispusiera a podar un bonsái. Deslizó la yema de su pulgar por el corte irregular, a causa del fuego, de las hojas y las fue aireando en busca de algún documento. La operación le llevó un rato, pero no halló nada. Tampoco cuando, ya desesperada, colocó aquella piltrafa boca abajo y la zarandeó.
—Juan, aquí no hay nada. Ha sido una intuición equivocada.
El periodista se la quitó de las manos y repitió la misma operación, pero moviendo las hojas a mayor velocidad. Se le veía inquieto. Tantas alforjas para tan poco camino. De la guía se desprendían trozos de papel chamuscados, pero no le importaba. Buscaba algún pedazo de mayor tamaño y despegado de su lomo.
Cuando estaba a punto de abandonar aquella búsqueda frustrante llamaron su atención unas marcas escritas con bolígrafo. El primer nombre que vio subrayado no le llamó la atención, pero cuando fueron apareciendo otros se le hizo un nudo en la garganta.
—Leticia, tu padre era un crack. Esta guía de Madrid contenía los nombres de la lista Jano. No tenía una copia del documento pero conocía a sus integrantes. El canalla de Arturo lo sabía y fue a por él. Es tan mezquino que no valoró la integridad de Pellón. Jamás pensó en desvelar ese secreto. Sólo lo haría si lo mataban.
Inspeccionaron la guía, folio a folio, y pudieron anotar una veintena de nombres, los que se habían salvado del incendio.
Quedaba lejos de los doscientos que formaban el proyecto Jano, pero eran suficientes para que el periodista iniciara una investigación.