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Martes, 2o de junio de 1995
Juan prefirió coger el metro para desplazarse hasta la zona del Congreso donde había quedado con Leticia. Se bajó en Banco de España y caminó por Marqués de Cubas, Madrazo y Jovellanos hasta llegar a Zorrilla, donde le esperaba la hija de Pellón. Necesitaba un largo paseo para aclarar sus ideas. Se sentía incómodo y contrariado tras la reunión con la dirección del periódico. No por su director, sino por la cohorte de inútiles que lo rodeaban. Campaña era el único que había reaccionado como periodista. Como se solía decir en el argot de la redacción, el relato de Juan «se la había puesto dura». Era un periodista de raza y lo demostraba todos los días en su cita con sus lectores. En sólo dos años había convertido El Universal en el periódico de mayor difusión de España. Para alcanzar esa meta había utilizado como estandarte la lucha contra la corrupción política.
Las relaciones de Juan con Campaña se limitaban a lo puramente profesional. Jamás lo había invitado a reuniones en su casa ni era su compañero en partidas de tenis. Pero el director lo valoraba como uno de los puntales del diario. La sección de sucesos de El Universal era de las más competitivas de los diarios de Madrid. Director y redactor no coincidían en los planteamientos ideológicos, pero se respetaban mutuamente. Juan sabía que en otro periódico no podría disfrutar de la independencia y la libertad de las que gozaba en El Universal. El caso Mengele era un ejemplo: se presentaba en el despacho de su jefe tras varias semanas de investigaciones. Era la ventaja de trabajar para directores periodistas y no burócratas. Era lo que convertía a su diario en un ente vivo, lo que motivaba a sus redactores a aguantar jornadas laborales de diez o doce horas.
El mobiliario y la decoración del despacho del director de El Universal delataba la personalidad de su inquilino. Juan recordó algunas de las deducciones expuestas en el libro El aula sin muros, que leyó en su etapa universitaria. No se acordaba del nombre de su autor, pero sí de que profundizaba en la ciencia de la quinesiología, la que estudia la comunicación de los gestos. El sociólogo concluía que el orden/desorden en el lugar de trabajo de una persona era un primer atisbo de su forma de ser. Una decoración minimalista anticipaba su carácter frío y calculador; un póster enmarcado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, su personalidad liberal; una colección de biografías de grandes personajes de la historia en su biblioteca, un ego de desmedido tamaño; una inmensa fotografía de la estatua de la Libertad, su gran amor por Estados Unidos; una portada de The Washington Post con el caso Watergate, su propensión por el periodismo de investigación… En la estancia destacaban los tonos pasteles, preferentemente el azul, como el de la moqueta. Las paredes estaban forradas de tela, también de un tono añil pero no muy oscuro.
Sin embargo, por su envoltura, el director Campaña se asemejaba más a un directivo de la Fleet Street londinense que a un neoyorquino de Manhattan. Lucía un traje príncipe de Gales, con tirantes de color verde en lugar de cinturón, una camisa rosa pálido Hacket, con unos gemelos Bulgari que se asemejaban al plumín de una estilográfica, una llamativa corbata de Loewe y unos zapatos de cordón Church. Toda una representación del dandismo periodístico. Una imagen trufada entre Cary Grant y Peter O’Toole. Un par de siglos antes habría pasado por un afrancesado como Mariano José de Larra. Aunque a él le habría gustado más que lo compararan con Tom Wolfe o Ben Bradlee.
En torno a la mesa de reuniones del despacho de Dirección, acompañando a Campaña y a Juan, se sentaban el subdirector de Información, Antonio González; el de Edición, Alfonso Castro, y la jefa de Opinión, Alicia Ortiz.
La mesa, de formato oval y de cristal, conservaba en su superficie las huellas dactilares de reuniones anteriores. Sobre ella sólo descansaba un vaso ancho con agua, el de Campaña. El jefe de El Universal no se caracterizaba por su generosidad. Juan, como ya había respirado la tacañería que flotaba en ese despacho, se presentó provisto de una botella de agua mineral. Preveía una exposición larga de los hechos y su glotis necesitaba humedad.
Juan resumió hasta donde pudo sus averiguaciones. Omitió las fuentes, las llamadas de El Ronco, la colaboración con Enrique Herrera, la visita a la caja de seguridad y la cita con la hija de Pellón. Se extendió sobre el secuestro y muerte de Pascual, la carta recibida por la anciana y sus conversaciones con Amparo y Pellón. Insistió en que ambos fueron hallados muertos tras entrevistarse con él en el periódico. Les mostró las fotos de los agentes del CESID captados por las cámaras de seguridad del diario y algunos de los documentos facilitados por Pellón. Tampoco se le olvidó el recorte de prensa con la información sobre Stefano y la desaparición del cadáver de Amparo en el Anatómico Forense. Para terminar se reservó el plato fuerte: la existencia en el CESID de una unidad de élite conocida internamente como Club Mengele. Juan insistió en que era la mano negra que aparecía en todos los asesinatos. El reportero dirigió su exposición hacia el que creía ser el flanco más débil de su director.
—Los directivos del CESID no pueden consentir que se conozca el fallecimiento del toxicómano por sobredosis de un anestésico, porque se les desmoronaría todo el sistema. Aflorarían decenas de acciones de guerra sucia llevadas a cabo en el sur de Francia y un sinfín de atrocidades cometidas en España. Me han prometido grabaciones secretas del rey y creo que pronto conseguiré las cintas. Campaña, asistimos al mayor escándalo de la democracia. Estamos en condiciones de desenmascarar a un clan de los servicios secretos que desde las bambalinas han movido los hilos del poder.
—¿Cuándo tendrás preparada la primera entrega? Por lo que cuentas tenemos material para un largo serial —le preguntó el director, siempre interesado en la parte periodística pero también por los aspectos comerciales.
Campaña era un gran director, pero un mejor vendedor de historias. Sabía exprimir al máximo los reportajes que le presentaban sus redactores. A veces, sacaba petróleo de lo que a ellos se les antojaba una crónica mediocre e insustancial. El scoop de Juan no necesitaba ningún proceso de ductilidad. No necesitaba estirar la noticia como un chicle. El reportero disponía de información de primer orden para un extenso folletín. Así se lo hizo ver a su jefe, pero con una salvedad.
—Sólo te pido una cosa: no podemos desvelar nuestra información hasta haber reunido todas las piezas. Tras el primer reportaje, el miedo desencadenará que las fuentes se quiten de en medio. O se rajarán, presionadas por el poder. No es la primera vez que nos ha ocurrido. No tenemos prisa. La historia es nuestra. Antes, debemos exprimirlos hasta dejarlos sin una gota de información.
—Juguete completo, juguete Comansi.
Alfonso Castro, el subdirector de Edición, encontró el momento para deslizar uno de sus chascarrillos habituales. La gracia no desató ninguna sonrisa.
Fue entonces cuando Juan confesó a su director que solía verse con una persona que se mantenía en el anonimato, a la que había bautizado con el nombre de El Ronco. No ocultó ningún detalle sobre sus extravagantes encuentros.
—Ese informador ha prometido desvelarme el lugar donde se esconde el tal Stefano. Los archivos de la Interpol están saturados de órdenes de busca y captura contra él.
—¿Estás hablando del neofascista también conocido como Chacal?, —le preguntó Campaña—. ¿El responsable de los atentados del tren de Bolonia y de la calle Atocha?
—Del mismo. Me aseguran que ha regresado a Madrid y que está detrás de todas estas muertes.
—¿Y quién crees tú que puede ser tu Ronco? ¿Un agente del CESID?
—Lo desconozco. Pero se trata de un tipo, sin duda alguna, con experiencia en los servicios secretos.
Campaña, que había coincidido como corresponsal en Estados Unidos con el epicentro del caso Watergate, realizó una aproximación histórica. Recordó la importancia en aquella investigación de un personaje conocido como Garganta Profunda, de quien nadie había descubierto todavía su identidad. Sus revelaciones sobre Nixon a los periodistas Bob Woodward y Cari Bernstein de The Washington Post fueron determinantes para la caída del presidente. El nombre adjudicado por los periodistas a su fuente anónima fue adoptado del título de una película porno: Deep Throat (Garganta profunda).
—¿Qué opináis de todo esto?
Campaña pidió la opinión a su equipo. El primero en tomar la palabra fue Antonio González, de quien la leyenda negra destacaba sus oscuras relaciones con el CESID. Juan también lo creía, porque así se lo había asegurado alguna fuente policial.
—Creo que se trata de una gran historia, pero está un poco verde. Juan, manejas muchas conjeturas pero te falta el tronco probatorio.
González, que había escalado posiciones en la prensa del Movimiento, estaba contagiado por el argot oficialista de la burocracia del franquismo. Carecía de amigos en el periódico, pero cumplía el papel de aquellas personas llamadas a hacer los trabajos sucios para que sus jefes no se manchen las manos. Era un tipo viscoso, falso y mediocre. Siempre complaciente con el poder y vehemente con los débiles.
—Creo que hay que esperar y madurar mucho más todos estos datos. Podemos meternos en un campo de minas. Convertirnos en una diana luminosa en medio del fuego cruzado entre los diferentes servicios del Estado. Nuestra credibilidad quedaría afectada si todo respondiera a un montaje de la policía. De sobra sabéis que desde hace tiempo mantiene un pulso con el CESID por el control de la lucha antiterrorista fuera de España. Lo siento, pero me ha tocado el papel de aguafiestas: todo esto me huele a montaje.
González conocía qué tecla tocar. Sabía por dónde podía hacerle daño a Juan. Todos los allí presentes estaban al tanto de las buenas relaciones entre el periodista y el comisario jefe de la Policía Judicial, que mantenía un pulso histórico con La Casa. Muchas de las exclusivas del diario habían sido filtradas por Herrera.
El hombre del CESID en la redacción había sembrado serias dudas sobre la veracidad de la información y, como un áspid venenoso, se preparaba para el aguijonazo final, en busca de la complacencia de su director.
—Creo que no estaría de más que Juan contactara con la dirección del CESID para cambiar cromos. Seguro que, a cambio de esta historia tan farragosa, podríamos obtener alguna pista sobre los GAL de Felipe.
—Por encima de mi cadáver —se le adelantó Campaña a Juan, que se retorcía en una incómoda silla de madera, recubierta de formica—. Aquí nadie va a cambiar cromos. Quiero el álbum completo. Nadie va a contactar con el CESID.
Cambiar cromos, en el lenguaje periodístico, era una de las deformaciones profesionales de los reporteros ventajistas y mediocres. A cambio de no publicar las informaciones comprometidas para el poder, obtenían todo tipo de privilegios y exclusivas cortesanas. Muchos de los periodistas de primera fila habían subsistido una veintena de años practicando un periodismo servil. A cambio, los motoristas ministeriales les acercaban las exclusivas a sus redacciones en sobres cerrados. En cierta ocasión, las prisas llevaron a uno de esos profesionales a reproducir un documento secreto con el sello de salida del Ministerio de Defensa. Se montó un gran escándalo judicial pero, finalmente, el ministerio consiguió archivar las investigaciones sobre la filtración.
El director de El Universal insistió en que no podían correr ningún riesgo.
—Hay que mantener la información en secreto. Si trasciende lo hablado en este despacho podrían pisárnosla los amigos del gobierno. Ya nos pasó con el caso Lasa y Zabala. Hasta que no consigas el paquete completo no publicaremos una sola línea. Siempre que no corramos el riesgo de una filtración. ¿De acuerdo? Juan, ¿necesitas que te ayude alguien de la redacción? —Sólo te pido que Blasco me sustituya por un tiempo en la coordinación de la sección.
—De acuerdo. Te quiero aquí en mi despacho todas las mañanas con el parte de guerra sobre tus investigaciones.
Antes de levantar la sesión, Juan logró blindarse frente a otros reporteros del diario.
—Mis fuentes me imponen una condición: que el equipo de investigación se mantenga al margen. Si no, ellos se retiran. Tienen miedo de que se vayan de la lengua con sus fuentes del CESID. Otra cosa. ¿Sería conveniente hablar con el juez Camacho?
—Ni hablar. De eso olvídate. Cuando llegue el momento, ya me ocuparé yo. ¿Entendido?
Alicia, la jefa de Opinión, se reservó el turno final. Era una periodista astuta y precisa en sus comentarios. De nariz aguileña, facciones anoréxicas y mirada incisiva, cada palabra que pronunciaba se convertía en un certero aguijonazo. Ese carácter la había ayudado a ascender al cargo que ocupaba en un mundo periodístico dominado por los hombres. Ella decía lo mismo pero con un lenguaje más abrupto: «Sometido por machistas».
—Creo que si amarramos tan sólo el cincuenta por ciento de lo relatado por Juan, el gobierno ya puede despedirse de las próximas elecciones. Yo incidiría en el asunto del toxicómano, la muerte de su madre y en el clan secreto de los espías. Son historias que llegan al gran público. Un fresador, un taxista, un agricultor… La gente puede asumir que los policías y guardias civiles asesinen a etarras, pero no a un pobre drogadicto y a su anciana madre.