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Sábado, 24 de junio de 1995
Era el lado positivo de las redacciones de los periódicos. Siempre se encontraba a un colega que te echara una mano y te abriera una puerta. Fue Manu, el jefe de la sección de cultura, quien habló con una fuente de la Filmoteca Nacional y fijó una cita para que Juan pudiera visionar la cinta que le dejó Pellón. El formato de la bobina, 35 mm, requería un proyector especial. El periodista habría preferido que le hubieran hecho una copia en una cinta VHS, pero la Filmoteca no disponía de medios técnicos. De esa manera no se veía en la necesidad de molestar a Herrera, que en los últimos días se mostraba muy angustiado. Pero, posiblemente, ese mismo estado de agitación serviría de acicate para que le acompañara a ver la película. Juan estaba convencido de que la cinta contenía claves para descifrar algunas de las incógnitas del caso. De lo contrario, Pellón no la habría guardado con tanto celo en la caja de seguridad. El reportero no se equivocó: Herrera le prohibió que se iniciara la proyección sin su presencia. Ambos se acomodaron en una pequeña sala y un fogonazo de luz les anunció que comenzaba la sesión. Pronto sonó el sonido inconfundible de la sintonía del NO-DO, noticiarios y documentales que producía desde 1942 la Vicesecretaría de Educación Popular para que se emitieran obligatoriamente como prólogo a las películas. La censura lo conservó hasta 1976.
Las imágenes mostraban a un grupo de militares españoles, en 1973, que descendían por la escalerilla de un avión militar Hércules, en la base aérea de Torrejón, utilizada por el ejército norteamericano desde 1953. La voz engolada del locutor narraba la hazaña del ejército español en Vietnam, en la lucha contra el comunismo.
—El secretario general del Movimiento ha recibido a pie de escalerilla a los últimos soldados españoles que han luchado por la libertad en Vietnam. Franco firmó un acuerdo de colaboración con el presidente Johnson para que un grupo de unos veinte médicos asistieran a sus soldados en el delta del Mekong. Después de cinco años de penurias, regresan a España con la satisfacción del deber cumplido. Todos ellos han sido condecorados por nuestros aliados norteamericanos con las mayores distinciones. Son los últimos médicos de la tercera delegación que ha permanecido diez meses en Saigón. La primera misión española llegó a Vietnam en 1966. El acuerdo que el Caudillo cerró con nuestros aliados sólo contemplaba el envío de especialistas en medicina de campaña, lo que más necesitaba el ejército del Tío Sam. España, que puso una pica en Flandes, acaba de poner otra en Vietnam.
El locutor seguía ensalzando la misión de los soldados españoles, mientras sonaba en el aeropuerto el himno nacional. De repente, Herrera se sobresaltó.
—Es él, Arturo. Estoy seguro. Juan, dile al proyectista que rebobine y mantenga la imagen fija.
El periodista siguió sus instrucciones y quedaron inmovilizados en la pantalla un tipo joven, vestido de paisano, y otro mayor que él que, por su aspecto, parecía norteamericano. Ambos descendían por la escalerilla en un segundo plano, a fin de pasar inadvertidos, como si todo aquel festival no fuera con ellos.
—Juan, es él, Arturo. Recuerda por un momento la fotografía que encontraste en casa de la madre de Pascual. La otra cara también me suena, pero ahora no sabría decirte quién es.
—Tiene pinta de ser un agente de la CIA —comentó el periodista.
—No lo sabemos pero creo que no te equivocas. Me suena a un yanqui de la embajada de los años ochenta. Nos ayudó mucho en la lucha contra ETA. Pero no sabría decirte.
La memoria de Herrera no le fallaba. Se trataba de Donaldson, que acompañaba a Arturo en su regreso a Madrid para recibir una condecoración por su ayuda a los servicios secretos españoles.
—Ahora comprendo muchas cosas —reflexionó Herrera—. Arturo podría ir a Vietnam en calidad de lo que fuera menos de médico. Se desmayaba con tan sólo ver una gota de sangre. Empiezo a atar cabos. Fue su bautismo como espía, algo a lo que aspiraba desde que ingresó en la Academia Militar. Sus padres nos dijeron a los amigos que estaba en Panamá haciendo un curso del Estado Mayor en la Escuela de las Américas. ¡Valiente patraña! El SECED ya se preparaba para comernos el terreno en la lucha antiterrorista. Sabían que el espionaje a los políticos, estudiantes y sindicalistas no tenía futuro y abrieron el frente anti ETA. Juan intervino.
—Enrique, pero los terroristas todavía no habían asesinado a Carrero Blanco.
—Sí, pero no te olvides que la banda ya se había atrevido el 18 de julio de 1961 a descarrilar un tren con excombatientes de Franco. Después llegó el asesinato de Melitón Manzanas y el Proceso de Burgos, que proporcionó a ETA su proyección internacional. El régimen odiaba a Giscard d’Estaing porque consentía que el sur de Francia fuera el santuario de ETA.
—Pero insisto en que el atentado contra Carrero marcó un antes y un después.
—Puede ser, pero yo te aseguro que estas imágenes nos demuestran que el SECED ya preparaba su escuadrón de la muerte, a imagen y semejanza del Servicio de Acción Cívica (SAC), una especie de policía paralela creada por el general De Gaulle para combatir a la OAS, la organización que montaron los franceses que residían en Argelia para vengarse de De Gaulle, a quien tachaban de traidor. Al general no le perdonaban que hubiera concedido la independencia a los argelinos, lo que provocó que cientos de miles de colonos se vieran obligados a regresar a Francia. Tuvieron que dejar atrás sus granjas, que habían levantado con tanto esfuerzo. ¿Has oído hablar de los pieds-noirs? Así se llamaba a los franceses e hispanofranceses que, tras la independencia de Argelia, se afincaron en la costa levantina. Los más aguerridos colaboraron con los servicios secretos españoles y, especialmente, en la guerra sucia contra ETA. Las imágenes demuestran que Arturo era uno de los elegidos por sus jefes para emprender esa guerra oculta. También deja patente que la CIA ya estaba instalada fuertemente en España, para tutelar nuestra Transición. Algunos de aquellos oficiales, como es el caso de Arturo, siguen hoy en el poder y, desde entonces, manejan los hilos de los servicios secretos.
Periodista y policía continuaron visionando con mucha atención las imágenes del NO-DO. La voz enlatada del locutor enmudeció tras una despedida laudatoria a favor del Caudillo, pero las imágenes, sin sonido de ambiente, no desaparecieron de la pantalla. Eran los restos del material en bruto del cámara que había cubierto el acto. Eran fotogramas de los militares abrazando a sus familiares y recibiendo felicitaciones de sus superiores. Escenas aisladas y primeros planos de los héroes de Vietnam. De repente, el cámara dio al objetivo de su Boileau un giro a la izquierda de noventa grados y grabó, de manera accidental, en un segundo plano, a tres hombres subiendo a un automóvil Dodge Dard de color marrón. Y surgió la segunda sorpresa. Era como si Pellón, tras su muerte, quisiera mandarles un mensaje encriptado con aquellas imágenes de archivo.
—Enrique, fíjate en la persona que acompaña a Arturo y al hombretón americano. Esa cara no sólo me suena, sino que me da pavor.
El personaje misterioso estaba situado de perfil mientras abría una de las puertas traseras del vehículo. Las imágenes estaban desenfocadas, pero no distorsionaban los rostros de Arturo y Donaldson. De repente, el tercer hombre se giró y, sin percatarse, posó para la cámara del NO-DO. Sus movimientos daban a entender que pretendía pasar inadvertido pero, en contra de su voluntad, fue inmortalizado por el noticiario franquista.
Herrera y Juan gritaron al unísono.
—Es él. Es Stefano Massera.