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Jueves, 22 de junio de 1995

Teresa, la secretaria de redacción, le dio el aviso.

—Juan, tienes una nota de ayer de un señor que no quiso identificarse. Dijo que sólo quería darte un número: el dos.

Juan sacó de su cartera la chuleta de contactos con El Ronco y comprobó que ese número correspondía al punto de encuentro del Monumento a la Constitución.

—¿A qué hora llamó?

—Habló Margarita con él. Es su letra. Aquí pone a las 16.15.

—Muchas gracias.

Las instrucciones recibidas de El Ronco dejaban claro que la clave dos contemplaba una cita al día siguiente y cinco horas después de la llamada. Juan se fijó en que su reloj marcaba las 20.50. Disponía tan sólo de veinticinco minutos para llegar al Monumento a la Constitución, situado en el cruce de la Castellana y Vitrubio, en la plaza de San Juan de la Cruz.

El Ronco se le había adelantado. Llevaba unos minutos vigilando la zona ajardinada del Museo de Ciencias Naturales. En un pequeño montículo se levantaba un cubo de mármol de Macael, diseñado por el arquitecto Miguel Ángel Ruiz Larrea. Inaugurado en 1979, en uno de sus costados destacaba la leyenda: «El pueblo de Madrid a la Constitución de 1978». A la fuente anónima de Juan se le veía impaciente, porque las manecillas de su reloj marcaban la hora convenida y el periodista no daba señales de vida. Parecía algo intranquilo, ya que Juan había demostrado que era un tipo puntual. El Ronco todavía controlaba la situación, pero había bajado la guardia en sus normas de seguridad y esa displicencia podía traerle nefastas consecuencias. Por segunda vez acudía a cuerpo descubierto a una cita con el periodista. Se arriesgaba, pero su sexto sentido, que nunca le había traicionado, le impulsaba a confiar en Juan.

El reportero, al fin, tras sortear un tráfico intensísimo, accedió al monumento. Se situó, siguiendo las instrucciones, de espaldas al lado del cubo que daba al museo. Más que jadear, relinchaba, por el esfuerzo físico. Era una calurosa noche de finales de junio en Madrid. La prueba era el exceso de sudor que empapaba su camisa. Dudó de que tal esfuerzo valiera para algo, pues El Ronco tenía la pinta de ser una de esas personas que no esperaban. Se equivocó. Su interlocutor, a unos veinte metros, controlaba desde la marquesina de una parada de autobús de la Castellana todos sus movimientos. Cuando se cercioró de que Juan ocupaba el lugar convenido, se aproximó al monumento con sigilo y le espetó con voz autoritaria:

—Ha llegado cinco minutos tarde. Que no vuelva a suceder.

—Acaban de darme su mensaje hace veinticinco minutos. Lo siento.

El periodista permanecía con el cuerpo rígido, sin mover la cabeza. Tenía la mirada perdida en la fachada de ladrillo del edificio del Museo de Ciencias Naturales, donde en su interior se exhibía un enorme esqueleto de dinosaurio. De pie, con el torso convertido en una estatua de mármol, se sentía como un pequeño bambi al que acosaba por la retaguardia un tiranosaurio rex. Juan reunió fuerzas e intentó sacar provecho de aquel encuentro.

—¿Se ha enterado de los últimos acontecimientos?

—¿Se refiere a la muerte de un militar en un accidente?

—¿Lo conocía usted?

—Eso no viene a cuento. Le prometí el lugar donde se esconde Stefano en Madrid y es a lo que he venido. Siempre cumplo mi palabra. He oído por ahí que puede estar detrás de esa muerte.

—¿Conocía usted a Pellón?

—Le repito que no pienso hablar de ese asunto.

—¿Conocía a Stefano?

—Esa pregunta es inoportuna.

Juan notó cómo una mano le rozaba el flanco derecho de su cuerpo inerte.

—Tenga. Aquí tiene la dirección del italiano.

El reportero, en unos segundos, escaneó la mano derecha de El Ronco con la que le acercaba un sobre blanco. Era alargada, huesuda, de delgados dedos y con venas del grosor de macarrones. Juan pensó que podían ser las de un pianista, hasta que se fijó en el dedo meñique, al que le faltaba una falange. Resultaba extraño que su fuente, tan celosa de su identidad, incurriera en un error tan burdo y le mostrara aquella tara que lo convertía en una persona inconfundible. No entendía cómo no se había enfundado unos guantes, una de las normas elementales de cualquier manual de espionaje. ¿Acaso pretendía facilitarle esa pista de manera voluntaria?

—¿Qué relación tenían Pellón y Stefano?

—Averígüelo usted. Investigue las operaciones de ambos en el sur de Francia con un guardia civil llamado Nieto. A su director le encantará. No puedo decirle nada más. Espere noticias mías.

Se hizo un silencio en la noche y El Ronco desapareció en la oscuridad en dirección a la Escuela de Ingenieros Industriales.

Pasados unos minutos llegó corriendo la hija de Pellón.

—Leticia, ¿lo has visto? ¿Le has visto la cara?

—Imposible. Estaba en un ángulo muerto, en la penumbra, como si hubiera estudiado de antemano el escenario del encuentro. Es un profesional.

—Me ha dado a entender que conocía a tu padre. Tiene toda la pinta de pertenecer o haber pertenecido a los servicios de información.

—Nunca te fíes de lo que te cuente un desconocido. Puede ser un mercenario. Un enemigo de Stefano que pretende quedarse con el negocio.

Juan abrió el sobre y desplegó un folio con una dirección. Se la mostró a Leticia.

—Aquí se esconde Stefano. ¿Qué hacemos?

—¿Que qué hacemos? ¿Estás loco? Supongo que no habrás pensado en llamar al timbre de la puerta. ¿Qué hacemos? Hablar con Enrique. Tú dedícate a contar historias y él que detenga a los malos. Tenemos que localizarlo y hablar con él antes de que sea tarde. Stefano puede estar haciendo las maletas para huir de Madrid o, peor aún, planeando otro crimen. ¿Dónde podemos encontrar a Enrique?

—Todas las noches se toma una copa en La Bulla, cerca del hotel Eurobuilding. No está lejos de aquí. Hay un Vips al lado. Nos da tiempo a picar algo antes. ¡Vamos!

Juan no se equivocaba. El comisario Herrera era un animal de costumbres. Nunca se retiraba a su casa sin tomarse antes un trago con sus colegas en La Bulla. Era un lugar donde se acercaban los chotas con dinero para invitar a sus enlaces policiales. La hacienda de los superpolicías no pasaba por su mejor momento, a raíz de una información publicada por El Universal que había hecho añicos la caja B del Ministerio del Interior. Aquella denuncia había puesto fin al dispendio, indiscriminado y sin control, de los fondos reservados.

Herrera estaba apoyado en un extremo de la barra. Su sitio de siempre. No había ningún cartel de reservado, pero la concurrencia conocía de antemano que ese trozo de barra tenía dueño. Conversaba con otros dos comisarios: Ramírez, de Información, y Andrade, de la Policía Científica. En medio de una nube de humo, Enrique reconoció antes a Leticia que a su amigo Juan. Esa noche estaba radiante. Con tan sólo unos vaqueros y una blusa, muy ceñida, se paseaba entre la gente como la reina de la noche.

El comisario se adelantó y fue a su encuentro. Prefería seguir conservando la confidencialidad, que Ramírez y Andrade se mantuvieran al margen de lo que ellos se traían entre manos. Con sus brazos rodeó las cinturas de Leticia y Juan y los arrastró hacia la entrada.

—¿Qué hacéis aquí? Salgamos. Prefiero que nos tomemos un café en el Vips. No me fío de nadie. Juan se excusó.

—Perdona que te asaltemos así. Es urgente que hablemos.

Se metió la mano en el bolsillo derecho del pantalón y sacó el papel que le había entregado El Ronco.

—Enrique, ésta es la dirección donde se esconde Stefano. No nos queda tiempo. Unas horas. Me aseguran que puede salir del país.

—¿Quién te lo ha dicho?

—El Ronco. No me ha fallado nunca. Al parecer, Stefano formó parte de un comando antiterrorista con Pellón y Nieto. A Pellón lo han eliminado como a Pascual.

—Juan, ¿crees que tengo una varita mágica para detener a la gente cuando quiero? Esto lleva su tiempo.

—Si no actúas de inmediato se nos irá.

Herrera, por su cargo de jefe de la Judicial, era uno de los pocos comisarios que disfrutaba de un teléfono móvil. Era un Motorola Moviline, del tamaño de un ladrillo, al que había que sacar la antena para que alcanzara cierta operatividad. Marcó el teléfono de la oficina policial de los juzgados de la plaza Castilla y preguntó a un compañero por el magistrado de guardia. Afortunadamente, esa noche tenía turno Santiago Gandarias, el titular del número 42, con quien le unía una excelente relación. Lo llamó y le pidió una orden de detención contra Stefano, basada en la busca y captura registrada en la Interpol. Así se ahorraba tener que entrar en detalles. Comunicó al juez que una filtración anónima lo situaba allí. De esa forma también se cubría las espaldas por si se trataba de una falsa alarma. A continuación, llamó al jefe de los GEO y le pidió un grupo de apoyo para asaltar el domicilio. Insistió en que lo necesitaba, sin demoras, en sesenta minutos. Para verificar la presencia de Stefano en el inmueble, Herrera envió a uno de sus hombres para que hablara con el conserje de la finca. Le mostraron una foto del italiano, pero el portero juró y perjuró que jamás había visto a ese individuo en su edificio. Dijo que el piso por el que le preguntaban pertenecía a una sociedad extranjera y siempre estaba vacío. Para no asustar a los vecinos, el policía se hizo con una copia de la llave del portal. No necesitaron los planos del apartamento, porque el conserje les detalló la distribución de la estancia. Les aclaró que era de una sola pieza.

Herrera, su equipo y el capitán de los GEO diseñaron un plan de asalto. A Stefano sólo se le podía cazar valiéndose del efecto sorpresa. Era un tipo peligroso y, con toda seguridad, bien armado. A la una de la madrugada, el comisario dio la orden de entrada. Los guardias, pertrechados con chalecos antibalas y visores infrarrojos, tomaron la iniciativa y subieron en silencio por la escalera hasta la planta sexta. Herrera y su ayudante se escudaron tras unos agentes que parecían armarios, de casi dos metros. Se aproximaron sigilosamente a la entrada del apartamento y con un ariete metálico, como los usados para abrir los portones de los castillos, que requería la participación de dos geos, echaron abajo la puerta. Mientras irrumpían en el piso, unos gritaban «al suelo», otros «tire el arma». De nada sirvió tanto alboroto, la habitación se hallaba vacía. Herrera cogió de la mesa un vaso con unos restos de whisky y notó que seguía frío. Pasó las yemas de los dedos por la pantalla de un televisor y sintió calor. Se volvió hacia su gente y gritó:

—¡Estaba aquí, nos ha dado esquinazo!

—Es imposible, jefe. Desde hace una hora el edificio está tomado. Hemos vigilado todos los pasillos y escaleras del inmueble, el garaje y la puerta de entrada. Nadie ha salido de la casa.

—Pues se lo habrá tragado la tierra. Y aquí tierra no hay. Te aseguro que había alguien hasta hace unos minutos. No seas capullo, Fuentes. ¿No lo ves? El hielo del vaso todavía no se ha derretido.

Herrera pulsó el botón del encendido del televisor y encontró en la pantalla las imágenes que sospechaba: Stefano tenía sintonizado uno de sus canales con dos cámaras de seguridad camufladas en la puerta de la vivienda.

—Hijo de puta. Nos ha visto llegar y ha huido. Pero ¿por dónde se ha escapado? Mirad en el interior de los armarios y las paredes por si hay un doble fondo. No sería la primera vez que aparece un zulo.

Tardaron en dar con ella pero, finalmente, entre los azulejos del cuarto de baño apareció una puerta secreta. La portilla daba a un piso del inmueble contiguo. Stefano era todo un profesional y había previsto una vía de escape nada traumática. Su oficina tenía entrada por la calle Estébanez Calderón, pero también una feliz escapatoria por Capitán Haya.

Cuando el comisario Herrera halló el pasadizo, Stefano ya había abandonado la zona. Se había dirigido al parking, situado a unos doscientos metros en la misma Capitán Haya, y conduciendo el vehículo alquilado en Burdeos, había iniciado su huida de Madrid.

—Comisario, un agente quiere hablar con usted.

—Que pase.

—A sus órdenes, comisario Herrera. Creo que me he cruzado hace unos minutos con el objetivo. Ha tenido la frialdad y la desfachatez de preguntarme qué ocurría, mientras abandonaba con un maletín el portal del edificio de la esquina. Lo siento. Yo le he pedido que saliera corriendo porque había un individuo peligroso en la zona. El hijoputa, con toda la sangre fría del mundo, se ha reído en mi cara.

Herrera le mostró una fotografía de Stefano que sacó de su bolsillo.

—¿Era éste el tipo del maletín?

—Sí.

—¿Seguro?

—Sin duda, mi comisario.

—¡Me cago en Dios!

Herrera inició una retahíla de blasfemias para calmar su cólera.

—Somos una pandilla de inútiles. Se nos ha escapado delante de nuestras narices.

Y se dirigió al policía uniformado.

—¿Por dónde se ha marchado?

—Dirección Bravo Murillo. No estoy seguro, pero creo que ha podido detenerse en el parking que está frente a los juzgados. —Fuentes, que distribuyan su foto en todos los aeropuertos y en los pasos fronterizos. Pretende abandonar el país. Tiene un pasaporte limpio, y lo más seguro es que se lo hayamos facilitado nosotros. Que comprueben todos los pasaportes entregados en los últimos veinte años a colaboradores de la policía, el CESID y la Guardia Civil. Otra cosa: despierta si es preciso al jefe de los vigilantes del parking, porque necesito visionar inmediatamente las cintas de las cámaras de seguridad de los últimos diez días. Los geos y el resto de los agentes pueden regresar a sus unidades.

Herrera se quedó solo en la habitación. Necesitaba cierta tranquilidad para realizar una completa inspección ocular del piso franco de Stefano. El italiano no había dejado ni una huella. No pudo encontrar un solo pelo en la ropa de los armarios ni entre las sábanas de la cama. La cocina presentaba un aspecto impoluto. Ni una nota en un papel arrugado desechado en la papelera. Ni una llamada desde el teléfono. Ni resto de orín en la taza del váter. Herrera se percató de que incluso había borrado las huellas del vaso de whisky antes de abandonar precipitadamente la estancia. Aquel escenario tan estéril no le cogía por sorpresa: Stefano era todo un profesional. De repente, la mirada del comisario se detuvo en una placa dorada de latón que indicaba que en aquel apartamento estaba domiciliada una sociedad. Allí ponía: Littoris Investment. Herrera se golpeó con la palma de su mano en la frente. ¿Littoris? ¿Littoris? Había leído el nombre de aquella sociedad en algún expediente policial, y recientemente. Pero no logró ubicarlo. Buscó por los cajones y tampoco descubrió nada de valor para la investigación. Ni en el primero ni en el segundo apartamento. El de Capitán Haya nunca había sido habitado. Estaba abandonado, sin muebles.

Juan y Leticia esperaban impacientemente en el Seis Peniques, en la misma calle Estébanez Calderón. Uno de los pubs pioneros de la capital donde los madrileños aprendieron a saborear el café irlandés. Desde el lugar en el que estaban sentados vieron entrar a un Herrera desolado, de hombros caídos.

—Se nos ha escapado.

Fueron las primeras palabras de decepción.

—No ha dejado ni una puta pista. Y mucho menos pruebas. Es un estilista del camuflaje. Se ha reído de nosotros. Uno de nuestros básicos ha identificado a Stefano como la persona que, con todo el cinismo del mundo, se le ha acercado y le ha preguntado qué estaba ocurriendo. Si no lo detenemos antes de que cruce la frontera, oficialmente, jamás habrá estado en Madrid. No hemos encontrado ni un solo pelo para comparar su ADN. Únicamente nos queda visionar las grabaciones de las cámaras de un parking.

Juan lo interrumpió. Le hizo ver que Stefano era un personaje amortizado. Totalmente superado. Insistió en que, para él, los verdaderos culpables de la trama se escondían en la Cuesta de las Perdices, donde estaba la sede del CESID. Estaba claro que, como en la suerte taurina, había llegado la hora de la verdad.

—Enrique, Leticia y yo pensamos que ya es hora de que tomemos la iniciativa y pasemos a la acción. Hay que hablar con el juez y empezar a publicar la información que tenemos.

—Sí, pero espera un día a ver qué ocurre con Stefano. Tengo una pista.