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Sábado, 17 de junio de 1995

Pellón, al contrario que Herrera, no se preocupaba por la seguridad. Había estado toda su vida rodeado de tantas normas militares que se sentía más libre sin vallas, sin alarmas y sin puertas blindadas. Su pequeño chalet de Patones de Arriba era vulnerable. Sólo estaba cercado por una de esas finas alambradas como las de las dehesas de toros. Stefano ya se había dado cuenta la noche anterior, cuando se acercó para inspeccionarlo y así poder trazar su plan. La casa estaba asentada a unos veinte metros de un camino de tierra y era de fácil acceso por una zona boscosa, al abrigo de la ladera de la montaña. Los dos perros del militar eran holgazanes y poco ladradores. Además, los ladridos caninos o los gritos de Pellón jamás podrían escucharlos sus vecinos más próximos. Parecía como si todo aquel escenario estuviera dispuesto para facilitar el trabajo a Stefano. El italiano, un experto en operaciones de alto riesgo, se frotaba las manos. Aparentaba ser un trabajo para novatos. Nada comparable a cuando asesinó en su casa de Kinshasa al ministro de Defensa de la República del Congo. Aunque aquella misión no necesitaba del adorno de un accidente; se limitó a estrangularlo con un fino y cortante alambre. En aquella ocasión, entró y abandonó la residencia del ministro por la puerta principal, de noche, con la ayuda de un centinela a quien también mató antes de su fuga para no dejar ningún rastro.

Stefano quería terminar cuanto antes la misión encargada por Arturo para regresar a la paz de sus viñedos del valle de Santa Inés, en California. Sabía que su físico ya no estaba para ese tipo de operaciones, en las que en cualquier momento solían surgir imprevistos letales.

Era el tercer sábado del mes de junio y la sierra madrileña veía cómo crecía su densidad de población veraniega. Por ello, Stefano prefirió actuar ya entrada la madrugada. Pellón se debatiría en sus primeros sueños y, a esa hora, también estarían recogidos en sus hogares esos testigos accidentales, nunca invitados a la escena del crimen, que siempre aparecen por sorpresa y hacen fracasar las misiones más secretas.

Las previsiones del mercenario italiano se cumplieron. Se aproximó a la casa por la parte de atrás y, como suponía, encontró las ventanas abiertas de par en par. Pellón descansaba profundamente en el dormitorio y los perros dormían en el salón. En una mano sujetaba un buen manojo de algodón y en la otra una jeringuilla con una larga aguja. Usaba unos guantes de látex para no dejar huellas. La jeringuilla estaba cargada de un líquido amarillento. Penetró en la casa por una habitación contigua al dormitorio, para no despertar al objetivo. Se descalzó y avanzó casi de puntillas. Su mayor preocupación era que Pellón durmiera con una pistola debajo de la almohada y abriera fuego.

Él también llevaba una pistola Sig Sauer, del calibre 9 mm Parabellum, pero introducida en el cinto. Aquel arma tenía su historia. Pertenecía a una partida que un intermediario del Ministerio del Interior había comprado en Austria para una operación antiterrorista. Estaba limpia. Stefano nunca había hecho uso de ella. La guardaba en la caja fuerte de su piso franco de Madrid para situaciones como la que estaba viviendo. Pellón dormía a pierna suelta, lo cual facilitó su trabajo. Presionó su nariz con el algodón, sujetándolo fuerte mientras inyectaba la aguja en el cuello y pulsaba el émbolo de la jeringuilla. El militar no ofreció resistencia ni tuvo tiempo para alcanzar su arma reglamentaria que guardaba en el cajón de una mesita. Stefano respiró profundamente. Sudaba y su corazón latía frenéticamente. Se relajó cuando comprendió que la parte más difícil de su trabajo había culminado sin sobresaltos.

Ahora, sólo le quedaba deshacerse del cuerpo y lograr que pareciera un accidente de circulación. Vistió y peinó a Pellón con esmero, como si se tratara de una muñeca. Después, buscó las llaves del todoterreno del militar y trasladó su cuerpo inerte hasta el asiento del copiloto. Seguía vivo. El mismo anestésico que doce años antes había fallado con el toxicómano, ahora sí había producido los efectos deseados. Era una pieza imprescindible para que los forenses no descubrieran las causas de la muerte. Volvió a la casa para hacer la cama, ordenar la habitación y ajustar otras pruebas. Cambió la funda de la almohada, por si se había derramado alguna gota del suero de la jeringuilla. Arrugó la usada y se la introdujo por la cintura en el interior del pantalón. Durmió a los perros con el líquido que quedaba en la misma jeringuilla y los dejó atados en el porche, donde solían tumbarse durante el día. Sabía que en un par de horas despertarían. Cerró las ventanas y pasó la llave de la puerta de la casa desde fuera. Subió al automóvil, introdujo las llaves del chalet en el bolsillo de Pellón y arrancó el motor.

A continuación, se dirigió hacia el lugar que había elegido para despeñar el coche. Se trataba de una curva pronunciada en una pendiente también muy pronunciada. Era uno de esos llamados puntos negros que, sin duda alguna, daría mayor verosimilitud a la versión del accidente automovilístico. Antes de acercarse con el coche al precipicio, Stefano pegó un frenazo para que se marcaran las huellas de los neumáticos. Eran las tres de la madrugada y nadie circulaba por aquella carretera secundaria. Descendió del vehículo, colocó el cuerpo de Pellón al volante, quitó el freno de mano y empujó el coche hacia el vacío al mismo tiempo que cerraba de un portazo la puerta del conductor. Desde la cuneta contempló cómo el automóvil se despeñaba por un escarpado barranco y estallaba al chocar contra las rocas.

El trabajo había finalizado sin incómodos contratiempos, tal como él había planeado. Corrió a campo traviesa y regresó al lugar donde había ocultado el coche alquilado en Burdeos. Stefano se sentía satisfecho porque había ejecutado un trabajo limpio, como en los mejores tiempos, y sin necesidad de engorrosas compañías. Era otra de sus locas teorías de espía: «Si no quieres que un amigo te traicione, trabaja solo. Que tu mano derecha no sepa nunca lo que hace la izquierda». Eso, al menos, era de lo que estaba convencido él. Pero Stefano no se había percatado de que, bajo una luminosa luna llena de junio, otros ojos seguían de cerca todos sus movimientos. El operativo de vigilancia previsto por el comandante Pastrana había seguido al italiano hasta su piso franco situado en la zona norte de Madrid. Antes, sus agentes se habían tomado la molestia de colocar en el automóvil del italiano un chivato radiofrecuencia. Así, mientras sus subordinados del Club Mengele mordían a Stefano, Pastrana hizo una visita al chalet de Pellón. Respondía a un doble interés. Uno: comprobar si Pellón guardaba en la casa documentos que los incriminaran en la operación Mengele. Dos: recomponer el escenario del crimen con pruebas falsas a fin de conducir a la policía hasta Stefano.

Era una operación contrarreloj, sin apenas tiempo, antes de que Stefano fuera a por el periodista de El Universal.

Cuando el comandante del CESID llegó a la casita los perros seguían dormidos. Sacó una llave de su bolsillo y abrió la puerta. Días antes, sus agentes habían obtenido una copia del original que Pellón siempre escondía debajo de una maceta. No suponía ninguna facilidad para los cacos, pues aquel hogar no guardaba objetos de valor. Era un simple y humilde refugio de montaña.

Pastrana tenía en su poder una carta marcada: sacó del interior de su camisa la funda de almohada de la que Stefano se había desprendido lanzándola al bosque desde la ventanilla del coche. Los agentes del Centro la habían recuperado y el comandante se disponía a colocarla en su lugar original. Antes había verificado con una lámpara de luz ultravioleta que en la funda hubieran quedado unas gotas del suero anestésico.

«Perfecto. Suficiente para que la policía científica descubra el líquido inyectado y el forense encuentre el pinchazo en el cuello del cadáver», reflexionó Pastrana.

Ya de regreso a Madrid, el comandante se detuvo en Patones y desde una cabina telefónica llamó a la comandancia de la Guardia Civil para informar del punto kilométrico de una carretera donde había visto un accidente.