El espejo

La última mañana que pasé en casa de Denis, recibí la inesperada visita de un agente de policía (no de Oosterling, sino de un agente de uniforme) que me entregó un paquete. Mi cartera. La había encontrado un barrendero cerca del mercado de las flores. Faltaba el dinero, pero el resto de lo que contenía —incluyendo la tarjeta del hotel— estaba allí, aunque algo húmedo. De modo que no me habían robado la cartera. No pude evitar sonreír. Vagar por las calles bajo la lluvia de madrugada, por temor a regresar a mi hotel; la incómoda noche que pasé en el office, todos aquellos días oculto en el apartamento de Denis… y jamás hubo riesgo alguno de que quienes me asaltaron en el callejón me localizasen. Primero risueño y luego asustado, al pensar que la policía podía haber descubierto mi verdadera identidad. Pero entre los papeles de mi cartera no había más nombre que el que figuraba en la tarjeta profesional de mi hermano. Taaffe Clarke. Ése seguía siendo mi nombre a todos los efectos. Firmé el recibo y el agente se marchó.

Miré sonriente a Denis.

—Podía haberte ahorrado que me acogieses en tu casa —le dije.

—Si no llegas a venir —me replicó señalando hacia la puerta que acababa de cerrarse—, no habría tenido oportunidad de coquetear con ese apuesto agente.

Volvió a la cocina, donde Cees preparaba almuerzo para tres, porque el agente, visiblemente incómodo, declinó el ofrecimiento de Denis de que se quedase a almorzar con nosotros. Nubes de vapor se elevaban de uno de los fogones. Cees removía el contenido de una sartén, con su walkman conectado, aparentemente desentendido de los utensilios e ingredientes que ocupaban la repisa como cuadros abstractos. Me recordó a Rosa, que no limpiaba nunca la repisa ni lavaba los utensilios cuando hacía empanadas.

—¿Estás bien? —me preguntó Denis posando una mano en mi hombro.

—Sí, bien. Sólo que…, ya sabes.

Denis sacó tres cervezas del frigorífico, las abrió, dejó una al alcance de Cees y las otras dos encima de la mesa. Se sentó frente a mí. Me pareció más orondo que nunca, como una versión masculina de la nueva chica número 6, Jucey Mama. Pensé en Kola, en su estilizada figura, en la fina cadenita de su tobillo. ¿Dónde estaría ahora? ¿Dónde estaba Lena? ¿Y Nikolaas? ¿Y Charity Jackson? Bebí un trago de la botella, fui a encender un cigarrillo, pero enseguida recordé las normas de la casa y volví a guardarlo en el paquete. Charity Jackson. El rostro joven y arrogante del pasaporte falsificado que encontré entre las pertenencias de Rosa. Charity aún trabajaba en Pijlsteeg. O algo peor. Un aroma a tomate, acompañado por el tenue ritmo que me llegaba a través del walkman de Cees. Denis alzó su botella, bebió y la volvió a dejar en la mesa. Le brillaban los labios. Rosa. —«¡Mira, sin manos!»— utilizando su lubricada boca para poner un condón en la polla del cliente.

—¿Qué vas a hacer ahora, Red?

Me encogí de hombros.

—¿Crees que volverán a ponerse en contacto contigo?

—No lo sé.

Denis me miraba las manos, con las que golpeaba rítmicamente la mesa con el culo de la botella. No me di cuenta de que lo hacía hasta que Denis me miró. Dejé de golpear la mesa pero volví a hacerlo y tuve que parar por segunda vez.

—¿Y qué hay del hotel? —me preguntó Denis—. ¿Piensas volver allí, ahora que no hay peligro? —añadió riendo—. Debes de estar harto de pasar tantas noches durmiendo en el sofá y oír a dos hombres follando.

—¿Qué música es ésa? —pregunté desentendiéndome del comentario de Denis. Cees estaba de espaldas a mí y movía la cabeza al compás del ritmo que fuese—. ¿Eh, Cees?

—No te oye.

—Me parece reconocer la música —dije mirando a Denis de nuevo.

Denis bebió otro trago y me miró muy serio.

—El pollo de plástico que me regalaste —le dije— aún está en la mesita de noche de mi habitación del Terdam, a no ser que se lo hayan quedado las de la limpieza.

Denis guardó silencio. Yo me levanté y me acerqué al balcón. Me apetecía salir, fumar y mirar a las calles, al río. Pero no conseguía abrir. Me conformé con mirar a través de los cristales. El cielo estaba totalmente cubierto de nubes casi blancas. En un apartamento de enfrente una joven planchaba.

—Bueno, quizás haya llegado el momento de que digas: está bien, me rindo. Vuelvo a casa.

En una película pornográfica no estaría planchando sino en un sofá, desnuda, aburrida, acariciándose. Alguien entra en la habitación. Es el vecino de al lado, un obrero, ella no había cerrado la puerta con llave; o es su esposo, que llega a casa antes de lo acostumbrado, con uno de sus amigos…, sonríe, un breve diálogo. Luego las mamadas y los polvos. A ella le va. Las mujeres que trabajan en las películas pornográficas están siempre dispuestas a todo, a cualquier cosa, con cualquiera, en cualquier momento.

—¿Red?

—¿Qué?

Me giré, volví a la mesa y me senté. Cees disponía los salvamanteles, los platos, los cubiertos y las salsas. Yo notaba que Denis no dejaba de observarme. Cees se alejó y oí el chorro del agua.

—¿Le has sido alguna vez infiel a Cees, Denis? —le pregunté.

—No —me contestó sin ni siquiera mirar hacia Cees.

Una sola palabra: no. Así de sencillo. Fruncí el ceño. Agité un poco la botella y miré cómo se acumulaba espuma en el cuello. Fui a decir algo pero tuve que aclararme la garganta.

—Yo sí le fui infiel a Rosa. Con Kim.

Denis se abstuvo de hacer ningún comentario.

—Una semana antes de que muriese —dije mirándolo, sosteniéndole la mirada—. No se lo he dicho nunca a nadie.

Después del almuerzo le dije a Denis que volvía a Inglaterra. Iría en tranvía hasta la estación central; desde allí al aeropuerto de Schiphol y embarcaría en el primer vuelo que saliese con destino a Londres. Se acabó lo de Taaffe Clarke. «Tienes razón, Denis, ya he hecho todo lo que podía hacer». Habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que Nikolaas faltó a la cita, y ni una palabra. Algo se había torcido, el plan había fallado y no podían —o no querían— decirme por qué. ¿Qué podía hacer? Nada. Sin ellos, mi intervención era inútil. Me retrotraje mentalmente al itinerario a seguir: hacer el equipaje, dejar el apartamento, ir a la estación, desde allí al aeropuerto y desde el aeropuerto a casa. Al anochecer podía estar en Oxford.

—De acuerdo —dijo Denis.

—Sí —dije acompañando mi afirmación con tan enérgicos movimientos de cabeza que tuve la sensación de desencajarme el cerebro—. Sí —repetí.

—Vuelve a casa, Red, sin más… rodeos.

—Te telefonearé en cuanto llegue.

Al salir, nos estrechamos la mano y nos abrazamos junto a la puerta. Cees me abrazó también y luego volví a estrecharle la mano a Denis, que me miró con fijeza, como siempre.

—Ten en cuenta que no puedes estar seguro de que ella siga aquí —me dijo Denis.

—¿Quién?

—Aunque la encontrases, no podrías ayudarla solo.

Me solté de su mano y me agaché para asir las asas de la bolsa. Le di las gracias por todo.

—Saben quién eres.

—¿Quiénes?

—¿O crees poder darles su merecido? ¿Se trata de eso? ¿De darle su merecido a alguno de ellos?

—Vamos, Denis… Hablo en serio: vuelvo a casa —le aseguré riendo.

—¿No será que quieres castigarte?

Lo dijo en un tono que me dio la sensación de que, de pronto, le pareció obvio algo que se le había escapado.

—No querrás que hagan contigo lo mismo que le hicieron a Rosa, ¿eh? —añadió.

—Que vuelvo a casa, Denis. No te preocupes.

Me acompañó hasta la calle y aguardó hasta verme marchar. Volví la cabeza un par de veces para saludarlo con la mano, y él correspondió al saludo. Crispaba la mano en las asas de la bolsa. Seguí alejándome de la casa de Denis, hacia la parada del tranvía, que llegó enseguida. Subí y miré por las ventanillas. En Leidseplein el tranvía se detuvo frente al café donde Denis se comió sus poffertjes en mi primera mañana en Amsterdam. El tranvía arrancó de nuevo, hacia Spui, en el centro de la ciudad. Dentro de poco se detendría en la estación central. Pero yo ya me habría apeado. Estaría en otro sitio. Estaría cruzando la plaza Dam, con su monumento, su tráfico, sus chorizos, sus camellos, sus busconas, sus turistas y el bar con el anuncio de Heineken. Iría hacia Pijlsteeg.

Esto es lo que pienso: el mentiroso y el mago se proponen engañar, pero sólo el mentiroso necesita que le crean. El mago se limita a ocultar el método de su engaño. Al mentiroso no le basta con eso: tienen que ocultar el hecho. Otra diferencia esencial: una vez que el método —el truco, si prefieren llamarlo así— se revela, la magia deja de ser magia, mientras que una mentira sigue siendo una mentira aunque desenmascaren al mentiroso.

Le mentí a Denis.

Y le mentí a Rosa.

Durante los días transcurridos entre el ensayo del número de La princesa perdida y la mañana en el jardín, cuando Rosa se hizo el corte en el dedo, mentí por omisión al no decirle que había follado con Kim. Mentí: el recurso habitual de un hombre que, enfrentado a elegir entre la fidelidad y la infidelidad, decide engañar y trata de que no lo descubran.

Pero yo mentí y me descubrieron.

He de revelar el truco. He de decirles cómo se hace.

En primer lugar Kim no está bajo las vendas. La momificada forma que se ve en el sarcófago, colocado en posición vertical, es, en realidad un jimmy, una estructura de alambre abatible. Kim se ha escabullido por el falso fondo del sarcófago y a través de la pantalla que se sitúa justo detrás. Invisible para el público tras esta pantalla, cruza lentamente la parte de atrás del escenario, con su recorrido precisamente señalado por trocitos de cinta adhesiva. Entre bastidores, un foco la ilumina y un espejo se sitúa angulado para reflejar su imagen en la parte delantera del escenario. Allí, en el proscenio, pende una lámina de cristal. Pero la iluminación está dispuesta de manera que la lámina no se vea. El espejo proyecta la imagen de Kim en el cristal de tal modo que, para el público, aparece translúcida, surgiendo de su propia forma momificada y acercándose a los espectadores como un fantasma. La iluminación se reduce gradualmente hasta cesar, lo que provoca la sensación de que Kim se va desvaneciendo a cada paso que da, antes de esfumarse por completo. Las vendas caen, dejando un espacio vacío. La Encantadora Kim se ha esfumado como por ensalmo.

Éste es el número de La princesa perdida, ejecutado con técnicas tradicionales del repertorio del ilusionismo (utilización de espejos, del principio de la falsa imagen, así como de cálculos geométricos y la confianza en un público que cree en lo que ven sus ojos).

Mientras follábamos, Kim creyó oír que se abría la puerta del cuarto de los ensayos. Nos detuvimos a escuchar, pero sólo oíamos el sonido de la lluvia. Y seguimos follando. Luego, volvimos a oír la puerta y… un portazo. «Es el hombre invisible», me susurró Kim. El sistema de ventilación del Port Mahon funcionaba de tal manera que, a veces, abrir una puerta en cualquier parte del pub provocaba que la nuestra se abriese y se cerrase sin que nadie la tocara. Pero, pese a la frecuencia con que sucedía, yo seguía sobresaltándome.

Cuando Rosa no se presentó a almorzar aquel día, tal como habíamos quedado, no caí en cuál era la verdadera razón (la pasmosa posibilidad de lo que había ocurrido). Supuse que seguía enfadada por nuestra pelea durante el desayuno. Incluso su anómalo silencio, su actitud distante, en días sucesivos no me hicieron comprender el motivo. Que estaba cansada, pensé. Hasta que reparé en que había vuelto del revés su claddagh, no caí en lo de la mujer invisible: Rosa había llegado al pub —con antelación, empapada de agua después de un largo trayecto en bicicleta bajo la lluvia— y el dueño, Don, debió de indicarle, como de costumbre, que estábamos arriba. Rosa abrió la puerta del cuarto y nos sorprendió a Kim y a mí en translúcido polvo.

Si miraba uno los grafitos durante un buen rato, empezaba a descifrar palabras del incoherente jeroglífico; de las «cirílicas» inscripciones hechas con spray, de los propios colores. Y las que eran de verdad palabras —nombres, lemas, mensajes— se convertían en meras formas, que se solapaban en texturas sin significado alguno. Jeroglíficos en la puerta del número 37, que antes era blanca. Y las paredes, pintarrajeadas. Manchadas, moteadas, desconchadas y cubiertas de salpullido urbano. Las aceras atestadas de bicicletas, como antes, encadenadas a postes y tuberías. La basura. Los desproporcionados ángulos de los tejados de los edificios de desigual altura, como hombres, mujeres y ancianos encorvados que formasen sendas hileras y tú fueses como un niño entre sus piernas, alzando la vista hacia una plantilla de asimétrico cielo azul que giraba cuando girabas tú. Y las ventanas, del número 37, opacas a causa de la mugre, o con rectángulos de luz reflejada o simplemente cegadas. Aquéllas ventanas que sabían qué había en el interior pero se lo callaban. Pasaba gente, a pie y en bicicleta, pero no le prestaba atención ni reparaba en si alguien me la prestaba a mí. El interfono. El panel de los timbres, acordes con cada apartamento, de interior tan desconocido para mí como un laberinto.

Rosa. Rosa Kelly que, en realidad, se apellida Houlihan.

Sus anillos y sus uñas pintadas con laca verde rascaqueterrasca la etiqueta de la botella de cerveza belga. Sus manos. La puerta se abriría de un momento a otro y allí estaría ella, tomándome de la mano y besándome, posando sus labios húmedos en los míos. «Eh, hola». Tomándome de la mano y acercándose conmigo al bar de la esquina del callejón, donde nos sentaríamos a beber y fumar. Sus uñas verdes rascaqueterrasca la etiqueta. Y el camarero, los clientes, mirándola. Su cuello, su garganta, su sarcófago… No, sarcófago no: esófago, al echar la cabeza hacia atrás para tragar la cerveza.

Humo. Cerveza. Espuma. Aire. Todo ello tragado por la misma garganta.

Saldría, en cualquier momento, a través de aquella puerta llena de grafitos, su cabeza, intacta, sin los impactos de la grava de las vías, o iluminada por las luces, con la melena negra ondeando, sudorosa, en una pista de baile, o con el viento, montada en su bicicleta. «¡Mira, sin manos!». Sin luces. Su risa. Su voz, hablando como una lugareña irlandesa todopurafilfa. Y allí estaba yo. Si eres bueno puedes convertirme en una jirafa que sale de un globo.

La ceniza. La palma de su mano. Su lengua, manchada.

Pero no. No aparecería. La puerta estaba cerrada y no se abriría; ni estaba ella allí. Ya no la ocultaba la puerta, sólo fragmentos de su pasado, como una plaquita recordatoria: AQUÍ VIVIÓ ROSA KELLY.

Rosa Kelly vivió.

Anda y que te den por el culo, cabrón de mierda.

Sus inhalaciones de humo y de olor a la comida del gato. Le encantaba el olor a la comida de Kerrygold-Merlín. Después de haber follado hace un rato, camináis juntos hasta la orilla del río, aspirando el aroma a ajo silvestre… Mierda. Con el cigarrillo entre los dedos el corte del dedo sus anillos sus manos en el manillar al alejarse. Hasta luego y levantando las cartas de los juegos de manos que le enseñaste.

Ella.

Toa llo. Ella, entera.

La mismísima.

Recosté la cabeza en el frío metal del interfono, apretando la oreja contra los orificios del altavoz, sin esperar nada ni razón ninguna. No oía nada. Sólo notaba el contacto del metal y la humedad causada por mi piel. Apoyé la palma de la mano en la puerta de madera, mate, con la pintura cuarteada. Apretaba lo justo para mantener el contacto entre las dos superficies, la mía y la de la puerta. Si el edificio hubiese sido un ser vivo, habría podido notar los ritmos y el calor de su vitalidad.

Tus muebles soportaban bien los arañazos. Aparecería. No aparecería. No aparecería en la ventana de arriba, saludándome sonriente: Bajo enseguida. Cayendo a mis pies y, como por ensalmo, pasando de un lugar o estado a otro.

—Mister Fletcher Brandon.

Me aparté bruscamente de la puerta. Di media vuelta, confesándole que ése era mi verdadero nombre a quien me hubiese llamado.

—Mister Fletcher Brandon —repitió la voz.

El inspector Oosterling sonrió. Se había afeitado el bigote. La franja sonrosada de su labio superior me desconcertó más que su súbita aparición, más que sus palabras. Se había quitado la chaqueta del traje y la llevaba por los hombros como una capa. Lo acompañaban dos agentes, algo rezagados, mirándome.

—¿Quiere usted entrar? ¿O espera a que salga alguien?

Meneé la cabeza. Cerré los ojos y, al volver a abrirlos, el inspector Oosterling seguía allí.