Estamos en casa de su hermano —yo y Red—. Lo pasamos en grande. La cena del domingo. La pierna de cordero parece de vaca. Salsa casera a la menta. Red les ha hecho unos números de magia a los niños, y les han encantado. Creen que es el rey de la reunión, sobre todo Gemma. Tiene seis años y está loca por su tío Red, y él por ella. Los veo jugar y pienso que —ya sé que está mal pensar así, pero no puedo evitarlo—, dentro de un par de años, podría empezar a pensar en follársela. A su sobrinita. Joder… Miradla, tan inocente, pero me dan ganas de decírselo, de prevenirla a tiempo. Pero no se puede hacer eso. Y miro a Red y lo veo muy lejos de desear nada parecido a follársela. La verdad es que su actitud con ella es estupenda. Incluso con la chiquitina, que apenas hace más que dormir, llorar y cagar, también se interesa por ella. La acuna y le habla, incluso le cambia los pañales. «Cuando digo las palabras mágicas…». Hace desaparecer cualquier cosa que tenga en la mano. Tiene narices la cosa. Sería un padre formidable, aunque no pienso decírselo nunca. En cuanto a él y a Gemma… me odio por pensar ciertas cosas.
Como digo, el domingo cenamos asado. Red está en buena forma y Taaffe es un tipo estupendo. Noto que a Lisa, la mujer de Taaffe, no le caigo muy bien —no debe de gustarle mi manera de vestir, mi manera de hablar, o la actitud de los niños conmigo, no lo sé—. Pero se muestra correcta, sonríe mucho y no me corta durante la conversación ni nada de eso, y la verdad es que me importa un pito lo que piense de mí. No agua la fiesta. Quien está a punto de estropearlo todo es Taaffe. Creo que soy la única que lo nota, y lo sabe. Yo no lo aliento, ni lo más mínimo, ni siquiera le sonrío. No va a quitarme el sueño. Nunca habrá nada entre nosotros, y él sabe que lo sé y, mientras Lisa y Red no lo noten, todos contentos. No pienso decírselo a Red, que tiene a su hermano en un altar. De modo que todo va sobre ruedas, apaciblemente.
Voy al cuarto de baño. Taaffe está lavando los platos; Red en el jardín, con Gemma y con Daniel; y Lisa acostando a Katy en la cuna. Pero cuando descorro el pestillo y salgo al rellano, Lisa está allí. Y ahora no sonríe.
—Ni se te ocurra —me dice.
Pude hacerme la tonta. Pero no.
—Él es el único que piensa en ello.
—¿Ya qué crees que se debe?
Noto que me mide de arriba abajo con la mirada. Hasta aquel momento estoy de su parte en el asunto, pero ahora pienso: ¡anda y que te den!
—¿Qué quieres?, ¿que me vista como una musulmana? ¿Es eso? ¿Con esa mierda del velo, para que no se empalme cada vez que me echa los ojos encima?
Pudo haberme abofeteado. Está a punto de hacerlo, pero se contiene. Pudo echarse a llorar. Dulcifico mi actitud.
—No va a hacer nada. No es de esa clase de hombres. Estoy segura.
Leo en sus ojos que el verdadero problema es la idea de que a él se le ocurra siquiera imaginarlo. Que piensa en mí mientras folla con ella, o algo así. «Pensamientos impuros», los llamaba el padre Horan. Y me dije que, por Dios, si yo no sabía salir airosa de la situación, no podría volver a tener contacto con ninguno de ellos.
Como he dicho, no pienso contárselo a Red. Cuando yo deje de formar parte de su vida, Taaffe seguirá siendo su hermano.