Vicky

Una semana después de que, por primera vez, le dijese a Rosa que la quería (por primera y última vez, tal como luego resultó), asistió a los preparativos de una inusual actuación al aire libre de Peter Prestige, el Prestidigitador Prodigioso, y de la Encantadora Kim. Fue en una feria, en South Park. Me contrataron para que actuase durante diez minutos cada hora, a las horas en punto, desde las doce hasta las seis. Rosa y Kim me ayudaron a cargar la furgoneta para el corto trayecto desde Port Mahon hasta el recinto del parque, donde la ciudad se empina hacia Headington Hill, que te regala un panorama de postal, con ahusados capiteles, campanarios y cúpulas. Mi caseta estaba flanqueada por la tienda de una pitonisa y el caballete de un pintor, que hacía caricaturas a cinco libras. Puse a Rosa a trabajar en las cortinas y el decorado, mientras Kim y yo colocábamos los accesorios y los aparatos. A Rosa le divertía que nunca quisiera revelarle la magia mecánica de mi actuación. «Si dices que no hay que andarse con secretos, ¿por qué te guardas tanto los tuyos?», le repliqué. Que la magia no era sólo cuestión de secretos, vine a decirle.

—La ilusión es la obra de arte, el método es el pincel con el que la pinto.

—¡Vamos, Red! ¿Sabes de qué estás cargado?

—¿De puñetas?

—Fijo.

—Ven, Kim, no te lo pierdas, que nos peleamos.

Kim estaba en el escenario, frente a nosotros, empujando un armazón del aparato que utilizábamos para el número de La chica a través del cristal. La sonrisa que esbozó ante mi comentario excluyó a Rosa. No se habían dirigido la palabra en toda la mañana, salvo para lo estrictamente necesario. Rosa y yo, en cambio, no parábamos de hablar. Nuestras palabras llenaban el vacío que siguió a mi mal recibida declaración, cuando estaba con gripe. No era una persona malhumorada. Pero durante días, dio la impresión de estar furiosa conmigo, con nosotros, con ella misma y con el mundo entero. En cuanto estuvo recuperada, me esquivaba, trabajando todo el día, bebiendo toda la noche con sus compañeros de trabajo de Erin. Cuando, tras avisarme casi al salir por la puerta como quien dice, se marchó a Londres, a casa de unas amigas a quienes nunca le oía mencionar, tuve el convencimiento de que sólo regresaría para recoger sus cosas y marcharse de mi casa. Llamé a mi hermano por teléfono. «Le he dicho a Rosa que la quería y, a juzgar por cómo ha reaccionado, cualquiera diría que le he dicho todo lo contrario». Taaffe me dijo que la pequeña Katy tenía una infección de oídos; que yo no debía hablar de amor hasta que supiese lo que era seguir queriendo a una hijita después de tenerme toda la noche en vela, llorando a causa de una otitis. Y luego colgó. Rosa regresó el día que dijo que regresaría. Y no me dejó. Cesó el malhumor. No hizo referencia ni alusión a lo que yo le había dicho, ni yo tampoco. Fue como si aquellas dos palabras se hubiesen desvanecido. Pero —en esto soy una autoridad— nada se desvanece realmente; sólo lo parece.

En la feria, Rosa y yo seguíamos con nuestra cháchara. Pero ellas dos continuaban sin hablarse. Lo tuvimos todo preparado a tiempo para la primera actuación. Como el tiempo veraniego invitaba, acudió muchísima gente. La actuación de las doce fue bien, aparte de un momento delicado cuando, al intercambiar mágicamente algodón de azúcar por una manzana recubierta de caramelo, hice llorar a un niño. En el descanso Rosa, Kim y yo fuimos con Paul, Penny y los gemelos a almorzar a un ribazo cubierto de hierba, desde el que se dominaba el parque y todo Oxford. Paul se empeñó en que nos hiciésemos una fotografía —«vendría muy bien para un póster»— de la Encantadora Kim y yo, con la indumentaria escénica en aquel decorado natural. Posamos y nos hizo la foto. En aquellos momentos no comprendimos por qué a Penny le hizo tanta gracia. Hasta que no hicimos revelar el carrete, no nos percatamos de que Rosa se había colado en la foto. La copia, que nunca ha llegado a utilizarse para publicidad, está entre las que adornan mi casa. Kim y yo estamos en primer plano, con las místicas agujas al fondo; y, también detrás de nosotros, Rosa, agachándose, con la falda levantada y las bragas bajadas, enseñando el oscuro pasadizo y las dos cúpulas blancas de su trasero.

Vicky no llamaba tanto la atención en las fotografías que la policía me mostró (tomas de las cámaras de seguridad de los ferrocarriles, en las que se veía a los pasajeros apearse en la estación de Reading). «Vicky»: un nombre en una columna de anotación de tantos, de unas partidas de rami, y cuya letra coincidía con la del paquete que contenía el bolso de Rosa. Era la última persona, aparte de los asesinos, que había visto a Rosa con vida. No era de extrañar que los detectives Strudwick y Crookes considerasen de vital importancia localizarla. Las imágenes de todas las pasajeras que aparecían en la filmación, que llevasen un bolso similar al de Rosa, habían sido congeladas y ampliadas, con la esperanza de conseguir una identificación concluyente. El sargento Crookes vino a casa de Paul una mañana, con una docena de fotografías para que yo las examinase, por la remota posibilidad de que reconociese a alguna de las mujeres. El sargento me devolvió casi todo lo que contenía el bolso de Rosa, así como otros objetos que se llevaron de mi casa. Bolsas negras, llenas de sus pertenencias. El sargento pensó que preferiría tenerlo en casa de los Fievre por el momento. Le di las gracias. Y también se las di por haber animado a Amy Judd a dejarse caer por allí.

El detective hizo un ademán como indicando que no tenía importancia.

—En serio. Me ha servido de mucho hablar con ella —le aseguré.

—¿Y qué tal con Niamh Kelly? ¿Sacó algo en claro?

Le conté mi visita a la tía de Rosa, ciñéndome bastante a la verdad, salvo en los aspectos esenciales. Le expliqué que me había tomado por su hijo y que, como consecuencia de ello, pudimos hablar de Rosa sin que recelase ni se alterase. Desde mi regreso de Londres, le di vueltas a la conveniencia de entregar la carta de Rosa a la policía, pero (por motivos tan oscuros para mí como los que me indujeron a no entregar el pasaporte de Charity Jackson y los números de teléfono de Lena y de Nikolaas) decidí guardármela. Sentí algo más que una indefinible sensación de desasosiego por ocultarle a la policía lo que sabía. Cuanto más desentrañaba el pasado de Rosa, más absorbente y posesivo me volvía. Rosa era mía, no de ellos. Si ponía sus secretos en sus manos, renunciaría a lo poco que me quedaba de ella. Al ver al sargento Crookes, volví a preguntarme si hacía lo debido. Guardaba aquella carta, y la foto adjunta, a sólo unos pasos de donde el detective y yo estábamos sentados. Me habría sido muy fácil entregárselas. Aunque eso hubiese entrañado la complicación de tener que explicar por qué no lo había hecho antes. De modo que no dije ni hice nada. La carta se quedó donde estaba y Crookes, que ignoraba su existencia, sacó el juego de fotos que me traía y las examinamos juntos.

Ya le había comentado que no conocía a ninguna Vicky relacionada con Rosa. No esperábamos gran cosa de la operación de examinar aquellas fotografías, granulosas y desenfocadas. Algunas eran de tan mala calidad que, si se hubiese tratado de íntimas amigas, no las habría reconocido. En cuanto a las que aparecían con mayor claridad, y de cara y no de perfil, no entreví nada que me permitiese reconocer a ninguna. Eran sólo mujeres con un bolso negro colgado del hombro; extrañas, ignorantes de que las filmaban, que iban a lo que tuviesen que hacer en Reading aquel día. No las había visto nunca. Con una excepción. Una joven, de poco más de veinte años, quizá, de pelo castaño, peinado en copete. Miraba hacia la cámara, aunque no directamente, con la cabeza un poco echada hacia atrás y la mano derecha como si fuese a echarse una guedeja hacia atrás. Estaba seria, aunque no más que las otras, con una vaga expresión de fastidio por la incomodidad del viaje. La voz del sargento Crookes me sobresaltó.

—¿La conoce?

Lo veía sentado junto a mí casi de reojo, observándome mientras yo estudiaba la foto de la joven. Debió de notar algo en mi actitud, porque no me detuve en aquella foto más que en las otras. Me eché a reír.

—No, no… —contesté mirándolo un momento. Fingí cierto azoramiento y volví a reír—. Es que… no le diría que se fuese, si me la encontrase a mi lado en la cama.

El detective también se echó a reír. Volvió a mirar la foto y de nuevo a mí. Rebuscó entre las otras fotografías y me acercó la de una rubia de pelo rizado.

—Yo preferiría ésta, si me diesen a elegir —dijo Crookes sonriente.

Cuando el sargento se hubo marchado, recreé la imagen de la morena en mi mente. Traté de recordar dónde la había visto. Le estuve dando vueltas durante todo el día, pero no había manera. Pensé que, a lo mejor, si volviese a ver la foto… Pero Crookes se las había llevado todas. Me había abstenido de pedir quedarme con aquélla para no suscitar la leve sospecha que logré conjurar. Por la noche, en la cama plegable del estudio, me sobresalté al caer en la cuenta de por qué la había reconocido. Me incorporé, y me di un topetazo en la cabeza con la parte baja de la mesa de Paul.

No se llamaba Vicky, sino Carole o Caroline, o algo así. Salí de la cama y encendí la luz. Rebusqué entre las pertenencias de Rosa que me acababan de devolver. ¡Me cago en la leche! Su agenda no estaba entre lo que me habían devuelto. «Conocía a aquella mujer». Sólo la había visto una vez, hacía más de un año, pero estaba seguro de que era ella. Aunque llevaba un peinado diferente, no tenía la menor duda. Era como si la tuviese delante, con Rosa, en un ruidoso pub de Oxford lleno de humo. Estaban en extremos opuestos de una mesa, moviéndola para que dos grupos pudieran sentarse juntos. Que yo recuerde, Carole o Caroline siguió en la cabecera de la mesa, mientras que Rosa se sentó frente a un hombre que estaba a punto de seducirla, haciendo aparecer ceniza en la palma de su mano como por arte de magia.

Por la mañana telefoneé a Dympna —que aquel día estuvo también en el Eagle and Child, con John—. Se hizo la tonta. Me enfadé con ella. Ella se enfadó aun más y me colgó el teléfono. Al volver a marcar, comunicaba. Llamé luego a aquellos de mis amigos que presenciaron el número del estigma, para ver si alguno se acordaba de alguna del otro grupo. Afloró un nombre, la amiga de una amiga, y una de las razones de que los dos grupos se sentaran juntos. La llamé, pero sólo tenía un vago recuerdo de haber estado bebiendo, a base de bien, muchos meses atrás en aquel local. De todas maneras, era compañera de trabajo de John y no conocía en realidad a Dympna, y menos aun a las amigas de Dympna. Recordaba vagamente a Rosa, «por lo del truco de la ceniza», pero no recordaba a ninguna Carole ni Caroline. Volví a probar suerte con Dympna. Comunicaba. Me acerqué hasta su casa, pero tenía las cortinas echadas y no salió nadie a abrir. Fui a la redacción de Erin. Conal me dijo que Dympna había llamado diciendo que estaba indispuesta y que no iría aquella mañana.

Sin saber qué otro paso dar, fui a casa —a la mía, no a la de Paul— a recoger el correo. Por lo general, solía recogérmelo Paul cada dos o tres días. Pero desde Hythe Bridge Street a Osney sólo había un breve trayecto, de modo que monté en la bicicleta de Rosa y fui para allá. Entré por atrás, para que no me viesen desde la calle. La casa estaba fría y olía a cerrado. Crucé hasta el vestíbulo y vi que la alfombrilla de la entrada delantera parecía un patchwork hecho con sobres y folletos publicitarios. Tiré a la basura lo que no me interesaba y abrí el resto: una circular del Círculo Mágico, el último número de Abracadabra, una carta de mi contable y la factura de la electricidad. Me guardé en el bolsillo el correo y fui a escuchar el contestador. No había mensajes. Lo del contestador y lo de la factura de la electricidad fue lo que me dio la idea. Corrí escaleras arriba hasta la habitación de invitados, donde tengo un armario que me sirve de archivador de todo tipo de papeles, caseros y profesionales. En una carpeta amarillenta y atestada encontré lo que buscaba: la factura del teléfono del último trimestre. Había tres hojas grapadas, con la relación de llamadas. Examiné las fechas y anoté los números marcados antes de la muerte de Rosa. Reconocí algunos números: Paul, Taaffe, la redacción de Erin, Dympna, el Port Mahon, un número de Bradford, relativo a la llamada que hice al hotel en el que Kim y yo nos alojaríamos después de la actuación. Otros números los confronté con los de mi agenda: el banco, el agente de seguros del hogar, reserva de billetes de tren con tarjeta de crédito. Quedaron dos números que no pude identificar. Llamé al primero: pizzas a domicilio; el otro, también con el código de Oxford, había sido marcado dos veces —dos días antes de la muerte de Rosa, y otra vez el mismo día—. Ésta última llamada, de cincuenta y dos segundos de duración, se hizo a las 10:01 —después de que yo hubiese salido para Bradford, pero antes de que Rosa hiciese la serie de retiradas de dinero antes de subir al tren—. Llamé al número correspondiente. Contestó una voz de mujer: «Has llamado a Sheena y Carole-Ann… Lo sentimos pero no podemos atender tu llamada en estos momentos, pero por favor, deja un mensaje después de oír la señal y te llamaremos en cuanto podamos. Muchas gracias».

Aguardé a oír la señal. Di mi nombre y el número de teléfono y dije que quería hablar con Carole-Ann. Añadí que era urgente y que esperaba que pudiera ponerme en contacto con Vicky. Luego, colgué, salí de la casa, de nuevo por la puerta trasera, y volví en la bicicleta a Jericho a darle de comer a Merlín y a aguardar a que Carole-Ann me llamase.

El inspector Strudwick y el sargento Crookes ya estaban allí, en el salón, hablando con Penny mientras los gemelos utilizaban a un agente de uniforme como pared de escalada. Interrumpieron la conversación en cuanto entré. Penny me miró. Crookes no. Fue Strudwick quien habló. Que habían averiguado algo, y que si me importaría acompañarlos a la comisaría de St. Aldate. Al preguntar por qué, Strudwick miró a Penny y dijo que me lo explicaría de camino a la comisaría. Y así lo hizo; íbamos por una vía de dirección única en un coche camuflado de la policía.

—A última hora de anoche, detuvimos a un hombre que, al parecer, estuvo en el tren, con Max van Dis, cuando la señorita Kelly murió.

Aguardé en silencio a que continuase.

—Fue conducido hasta Oxford para interrogarlo —añadió el inspector—. Durante el interrogatorio, anoche y esta mañana, el hombre en cuestión nos ha dicho que a él y a Van Dis les habían prometido una importante suma de dinero… para matar a la señorita Kelly.

—¿Quién? —pregunté.

El inspector Strudwick hizo una larga pausa antes de contestar.

—Según él, usted, señor Brandon.