La venganza de la ayudante
Una de las máximas de la magia es no intentar nunca en público nada que no puedas realizar tranquilamente en privado. Como dice mi padre: «Si algo se te puede joder, se te joderá». ¡Si lo sabrá él!
La práctica y los ensayos son tan esenciales para el ilusionista como para cualquier otro artista que actúe ante el público. Lo más tedioso es perfeccionar la ejecución de los números, la monótona repetición de manipulaciones, ocultaciones y pases. Sólo así pueden llegar a combinarse, realizando el número desde el principio al final tal como debe hacerse en el escenario. Y del mismo modo hay que proceder para cada paso del número, hasta el último ensayo, con la indumentaria que vaya a utilizarse. Pero ensayar excesivamente es peligroso, porque termina uno por aturdirse de tanto repetirlo. La clave está en la calidad, no en la cantidad. Aunque a Kim le parece que exagero, escribo el guión de cada espectáculo como si de una obra teatral se tratase e insisto en que nosotros, los actores, debemos aprendernos el papel.
«Tranquilo, Red, que esto no es la Royal Shakespeare Company».
Pero yo le repliqué que el actor que domina la mecánica de un papel puede consagrar su energía a la «actuación». Observa a un mago mediocre (un actor, un músico, cualquier artista) mientras trabaja y trata de fijarte en lo que lo convierte en mediocre. Yo te lo diré: es la sensación de que su concentración está dividida entre la técnica y la interpretación.
Tengo alquilado un cuarto, sólo durante el día, que está encima del pub Port Mahon, en St. Clement's, donde por las noches tocan grupos de música folk. Kim y yo ensayamos allí casi todos los días laborables por la mañana. Por las tardes me ejercito en aquellos pasos de mis números que he de ejecutar en solitario. Don, el dueño, nos proporciona también un seguro almacenaje para nuestros accesorios, trajes y aparatos.
—No quiero que sierres por la mitad a ninguna mujer en mis dominios —me dijo cuando abordamos el tema del alquiler.
—He de practicar en alguna parte, Don.
—Si hay sangre, tendrás que limpiarla tú —me advirtió. Luego, tiró un par de jarras para ambos y vi por el brillo de sus ojos que me tomaba el pelo.
Cuando Kim y Rosa se conocieron yo estaba en el pub, ensayando un número que llamo La venganza de la ayudante. Fue el día siguiente a la adopción de Merlín del centro de acogida, dos días después de que Rosa fuese a vivir conmigo. No le había hablado de ella a Kim, aunque mi ayudante señaló que las dos últimas mañanas yo tenía aspecto de anuncio de agraciado en la lotería. No íbamos vestidos como en el escenario. Yo llevaba pantalones de chándal y una chaqueta holgada, con varios bolsillos y compartimentos interiores. Kim llevaba una sencilla camiseta y leotardos a franjas amarillas y blancas. Su pelo rubio, más rubio aun tras unas vacaciones invernales, lo llevaba recogido en una cola de caballo. Antes de trabajar en mi espectáculo había sido croupier y banca de blackjack en un casino. Durante la entrevista que le hice, me dijo: «Me contrataron como azafata, pero resultaba demasiado lista para el gusto de la mayoría de los jugadores, de modo que el jefe me cambió a las mesas».
—¿Qué clase de azafata? —le pregunté.
Al ver la expresión de su rostro, pensé que iba a dar media vuelta y a marcharse. Pero no.
—Mi labor consistía en dar conversación a todo aquel que estuviese solo en la barra.
—¿Sólo hablar? —dije sonriente.
—No, más bien escuchar —replicó ella correspondiendo a mi sonrisa.
Siempre he tenido ayudante. Ya sé que resulta sospechoso (el mago y su bonita ayudante), pero Kim lo hace muy bien, y no es culpa mía que sea atractiva. Tiene muchas ventajas trabajar con una ayudante, entre otras cosas porque te ayuda a trasladar el equipo de un lugar a otro. Además, contribuye a desorientar al público, a distraer su atención en un momento clave. También permite tener un repertorio de números más amplio. En realidad, desde que Kim empezó a trabajar conmigo, los efectos que requieren la participación de una ayudante, y no la simple ayuda para mover el equipo de un lado a otro del escenario, pasaron de ser un añadido opcional a ser el centro de mi actuación. El mayor inconveniente es económico. Porque una ayudante cobra y, además, hay que pagarle dietas y vestuario. Con todo, Peter Prestige no vive nada mal. Muchas gracias.
La venganza de la ayudante consiste en que ésta inmoviliza al mago con correas sujetas a una tabla vertical, corre luego una cortina a su alrededor, haciéndolo desaparecer momentáneamente de la vista del público, mientras ella rodea el contorno de la cortina. Pero cuando todo el mundo espera verla reaparecer, es el mago a quien ven descorrer la cortina y mostrar a su ayudante, sujeta a la tabla con las correas. Si se realiza correctamente, el intercambio es imperceptible (no me pregunten cómo se hace porque no lo voy a explicar). Era en la sincronización en lo que Kim y yo teníamos dificultades aquella mañana durante el ensayo. Sugerí intentarlo una vez más antes del almuerzo. Volví a colocarme, con los brazos y las piernas muy separados, bien arrimado a la tabla rectangular, mientras Kim abrochaba las dos últimas correas a mis tobillos y a mis muñecas, cuando una voz ronca, medio londinense medio irlandesa, nos distrajo.
—Si quieres electrocutarlo, estaré encantada de apretar el botón.
Rosa. Había quedado con ella abajo para comer un sándwich, pero la sesión nos había entretenido más de lo previsto. Estaba en la puerta, con una botella de su lager de costumbre en la mano y un panecillo a medio comer. Me excusé. Le dije a Kim que me desatase para no soltarme yo solo delante de Rosa. Las presenté y se sonrieron, aunque sin cruzar palabra.
—¿A qué hora has de estar de vuelta en el trabajo? —le pregunté.
—Dentro de cuarenta minutos —contestó Rosa—. Y tendré que ir a pie, porque se me ha jodido la bicicleta.
La bicicleta de Rosa no llevaba cambio, estaba pintada de negro y era más vieja que ella. Pesaba como una moto y tenías que pedalear hacia atrás para frenar. Rosa ya había sacado a Merlín a pasear, desoyendo mi opinión de que el gato no debía salir de casa hasta que se hubiese acostumbrado a su nuevo hogar. Por supuesto, a Merlín le encantaba pasear en bicicleta metido en la cesta. Besé un tanto cohibido a Rosa, que olía a cerveza, cebolla y queso de Cheddar. Mientras bajábamos por la estrecha escalera hasta el bar invité a Kim a que almorzase con nosotros. Pero declinó la invitación alegando que tenía que hacer unas compras. Kim se estaba poniendo ya el abrigo y retocándose el peinado cuando Rosa, mostrando un paquete de Marlboro vacío, me pidió un cigarrillo. No pude resistir la tentación. Saqué un paquete de uno de mis bolsillos y, sujetándolo, hice que un cigarrillo levitase desde el paquete hacia mis labios. Los ojos de Rosa estaban fijos en mi boca y, cuando bajó la vista para mirar el paquete, éste se había convertido en una caja de cerillas, una de las cuales asomó de la caja, se encendió sola en el rascador y se elevó para encender el cigarrillo. Entonces le tendí el cigarrillo a Rosa, que lo cogió sin sonreír y mirándome escrutadoramente. Kim contuvo a duras penas la risa y, con expresión solidaria, posó una mano en el hombro de Rosa.
—Ya te acostumbrarás a él.
Rosa sonrió y aspiró profundamente el humo del cigarrillo. Kim se despidió, asegurándole a Rosa que estaba encantada de conocerla, y Rosa volvió a sonreír a modo de respuesta.
JUZGADO DE PRIMERA INSTANCIA
Testigo: David Cunliffe (maquinista).
TESTIGO: El otro tren venía por la otra vía, bastante despacio, creo recordar. Y, entonces, vi que se abría una puerta y a esa mujer saltar a la vía.
JUEZ: ¿Qué quiere decir usted, exactamente, con «saltar»?
TESTIGO: No me dio la impresión de que se cayese ni de que la empujasen.
JUEZ: ¿En qué se basa?
TESTIGO: En que me pareció que se sujetaba a la puerta y bajaba como hace uno cuando se dispone a bajar al andén. Sólo que había mucha distancia hasta la vía, y por eso digo que saltó. O, si lo prefiere, se dejó caer.
JUEZ: ¿Se pueden abrir las puertas manualmente?
TESTIGO: En la actualidad, la mayoría de las puertas son automáticas, pero no todos los trenes antiguos las llevan.
JUEZ: Y la acción de abrir la puerta y saltar a la vía pareció deliberada, ¿es eso lo que usted cree?
TESTIGO: Sí.
JUEZ: ¿A qué distancia estaba usted?
TESTIGO: A no más de veinte metros; veinticinco a lo sumo.
JUEZ: El tren que usted conducía acababa de salir de Reading, ¿no?
TESTIGO: En efecto. Y yo iba a unos sesenta y cinco kilómetros por hora. Frené en cuanto la vi, pero estaba… estaba demasiado cerca. No me dio tiempo a parar.
JUEZ: ¿Qué hizo ella? ¿Intentó apartarse?
TESTIGO: Al caer… yo diría que tropezó. Se le doblaron las rodillas y cayó hacia delante, de bruces. Y entonces…
JUEZ: Tómese todo el tiempo que quiera…
TESTIGO: No tuvo tiempo de incorporarse y menos aun de apartarse de la vía.
JUEZ: ¿Ha dicho usted que… tropezó? O sea que, en ningún momento, tuvo usted la impresión de que se lanzase voluntariamente al paso de su tren. ¿Es así?
TESTIGO: En efecto. Tropezó. Incluso dudo de que me viese venir.
Testigo: Terence Farr (pasajero).
JUEZ: ¿Puede decirnos, por favor, qué recuerda de los momentos inmediatamente anteriores al incidente en cuestión?
TESTIGO: Sí. Yo me había levantado a coger mi maleta, porque ya estábamos llegando a Reading.
JUEZ: Su maleta estaba en el compartimento de equipaje de arriba, ¿verdad?
TESTIGO: No. No cabía. Tuve que dejarla en un estante del maletero del fondo del vagón.
JUEZ: Bien. Va usted a coger la maleta. ¿Qué sucede entonces?
TESTIGO: Que una joven quería pasar. Yo ya había levantado la maleta del maletero, pero me interrumpí para dejarla pasar.
JUEZ: Sabe usted que la mujer fallecida era la señorita Kelly, ¿verdad?
TESTIGO: Sí.
JUEZ: Y dice usted que quería pasar. ¿Le pareció nerviosa o angustiada por algo? ¿Qué impresión le dio?
TESTIGO: Yo diría que más bien impaciente. Era bastante joven y, a mi edad, no siempre hace uno las cosas con tanta rapidez como los demás puedan querer.
JUEZ: O sea, que pasó junto a usted con cierta brusquedad, ¿no?
TESTIGO: Oh, no me interprete mal. No tuvo una actitud que pueda calificarse de mala educación, sólo de impaciencia. Hoy en día, todo el mundo parece tener prisa.
JUEZ: ¿Y no le pareció angustiada?
TESTIGO: No, no me dio esa impresión.
JUEZ: ¿Qué ocurrió después de que pasara junto a usted?
TESTIGO: Pasó por la puerta…, por esa que comunica un vagón con otro, a la plataforma.
JUEZ: ¿Había alguien más en esa plataforma?
TESTIGO: No vi a nadie. Pasó uno junto a mí, después de que lo hiciese la joven. Pero eso fue tras el accidente. O, más exactamente, mientras ocurría el accidente.
JUEZ: ¿Vio usted cómo salía del tren la señorita Kelly?
TESTIGO: En realidad, no. Yo aún no había acabado de dejar mi maleta en el pasillo y noté una súbita ráfaga de aire fresco (el que le digo que acababa de pasar junto a mí había vuelto a abrir la puerta) y entonces se oyó un golpe muy fuerte.
JUEZ: ¿Qué hizo usted?
TESTIGO: Me acerqué a ver. El cristal de la puerta (el de la puerta exterior) estaba destrozado y había fragmentos de cristal por todas partes.
JUEZ: Porque la puerta se cerró violentamente, ¿no?
TESTIGO: Sí. Con lo que ahora sé, supongo que debió de golpearla el otro tren, el viento o algo con lo que chocase. Por eso debió de romperse el cristal.
JUEZ: ¿Y a la joven no la vio?
TESTIGO: No. En aquel momento supuse que habría entrado al aseo, o que habría pasado al vagón siguiente. Es decir, habría deducido eso de haberme parado a pensarlo. Pero claro, ni por un momento me pasó por la cabeza que hubiese podido saltar del tren.
JUEZ: El otro hombre, el que pasó junto a usted después de que lo hiciera la señorita Kelly, estaba con usted en la plataforma entre los dos vagones, ¿verdad?
TESTIGO: Sí.
JUEZ: ¿Comentaron algo?
TESTIGO: Sí. Yo dije algo así como «¿qué ha pasado?» y él me contestó que alguien debía de haber tirado algo al tren. «Críos», añadió.
JUEZ: ¿Recuerda dónde estaba él, exactamente, en el preciso momento en que oyó usted el golpe? ¿Estaba pasando junto a usted o se encontraba ya en el lado de la plataforma en la que acababa de estar la señorita Kelly?
TESTIGO: En aquellos momentos cruzaba la puerta del final del vagón.
JUEZ: Es decir, que no cree usted posible que aquel hombre empujase a la señorita Kelly fuera del tren, o que fuese de alguna manera responsable de lo ocurrido, o que pudiera haberlo evitado, ¿no?
TESTIGO: Oh, no… En absoluto.
Testigo: Agente Colin Hurlock (de la policía judicial).
JUEZ: ¿Se ha intentado localizar o identificar al pasajero descrito hoy aquí por el señor Farr y otros testigos?
TESTIGO: Sí. Se ha difundido la petición habitual.
JUEZ: Y el pasajero en cuestión no ha respondido, ¿verdad?
TESTIGO: No, no, señoría, no ha respondido.
JUEZ: ¿Cree usted que es probable que bajase del tren en Reading y fuese a hacer lo que tuviese que hacer, sin reparar en que había ocurrido algo más que la rotura de un cristal? ¿Y que no se haya enterado del accidente ni de la petición de comparecencia de testigos?
TESTIGO: Es muy posible, señoría.
Testigo: Doctor Ian Sutherland (forense).
TESTIGO: La fallecida presentaba heridas transversales en la parte superior del torso, extremidades superiores e inferiores, que evidenciaban que había sido arrollada por las ruedas de un tren que circulaba a moderada velocidad. También tenía abrasiones y contusiones en la cabeza, el cuerpo y los miembros, así como varias fracturas que, en mi opinión, se produjeron al ser arrastrada por la vía, después del inicial impacto que, sin duda, le produjo la muerte instantáneamente.
JUEZ: ¿Heridas transversales? ¿Quiere decir que quedó, literalmente, cortada en pedazos?
TESTIGO: Me cuesta describirlo en esos términos, pero…, sí, ésa es la realidad.
Rosa. Aún hoy, la sigo con la mirada entre la gente que circula por la calle, en cuanto veo un destello de pelo castaño y ropa multicolor. Oigo su voz en los pubs; la veo montada en su bicicleta negra. La huelo en mi cama.
Con sándwiches y cervezas de por medio, en el Port Mahon, Rosa me dirigió una inquisitiva mirada.
—¿Desde cuándo no folláis? —me preguntó.
—¿Quién? ¿Kim y yo?
Fue la primera y la última vez que Rosa se refirió a Kim en ese sentido. El tono directo de la pregunta, que venía a dar por sentada la respuesta, no revelaba el menor atisbo de celos o de inseguridad. Empleó el mismo tono que pudo haber empleado si hubiésemos estado haciendo planes para la cena. Mi respuesta —automática y acompañada por una risa desenfadada— no la deprimió ni decepcionó.
—Tengo ojos en la cara, Red.
Bebí un largo trago de cerveza y dejé la jarra en el posavasos con reflexiva parsimonia.
—No se te escapa nada, ¿eh?
—Pero no puedo atar todos los cabos yo sola.
Asentí y bebí otro trago.
—Empezó poco después de que se incorporase al espectáculo, y duró poco más de un año; aunque sólo de vez en cuando… Ahora vive con uno.
—Y eso fue cuando aún seguías con…
—Sí. Así es.
—Está bien. Dos cosas —me dijo Rosa cuando hubo digerido la información—. Primera: a quien te tirases antes de conocerme a mí es asunto tuyo. Segunda —añadió señalando al falso paquete de cigarrillos: si vuelves a ponerme en ridículo delante de los demás con cualquiera de tus trucos, te tendrán que recoger con cucharilla.
Aquélla noche, ya estaba yo dormido cuando Rosa se metió en la cama. Me despertó sin decir palabra. Y, en cuanto me empalmé, se sentó encima y entrelazó los pies a mi espalda. Más que follárseme utilizó las piernas para exprimir mi eyaculación como si fuese el zumo de un limón. Rosa permaneció en silencio. Y, mientras aún estaba dentro de ella, vaciado, contrajo los músculos de su vagina alrededor de mi encogida polla. Luego me besó. De su boca a la mía pasó un fluido, ligeramente amargo y caliente, con la consistencia de la cola aguada. Yo nunca había tragado semen, pero así es como imaginaba que debía de saber. Me eché hacia atrás y la vi sonreírme en la penumbra. Y, sin dejar de preguntarme «¿Cómo coño ha hecho eso?», me entró la risa.