El memorión
La bandeja, los cubiertos y el vaso estaban en el fregadero con el resto de la vajilla; las latas de cerveza vacías y una bandeja de papel de aluminio, con solidificados restos de rogan josh, asomaban por el atestado cubo de la basura. Encima de la mesa de la cocina, en desorden, estaban las cosas que contenía el bolso de Rosa. El bolso, vacío, colgaba del respaldo de una silla. A primera vista, no había nada que indicase quién había enviado el paquete, ninguna nota, ni firmada ni anónima. Nada. Varias de las cosas que contenía el bolso me eran tan familiares, tan evocadoras de Rosa, que era como si estuviese en la estancia, en lugar de aquella serie de inanimadas pertenencias. Durante unos momentos, me deleité con la absurda idea de que hubiese fingido morir y me enviase el bolso como una muestra de que seguía con vida. Pero la había visto en el servicio de pompas fúnebres. Y no era su letra. Recogí el rasgado envoltorio marrón e inspeccioné el matasellos. El paquete lo habían enviado el día anterior, desde el distrito postal de Oxford.
Había un paquete de sándwiches de jamón y mostaza, con indicación de la fecha de caducidad. El pan tenía motitas verdeazuladas de moho. Su almuerzo para el viaje, complementado con una bolsa de patatas fritas y una lata de Coca-Cola light. Material de lectura: una revista ilustrada y un periódico del mismo día de su muerte. Llevaba cinco paquetes de Marlboro —cuatro sin abrir y el otro con doce cigarrillos— y dos encendedores desechables. También encontré su agenda, un bolígrafo, un manojo de llaves, una alarma de defensa personal, un billete de tren Oxford-Reading y un estuche de tocador, lleno de los productos que, por la razón que fuese, eligió para pintarse o despintarse aquella última mañana. También encontré una peluca de media melena rizada, de color castaño rojizo. Parecía de verdad, por el aspecto y por el tacto. Levanté la peluca con el índice de la mano derecha y me la pasé de mano a mano. Traté de imaginar el pálido rostro de Rosa —sus ojos azules y sus cejas oscuras— enmarcado en aquella peluca. Pero sólo pude visualizar mentalmente la imagen revelada al retirar una sábana blanca: unos negruzcos trasquilones; las cerosas facciones de lo inanimado. ¿Se habría cortado el pelo para poder ponerse la peluca? ¿Por qué? ¿Por qué no la llevaba al morir? Deseché estos interrogantes y reanudé la inspección: un talonario, tarjeta de crédito y monedero. El monedero abultaba. Descorrí la cremallera. Doscientas cincuenta libras y setecientos florines. Los billetes holandeses, de colores vivos y alegres, hacían que las libras pareciesen tristes a su lado. También estaba allí su pasaporte. Miré la fotografía con detenimiento, frotando suavemente el pulgar sobre la superficie plastificada. Era la mirada a lo Sinéad O’Connor acerca de la que tanto nos habíamos reído. Rosa sonreía maliciosamente, como si se la hubiese hecho un momento antes de sacarle la lengua a la cámara. Se la veía feliz.
Tuve que interrumpirme. Fui al fregadero, llené un vaso de agua y me la bebí. Hice cazoleta con las manos bajo el grifo y me lavé la cara. Era media mañana y no había desayunado, pero pensar en la comida me producía náuseas. Miré por la ventana un largo rato antes de volver a la mesa. Entre las páginas del pasaporte había un billete para el autobús que, desde Reading, conducía al aeropuerto de Heathrow, un billete de ida para un vuelo a Amsterdam, a nombre de Rosa. También había una tira de papel, arrancada de un bloc de espiral, en la que estaban escritos los nombres Nikolaas y Lena y sus números de teléfono. La configuración de los números no era inglesa. No figuraban los apellidos ni las señas. Reconocí la letra de Rosa: unas kas y unas eles saltarinas, un circulito en lugar del punto de la i, y aquella característica ene invertida de Nikolaas… Más que escritas, las palabras parecían grabadas en la hoja. Quedaban otros cuatro objetos: otro pasaporte, británico, uno de los que expedían últimamente, de color borgoña, con el formato del de la Comunidad Europea. Lo abrí. La fotografía era de una mulata afrocaribeña. Se apellidaba Jackson. Como nombre de pila figuraba Charity Ann Magdalena, de nacionalidad británica, nacida el 8 de enero de 1980, sin hijos; lugar de nacimiento, Londres; fecha de expedición del pasaporte: 14 de marzo de 1998. El espacio dedicado a señas de contacto, con nombres y direcciones, para el caso de emergencia, estaba en blanco; y en ninguna de las páginas había visados ni sellos. No era sorprendente, porque el pasaporte lo habían expedido hacía menos de un mes. Volví a mirar la fotografía. No la reconocí, ni reconocí su apellido. Tenía el pelo negro y lo llevaba largo; los pómulos marcados, la boca lustrosa, a base de pintalabios, y unos ojos oscuros que más que mirar a la cámara parecían querer seducirla. Los pendientes brillaban con el reflejo del flas. Dieciocho años. Cerré el pasaporte y lo volví a dejar encima de la mesa junto al de Rosa. Al lado había un mazo de naipes. A lo largo de muchos meses le había enseñado a Rosa algunos trucos, y se había acostumbrado a llevar siempre encima una baraja inglesa, por si se terciaba la ocasión de impresionar a propios o a extraños. Saqué el mazo de naipes del estuche. Cincuenta y uno. No necesité contarlos para saber que faltaba uno. Los abrí en abanico. Faltaba la reina de espadas. Pensé en ello unos momentos. Pero si el hecho de que faltase concretamente aquella carta tenía algún significado, era imposible deducirlo. Junto a las cartas había un bloc de espiral. La primera hoja había sido arrancada. Las siguientes páginas contenían lo que deduje que eran anotaciones de puntos de dos partidas de rami; una con la letra de Rosa y la otra de quien fuese. Volví a examinar la dirección escrita en el envoltorio del paquete (el estilo era idéntico al de los nombres que figuraban en cada una de las columnas de puntos de las partidas). Las jugadoras eran ROSA y VICKY. No recordaba que Rosa me hubiese mencionado ni presentado nunca a una Vicky, ni encontré a nadie con ese nombre en su agenda. Quienquiera que fuese Vicky, ganó las dos partidas, y era quien me había enviado el bolso que Rosa siempre llevaba consigo. Si Rosa había abandonado el bolso en el tren el día de su muerte, parecía claro que Vicky estaba en aquel tren.
Había otra cosa en el bolso: un sobre cerrado con mi nombre y mi dirección y un sello. La letra era de Rosa. Quizá pensara echarla al buzón en Reading, o en el aeropuerto. No me apresuré a abrir el sobre por puro temor a lo que contuviese. Estaba estupefacto, a decir verdad. Después de volver a examinar todo lo demás, me senté con el sobre entre las manos, y así permanecí unos minutos, antes de decidirme a leer la carta.
Red:
Me he marchado. No tengo que decirte por qué. No toques mis cosas, porque irá una persona a recogerlas. No te molestes en buscarme porque no me encontrarás. Cuida de Kerrygold.
Rosa
P. D. No le digas nada de mí a nadie.
Yo le había enseñado a Rosa la siguiente estrofa mnemotécnica:
En el 876 cuatro reyes fueron tras diez reinas
sin corazón a sotavento de dos nuevos ases.
Ocultos en las frases se encuentran los valores de los naipes de cada palo: ocho, siete, seis, cuatro, rey, tres, diez, reina, cinco, sota, dos, nueve, as.
Y un acrónimo mnemotécnico, DÍA DE BACO, oculta una secuencia de palos de la baraja inglesa (diamante, espadas, bastos y corazones). Con estas frases puede uno ejercitarse en recordar el orden de las cincuenta y dos cartas del mazo (preparado), de tal manera que al ocho de diamantes, sigue el siete de espadas, el seis de bastos, el cuatro de corazones, el rey de diamantes… hasta el as de diamantes. Sin embargo, si uno despliega la baraja en abanico, para que la examine un espectador, las cartas parecen estar totalmente al azar. Saber en qué posición está, exactamente, cada carta permite realizar muchos juegos distintos, pero no me pregunten en qué consisten. No es tan complicado como parece. Rosa lo aprendió con sólo practicar dos o tres tardes. Decía que estaba chupao. E incluso trató de crear un acrónimo propio, que venía a decir algo así como «Dos reyes le meten el as de bastos a una reina del sexo…».
Y el ejercicio se diluyó, desternillándonos de risa con unos juegos mnemotécnicos cada vez más surrealistas.
La memorización sistematizada es una herramienta útil para un ilusionista, no sólo en los juegos de cartas, sino en varias demostraciones de «magia mental». Es asombroso comprobar la enorme capacidad que tiene el cerebro para almacenar datos, si está bien entrenado. Además, prácticamente, todo espectador se inclina a admirar el milagroso don psíquico de un ilusionista, en lugar de la alternativa más terrenal: que ha dedicado más tiempo y esfuerzo de lo imaginable en aprender algo. Aprender una larga lista de nombres de memoria es una cosa, pero recordar qué aspecto tenía Rosa cuando vivía es otro cantar. O cómo sonaba su voz. O sus andares. Su fragancia. El sabor de su boca. La capacidad para almacenar información, de manera eficiente, se debilita por el estrés, la ansiedad, el abatimiento y la fatiga. Lo sé muy bien. También sé que puede uno potenciar la memoria aumentando el flujo de sangre oxigenada que llega al cerebro. Y ésa es la razón de que, durante las semanas siguientes a la muerte de Rosa, me impusiera pasear en bicicleta. La llave de la cadena de su bicicleta estaba entre las pertenencias que encontré en el bolso que me devolvieron, y todos los días salía a dar un paseo con el viejo armatoste de color negro. Sin embargo, Merlín no quería acompañarme metido en la cesta (la única vez que me empeñé en meterlo me arañó y me hizo sangre). Yo pedaleaba furiosamente, para sudar y aumentar mi ritmo respiratorio. A Paul le parecía que mi comportamiento no era nada saludable sino una obsesión. Yo le dije que sólo pretendía que llegase suficiente oxígeno a mi cerebro (para que no se me olvidasen las cosas). Pero sólo afloraban recuerdos erráticos, no lo que yo quería recordar. Entre las cosas que sí recuerdo, perfectamente y sin recurrir a la mnemotecnia, está el contenido del bolso de Rosa y su carta, al pie de la letra.
Durante veinticuatro horas, sólo supimos lo del envío del paquete Vicky y yo. Al habérseme devuelto los efectos personales de Rosa no quise verme privado de ellos tan pronto. Era como volver a tenerla en casa. Además, sentía curiosidad. Me resistía a comunicárselo a la policía, hasta analizar por qué Vicky no se lo había enviado ella misma. Si Vicky quería que se descubriesen las verdaderas causas de la muerte de Rosa (y la razón de su viaje a Amsterdam), tenía que haber puesto las pruebas en manos de quienes estaban más cualificados para investigar. ¿Cómo fue a parar a manos de Vicky el bolso de Rosa? ¿Por qué lo había retenido durante tanto tiempo, hasta después del funeral y de que empezase la investigación policial? ¿Por qué me lo había enviado a mí? ¿Y por qué no incluía una nota aclaratoria, o la enviaba después, si, como testigo presencial, podía dar testimonio de las últimas horas y de los últimos instantes de la vida de Rosa? Cuanto más lo pensaba más convencido estaba de que las anotaciones de la partida de rami fueron un descuido por parte de Vicky. Estaba seguro de que Vicky no reparó en que el bloc contenía una clave de su identidad. Igualmente convencida debía de estar ella de que no habría modo de identificarla como remitente del paquete.
La mañana siguiente no llegué a ninguna conclusión sobre las razones de Vicky para saltarse a la policía. Estaba molesto con ella. Llamé al inspector Fuller, que me dijo que enseguida salía para vernos en mi casa. Volví a la cocina. Las pertenencias de Rosa estaban aún esparcidas encima de la mesa. Dudé entre dejarlas tal cual o volver a meterlas en el bolso, para que se las llevase el detective. Probablemente, había cometido un error al sacarlas, alterado las pruebas que la policía pudiese encontrar, y borrado otras huellas con las mías. Les eché un último vistazo, para sopesar la importancia que pudieran tener cada uno de los objetos, individualmente y en combinación con los demás. Inútil. Un rompecabezas que me desbordaba. Puede que Rosa hubiese sido asesinada, o puede que no. Quizás hubiese saltado al paso del tren, como decía el juez, y nadie sabría nunca por qué. Y puede que tampoco llegara a saber nadie la razón de su viaje a Amsterdam. Comoquiera que fuese, a la policía correspondía averiguarlo, no a mí. Yo sólo la echaba de menos. La echaba muchísimo de menos. Y me sublevaba. No quería darle vueltas a la cabeza todo el día. «Así revientes, Vicky, quienquiera que seas, así revientes por hacerme esto».
En otros tiempos, no le habría dado más vueltas. Habría aguardado a la policía, habría entregado el bolso con todo lo que contenía y… habría dejado que hiciesen su trabajo. Pero Rosa había trastocado mi vida durante un año. Había dejado huella en mí y en mi manera de trabajar. A veces, al hablar con alguien, hacía comentarios que llevaban el sello de Rosa; pensaba a su manera. Y me gustaba. Incluso cuando nos separábamos, durante unas horas o unos días, era como si ella siguiese conmigo. Y creo que yo causaba un efecto similar en ella, aunque nunca me lo dijo. De haber vivido Rosa lo bastante, podíamos habernos convertido en una de esas parejas que cuentan chistes a la vez, y porfían por adelantarse a contar el final. Pero no vivió lo bastante. Y todo lo que me quedaba, aquella mañana, eran recuerdos, la manera de hablar de Rosa y sus últimas pertenencias, a punto de pasar a otras manos.
Oí que un coche se detenía frente a la entrada; que apagaban el motor, que abrían la puerta y la cerraban de un portazo. En lo que tardó Fuller en llegar a los escalones de la entrada, aparté dos de los objetos que había en la mesa y los escondí. Uno de ellos era el trozo de papel en el que estaban anotados los nombres «Nikolaas» y «Lena» y dos números de teléfono; el otro era el pasaporte de Charity Ann Magdalena Jackson.