El intruso

Salí de copas con Conal Riordan, el jefe de Rosa en Erin. Empezamos en el Head of the River. Luego, cuando apareció toda la tripulación de estudiantes de una barca, con extravagantes vestimentas, y se liaron a competir con la bebida, apuramos las jarras y salimos de estampida hacia Folly Bridge Inn. «Ésta condenada ciudad está a merced de la universidad, dijo Conal».

Yo confiaba en sonsacarle, a ver si me daba alguna pista, pero estaba claro que ignoraba por completo la doble vida de Rosa. No tenía ni idea de qué podía hacer Rosa los días en los que, según había creído yo, estaba trabajando. Tampoco sabía por qué iba a Amsterdam; ni le había oído jamás mencionar a ninguna Vicky. Conal sabía menos que Dympna, salvo que mintiese mejor que ella. De lo que estaba convencido era de que todo aquello nada tenía que ver con el IRA.

—Su compañera era la persona menos interesada en la política que he conocido —me aseguró.

—¿Todavía cree la policía que alguien del periódico pudo tener algo que ver?

—¡Menudos pelmazos! La policía está convencida de que cualquier chica que simpatice con los nacionalistas tiene contactos con los provisionales del IRA.

¿En qué andaría Rosa? A cada trago de cerveza, las hipótesis se hacían menos plausibles. Pero no tardamos en dejar de especular, y nos adentramos en una etílica melancolía de mutua condolencia. «Qué gran chica. La mejor del mundo. Qué horrible tragedia. Horrible, horrible…».

Volví a casa en bicicleta, borracho perdido.

Dejé la bicicleta de Rosa en el jardín, sin ponerle la cadena, porque estaba al cabo de la calle de que podían abrir el candado. La luz de la alarma me deslumbró. Vi su lívido rostro aquella primera noche, el primer beso. Pasos. Uno, dos, tres. La puerta. Encontré las llaves en un bolsillo en el que creía que no estaban, y la cerradura, la cerradura, forcejeé con la cerradura. Dios… La puerta se abrió. Entré en el vestíbulo y encendí la luz. Demasiado intensa. El perchero. ¿Qué coño era eso…? El perchero estaba volcado en el suelo. Y las chaquetas por el suelo. ¿Lo habría hecho yo? No. Yo nunca tocaba…, Merlín. Tenía que haber sido Merlín. Enderecé el perchero. Recogí las chaquetas. ¿Cómo era posible que hubiesen ido a parar tan lejos del perchero? Pero me urgía ir al aseo. Arriba. Escaleras… arriba. Puede que silbase. No lo recuerdo. Me da por silbar cuando me he tomado una jarra de más. Puede que fuese el silbido que él oyó, o puede que fuese el ruido que hice al entrar. No lo sé.

Las escaleras. Al llegar arriba, vino directo hacia mí a través del rellano. Rápido. Sin decir palabra. Lo vi echárseme encima desde la entrada del dormitorio. Llevaba guantes, un pasamontañas; labios sonrosados a través de la abertura de la tela. ¿Dije yo algo? ¿Grité? Me pegó. Lo vi pegarme; alzar el brazo con algo en la mano —negro— y perdí el equilibrio, y la luz del techo daba vueltas. Debí de agarrarlo —del jersey, de la chaqueta—, porque… ¡Aaaah! Rodé escaleras abajo con él encima. Y luego, ¿luego qué? Hechos un ovillo en el vestíbulo. Ahora era yo quien estaba encima de él. No sentí dolor. Sólo náuseas. Nos quedamos allí sentados mucho rato, horas y horas, o puede que sólo fuese un momento. Ahora sí que me dolía. Miraba algo —una pesada linterna negra—, que rodó por los escalones hasta mis pies. Él estaba de pie, detrás de mí, empujándome. Agarré la linterna y me di la vuelta para golpearlo, pero le aticé al perchero, que se interpuso entre nosotros con sus brazos de lana. Vi a un árbitro tratando de separar a dos boxeadores. La linterna cayó al suelo. Gruñidos y jadeos. Me golpeó con el perchero y me quedé sentado mientras él corría hacia la puerta. Tras él. Tras él. A través de la puerta. Estábamos frente a la luz. Tiré del pasamontañas y vi su cara, cetrina, sudorosa; los ojos brillantes. Pelo negro y enmarañado. Volvió a levantar el brazo.

Echado boca arriba en los escalones. Quería dormir. Sólo dormir. Dormir.

Merlín me despejó, olisqueándome, dándome lametones en la mejilla. Toqué donde me lamía y se me empaparon los dedos de sangre. No podía sentarme. Estaba helado, agarrotado. A cada inspiración sentía un pinchazo. El gato estaba en los escalones, a mi lado, como si analizase mi poco airosa postura. Por un momento, pensé que iba a utilizar mi cuerpo a modo de pasarela para bajar hasta el último peldaño, sólo por lo que tenía de novedoso.

Rosa y yo solíamos pelear. No me refiero al día que me pegó. Nos peleábamos en la cama por nuestra parte de edredón. Los domingos por la mañana hacíamos guerra de almohadas. Forcejeábamos en el salón para hacernos con el mando a distancia. También nos peleábamos de verdad, y no necesariamente cuando habíamos bebido. Me echó un cuenco lleno de agua a la cara como réplica a una observación que le hice. Un día me mordió la oreja y me hizo sangre. Otro día me lanzó un tiesto al salir de casa. Por más años que viva no lograré recordar por qué habíamos discutido. Quizá se debiera a su explosiva pronunciación (decía «biolencia» en lugar de «violencia»).

El sargento del pelo cobrizo vino a casa solo. Le abrió Paul. El agente tuvo que recordarme su apellido: Crookes. «¿Cómo podía haberlo olvidado?», le dije (se apellidaba igual que un célebre ladrón). Un error por mi parte. Costaba contener la risa. Yo estaba tumbado boca arriba en la cama, con la cabeza apoyada en dos almohadas, las cervicales inmovilizadas por un collarín y el torso vendado de arriba abajo. El detective tenía el mismo aspecto cansado de siempre.

—Dos costillas rotas, una muela bailando y diez puntos —le contesté al interesarse por mi estado—. Incluso tuve conmoción cerebral. Y me disloqué el pulgar dándole puñetazos al perchero.

El sargento Crookes asintió con la cabeza.

—¿Dónde está el inspector Strudwick? —pregunté.

—En el dentista. Una muela del juicio atravesada. Algo horrible, según dicen.

Sonreímos. El sargento se alcanzó una silla y se sentó junto a mi cama. Oía a Paul trajinar abajo.

—Lo peor es que no puedo fumar —dije—. Si fumo, me duelen las costillas.

Era consciente de que hablaba a saltitos, porque no podía decir más que dos palabras seguidas sin tragar saliva, sin tener que interrumpirme por los pinchazos. Me dio un ataque de tos y un sudor frío.

—Pues está usted mejor que el otro —dijo—. Le reventó el bazo.

—Con suerte, a lo mejor palma.

—Confiamos en tener oportunidad de interrogarlo.

Un agente de uniforme que estuvo en la escena de lo que, de momento, calificaron de «robo con allanamiento de morada», informó de que el intruso fue detenido después de desplomarse en la calle, no lejos de mi casa. La herida interna fue causada, presumiblemente, por el peso de mi cuerpo al rodar los dos escaleras abajo. La policía no encontró nada con lo que poder identificarlo, y aún no lo habían declarado en condiciones para interrogarlo después de la operación de urgencia a que tuvieron que someterlo.

—¿No lo conocía usted? —me preguntó a continuación el sargento Crookes.

—No lo había visto en mi vida.

—¿Y no le dijo él nada?

—No, ni una palabra.

Tomó nota.

—De modo que, básicamente, ¿por qué cree que se trató de algo más que de un ladrón que se ve sorprendido in fraganti?

Le reiteré lo que le dije al agente el día anterior. El intruso había registrado la casa al tuntún. Pero no afanó lo que le habría sido más fácil —tarjetas de crédito, dinero y una cámara fotográfica de las caras—; y, como al parecer había llegado a pie, difícilmente podía querer llevarse el televisor, el vídeo, la cadena de música o el ordenador. A juzgar por el desorden en que quedó la casa, se había interesado más por la correspondencia, documentos, diarios, agendas y blocs de notas. Había vuelto del revés los bolsillos de las prendas de Rosa que quedaban en la casa, y los de casi toda mi ropa. Había encendido mi ordenador, y había disquetes esparcidos por la mesa, aunque, al no tener la contraseña, no había podido abrirlos.

—Buscaba información —dije.

—¿Qué clase de información? —preguntó Crookes.

—¿Por qué no se lo pregunta a él?

—Se lo preguntaremos. Ahora se lo pregunto a usted.

En mi estado no podía encogerme de hombros. Hice una mueca con la intención de que significase: «A mí… que me registren, que es lo suyo».

—Si no sabe usted qué podía buscar —continuó el sargento—, ¿por qué está seguro de que tiene que ver con la muerte de la señorita Kelly?

Sopesé la conveniencia de decirle lo del mensaje que dejé en el contestador de Nikolaas; y la subsiguiente advertencia de Lena de que aquel número no era «seguro» para mí. Pero eso habría significado contarle lo del trozo de papel que encontré en el bolso de Rosa, y confesarle —explicarle— que lo había ocultado.

—No estoy seguro de que exista ninguna relación —dije—. Es sólo una sospecha.

—¿Y no falta nada de su casa? ¿Lo ha comprobado?

—No —contesté. Traté de impulsarme un poco con los talones para colocarme en una postura más cómoda—. ¿Le han encontrado encima algo mío o de Rosa?

—No.

Señalé hacia el vaso de agua que estaba en la mesita de noche y le pedí al sargento que me ayudase. El detective sostuvo el vaso, bajo mi mentón, e introdujo la pajita entre mis labios. Derramó un poco de agua. Se excusó y enderezó el vaso. Cuando hube terminado, volvió a dejarlo en el posavasos. Le di las gracias.

—¿Ha venido usted a preguntarme todo lo que ya le dije a su compañero?

—No —repuso él—. Quería que hablásemos de la señorita Kelly.

—¿Sobre qué, concretamente?

—Han aflorado algunos aspectos desde la última vez que hablamos. En relación con su pasado —repuso Crookes.

—A ver si lo adivino: cuando ella tenía dieciséis años, salía con un chico cuyo padre tenía un vecino cuyo mejor amigo conocía a alguien que tenía un primo en el IRA.

Sonrió. Reflexionó unos momentos antes de proseguir.

—La verdad es que no hemos aclarado nada por esa vía de investigación, señor Brandon.

—¿Y qué han aclarado, por otras vías…?

Me explicó que la policía había localizado a los padres adoptivos de Rosa, o sea, a sus tíos. Él había muerto de cáncer hacía dos años. Pero la tía Niamh aún vivía, ingresada permanentemente en un hospital psiquiátrico al norte de Londres. «Básicamente, alcoholismo crónico y enfermedad mental asociada al mismo». Tenía cincuenta y ocho años, dijo el sargento. Sus compañeros también habían localizado a una de las asistentes sociales que intervino, a lo largo de todos aquellos años, para poner a Rosa bajo la tutela de las autoridades locales. Se llamaba Amy Judd y, en la actualidad, trabajaba para una institución de beneficencia infantil, aunque en aquellos momentos estaba de vacaciones. Había ido a las Antillas, a visitar a la familia, a Santa Lucía, concretamente.

—¿Rosa bajo tutela? —exclamé.

—Sí. A los trece años, casi catorce —repuso—. Aunque no por la razón que ella le contó.

—¿Por qué entonces?

Crookes titubeó, con la mirada fija en el punto en el que mi mentón sin afeitar descansaba en el borde del collarín. Pensé que no me iba a contestar. Pero me equivoqué.

—Estaba incluida en el registro de riesgo, en lo que oficialmente se llama Unidad de Protección Infantil. Eso fue lo que propició que la apartasen de su hogar adoptivo.

—¿Y cuál era el riesgo?

—Abusos —me contestó. Me miró entonces a los ojos, aunque yo hubiese preferido que no lo hiciese—. Abusos deshonestos. Al parecer, de su tío Michael Kelly. Se abrió un sumario y se iniciaron diligencias, pero no llegó a ser procesado.

Guardamos silencio. Oí que sonaba el teléfono abajo y la apagada voz de Paul, que hablaba con alguien. Más que distraerme, fue un contrapunto surrealista al efecto de las palabras del detective. Cuando Crookes habló de nuevo, tuve que concentrarme para enterarme de lo que me decía. El hogar infantil en el que vivió Rosa estaba cerrado, me explicó. Los agentes trataban de localizar a los responsables del centro que trabajaban por entonces allí. Amy Judd había seguido el caso de Rosa durante varios años. Pero al no estar ella les era difícil determinar qué ocurrió con Rosa cuando abandonó la tutela oficial.

—Desde los dieciséis años hasta que trabó amistad en Londres con Dympna O’Neill y luego empezó a trabajar en Oxford, en el periódico Erin, no sabemos nada en absoluto —me explicó el sargento—. O sea, una laguna de unos cinco años. No existe constancia de empleo ni de desempleo durante ese periodo; tampoco de haber estado implicada en ningún delito; ni consta en ningún padrón municipal ni lista de electores; tampoco cuentas corrientes ni de ahorro… Nada. Básicamente, como le he dicho, una laguna. Se diría que durante cinco años la señorita Kelly hubiese dejado de existir.