La tarjeta del hotel
Una de las principales preocupaciones de todo ilusionista es conseguir que el público valore el número sin que vea el truco. Debe lograr, simultáneamente, captar la atención de los espectadores y distraerlos; que se fijen bien y que se despisten; que, tanto individual como colectivamente, se muestren receptivos y distraídos, que reparen en unas cosas y que otras les pasen inadvertidas. Su talento se apoya en la astucia. Su instrumento es la falibilidad de los sentidos. A quienes menosprecian la ciencia de la magia les digo: en la actualidad, la ciencia cede parte de su poder para hacer que nos maravillemos. Un cohete parte hacia el espacio mientras nosotros estamos sentados en el salón y lo presenciamos, dando por sentado que ocurre tal cual lo vemos. Y, sin embargo, un simple mago como yo puede hechizar a la audiencia. Puedo hacer que el público se maraville. Puedo hacer que los espectadores se pregunten ¿cómo coño lo hace? Esto se debe a que los logros de la moderna tecnología son tan complejos, tan fuera del alcance de nuestra comprensión, que renunciamos incluso a intentar comprenderlos. Nos limitamos a aceptarlos. No es necesario saber cómo funciona una lanzadera espacial, una grabadora de vídeo, un teléfono móvil, un compacto, un ordenador, para poder utilizarlos. Sin embargo, en el caso de la magia el «mecanismo» de un número parece accesible, aunque en definitiva se nos escape. De ahí que afrontemos los simulacros de la magia con un talante que rara vez adoptamos ante los milagros tecnológicos. Así se lo expresé no hace mucho a Paul y, emulando a Rosa, me replicó que decía bobadas.
Pues bien: yo estaba simultáneamente atento y distraído; alerta y despistado; receptivo y desorientado. Yo… un mago. En un callejón, entre el Singel y la Reguliersdwarsstraat, creí que Kirsty me llevaba a ver a Nikolaas van Zandt. Creí que el rubio que se ataba los cordones de los zapatos quería de verdad que le diese fuego. También creí que le daba puñetazos en las costillas al hombre del mono azul que había acudido a ayudarme. Pensé que eran puñetazos y no navajazos. No vi la navaja hasta después de que se la hubiese hundido por última vez. Ésta es la razón de que, durante el interrogatorio a que me sometió un inspector de policía de Amsterdam, le dejase perplejo con una de mis respuestas.
Pregunta: «¿Presenció usted el apuñalamiento?».
Respuesta: «Supongo, porque empuñaba una navaja».
Me pidió que fuese más explícito y le describí lo que vi y cómo lo vi. Al principio, la policía creyó que yo había participado en el apuñalamiento. El agente que me detuvo al final del callejón, dedujo que mi intento de huida era evidencia de culpabilidad. Mientras él me sujetaba, su compañero persiguió a mis supuestos cómplices. Pero los dos tipos llegaron al coche que los aguardaba y se alejaron a toda velocidad. De modo que el agente se quedó a auxiliar al obrero del mono azul, que estaba arrodillado en el suelo, casi en la misma postura que adoptan los musulmanes en sus oraciones. Junto a él, la mesa volcada, con una pata rota. La sangre se había encharcado de tal manera que, desde lejos, parecía manar de la mesa más que desde el herido. Una testigo presencial, una oficinista que lo había visto todo desde una ventana del primer piso, informó a la policía de que yo me había resistido al asalto de los dos huidos cuando el herido intervino. Declaró que, en su opinión, querían atracarme o que, simplemente, me habían atacado sin que mediase provocación. No estaba segura. Yo confirmé esta versión durante el interrogatorio en la comisaría. Sin embargo, persistí en negar lo declarado por otro testigo presencial (el dueño de un tenderete del mercado de las flores, que afirmó haberme visto en compañía de una atractiva joven pelirroja, paseando a lo largo del Singel poco antes del apuñalamiento). El inspector Oosterling, que fue quien me interrogó, no me creyó. O, por lo menos, dejó claro que tenía dudas acerca de la inexistencia de mi acompañante femenina y esto, a su vez, parecía proyectar dudas acerca de mi condición de víctima de un ataque indiscriminado. La pelirroja le preocupaba. Pero, de momento, y a falta de pruebas concluyentes, lo dejó correr. Firmé una declaración y le di el nombre del hotel en el que me alojaba. Comprobaron mi identidad (los detalles del pasaporte y la dirección, obtenidos por teléfono del Terdam e introducidos en un ordenador). Reparé en la ironía de que el inspector Oosterling, preocupado por su desconfianza hacia mí, pasase por alto desconfiar de quién era yo. Si me presentaba como Taaffe Clarke y podía mostrar la documentación que lo avalaba, el inspector daba por sentado que yo era Taaffe Clarke. Cada vez que se dirigía a mí por mi apellido, tenía que dominar el júbilo y el sentimiento de culpabilidad que me embargaba por el éxito de mi impostura. Una vez terminado el interrogatorio, me dejaron marchar. No obstante, el inspector me dijo que era necesario que permaneciese unos días en Amsterdam, para ayudarlos en las indagaciones. ¿Suponía esto algún problema para mí? No. Un médico de la policía me reconoció. «Contusiones y tumefacciones. Quizás un leve shock. Tómese un analgésico y acuéstese». Oosterling me acompañó hasta la calle. Al detenernos junto al coche patrulla que me conduciría de regreso a mi hotel, pregunté si el hombre apuñalado iba a reponerse. El inspector me miró y luego desvió la mirada.
—Lo siento —me contestó—. Pero ha muerto.
Un jueves por la tarde. Sé que era jueves porque el año pasado el cumpleaños de Rosa cayó en jueves. Llevaba viviendo conmigo nueve meses, durante los que sólo la había telefoneado una vez a su trabajo en la redacción de Erin (y bastó esa vez para que me echase una bronca de aquí te espero diciéndome que, bajo ningún pretexto, volviese a llamarla allí). «El jefe nos tiene terminantemente prohibido atender o hacer llamadas personales durante el horario de trabajo».
—¿Y en caso de emergencia? —pregunté.
—¿Qué clase de emergencia?
—Pues…, no sé…
Durante meses me abstuve de llamarla por teléfono al trabajo. Pero el día de su cumpleaños, volví a casa después de los ensayos de la mañana y encontré un mensaje en el contestador. Era de una floristería cercana, informándome de que no habían podido enviar el ramo de flores que encargué porque la destinataria no estaba en la dirección que les había dado. Llamé a la floristería. «La repartidora ha ido a la redacción del periódico, pero le han dicho que la señorita Kelly tenía el día libre». Entonces le dije a la florista que enviase las flores a casa y colgué. Rosa había salido después de desayunar, a la hora de costumbre. Se encontraba perfectamente y no me comentó que se hubiese tomado el día libre. Busqué el número de Erin y llamé. Di mi nombre y pedí que me pasaran a Rosa pero fue Dympna quien se puso. Contestó en un tono cantarín muy artificioso.
—Hola, Red.
—¿Está Rosa?
—No —contestó sin titubear.
—Es que le he enviado unas flores; ya sabes…, por su cumpleaños. Y me han dicho en la floristería que no han podido entregárselas porque no estaba.
—Ah, claro.
—Quizás estaba en sus minutos de descanso.
—Supongo.
—¿Y ahora también?
—No. Es que… está reunida con Conal, organizando unos archivos. No puedo molestarlos ahora, porque…
—Ya. Porque Conal no permite llamadas personales durante el trabajo.
—Me temo que así es —dijo Dympna echándose a reír.
—Ya.
—Bueno, he de dejarte.
Imaginé a Conal y a Rosa encerrados en su despacho, follando encima de la mesa. Una idea bastante disparatada, porque si no estaba en el trabajo difícilmente podía estar jodiendo con su jefe. Pero con alguien debió de estar follando, fuese donde fuese, me dije casi convencido de ello, durante las tres horas que transcurrieron desde que hice la llamada y su regreso a casa. ¿Por qué si no iba a simular ir al trabajo? ¿Por qué si no iba a engañarme y pedirle a su mejor amiga que la encubriese?
Rosa volvió a casa a la hora de costumbre. El ramo estaba en la mesa de la cocina, todavía con las cintas y el papel de celofán. Leyó la tarjeta y me abrazó. Al ver que yo no le correspondía se echó hacia atrás. «¿Qué pasa?». Se lo expliqué. Y, cuando hube terminado con los hechos, empecé a especular. Siguió una discusión; acusaciones y airadas protestas de inocencia; contraacusaciones (me reprochó, furiosa, quererla controlar). Yo estaba celoso. Me mostré posesivo e inseguro. Le dije que si le apetecía follar con otro, por lo menos, podía tener la decencia de largarse antes de casa.
—¿Sabes dónde estaba? —me dijo—. Estaba en el trabajo.
—¿Y cómo explicas esto entonces? —repliqué señalando al ramo.
—Tú tendrás que darles explicaciones, si me echan la bronca.
Se marchó de casa, volvió pasada la medianoche y se acostó en el dormitorio de invitados. Por la mañana, cuando me levanté, ya había salido. Luego, por la noche, Rosa me dijo que nadie sabía nada en Erin del ramo de flores. Según ella, había preguntado en la oficina y en la conserjería del edificio y, por lo visto, la repartidora había llamado a las oficinas de una empresa del piso de abajo. La recepcionista debió de decirle que allí no había ninguna Rosa Kelly y la repartidora, «la muy imbécil», debió de marcharse sin preguntar en ninguna otra planta. Le comenté a Rosa que, según la florista, lo que le habían dicho a la repartidora era que la señorita Kelly tenía el día libre. Rosa se encogió de hombros.
—Ya. Lo que ocurre es que la chica ha cometido un error con la entrega y le ha mentido a su jefa para justificarse.
No dije nada. Rosa señaló hacia el pasillo.
—Pues, anda…, si no me crees, llama a la recepcionista de la empresa de abajo y a ver qué te dice. Anda…
—Ya no debe de haber nadie.
—No cierran hasta las seis y media. Adelante.
No llamé. Lo que sí hice, aquella misma noche, fue preguntarle a Rosa qué tal había ido el dictado con Conal la tarde anterior. Arqueó las cejas con expresión de auténtica perplejidad. «No me estaba dictando nadie», replicó. «Estaba archivando».
Cerré la puerta y las ventanas de mi habitación del Terdam y me senté en la cama. Al cabo de un rato, me desnudé y me duché. Tuve que enjabonarme con una sola mano. Salí de la ducha, me sequé y volví a ducharme. Hasta tres duchas me di, una tras otra. Luego, me senté desnudo y mojado en la cama un rato antes de volver a ducharme. Después, vomité en la taza del cuarto de baño. Eran las seis de la madrugada. Me tomé las dos pastillas del analgésico que me dio el médico de la policía, corrí las cortinas y me acosté. Cerré los ojos y, al volver a abrirlos, estaba oscuro en el exterior, pero no había dormido. Ya no me dolía tanto el hombro. Saqué el paquete de cigarrillos del bolsillo de la chaqueta, pero no pude fumar porque se me había caído el encendedor en el callejón de frente al mercado de las flores. Fui a buscar un vaso al cuarto de baño y me serví un whisky de la botella que compré en el avión. Bebí un trago y luego llamé al servicio de habitaciones y pedí una caja de cerillas. Aguardé sentado en la cama. Cuando me trajeron las cerillas fumé y bebí más whisky. Y durante todo aquel rato, hiciese lo que hiciese, pensara en lo que pensara, con los ojos cerrados o abiertos, lo único que invariablemente se me representaba era la imagen del apuñalamiento, una y otra vez. El sonido del puño contra las costillas, hundiendo la hoja: sszak, sszak, sszak. El aire que expelían los pulmones del hombre a boqueadas. El brillo de la sangre sobre la hoja reluciente.
Por la noche, después de intentar conciliar el sueño, de nuevo en vano, decidí salir a dar un paseo. A airearme un poco y a tomar unas cervezas en cualquier sitio. Recogí la chaqueta del suelo. La cartera no estaba en el bolsillo en el que yo solía llevarla… ni en ningún otro. Tampoco estaba en ningún bolsillo del pantalón. Rebusqué por toda la habitación, sin resultado. Me paré a pensar y me dije que debía de habérseme caído durante la pelea. Puede que estuviese tirada en el callejón, que la hubiese recogido la policía al inspeccionar el lugar del crimen, o que un viandante se hubiese tropezado con ella. Llevaba seiscientos florines. Afortunadamente, el resto del dinero en efectivo que tenía (así como el pasaporte y la tarjeta de crédito de Taaffe, el pasaporte de Charity Jackson, las direcciones y números de teléfono de Lena Gies y de Nikolaas van Zandt) estaba en la caja de seguridad de mi habitación. Pero… seiscientos florines. Mierda. Si era la policía quien había encontrado la cartera, recuperaría pronto el dinero; si no…, podía despedirme de él. También cabía la posibilidad de que me hubiesen robado la cartera, pensé crispado; que me la hubiesen sustraído aprovechando la aglomeración en los pasillos del mercado de las flores; dos cuerpos tan juntos…, acaso frente al tenderete en el que vendían verbena, o cuando fingimos besarnos frente a los expositores de postales. Kirsty. ¡Joder! ¿Qué más llevaba en la cartera? Lo pensé. Una fotografía de Rosa, hecha en una cabina automática, en la que aparecía con el pelo color púrpura; unos cuantos sellos británicos; una tarjeta fluorescente de una empresa de taxis de Oxford y otra tarjeta, blanca, en cuyo reverso había anotado el número de teléfono del despacho de mi hermano. La tarjeta era del hotel Terdam, y en ella figuraba el logotipo, los números de teléfono y de fax y la dirección.