El descubrimiento del inspector Oosterling

La mayor muestra de bobaliconería de un espectador es creer que ha descubierto algo que el ilusionista ha querido ocultarle. Tomemos por ejemplo el número de La cabina mágica. En el centro del escenario se coloca una cabina alta, cuyas paredes están hechas de finos paneles translúcidos, iluminados desde dentro como un farolillo. Después de mostrar que dentro de la cabina no hay nadie, cierro la puerta. Poco a poco, se forma una silueta tras el panel central, como si la sombra de una mujer se proyectara en la pantalla de papel por medio de una luz interior. A su vez, la silueta se transforma gradualmente en una figura reconocible, en una joven bonita con vestido de lentejuelas, sonriendo, y que, aparentemente, ha tenido que materializarse en el interior de la cabina. Luego, la imagen parpadea como la pantalla de un televisor defectuoso y, aunque la imagen se normaliza, el público se percata de que no se trata de una mujer de carne y hueso sino de unos fotogramas de película. La sensación de haber descubierto la trampa queda reforzada cuando el ilusionista finge perplejidad y embarazo, como si se sintiera en evidencia por culpa de un fallo técnico. El regocijo de los espectadores roza el choteo. La imagen «viviente» de la mujer queda ridiculizada como prueba de mi incompetente charlatanería. Y, justo en ese momento, el panel de papel estalla y una figura sale del interior de la cabina con muchos floreos: la auténtica, la mismísima Encantadora Kim. El regocijo es ahora de asombro y provoca aplausos entusiásticos. Peter Prestige saborea el momento. No sólo he engañado al público sino que les he hecho creer que soy un imbécil.

Intenté una maniobra similar con el inspector Oosterling, desviando la atención del verdadero «truco» al dejarle creer que descubría algo.

La entrevista tuvo lugar en el mismo despacho en el que hice mi primera declaración el día del apuñalamiento. Al techo le faltaba un panel que permitía ver cañerías oxidadas y cables, había un rosario de quemaduras de cigarrillo sobre la superficie de la mesa de formica, de color blanco. Las paredes estaban pintadas de color verde pálido y el suelo era de color verde oscuro. No había ventanas; sólo un ventanuco rectangular de cristal sucio en la puerta. Me interrogaron los mismos dos hombres de la primera vez (Oosterling y un compañero suyo que tenía un apellido que sonaba a polaco; había olvidado aquel nombre desde la primera entrevista y ahora no me lo recordaron). Ambos llevaban traje. Y, como en la ocasión anterior, el presunto polaco no dijo nada, concentrado en tomar notas y hacer funcionar la grabadora. De vez en cuando, una pregunta, o mi respuesta, le hacía alzar la vista con expresión melodramática (una especie de tic que parecía desconcertar más al inspector que a mí).

Oosterling era alto y flaco. Tenía el pelo rubio oscuro y lo llevaba cortado como si fuera un molde de pudín con un estilo poco acorde con sus angulosas facciones y el poblado bigote, que sobresalía de su labio superior (se lo humedecía de vez en cuando como si eso le ayudara a concentrarse). En lugar de la convencional camisa blanca y corbata, llevaba un polo color mostaza bajo la chaqueta del traje, con el cuello desabrochado. Su atuendo se complementaba con un talante desenfadado que daba al interrogatorio un incongruente carácter informal. Sólo en las palabras que utilizaba se ponía de manifiesto su seriedad y diligencia profesional. Las medía. Aunque era difícil colegir si respondían a una estrategia, o al engorro de tener que llevar a cabo el interrogatorio en un idioma que no era el suyo. Me caía bien. Pero tenía la impresión de que no era un sentimiento mutuo.

—De modo que conoce usted a esta mujer, Mary Ruth McAllister —me dijo.

Fue una afirmación, no una pregunta, expresada sin la menor diferencia de énfasis que sus comentarios en nuestros intrascendentes prolegómenos sobre el tiempo que hacía y mi desplazamiento hasta allí (en tranvía).

—¿Es amiga suya? —añadió.

—No la conozco.

—Lo vieron bebiendo con ella.

—No la conocía. La había visto minutos antes de ir al bar. Y me dijo que se llamaba Kirsty.

—Kirsty —repitió el inspector, que hizo una pausa y consultó su bloc de notas. Luego alzó la vista y me miró—. ¿Fueron al bar juntos?

—Fui solo, pero ella me siguió. Quedamos… en vernos allí.

—¿Y dónde la vio antes?

—En la calle…, en Pijlsteeg.

La inescrutable expresión del inspector dejó paso a un atisbo de interés.

—¿Ah sí?

—Hacía… la calle —dije titubeante.

—¿Una prostituta? ¿Lo sabía usted?

—Pues…, sí.

—Pero en la Pijlsteeg no hay ventanales…

—No es de las que se exhibe tras los ventanales. Hace la calle.

—Bien, Tippelen… —Le susurró unas palabras en holandés a su compañero y luego añadió—: ¿Sabe que en Amsterdam les está prohibido a las prostitutas hacer la calle?

Me encogí de hombros y él me imitó como diciendo «sí, ya sé que, a pesar de eso, la hacen».

—¿Y ésa fue la razón de que quisiera ir al bar con usted?

—Supongo. No lo sé.

El inspector Oosterling me observó mientras yo encendía un cigarrillo, y me acercó un cenicero de aluminio que tenía en su lado de la mesa. Le di las gracias. Me preguntó cuánto cobraba y se lo dije: quinientos florines. Sonrió. Su compañero me dirigió una de sus miradas.

—¿Cree que me clavaba?

—¿Que lo clavaba?

—Mucho es eso para un polvo, ¿no cree?

No contesté. La obvia respuesta quedó en el aire: «Depende de cómo sea ella y… del servicio».

—Bueno… El caso es que no le pagué los quinientos florines ni me acosté con ella.

Se atusó el bigote, retrasando su siguiente pregunta.

—¿Por qué no se acostó con ella aquel día, después de haber estado hablando con ella en el bar?

—Temía que su chulo lo descubriese. Era un… servicio por su cuenta. Supongo que así es como lo llaman; un trato entre ella y yo, sin darle cuentas al chulo. Además, me pareció que era una yonqui.

—¿Ah sí?

—Sí, necesitaba el dinero para comprar droga. Heroína —dije dándome unos golpecitos en el brazo—. Vi marcas de agujas.

El inspector guardó silencio unos momentos.

—Además, no llevaba tanto dinero encima. —Pensé que acaso era dar demasiadas explicaciones. Opté por simplificar y añadí—: Quedamos en volver a vernos al día siguiente, en el mercado de las flores.

—¿Y adónde pensaba llevarla, señor Clarke? ¿A su hotel?

—No, no quería arriesgarme a que la vieran entrar los de recepción.

—¿Adónde entonces?

—Me dijo que iríamos a un apartamento. Pero no me precisó dónde.

La mirada de Oosterling siguió mi mano hasta el cenicero y luego hasta la boca. Inhalé el humo y exhalé una boca nada que lo oscureció unos momentos, antes de dispersarse hacia la adensada neblina que se acumulaba bajo el techo.

—Sí, ya sé que me arriesgaba —me anticipé a contestar a la previsible pregunta. Aspiré de nuevo el humo—. Fue una estupidez.

—Dispone de quinientos florines en efectivo y va con una chica de la calle a un lugar desconocido…

—Como le digo, fue una estupidez —dije tratando de ver qué efecto le hacía mi explicación—. Yo…, bueno… era inglesa. Escocesa. No sé si fue ésa la razón de que, pese a todo, me inspirase más confianza.

Noté que no colaba.

—En fin…, si he de serle franco —proseguí—, me apetecía tanto acostarme con ella que no sabía lo que hacía. Quiero decir que no reflexioné. En lugar de pensar con la cabeza pensé… con otra cosa.

—¿Ha estado con otras prostitutas en Amsterdam? —me preguntó Oosterling.

—No… —contesté titubeante—. O… bueno, sí.

—¿Y siempre paga quinientos florines?

—No, cincuenta; con las chicas de las ventanas, o puede que algo más, según la chica.

—Quinientos por tirarse a una yonqui.

De nuevo tuve la sensación de que nada en el inspector revelaba una actitud hostil…, salvo las palabras que utilizaba. No contestarle a algo equivalía a asumir. Su librillo parecía dar por sentado que el que calla otorga.

—Es que por quinientos florines me ofrecía estar dos horas con ella, no sólo veinte minutos. Además, me haría lo que yo quisiera. «Lo que quieras». Así me lo dijo.

—¿Y ha sido ésa la razón de que venga a Amsterdam? ¿En busca de sexo?

—Sí.

Oosterling asintió con la cabeza y volvió a consultar su bloc de notas.

—De modo que… el otro día me mintió. Acerca de su visita al mercado de las flores, y acerca de esa chica. Me dijo no haber estado en compañía de ninguna chica.

Bajé la vista.

—Temía que mi esposa se enterara. Si no mencionaba a ninguna chica, todo se reduciría a uno de tantos atracos a turistas. Un atraco fallido. Pensé que no tendría ningún problema por no mencionar a la chica.

—¿Cree su esposa que está aquí por trabajo?

—Sí.

—¿Por cuenta de una financiera?

Lo miré. Él se recostó en la silla y apoyó la cabeza en las manos entrelazadas. Al subírsele la chaqueta reparé en dos manchas ovaladas de sudor en su camisa, bajo las axilas. Me pareció notar en su expresión que no estaba en absoluto satisfecho con mis declaraciones. Opté por adelantarme a sus previsibles objeciones.

—Mire…, si esto…, si mi esposa se enterase… se acabó —dije tragando saliva—. Y la idea de perderla, de perder a mis hijos…

Me dirigió una mirada de desprecio. «¿Qué clase de padre, qué clase de esposo va a Amsterdam en busca de sexo?». Pensé que si Oosterling tenía una hija, debía de ser, más o menos, de la edad de Kirsty. A sus ojos yo era patético. Y esto me convenía porque era preferible que me considerase patético que sospechoso de implicación en un delito grave. Con tal de que me creyera, me daba igual caerle simpático como que me despreciase.

—¿Cree que ella se proponía robarle? —dijo el inspector al fin, tras un incómodo silencio—. ¿Cree que la tal Kirsty, la señorita Mary Ruth McAllister, quiso tenderle una trampa para atracarlo?

—Sí, fue una trampa. Una emboscada. Estoy totalmente seguro.

Le expliqué el extraño comportamiento de Kirsty, momentos antes de que el tipo que se anudaba el zapato me atacase; de qué modo se alejó, prácticamente corriendo, sin mirar atrás ni pedir socorro cuando los dos tipos, sus cómplices, me atacaron. De no ser por la intervención del obrero del mono, le dije, no habría podido salir con bien del atraco. En el mejor de los casos me habrían robado los quinientos florines; y, en el peor, podían haberme apuñalado y dejarme agonizar en el callejón. Pero no verbalicé el posible «fatal desenlace». No era necesario. Quedaba implícito.

Oosterling sacó una fotografía de una carpeta. Dijo algo en holandés y luego me miró.

—¿Es ésta la chica?

Miré la foto. Una pelirroja de piel alabastrina; algo más joven y de aspecto más saludable. Pero no cabía duda de que era Kirsty. Aún me parecía oler a coco. Asentí con la cabeza.

—Dígalo en voz alta, por favor. Para la grabación.

—Sí, es ella.

Oosterling volvió a rebuscar entre sus papeles. Noté que se impacientaba al no encontrar lo que buscaba. Apagué el cigarrillo y aguardé a que continuase. Su compañero me miró con fijeza. Pareció incomodarlo que le devolviese la mirada. Saqué otro B&H del paquete, pero cambié de idea y lo volví a guardar. Al hacerlo, el inspector sacó de una carpeta una hoja de cartón con diapositivas.

—¿Ve aquí a los dos hombres que lo atacaron?

Los examiné. Había una docena; blancos y negros. Los estudié detenidamente. Ninguno de ellos se parecía a los que me atacaron, aunque cuatro de los tipos blancos me resultaron inmediatamente familiares. Se me hizo un nudo en el estómago. Si admitía conocerlos, tendría que explicar todo lo que hasta entonces había conseguido ocultar (mi verdadero propósito para viajar a Amsterdam; mi entrada ilegal en el país; mi conexión, vía Rosa, con los canallas del número 37 de Pijlsteeg; y… mi verdadero nombre. Me detendrían y me expulsarían del país, sin posibilidad de cumplir la misión de Rosa. Entre los tipos que aparecían en las fotografías estaba el chulo de Kirsty, el tipo sin cejas; Max van Dis; el cómplice de Van Dis en el tren, a quien había visto en la filmación de la cámara de la estación de Reading. El cuarto hombre que reconocí en una de las diapositivas era Nikolaas van Zandt. Examiné la imagen un poco más que las anteriores y luego le devolví la hoja a Oosterling.

—No —dije sin faltar a la verdad—. Ninguno de estos hombres me atacó.