Prólogo

La verdad es que la engañé para que se enamorase de mí. Rosa Kelly: pelo castaño, ojos azules (una pérfida combinación). Pudo haber elegido a otro, pero se enamoró de mí. Aunque…, quizá, decir que la «engañé» tenga inadecuadas connotaciones. ¿Y si lo expresase de otro modo? ¿Y si dijese que, más que engañarla, la seduje? Sí. Es mucho más apropiado. Seducida. Es un concepto comparable a «embrujada», una palabra que sugiere sensualidad y encantamiento. Para hacer convincente la ilusión con que la seduje, necesitaba darle cierta apariencia de algo sobrenatural y la intimidad del tacto. Estábamos en un pub de Oxford, el Eagle and Child (paneles de madera, mesas separadas por mamparas y acogedores rincones). No nos conocíamos. Yo estaba con mis amigos y ella con los suyos. Una de las personas de mi grupo conocía a una del suyo y, tras una complicada redisposición de mesas y sillas, nos juntamos un total de trece, un número que los supersticiosos consideran de mal agüero. Pero yo no lo soy. Reparé en Rosa antes de que los dos grupos se uniesen, aunque tuve buen cuidado de que no se notase que me había fijado en ella más que en las otras recién llegadas a nuestro etílico y humeante rincón. La posición de la sillas —juro que no fue cosa mía, pues estuve muy ocupado en el traslado de vasos, copas y jarras— hizo que quedásemos sentados uno frente al otro. Ella fumaba Marlboro y bebía una cerveza belga flojita directamente de la botella. Su sombra de ojos era verde pálido, a juego con su lápiz de labios. Llevaba anillos en los diez dedos de las manos.

—Cuidado con éste, Rosa, que es mago —dijo uno de mis amigos una vez concluidas las presentaciones.

Rosa inhaló profundamente el humo de su cigarrillo y luego lo exhaló hacia el otro lado de la mesa.

—Pues, mira… —dijo ella—. Acabo de hacerlo desaparecer con una simple bocanada de humo.

Todos se echaron a reír.

Oportuna y precisa.

Pude haberme acercado a él y sacarle un ganchito de queso y cebolla de detrás de la oreja. Pero cuando a uno lo acaban de eclipsar en público, lo menos embarazoso es encajar la broma de buen talante. Además, ¿un ganchito? Podía interpretarlo como una invitación a engancharse. De modo que me uní a las risas de los demás. La voz de Rosa era un poco ronca; su acento, una curiosa mezcolanza de irlandés y londinense; sus ojos y su boca reían con perfecta sincronización, como si lo que más le gustara fuese que la hiciesen reír. Ladeó la cabeza y le pidió al chico que estaba a su izquierda que le pasara un cenicero. Empezaron a charlar. Su melena negra rozaba una y otra vez en el hombro de su interlocutor, al inclinarse ella para oír lo que decía. Yo bebí un trago, hablé con mis amigos y luego fui a la barra y al lavabo. Y, con discreción, observé sus manos (los anillos; las uñas pintadas de verde esmeralda; su manera de coger el vaso; de encender el cigarrillo). Tenía los dedos largos y huesudos; las muñecas delgadas, ceñidas por pulseras de todas clases, que asomaban de las bocamangas de un jersey de lana multicolor varias tallas más grande que la suya. A cada nuevo botellín de cerveza raspaba la etiqueta con la uña del pulgar hasta hacerla desaparecer.

Yo tengo manos de mago. No quiero decir que tengan el tamaño y la forma perfectos para mi trabajo, porque es raro ver unas manos perfectas en este sentido. Ayuda tener las manos lo bastante grandes para facilitar, pongamos por caso, la ocultación de un naipe. Pero las manos grandes tienen también los dedos grandes, menos adecuados para las manipulaciones que requieren mayor agilidad. El quid está en la adaptación. Casi todas las deficiencias anatómicas de las manos pueden, dentro de lo razonable, ser compensadas por la práctica rigurosa, o mediante apropiados recursos (si tiene uno las manos pequeñas, basta con utilizar un mazo de naipes más pequeño). Mis manos no son demasiado grandes ni demasiado pequeñas. Lo que sí tienen es mucho entrenamiento. Me he educado en la destreza y en la ambidextria. Una especialidad de mi repertorio es el «camuflaje» (mostrar una mano vacía en la que, en realidad, tengo algo). Si se hace con torpeza, a esto se le llama en la profesión «lavado de manos». Dos consejos: uno, ensayar frente a un espejo hasta que los movimientos parezcan del todo naturales; dos, no mirarse nunca las manos mientras se efectúa un número, porque el público mira, indefectiblemente, sólo hacia donde uno mira.

Las manos de Rosa no eran mágicas; pese a su deliberado disfraz de adornos y manicura, revelaban más de lo que ocultaban. Ansiaba tocarlas, retenérselas.

Llevábamos un buen rato bebiendo cuando una consabida petición surgió del runrún de las conversaciones que se superponían.

«Eh, Red, haznos un número».

Incluso mis amigos más antiguos me lo piden. Pero acaba uno por acostumbrarse.

—Actúo en Crucible, en Sheffield, el próximo viernes. Podéis ir.

—Vamos, no me jodas y haznos algo.

—No, si yo no te jodo. Jódete tú.

—¿Yo? Ésa es la ilusión del gay desesperado. No es para mí —replicó riendo de buena gana.

Pero termina uno por acceder. Y siempre hace participar a otro en la ilusión, porque les encanta.

«Necesitaré un voluntario. Vamos, no seáis tímidos…».

Aquélla noche establecí contacto visual con el otro lado de la mesa. Iris azules; sombra de ojos verde. Sin aparente nerviosismo. La expresión de Rosa me dijo: ¡Ni se te ocurra! Pero la entusiasta coerción de los demás, al acercar más las sillas a nuestra mesa, hizo que le resultase más embarazoso negarse que acceder.

—Bueno. De acuerdo.

Actitud desafiante. Sus ojos, su tono de voz y la postura de sus hombros me indicaron que estaba dispuesta a no dejarse impresionar: nada de lo que yo hiciese iba a sorprenderla ni interesarle lo más mínimo; ni le pasaría inadvertida ninguna manipulación. Y, si trataba de hacerla quedar en ridículo, me llevaría un chasco, porque le importaba un pito lo que los demás pensaran de ella y, menos aun, lo que pensara yo.

—Si te portas bien —me dijo sonriente—, te dejaré que hagas aparecer una jirafa de un globo.

Le dije que extendiese las manos con las palmas hacia abajo. Y lo hizo. Tomé sus manos y las acerqué al centro de la mesa. Las tenía frías y resecas. Entonces solté las manos y le dije que cerrase los puños. Y lo hizo. Todos guardaban absoluto silencio, observando y escuchando con embelesada atención.

—Eres católica, ¿verdad? —le dije.

—¡Menuda perspicacia! ¿Qué quieres que sea, con este acento irlandés de Kerry?

Se oyeron algunas risas.

—¿Crees en los estigmas?

—¿En qué?

—¿En que podemos ser marcados con las señalas de Cristo crucificado?

—Oh, claro, no faltaba más.

Entonces hundí la yema de mi dedo corazón derecho en el cenicero, atestado de las colillas de los cigarrillos de Rosa. Mostré la mancha gris plateada de la yema del dedo y dije:

—Frotando esto en el dorso de tu puño, haré que la ceniza pase a través de la mano y aparezca como un estigma en el centro de la palma de tu mano.

«Oh, claro, no faltaba más», dijeron sus ojos.

Permanecí unos instantes sin mover un músculo de la cara, en actitud de absoluta concentración. Entonces posé la yema del dedo en el dorso de su mano derecha, y empecé a masajear la ceniza suavemente en su pálida piel con movimiento circular. Las pulseras tintineaban al entrechocar, debido al involuntario movimiento de la muñeca, al reaccionar a la presión de mi dedo. Todas las miradas estaban fijas en el punto de contacto, en el negruzco rodal que manchaba la piel.

Rosa alzó la vista, me miró unos momentos y luego volvió a dirigirla a su mano.

—Ahora, Rosa, por favor, abre el puño y enseña la palma de la mano.

Y lo hizo. No había señal alguna en su palma. El silencio dejó paso a ahogadas risas, burlas y abucheos. Rosa volvió a mirarme y sonrió con afectación. Yo fingí una expresión de alarmado desconcierto. Ya estaba a punto de recostarse en el respaldo de su asiento.

—¿Eres zurda? —le pregunté de pronto.

—Sí —repuso ella.

—¿De veras?

—Sí.

—En tal caso, ¿querrías abrir el puño izquierdo?

Fue entonces ella quien puso expresión de perplejidad. Su sonrisa se hizo vacilante. Los presentes que nos observaban volvieron a guardar silencio, fijando su atención en su puño izquierdo. Rosa abrió los dedos y, lentamente, titubeante, volvió la palma hacia arriba. En el centro se veía una inequívoca mancha de ceniza de cigarrillo.