Esto es especial, dice Luke. Doscientas libras. Y digo: ¿De qué va la cosa? Y Luke contesta: Con dos; uno folla y el otro mira. Yo le digo que no quiero ni oír hablar del asunto y él me dice que no hay problema, porque estará en la habitación de al lado por si me hiciesen algo. Que ha visto mi fotografía, me dice Luke (el que quiere mirar, un tal Peters, un cincuentón que está forrado y, por lo visto, colado por mí).

—¿Y por qué no quiere hacerlo él?

Luke se encoge de hombros.

—Lo pone cachondo ver a jóvenes bonitas montándoselo con chicos jóvenes y guapos.

—¿Un chico?

—Diecisiete, igual que tú.

—¿Cuántos tiene, Luke?

—Se trata del señor Peters. Y se hace lo que él dice. ¿Entendido?

Luke me mira y se da cuenta de que no estoy por la labor.

—Son doscientas libras —insiste—. Piénsalo.

Le replico que les diga al señor Peters y a su muñequito que se la machaquen. Luke se encoge de hombros como si le importara un pito. Pero no. Entonces va y me dice que me la guarda. Sin gritar ni nada, tan normal como si me dijese lo que dan por la tele. Que no me iba a follar hasta que se lo suplicase.

—Me lo montaré yo sola. No te necesito.

—¿Tienes algún sitio donde te lo den gratis? —me dice—. ¿Dónde? ¿Dónde te lo dan gratis, Rosa? ¿Quieres decírmelo? Me gustaría verlo. Dímelo, que me apunto.

—No te necesito.

—¿Tienes coche? ¿Teléfono? ¿A lo mejor tienes hasta apartamento y yo in albis? O a lo mejor es que prefieres hacer la calle y meterte en un callejón con cualquier tipo. Hacer la calle y topar con uno que te lleve a un callejón y te dé por el culo con una botella rota. ¿Bonito, eh, Rosa? Ni para dos papelinas te iba a pagar.

Estamos en el dormitorio de Luke, el señor Peters, el chico y yo. Luke está en la cocina. Lo oigo merodear por el apartamento. Oigo la radio. El señor Peters no se quita la ropa, ni se la casca ni nada. Sólo mira y nos dice lo que tenemos que hacer. En realidad, no me causa problemas el señor Peters. Es simpático y me llama por mi nombre. Lleva traje y corbata, y un peluco; y un pañuelo de seda que asoma por el bolsillo de la chaqueta. Me dice que lo llame Jan. Yaan. Por su acento, le pregunto si es alemán, y se echa a reír. El chico tiene unos catorce años. No llego a enterarme de cómo se llama. Tiene pinta de esos que salen en las revistas de adolescentes. Está acojonado. He de enseñarle cómo se hace y, mientras lo hacemos, pienso doscientaslibras, doscientaslibras, doscientaslibras.

El señor Peters —Jan— sale a ver a Luke. El chico y yo nos duchamos por turno y nos vestimos. Nos sentamos en el dormitorio, a esperar. No tenemos nada que decirnos. Entonces Luke y Jan vuelven y Jan sonríe y me mira. Por su manera de mirarme, me vuelvo hacia Luke y le pregunto de qué va la cosa. Luke no me mira a los ojos, sólo mira al suelo, al techo, a las paredes…, a todas partes menos a mí. Le pregunto qué coño pasa, y no me dice nada ni me mira. Y durante todo el rato el tal Jan sonríe de oreja a oreja.

—Rosa, cariño, ¿no has estado nunca en Holanda? —me pregunta Jan.