Ciclismo

Las preguntas conducían a una conclusión. A través del balcón, veía a los funcionarios de la policía judicial con sus monos. Portaban bolsas de plástico llenas con lo que deduje que eran pertenencias de Rosa. Una nube acababa de tapar el sol y el detective del pelo cobrizo ya no entornaba el ojo. Ahora bostezaba; parecía más cansado que aburrido. Pues… si le contara cómo estoy yo…, pensé. Tenía agujetas en la cara posterior de los muslos de estar tanto rato sentado en la misma postura. Descansé el peso del cuerpo en el otro pie, escuchando a medias al inspector Strudwick explicar que deseaba comentar cuestiones «más personales». De mí y de Rosa. Contesté con tiento a sus preguntas, y luego me soltó otra.

—¿La describiría usted como una persona excesivamente reservada?

Reflexioné un momento.

—¿Qué quiere decir con «excesivamente reservada»?

—Que si tuvo alguna vez la sensación de que le ocultaba cosas.

—¿Como qué?

—Su trabajo en el periódico. Usted creía que trabajaba allí a jornada completa…

—Me enteré luego.

—Bien. ¿Y qué me dice de la carta que le escribió y que no llegó a echar al correo? La posdata. —El inspector consultó su bloc de notas y luego añadió—: Aquí está: «No le digas nada de mí a nadie». ¿Por qué le escribió esto?

Me encogí de hombros.

—¿No cree que su posdata era una manera de insinuarle que sospechaba que podían venir a hacer preguntas acerca de ella?

—Dudo que imaginase que iba a morir.

—Puede. Pero sí sabía que se marchaba para no volver. Por lo menos, no con usted. —Hizo una pausa como para dejarme digerir el comentario y prosiguió—: ¿Por qué lo dejó, señor Brandon?

—No tengo ni idea.

—No tiene ni idea —dijo en tono más afirmativo que de pregunta. Su expresión no dejaba traslucir nada, pero el tono delataba escepticismo.

—Mire, durante todo el tiempo que estuvimos juntos, tuve la sensación de que podía marcharse en cualquier momento. No podía dar uno nada por sentado respecto a Rosa. Vino a vivir conmigo por un impulso y, por lo visto, por un impulso se marchó.

El inspector volvió a mirar sus notas.

—«Me marcho. No he de decirte por qué», parece apuntar a algo más que a un impulso —dijo el inspector mirándome con fijeza desde el otro lado de la mesa—. Suena como si pensara que usted sabía perfectamente cuál era la razón.

—Pues no —dije meneando la cabeza—. No. Yo no lo interpreté en el sentido de que no necesitase decírmelo sino de que no tenía obligación de decírmelo.

—Vivieron juntos durante un año, como pareja; y ella se marcha sin razón aparente. Sin ninguna explicación; nada.

—Así era ella.

—¿Y a usted le gustan esa clase de relaciones? —me preguntó mirándome sin sonreír.

—Era la única clase de relaciones que estaba dispuesta a mantener —repuse, mirándolo a mi vez con la misma seriedad.

Se marcharon al poco. Unos minutos después, el ayudante del inspector regresó con Merlín bajo el brazo. El gato, que parecía desmadejado, miraba hacia abajo desde aquella altura, desconcertado por no poder tocar el suelo con las patas extendidas. El sargento Crookes me explicó que uno de los funcionarios de la policía judicial había visto moverse algo en una de las bolsas que habían cargado en la furgoneta. Dejó a Merlín en la entrada y el gato se escabulló de inmediato entre mis piernas, hacia el interior de la casa.

—La gata era de ella, ¿verdad?

—Es macho. Y tiene suerte de que no se le haya orinado.

El sargento me miró muy serio y señaló hacia uno de los vehículos policiales aparcado en la calle.

—Ése privilegio se lo ha reservado el inspector, señor.

Fui en bicicleta hacia el centro de la ciudad, desmonté en Bonn Square y fui andando con la bicicleta de Rosa hasta Carfax, antes de volver a montar y continuar por la cuesta de High Street. Rosa no tenía en cuenta por sistema la prohibición de ir en bicicleta por Queen Street, igual que en todas las zonas peatonales de Oxford, por más veces que la obligasen a bajar. Tampoco se molestó en reponer el faro después de que se lo robasen una noche que la dejó con la cadena puesta frente a un pub. ¿Molestarse en desmontar el faro y llevarlo consigo? «¿Al pub? ¡Vamos anda!». Se le antojaba más molesto desmontar el faro que circular sin él.

Seguí con la bicicleta por el puente Magdalen. Unos madrugadores amantes del picnic habían dispuesto sus viandas en la franja de hierba, frente al Cherwell. Se veían varias bateas en el río. Cinco minutos después, volvía a desmontar, casi sin resuello y acalorado por el paseo. Fijé la cadena de la bicicleta a la barandilla de la acera, frente a una casa de ladrillo rojo de Cowley Road.

Dympna debía de estar mirando por la ventana, porque al asir la aldaba, me sorprendió ver que la puerta se abría. Me dio la impresión de probarse una sonrisa que no le venía. Nos saludamos. La seguí pasillo adelante hasta su habitación. Las paredes y las puertas del armario empotrado estaban cubiertas de pósters de músicos y escritores irlandeses —un cantante pop y un Joyce con gafas, codo con codo—. El llamativo estampado del edredón y los cojines, a juego con las cortinas de color mandarina y carmesí y la alfombra de alegres dibujos, creaba un ambiente psicodélico. Habíamos estado en aquella habitación muchas veces —Rosa y yo, Dympna y John— fumando, bebiendo, charlando sin parar, y cantando al compás de la música hasta el amanecer. Ahora, en cambio, me sentía como un extraño.

Dympna me hizo té y puso galletas en unos platitos —por hacer algo, dio la impresión, más que por verdadero sentido de la hospitalidad—, como para retrasar el momento en que tendríamos que dejar de hablar del tiempo, y de preguntarme si lo quería con o sin leche, con o sin azúcar.

No nos veíamos desde el funeral, y sólo habíamos hablado una vez, al telefonearla yo para decirle que quería verla. La miré desde el único sillón; su almiar de rizos de color rubio rojizo rebosaba de la cinta azul que ceñía su frente. Tenía hoyuelos en los codos e iba descalza. Llevaba una camiseta holgada y unos pantalones vaqueros arrugados. Era la mejor amiga de Rosa. Compartieron un apartamento en Londres años antes. Perdieron el contacto después de que Rosa se trasladase, y luego reanudaron su amistad tras coincidir en un festival de rock irlandés. Por entonces, Rosa estaba sin trabajo y Dympna —que trabajaba en Oxford como articulista en Erin— le consiguió un puesto de ayudante editorial, y le encontró alojamiento con una amiga. Ésa era la historia.

—¿Demasiado fuerte?

—No, está bien.

Posé la taza en el ancho brazo del sillón junto a un platito de galletas. Dympna se sentó en una de las sillas de respaldo recto frente a la mesa. La luz que entraba por la ventana le daba un aspecto cremoso a su rostro lleno de pecas. Se oía una radio sonar en otra de las habitaciones. La vajilla del desayuno, reluciente, estaba en un escurreplatos de alambre junto al fregadero. La habitación apestaba a olla podrida y a porro.

—¿La echas de menos?

Se lo pregunté sin pensar. Se me ocurrió de pronto y se lo dije. También pensé que era la primera vez que estábamos a solas.

—Muchísimo —musitó Dympna bajando la vista.

Me dije que estaba a punto de hacerme la misma pregunta. Pero no me la hizo. Simplemente, me miró y luego ladeó la cabeza hacia la ventana. Transcurrieron unos momentos un tanto embarazosos, mientras tratábamos de mostrarnos amables ofreciéndonos cigarrillos. Ella accedió y fumamos de los míos.

—Tengo entendido que la policía estuvo en la redacción del periódico —dije.

—Sí —asintió Dympna, a la vez que se remetía unos rizos bajo la cinta del pelo—. Son unos cabrones.

—También han estado en mi casa.

—Ya lo sé.

—Creen que pudo haber estado mezclada con el IRA.

Ella asintió con la cabeza. Se había alcanzado dos galletas y mordisqueaba como una ardilla la fina capa del relleno de crema de chocolate.

—¿Creen que también pudiera estar vinculado alguien del periódico? —pregunté.

—¿Lo crees ?

No contesté. No me pareció que tuviese que hacerlo y pensé que mi expresión así lo dejaba traslucir. La hostilidad de Dympna remitió visiblemente. Acabó por comerse toda la galleta.

—Si quieres que te dé mi opinión —dijo ella con un ademán desdeñoso—, la policía no tiene ni idea de nada.

Aunque ya no se mostrase abiertamente hostil, a medida que nos adentramos en la conversación, quedó claro por su talante que ella era amiga de Rosa y no mía. Si yo esperaba una colaboración más calurosa —siquiera condolencia o simpatía—, a causa de nuestra mutua pérdida, me equivocaba. Todos sus movimientos, todas las expresiones de su rostro, cada palabra, encubrían preguntas silenciadas. ¿A qué has venido aquí? ¿Qué quieres de mí?

—Rosa te lo dijo, ¿no?

—¿Decirme qué?

—Por qué me dejaba.

—¡Pero Red…! —exclamó exhalando el humo.

—No importa, Dympna, no hablemos de ello si no quieres. —La miré mientras apagaba el cigarrillo B&H, a medio fumar, y añadí—: No lo digo por mí, sino por tratar de entender por qué murió. Quiero decir que no se trata de mí y de ella, sino de ella.

Dympna no contestó; ni siquiera me miró, pero su desdén era palpable. No me iba a quitar el sueño. Hice caer la ceniza de mi cigarrillo, al que apenas había dado dos caladas, y aspiré el humo.

—¿Sabes qué hacía Rosa los jueves y los viernes? —le pregunté mientras el humo se dispersaba.

No contestó.

—¿Sabes a qué iba a Amsterdam?

Tampoco contestó.

—¿Quién es Charity Jackson, Dympna?

Frunció el ceño pero siguió con el mismo mutismo.

—Está bien, dime entonces quién es Vicky.

Noté un matiz distinto en su silencio al hacerle esta pregunta.

Dympna sonrió y alzó la vista. Se le humedecieron los ojos.

—Rosa y yo solíamos dormir juntas cuando vivíamos en Londres. Nada de sexo, sólo compartíamos la cama. Si una de nosotras pasaba por un mal momento, a causa de algún chico, claro, nos tapábamos hasta las orejas y hablábamos hasta quedarnos dormidas. Ella siempre decía que… yo olía a helado de vainilla.

Dympna rompió a llorar.

—Y así se os pasaba todo, ¿no? —dije.

Pues vaya… Me irritó deducir que Dympna no sólo conocía a Rosa desde hacía más tiempo que yo, sino que su relación había sido de una naturaleza que yo, como hombre, sólo podía aventurar. Y sentí celos, la verdad.

—Un arrumaco y una cariñosa charla bajo las ropas de la cama y… se acabó: problema solucionado.

Dympna se secó las lágrimas.

—Yo no he dicho que solucionásemos nada —replicó.

Me afloró un recuerdo: Rosa chupándose el pulgar, sin saber que la observaba, dormida. Por la mañana, se echó a reír al comentárselo, pero noté que la violentaba saber que la había visto en una actitud de niña indefensa.

Bebí un sorbo de té. Estaba casi frío y apenas lo toqué.

—Yo también la he perdido —dije.

—Claro.

—¿Por qué…? ¿Le diste tu palabra de que no dirías nada? —le pregunté en tono conciliador.

—No era necesario —contestó con frialdad.

—¿Ni siquiera a mí? ¿Ni siquiera después de lo que ha ocurrido?

Movió la cabeza.

—Está bien, si no quieres contarme nada dime, por lo menos, dónde puedo encontrar a la tal Vicky.

Dympna me pidió que me marchase. Concretamente me dijo: «Me parece que será mejor que te marches, Red». No lo dijo de mal talante sino cansada (como una inválida que despidiese a quien había ido a visitarla, fatigada por su compañía). Su silla chocó contra la pata de la mesa al levantarse. Fue al fregadero y echó los posos de su té.

—Nunca te he caído bien, ¿verdad?

—Estabas con Rosa, y yo confiaba en su criterio —me contestó mirándome. Titubeó unos momentos y sonrió sin ganas—. ¡Joder, Red! ¡Claro que me caías bien!

—¿Fue a ti a quien le pidió que fueses a recoger sus cosas a mi casa?

La sonrisa se evaporó. Permaneció unos momentos en silencio y luego asintió con la cabeza.

—¿Y te dijo por qué?

—No, sólo me dijo que se marchaba.