Conversaciones con Lena (2).
Le pregunté a Lena si le había hecho alguna fotografía a Rosa. Un retrato. O si se había limitado a fotografiar paisajes ciudadanos para reflejar el ambiente de Amsterdam. Y me contestó que, cuando le hacía una foto a alguien en Amsterdam, ya reflejaba el ambiente de Amsterdam. Porque, ¿no iría yo a creer que las ciudades sólo consistían en edificios, calles y canales?
Sonreí.
—No quisiera ser maleducado, ¿pero no te decía nunca Rosa que eras una lianta?
—¡Ya lo creo! Todos los días —repuso más risueña que antes—. «Vamos, Lena, no seas lianta» —añadió imitándola bastante bien.
Nos echamos a reír de una manera que dejó implícito el inexpresado vínculo que había entre nosotros. Luego, nos invadió la tristeza porque la «recreación» de Rosa no hizo sino poner un perverso énfasis a su ausencia. Lena salió de la cocina. Al cabo de un momento, me llamó y la seguí al dormitorio. La cama estaba hecha y encima había una maleta abierta a medio hacer. Del asa colgaba una etiqueta de la KLM. Lena sacó del armario ropero un pesado rectángulo, enfundado en un envoltorio de burbujas. Lo puso a los pies de la cama y lo desenvolvió.
La fotografía, en blanco y negro y enmarcada en madera, mostraba a Rosa de perfil, de cintura para arriba. Uno de sus pechos quedaba parcialmente expuesto en el escote de una bata de color oscuro, que hacía que su piel pareciese más pálida. No se apreciaba maquillaje. Tenía el pelo enmarañado y parecía mojado. Con la mano izquierda sostenía una jarra, en un gesto que igual podía indicar que iba a llevársela a los labios o a posarla en alguna parte. Llevaba anillos en todos los dedos. Lo que más llamaba la atención en la foto era la relajada naturalidad de la escena. Cualquiera que la viese compartiría la experiencia del fotógrafo de captar a Rosa sin que ella lo advirtiese. No miraba a la cámara sino hacia algo o alguien que no aparecía en el encuadre, con una sonrisa desinhibida, de irresistible atractivo. Parecía llena de vida.
Lena hizo que apoyase la cara en su hombro, sin preocuparle que mis lágrimas le mojasen la blusa. Cuanto más trataba de contener el llanto más profusamente brotaban mis lágrimas, y más audibles eran mis sollozos. Noté su mano cálida en el cuello. Su cuerpo desprendía un aroma a flores. No hablamos. Yo lo intenté, pero no me salían las palabras, en parte porque Lena me acallaba con la leve presión de su abrazo. Cuando al fin dejé de llorar sacó un pañuelo. Nos soltamos y, al hacerlo, no tuvimos una sensación de amable intimidad sino que nos sentimos cohibidos, violentos. Nos comportamos con torpeza. Me limpié las lágrimas y seguimos a los pies de la cama, volviendo a mirar la foto muy serios.
—Hice esta foto después de que huyese de Pijlsteeg —me dijo.
—¿En el refugio o en Inglaterra?
—En Inglaterra. Más o menos un año después.
Señalé la maleta y la etiqueta de la compañía aérea.
—¿Es de ahí de donde acabas de llegar?
Lena me sonrió.
—Es curioso. Tú aquí en Amsterdam buscándome y yo en Inglaterra a visitar a mis amigas.
—¿Dónde?
—En un refugio. No me preguntes dónde está porque no te lo diré.
Noté que me sonrojaba. Aún tenía las pestañas húmedas de lágrimas. La fotografía de Lena revelaba muy poco del lugar. Al fondo se veía una pared blanca y el follaje de una planta de jardín que, con la engañosa perspectiva, daba la impresión de brotar de la espalda de Rosa. Podía ser una habitación de cualquier parte.
—Fui con Rosa. La ayudé a salir de Amsterdam —prosiguió Lena.
—¿Existe una tal Vicky, que trabaja allí, en el refugio? ¿O vive allí? Creo que su verdadero nombre es Carole-Ann.
No me contestó. Le mencioné el paquete que contenía efectos personales de Rosa; el nombre de Vicky, que aparecía en una hoja de anotaciones de partidas de rami; el pasajero de pelo castaño y corto, filmado por una cámara del andén de la estación del ferrocarril de Reading; la amiga de Rosa en el pub, la noche que hice el número del estigma de la ceniza; la mujer cuyo número de teléfono localicé en una de las facturas detalladas que envía la compañía, y que recibió medio mensaje mientras yo le hablaba a su contestador automático. Su acento de Newcastle: «No les digas nada de mí, ni una palabra…». Y cuando le pregunté por qué me había enviado las cosas de Rosa: «Lo de la bolsa fue un error. La jodí con la bolsa…».
Durante todo aquel rato tuve la sensación de que no le estaba diciendo a Lena nada que no supiese.
—Carole-Ann ya no vive en el refugio —me dijo.
—¿También trabajaba como prostituta aquí en Amsterdam?
—Claro.
Volví a mirar la foto, consciente de que, de un momento a otro, Lena volvería a guardarla, como un tesoro que ocultase de nuevo. Poco a poco, nos fuimos inclinando a hablar de Rosa: de su fotografía. De mi Rosa.
—Tengo montones de fotografías suyas —dije—. Pero ninguna tan buena como ésta.
Lena la envolvió de nuevo con cuidado y la dejó en un estante junto a un montón de paquetes similares. «Poca pared para tantas fotos». Cerró el armario. Una vez guardada la foto ya no tenía sentido seguir en el dormitorio. Volvimos a sentirnos cohibidos. Que tenía que ir sin falta a recoger su ropa a la lavandería, me dijo Lena. Noté un acceso de ansiedad. Ella era lo único que tenía de Rosa allí en Amsterdam, mi único contacto.
—¿Quieres que me marche? —le pregunté.
—No, no, por favor. Tienes que quedarte.
Que regresaría enseguida, me dijo. «Queda cerveza en el frigorífico», añadió con amabilidad de azafata. Pero en su mirada, en su talante y en su voz, detecté el mismo pánico. Tenía tanto miedo a dejarme marchar como yo a perder el contacto con ella. Lo que yo no acertaba a adivinar era por qué.
Cuando Lena se hubo marchado, fui a por una cerveza, encendí un cigarrillo, con una mezcla de excitación y sentimiento de culpabilidad, que me recordaba lo que sentía de niño cuando me quedaba solo en casa. Curioseé por el apartamento. Abrí cajones y armarios; registré los bolsillos de chaquetas y abrigos; y les eché un vistazo a las cartas de un tarjetero. No buscaba nada en especial ni encontré nada extraordinario. El contenido de la maleta tampoco fue muy revelador: ropa, una novela de bolsillo en holandés, un estuche de tocador, dos rollos de película gastados, un compacto de Hothouse Flowers en una bolsa de W. H. Smith, con el ticket de compra fechado el día anterior, expedido en una sucursal de Londres. Había un teléfono en su mesita de noche. Llamé a Denis y hablamos brevemente: sí, había estado fuera (contratado sin apenas tiempo de avisar a nadie para una función en Alemania). No, no se había enterado del apuñalamiento en una calle cercana al mercado de las flores. Y.… por supuesto que podía ir a su casa. Al colgar, oí que introducían la llave en la cerradura de la puerta delantera. Volví al salón justo a tiempo de ver aparecer a Lena en la entrada con una enorme bolsa negra, algo acalorada y casi sin resuello, después de acarrear la bolsa por la calle y subir dos tramos de escaleras. Me sonrió complacida al verme.
—Si tan ansiosa estaba por huir, ¿por qué volver?
—¿A Amsterdam? Rosa venía aquí a menudo.
—No. Me refiero en el tren, el día que…
Era difícil interpretar la expresión de Lena.
—¿Quieres decir que no fue su primer viaje? —añadí.
—Mira… Tú quieres hablar de Rosa. Pero eso significa hablar del grupo y no te conviene saber demasiado. Y es peligroso para nosotras.
—Rosa fue asesinada, ¿no?
—Por supuesto.
—Por supuesto… ¿Es eso lo único que se te ocurre decir?
Lena se levantó, cruzó la estancia y encendió la luz. La tarde se había oscurecido prematuramente, un banco de nubes negrogrisáceas ensombrecía el cielo. Apagué el cigarrillo, aguardando a que Lena hablase, y algo inquieto, temeroso de que esta vez sí que me pidiera que me marchase. Pero no lo hizo. Se sentó en el sofá.
—Aquél viaje fue el primero en mucho tiempo. Hacía casi año y medio que no venía. Antes solía venir un par de veces al año.
—¿Por qué?
—Para ayudar a otras a salir de Pijlsteeg. Las británicas, Carole-Ann y… otras. Traía dinero…, un pasaporte…, porque en Pijlsteeg no les dejan a las chicas tener ni lo uno ni lo otro. Además, tienen miedo, están enfermas a causa de las drogas, o, simplemente, no son muy listas. De modo que necesitan a alguien que sepa qué hacer.
—¿Y por qué dejó Rosa de hacer esos viajes?
—Porque la buscaban.
—¿Los tipos de Pijlsteeg?
—Un día, en Londres, vio que Max van Dis la seguía por la calle, cerca de donde ella vivía. Tuvo que mudarse dos veces. Y la última a Oxford, no en Londres —me explicó Lena encogiéndose de hombros—. Ya no hizo más viajes a Amsterdam.
—Hasta… el último.
—Exacto.
—¿Y por qué buscaban a Rosa? —pregunté tras reflexionar unos momentos—. Me refiero a por qué la buscaban a ella precisamente.
—No. Nos buscaban a todos. A Rosa, a Nikolaas y a mí. Y a otras. Les habría gustado localizarnos a todos. Pero como Rosa estaba en Inglaterra, pensaron que, si la localizaban a ella, podían localizar también el refugio —me explicó Lena sonriente—. Además, Rosa lo hacía muy bien. Había conseguido sacar de Pijlsteeg a muchas chicas, y eso era un problema para ellos, porque viven de las mujeres.
—O sea, que querían acabar con vuestro grupo, ¿no?
Lena asintió con la cabeza. Noté en su expresión algo que me hizo sospechar que sólo me estaba contando una parte de la verdad. Lo noté en su expresión, pero también en lo que acababa de decirme. Pero tardé en reparar en ello.
—Si confiaban en que Rosa los condujese al refugio —dije—, parece que tuviese que serles más útil viva que muerta.
Lena tardó en contestar.
—Descubrieron que se acostaba con Nikolaas —dijo al fin—. Y…, bueno, el gran jefe del número 37, un tal Jan Peters, descubrió lo de Rosa y Nikolaas y se puso tan celoso que quiso matarlos a los dos. Por eso era peligroso para ella volver aquí.
—¿Me estás diciendo que Rosa era su…?
Lena me atajó con enérgicos movimientos de la cabeza.
—No, no… de Nikolaas. A quien se tiraba Jan era a Nikolaas.
Desde el apartamento de abajo nos llegó el llanto de un bebé. Mencioné mi conversación a través del interfono y le pregunté si la vecina de abajo era amiga suya. Lena asintió con la cabeza y me dijo que, a veces, le hacía de canguro. «El crío ese tiene cuatro pulmones: dos para respirar y dos para llorar». Me acordé de mi sobrina menor, Katy, que casi nunca lloraba y sonreía a la menor carantoña. Rosa solía borrarle la sonrisa, simulando una garra con la mano y amenazando su carita de chica mayor, como si tratara de hacerse con un trocito de su felicidad.
—Bueno, señor Red, me parece que te toca decirme algo. Porque, vamos a ver: tienes un pasaporte a nombre de Charity Jackson. ¿Lo tienes aquí en Amsterdam?
—¿Has hablado con Carole-Ann?
—La verdad es que sí —reconoció Lena tras titubear unos momentos.
—Ajá.
—¿Dónde está el pasaporte?
Señalé mi mochila, que estaba en el suelo, en un rincón de la estancia. Lena miró la mochila. Fui hasta el rincón, me acerqué de nuevo a Lena y abrí la cremallera de uno de los compartimentos. Saqué el pasaporte y lo dejé en la mesita auxiliar. Lena no lo tocó.
—¿Es ésta la razón de que no quisieras que me marchase mientras ibas a la lavandería?
Lena me sonrió. Sus facciones quedaron semiveladas por unos mechones rubios al inclinarse hacia delante. Cuando alzó la cabeza su sonrisa había desaparecido. Preguntó si la policía de mi país sabía que yo estaba en Amsterdam. Le contesté que no. «¿Y la policía holandesa?». Titubeé. «¿Por qué iba a tener yo algo que ver con la policía holandesa?». Lena se encogió de hombros y comentó que si yo estaba haciendo averiguaciones acerca de Rosa quizás hubiese pensado que la policía podía ayudarme. Moví la cabeza y le dije que hacía las averiguaciones por mi cuenta, sin más colaboración que la de un tal Denis Huting. Le hablé de él. Lena me escuchó. Luego, me preguntó si, cuando estuve en Pijlsteeg, me vio alguien o hablé con alguien.
—Ya te he dicho que me limité a echarle un vistazo al edificio por fuera, para ver dónde había vivido Rosa. Quería verlo.
Lena asintió con la cabeza. Tras una larga pausa durante la que ni ella ni yo hablamos, me miró.
—¿Sabes por qué iba a venir aquí Rosa la última vez? —me preguntó.
—Sí —le contesté—. Lo sé.