El mercado de las flores

¿Fue usted a comprar flores? ¿O a dar un vistazo y tomar fotografías?

Sí, a echar un vistazo.

Bien. Fue usted a dar una vuelta por el mercado de las flores. ¿A qué hora?

No lo sé. Hacia las dos, más o menos.

A las dos. ¿Iba usted solo?

Sí.

¿No está nadie con usted aquí en Amsterdam?

No. He venido de vacaciones solo.

¿A qué se dedica usted en Inglaterra, señor Clarke?

Trabajo para una sociedad financiera. Hipotecas, planes de ahorro y ese tipo de cosas.

¿Es usted soltero?

No, no. Estoy casado. Mi esposa se llama Lisa.

¿Tiene hijos?

Tres. Dos niñas y un chico.

Un hombre casado, con tres hijos… solo de vacaciones. En una ciudad como Amsterdam, no es muy corriente. Ya me entiende…

No es ésa la razón de que…

Por favor. De hombre a hombre…

En fin…, digamos que por las noches, no. Por si lo llaman, ya me entiende. Pero por la tarde es distinto, ¿no?

¿Cuánto tiempo ha pasado allí, mirando las flores?

No mucho rato. Una media hora.

Ajá. Ha estado por allí cosa de treinta minutos. ¿Y adónde ha ido después?

A una calleja del Singel.

¿Y a qué ha ido allí?

Buscaba un restaurante.

¿Aún no había almorzado? ¿A las dos y media?

Sólo me apetecía un café y un trozo de tarta.

¿Un café y un trozo de tarta?

Sí.

¿Y fue usted al callejón a por eso?

Había otra calle, al final del callejón, paralela a la Singel. Me dio la impresión de que por allí podía haber una cafetería, un bar…

¿En Reguliersdwarsstraat?

No sé cómo se llama.

Está usted en el callejón. Bien. ¿Está solo?

Sí.

Verá: según el testimonio de una persona iba usted caminado junto a una joven.

Pues no es cierto.

Una pelirroja de piel muy blanca. De mediana estatura. Muy bonita. ¿Iba hablando con ella?

No.

Según la persona en cuestión, sí.

Pues esa persona se equivoca.

¿Había mucha gente por la calle? ¿Es posible que la mujer caminase a su altura, y que la persona que los ha visto creyese que iban juntos?

Quizá. No lo sé. Pero no se me ocurre otra explicación.

A mí tampoco.

¿Había mucha gente en el callejón?

No lo recuerdo.

¿Iba usted solo?

Ya le he dicho que sí, por Dios…

Perdone.

¿Qué ha ocurrido después, señor Clarke?

Tulipanes, de todas las variedades y colores. No había visto nunca tantos juntos. Dispuestos en bandejas, hilera tras hilera, a todo lo largo de la calle, en el suelo y en tenderetes, bajo toldos de lona o improvisados cobertizos de plástico encharcados con el agua de la lluvia de la mañana. La mayoría eran tulipanes, pero había muchas otras flores (pensamientos, crisantemos, flamenquillas), y muchísimas otras cuyo nombre ignoraba. Un formidable despliegue de colores. El aire estaba impregnado de un aroma casi mareante. También había plantas, innumerables bandejas y sacos de bulbos y expositores con paquetes de semillas. Los tenderetes formaban una estrecha franja que abarcaba toda la orilla del canal Singel; unos daban a la calle, y otros estaban instalados en plataformas flotantes y en barcas de fondo plano amarradas a la orilla del canal. La gente curioseaba, tomaba fotografías y regateaba con los vendedores de los tenderetes. Era imposible caminar normalmente por el mercado. Sólo se podía avanzar paso a paso con suma lentitud. Miré el reloj. Eran las dos menos cinco. Entre toda aquella confusión esperaba encontrar a Kirsty. O que me encontrase ella.

Me adentré entre la gente, de un lado para otro, distraído, mirando escrutadoramente el caleidoscopio de caras y cuerpos, tratando de localizar a Kirsty. Choqué sin querer contra un tenderete de bulbos y estuve a punto de volcar una bandeja, con lo que me gané una lluvia de invectivas en holandés por parte del dueño del tenderete.

Las dos y cinco. Las dos y diez…

Mis dificultosos recorridos por el mercado se hicieron más metódicos. Empezaba en Muntplein y avanzaba a lo largo de la calle hasta Koningsplein. Luego, regresaba por las plataformas de los tenderetes flotantes a lo largo del canal. Las tablas se balanceaban ligeramente, de un modo casi imperceptible, bajo mis pies.

Las dos y veinte. Las dos y veinticinco…

Recorrí trabajosamente el mercado de flores varias veces, resignado ante la posibilidad de que Kirsty no acudiese. Quizá me diese plantón. Quizá lo hubiese hecho a propósito o acaso le hubiese surgido algún imprevisto. Puede que desde el primer momento pensara no acudir. El caso es que no estaba. Pero precisamente cuando dejé de buscarla entre la gente, y me distraje con el despliegue de colores y aromas y el bullicio del mercado, apareció. El sonido de las campanas me distrajo; me hizo alzar la vista hacia el reloj de una adornada torre de piedra, cuyo carillón hacía sonar una melodía. Al bajar la vista casi me topé con Kirsty, que estaba de perfil junto a mí. Fingía interesarse por una verbena. Oprimió ligeramente una hoja entre el pulgar y el índice, se acercó los dedos a la cara e inhaló.

—No creía que hubiese una planta que oliese tan fuerte como el limón —dijo como para sí, y sin mirarme.

—¿Qué debo decir yo: «Tengo entendido que los tulipanes están floreciendo en Berlín?» —dije retóricamente.

Juraría que esbozó una sonrisa. Se había soltado el pelo y su cara parecía más pequeña y redonda. Iba muy maquillada, pero vestida más discretamente, con un jersey azul marino de cuello alto, pantalones vaqueros y zapatillas de deporte. Miró el reloj.

—Ya pensaba que no venías.

—No me ha sido fácil escabullirme.

Casi sin querer, nos adentramos por un congestionado pasillo entre tenderetes de souvenirs, zuecos decorados, postales, piezas de cerámica de Delft, azules y blancas. Kirsty les echó un vistazo superficial a unas postales. Íbamos tan apretujados que la olía: un intenso aroma a coco. Fingió besarme en la mejilla.

—¿Has traído la pasta?

—Tú dame el número de teléfono de Nikolaas y, cuando haya hablado con él, tendrás tu dinero —repliqué simulando besarla a mi vez.

—Puedo hacer algo más que darte el número. Puedo llevarte a verlo.

—¿Ahora?

—Sí. Está a dos minutos de aquí —dijo. Me devolvió la mirada sin pestañear, y se echó hacia atrás un mechón que se le había venido sobre el lado de la boca—. ¿Qué?

—Pues…, vamos.

—Los quinientos.

—Ya te lo dije: Los quinientos… a la entrega de la mercancía.

Volvió a mirar el reloj, se giró y rehicimos el camino hacia el Singel. Avivamos un poco el paso, aunque sin abandonar el talante de quienes iban allí a curiosear o comprar.

—Con otros quinientos, podemos ir después a tu hotel —dijo con la mayor naturalidad y sin apenas mirarme—. Si… te apetece.

—Más bien no.

—Como quieras.

—Además, tengo entendido que las chicas de las calles de las ventanas cobran sólo cincuenta.

—Sí, y eso es lo que te dan: un polvo de cincuenta florines.

Seguimos caminando en silencio durante unos momentos. Luego, nos adentramos por una retícula de callejas peatonales, parecidas a la Pijlsteeg aunque más cortas y con las fachadas en mejor estado. Apenas circulaba gente por allí. Un hombre que se detuvo junto a unos escalones de piedra a anudarse los cordones de un zapato; una pareja, ya mayor, con pinta de turistas, que se dirigía hacia la esquina de una calle mucho más concurrida. Kirsty señaló hacia delante. Me dijo que Nikolaas nos aguardaba en un café. Una paloma que examinaba restos de hamburguesa se sobresaltó al acercarnos y remontó el vuelo hasta una cornisa. Kirsty hizo una mueca y gritó alarmada. Su reacción me pareció exagerada. Fui a decir algo cuando el hombre que se anudaba los cordones del zapato se irguió y, mostrándonos un cigarrillo, nos pidió fuego. Era rubio, tenía el pelo rizado y un descuidado bigote. Me detuve junto a él, rebuscando en el bolsillo. Kirsty siguió adelante. Al sacar el encendedor del bolsillo derecho de la chaqueta, reparé en que, en lugar de aminorar el paso, Kirsty lo avivaba, sin aguardarme ni girarse a ver qué hacía. La llamé. Y, de pronto, aquel tipo me agarró de un brazo y me atrajo hacia él bruscamente, haciendo caer el encendedor al suelo. Con la mano con la que antes sujetaba el cigarrillo empuñaba ahora una navaja. Me apretó el lado plano de la hoja contra la boca. Le olía el aliento a hongos. Traté de soltarme, pero otras dos manos me agarraron por el cuello y por el codo izquierdo. Por lo visto, un segundo hombre me había seguido con tal sigilo que no había oído sus pisadas. Kirsty corría calle adelante, hacia el cruce, sin volver la vista atrás. El segundo hombre (negro, sin afeitar, con la mejilla pegada a la mía) dijo: «Tranquilo, ¿eh?».

Entonces me flanquearon y me hicieron caminar por el desigual adoquinado, simulando ser dos amigos que acompañaban a casa a otro, borracho, al salir de un pub. De Kirsty no había ni rastro. Me condujeron hasta la esquina de la calle perpendicular, donde se había detenido un coche junto al bordillo, con el motor en marcha y todas las puertas abiertas. Me llevaron hacia el vehículo. Yo no dije nada, como si tuviese la boca llena de mudas palabras, como en el interno grito en una pesadilla. Sofoco. Sólo acertaba a abrir la boca para respirar aire fresco. Ni siquiera era consciente de caminar. Las piernas se me antojaban inertes apéndices, como si fueran de trapo. De no sujetarme aquellos dos tipos, habría caído al suelo y no habría podido levantarme. El coche era de color gris. Nos aguardaba con las puertas abiertas. Estaba ya muy cerca y podría sentarme. De pronto, se abrió una puerta justo frente a nosotros y un hombre con mono azul salió de espaldas portando una mesita. Topamos y la mesa cayó al suelo con un ruido de madera astillada. Con el sobresalto, los dos tipos que me sujetaban aflojaron su presa en mis brazos. Sólo fue un momento, pero bastó para soltarme. Fui a echar a correr pero uno de ellos logró agarrarme de una muñeca, me hizo perder el equilibrio y me estampó contra la pared. Me golpeé el hombro izquierdo. Se abalanzaron ambos sobre mí y me inmovilizaron contra la pared, de tal manera que me quedó una mejilla pegada a los ladrillos de la fachada. Uno me dio un puñetazo y el otro una patada en la pantorrilla. El hombre del mono azul gritaba algo en holandés. Yo no podía verlo, pero oía sus gritos y el ruido de pisadas. No sé qué les hizo. Pero, de pronto, ya no me vi aprisionado contra la pared. Se oyó sonar el claxon de un coche dos veces. Al ladear la cabeza, vi al rubio sentado en el suelo, a un par de metros. Se tocaba la cara con una mano e intentaba levantarse, sin conseguirlo. Su cómplice y el del mono estaban enzarzados en una pelea, como dos luchadores. Volvió a sonar el claxon. Entonces se levantó el rubio. Tenía la nariz hecha un pegote y le sangraba profusamente al agacharse a recoger algo. Se acercó a los luchadores y la emprendió a puñetazos con el del mono, a la altura de las costillas, aprovechando que el del mono estaba en pleno abrazo de sumo con su compinche. Luego le lanzó varios uppercuts que provocaron sendas boqueadas y exclamaciones de dolor. El claxon volvió a sonar, con mayor insistencia ahora. Eché a correr. Me alejé del coche y de los tres hombres, que seguían enzarzados. Corrí, de nuevo en dirección al mercado de las flores. Un grupo de gente. Voces. Flores. Un tipo se tambaleaba, con los brazos extendidos como si quisieran abrazarme. Pero todo lo que pude ver, mentalmente, fue el puño de un hombre, golpeando al del mono una y otra vez. Pero no. No eran golpes sino navajazos. Vi relucir la hoja del arma ensangrentada hasta las cachas.