El mago de los niños

Por la mañana, la plaza Dam estaba atestada. El ruidoso bullicio de la feria rivalizaba con las estridentes musiquillas de las atracciones. La noria empequeñecía la fálica estructura blancuzca del monumento nacional. De los autocares bajaban grupos de alemanes, japoneses y suecos que se mezclaban con la multitud al pie del monumento. Al otro lado estaba Pijlsteeg, un callejón que separaba un hotel de un café-bar de cuyo dintel pendía el emblema tricolor de la Heineken, rojo, negro y blanco. Era un callejón tan estrecho que pasaba inadvertido a los viandantes. Entrar en Pijlsteeg desde la plaza Dam era como salir de madrugada de una fiesta y adentrarse en el absoluto silencio de la soledad. La escasa luz que llegaba se filtraba a través de una irregular franja de cielo, enmarcada por los tejados. Las fachadas, que ejercían de aparcamiento de bicicletas, sujetas a toda tubería o rejilla de ventilación, repetían el sonido de mis pisadas en el adoquinado. Una bicicleta, sujeta al poste de un letrero que indicaba la calle, tenía un aspecto grotesco, con las llantas y el cuadro torcidos; a otra le faltaba una rueda. Montones de inidentificables desperdicios se habían amontonado en los portales, y en los enrejados de la alcantarilla. Al dirigir la mirada hacia el fondo del callejón, vi una entrada que desentonaba con éste, con cromados y cristal coloreado: una arcada por la que se accedía a unas galerías comerciales, en las que había tiendas que vendían queso y chocolate, restaurantes y un bar con ventanales divididos por parteluces. El número 37 estaba a la derecha, unos treinta metros antes de que Pijlsteeg tuviese un aspecto menos sórdido. Era un edificio estrecho. Se elevaba hasta un aguilón, del que sobresalía una viga de la que pendía una polea entre dos alerones. Las ventanas eran casi opacas, a causa de la mugre o del cristal esmerilado. Las de la planta baja tenían sólidas rejas. La puerta, blanca y de madera, cubierta de grafitos, tenía un aspecto psicodélico. Junto al marco, en la pared, estaba el panel del interfono, con los cuatro botones etiquetados: HS, 1E, 2E y 3E. La parte correspondiente a los nombres estaba en blanco. Eché la cabeza hacia atrás para mirar al piso superior, el «III», supuse, de acuerdo con el remitente de la carta que Rosa le envió a su tía. Una solitaria ventana de guillotina, firmemente cerrada. Traté de imaginar a una Rosa adolescente en aquella ventana, fumando, levantando la hoja de la ventana para tirar una colilla al callejón. O bajando los tres pronunciados tramos de escaleras, y saliendo por aquella misma puerta, con sus tacos pintados con spray, eslóganes y las esotéricas insignias de bandas juveniles. Una bicicleta sujeta con cadena a la cañería de un desagüe. Su melena negra viniéndosele sobre los ojos al agacharse para abrir el candado. Rosa subiendo al sillín y pedaleando hacia la plaza Dam para ser engullida por la multitud de turistas. Rosa había vivido allí. Había vivido allí años atrás, en aquel edificio, y allí había escrito una carta, asustada y suplicante, a una mujer que siempre la detestaría. No había señales de actividad en el tercer piso, ni en los demás. El panel del interfono. Podía haber pulsado un botón tras otro y aguardar a que alguien contestase. Podía haber preguntado por Rosa. Pero si ella estuvo tan desesperada por salir de allí, quizá no debiera yo aventurarme a entrar, sin tener alguna idea de lo que podía encontrar. Llevaba en Amsterdam menos de veinticuatro horas. El número 37 de Pijlsteeg estaba allí antes de que yo llegase y seguiría allí al día siguiente, y al otro. Lo había visto… y eso me bastaba, de momento. De modo que me abstuve de llamar y me alejé. Al volver sobre mis pasos hacia la plaza Dam, me sobresaltó el chorro de vapor que salió de una abertura, justo por encima de mi cabeza. La fachada contigua estaba cubierta de más grafitos. Se leía un número de teléfono bajo el mensaje: CHICA NEGRA, 14, QUIERE POLLAS GORDAS PARA MAMAR Y FOLLAR.

La mente de una niña —me refiero a una niña pequeña, no a una adolescente mamona y folladora— es amplia y profunda y no está contaminada por el cinismo del cúmulo de experiencias. Una niña se abraza a todo lo nuevo. Como ilusionista, podría uno deducir que esto implica que un público formado por niños y niñas será más ingenuo, más crédulo, más fácil de engañar que un público adulto. Y se equivocaría. Ya lo he dicho antes: los más fáciles de engañar son aquellos que están más convencidos de la sutileza y sofisticación de sus facultades de percepción. Los niños —cuanto más pequeños mejor— no tienen tales pretensiones. Tampoco hay que deducir que ante los niños se puede triunfar con números más sencillitos. No. Nadie es más rápido que un niño para gritar «¡Es un truco!» si una torpeza le permite entrever el truco. Cualquier padre, abuelo, tío o tía, cualquier profesor se lo dirá: los niños ven lo que ven y no se dejan embaucar por nadie.

Lo sé por mi experiencia (como Peter Prestige y como el tío Red) tras actuar para niños de todas las edades. También lo sé por haberlo aprendido de Denis Huting, que es un especialista en la magia para niños; el mejor que he visto. Su nombre artístico es Oranjekip (gallo naranja). Actúa disfrazado de gallo, con vivos colores y una hechura adecuada para permitirle imitar los movimientos del animal. Denis calcula que, si fuese un verdadero gallo, a base de «tantas horas por libra», tardarían casi un mes en asarlo. La aparición y desaparición de huevos es una de las características de su actuación y, que yo sepa, es el único mago que ha ejecutado el número de Abrir en canal un zorro. En el simposio de Madrid le preguntaron por qué se había especializado en niños y él contestó: «Porque los niños son maravillosos, con lo que quiero decir que están llenos de maravilla».

El café en el que habíamos quedado citados —de madera y decorado como una atracción de feria— era un híbrido entre cabaña de boy-scouts y quiosco de la costa inglesa, estilo años cincuenta; servían empanadas y poffertjes, que no sé lo que son. Denis Huting ya estaba allí cuando llegué. Era el único cliente y estaba sentado en una de las mesas del salón interior. Los dueños estaban disfrutando del sol apoyados en la barandilla del porche. Nos estrechamos la mano cordialmente y me dijo que llegaba con seis minutos de retraso. Me excusé.

—Los holandeses somos muy puntuales —me dijo.

—Lo tendré en cuenta.

—¿Conoces esa broma infantil inglesa?: «¿Qué hora es, luna?». Pues los niños holandeses no le ven la gracia, porque ya saben la hora.

—¿Ah sí?

—No. Me lo he inventado.

Nos echamos a reír. Denis se sentó señalando la silla de enfrente. Estaba más gordo de lo que yo lo recordaba. Dije que me alegraba de verlo, con lo que propicié una breve evocación de los tres días que compartimos habitación de hotel, con ocasión del simposio Hocus Pocus 96. «¿Recuerdas que llamaste al servicio de habitaciones a las dos de la madrugada, para pedir huevos revueltos?». «¿Eso hice?». «Y cuando llegó el camarero y abriste vestido de gallo y gritaste…». «Sí, lo recuerdo: ¡Ha matado a mis crías!».

Denis tenía unos cuarenta y cinco años y estaba casi calvo. Cuando se reía, sus ojos desaparecían entre pliegues de piel y su carnosa papada enrojecía. Cogió dos cartas de un soporte y me pasó una. Tenía los dedos tan rollizos que apenas se distinguían los nudillos. Pero les había visto hacer tales manipulaciones a aquellos dedos que incluso a mí me habían asombrado.

—Como no me escribías, pensé que acaso estabas molesto conmigo —dijo en tono serio.

—Mira, Denis, no eres el primero que se me insinúa —dije titubeante.

—Estaba borracho.

—Gracias. Me siento halagado.

—No, me refiero a que me insinué porque estaba borracho. A un mago especializado en niños no le conviene que se sepa que es gay.

—¿Tú crees?

—Por supuesto. Si te gusta follar con hombres, también te gusta follar con niños. Eso es lo que piensa la gente, te lo aseguro —dijo encogiéndose de hombros.

—Pues a mí me gusta follar con las mujeres, pero eso no significa que me guste follar con niñas.

—Te he dicho que eso es lo que piensa la gente. Pero tú no eres gente.

No repliqué. Denis llamó a una camarera, que se acercó a nuestra mesa sonriente.

—¿Fue por mi disfraz de gallo o porque soy tan gordo y feo?

—Por gordo y feo, desde luego.

Denis rió con desenfado. La camarera tuvo que aguardar a que acabase de reír para poder anotar lo que queríamos: poffertjes para él y una empanada de queso para mí, y dos cafés.

—¿Qué son los poffertjes? —le pregunté.

—Te daré uno de las míos para que las pruebes —dijo—. Te convertirás en un adicto. Ya lo verás.

Estábamos en una mesa separada de las contiguas por sendas mamparas de madera, pintadas de azul celeste y rojo, con un festón, en armonía con la decoración del local. Los clientes que se sentaban en el porche quedaban semioscurecidos por un velo de humo, que se elevaba de las parrillas y de las freidoras. El local olía a café recién hecho, a aceite caliente y a dulces.

—¿A qué se debe tu viaje a Amsterdam, Red?

—Al gusto de darme un garbeo —contesté encogiéndome de hombros—. Tiene fama de ser muy interesante.

—Tulipanes, queso, Ana Frank, el museo Van Gogh… Sí, es interesante —dijo guiñándome un ojo—. O quizá para pasar un rato con alguna de las chicas de las ventanas y fumar unos porros, ¿no?

—Y ver a mi viejo amigo, Oranjekip —dije sonriente.

La camarera nos trajo los cafés, con una solitaria galleta en cada platito. Las tazas eran pequeñas, bonitas. Denis se echó dos cucharaditas colmadas de azúcar en su café.

—Bueno, en serio, Red, ¿a qué se debe tu viaje a Amsterdam?

—Verás, tengo la sensación de haber entrado en esa pendiente en la que todo el mundo me hace las mismas…

—Bueno, puedes contestarme o decirme que no es asunto mío. —Engulló la galleta entera dejando caer migas de sus labios y luego añadió—: Pero no me mientas, ¿de acuerdo?

Mientras hablábamos tenía sus ojos clavados en mí, salvo cuando se llevaba la taza a los labios o seguía el movimiento de la galleta desde el platito a la boca. Denis te miraba con una fijeza que te impedía desviar la mirada. Asentí con la cabeza, en respuesta al resto de su observación. Le revelé la razón básica de mi viaje, lo justo para que me creyese. Le conté lo de la muerte de Rosa y lo de su carta, con remite de Pijlsteeg. Le mostré la fotografía en la que estaba bebiendo con el joven bronceado de la perilla. También le referí la implicación de Max van Dis, Lena, Nikolaas y «Vicky», y lo del pasaporte a nombre de Charity Jackson. Le expliqué que Rosa se proponía viajar a Amsterdam cuando la mataron. Y también le hablé de Rosa y de nuestra relación. Lo que no le conté a Denis Huting fue que me había interrogado la policía, ni mi ilegal salida de Inglaterra.

—¿Drogas? —preguntó cuando hube terminado.

—No lo sé. Como te he dicho, Rosa las tomaba cuando era adolescente, y existe esa conexión con Van Dis, pero… no encaja con la Rosa que yo conocía.

—Pues, no acabo de entender por qué has venido —dijo en un tono casi desdeñoso—, como si fueras un policía. ¿Qué puedes hacer tú?

Antes de que pudiera contestar llegó la camarera con los platos. Me sirvió a mí y luego a Denis, en cuyo plato había un molde de lo que parecían empanadillas, festoneado de azúcar en polvo, rodajitas de fresas y nata.

—Éstos son los poffertjes —dijo pronunciando la palabra como si fuera el nombre de su amante—. Buñuelos muy fritos —añadió pasándome uno con el tenedor—. Pruébalo, ya verás.

Volvió a guiñarme un ojo pero enseguida se concentró en su plato. A mí me había servido una empanada enorme, que se salía del plato, cubierta de tiras de Emmental fundido, con sus característicos agujeros alargados al fundirse.

—Ésta era la especialidad de Rosa —dije utilizando el cuchillo como un puntero—. Pannekoeken, la única palabra de holandés que me enseñó.

—¿La querías?

—Sí —contesté mirándolo.

—Pues tendrás que hacerte a la idea de que ya no existe.

—Ya lo sé.

Me distrajo el persistente campanilleo que llegaba desde la calle. Era para advertir a los viandantes de la llegada de un tranvía, me explicó Denis. Había desmontado su pastel mientras yo troceaba la empanada. Cuando hubo terminado sus poffertjes hizo su plato a un lado y se recostó en el respaldo de la silla.

—Y, dime, ¿qué ha sido de la Encantadora Kim?

—Sigue siendo mi ayudante.

—¿Y aún te la tiras?

—No creí que se nos notase tanto en Madrid —dije riendo.

—Aquél número, en el que le prendías fuego… Me impresionó mucho.

Se refería al número de El fuego y el agua: a un lado del escenario se coloca una plataforma y en el otro una enorme cisterna de cristal llena de agua. Kim está de pie en la plataforma con un biquini de vivo color amarillo. Peter Prestige la envuelve con capas de papel. Saca un encendedor del bolsillo y acerca la llama al papel. Su ayudante queda inmediatamente envuelta en llamas. El mago hace una pausa para que el público recobre el aliento, antes de llamar la atención hacia la cisterna. La Encantadora Kim, indemne y con su biquini amarillo, nada en el agua de la cisterna, sonriente. Aplausos. No me pregunten cómo…

—Aquélla noche salió muy bien —dije sonriente.

—Cuando la ayudaste a salir del agua —dijo—, por el modo de entrelazar las manos, de miraros antes de saludar…, por eso lo sé.

—Está visto que aquí eres tú el detective —dije.

No podía terminarme la empanada. Denis arqueó las cejas a modo de pregunta. Asentí con la cabeza y se sirvió lo que me dejé. Cuando hubo terminado saqué mi paquete de B&H.

—¿Te importa que fume?

—Sí —repuso escuetamente.

Volví a guardarme el paquete en el bolsillo sin decir palabra.

—Como me lo has preguntado, te contesto —dijo encogiéndose de hombros.

No pude evitar echarme a reír. Y él rió también, haciendo desaparecer sus ojos entre las arrugas de su cara. Interrumpimos la conversación mientras la camarera retiraba los platos y tomaba nota para otros dos cafés que le pedimos.

—¿Podrías darme los números de teléfono de Lena y Nikolaas? —me dijo cuando la camarera se hubo alejado.

—Claro. ¿Para qué?

—Cees tiene una hermana que trabaja en la PTT, la empresa estatal que gestiona Correos y Telecomunicaciones. Quizás ella pueda facilitar la dirección que corresponde a esos números.

—Cees es tu… humm…

—Sí. Es mi humm. ¿Así es como lo llamáis ahora en Inglaterra?

—Exacto.

Nos echamos de nuevo a reír. Saqué el trozo de papel en el que tenía anotados los números de Lena y Nikolaas, y los copié en una servilleta de papel.

—Ah… y anótame también las señas exactas en Pijlsteeg. A lo mejor averiguamos quién vive allí ahora.

Escribí la dirección completa y le pasé la servilleta a Denis, que la examinó unos momentos, la dobló en cuatro y se la guardó en un compartimento de su cartera.

Llegaron los cafés. De nuevo engulló la galleta de una vez, se acercó la taza a los labios, sujetando la minúscula asa con el pulgar y el índice, con el meñique levantado. Luego posó la taza en el platito, pero no era una taza lo que quedó en el plato sino un huevo. La taza había desaparecido. Con su cucharilla le dio unos golpecitos a la cáscara, que se abrió por la mitad y asomó un pollito en miniatura de plástico, de vivo color anaranjado.

—Toma. Un recuerdo —me dijo guiñándome el ojo—. Tenlo en tu mesilla de noche y así, cada vez que te acuestes, te acordarás de mí.