Capítulo 1
—TE lo digo porque no quiero verte llorar más así, si me hubieses escuchado quizás nada de eso te hubiera ocurrido. Eres muy porfiada Javi. Los hombres debieran estar en un segundo plano en la vida, mejor aún, debieran estar en el tercero, o si somos lo suficientemente inteligentes, no debieran estar en ninguno.
—Tampoco es para tanto, es sólo que nunca pensé que él fuera a terminar conmigo, él... Era una niña, Allison, fui tonta e inmadura. Ahora conozco mejor a los hombres y las cosas son distintas. Ahora tendremos nuestra propia casa, nuestras reglas y los hombres que nosotros queramos, no los que mi tía quiera para mí. Ya vas a ver que es cosa de aprender a buscar bien no más. ¿Qué me dices de Tom? Él era tierno, romántico, estupendo... y... aburrido. Ah pero, ¿qué me dices de Roberto?, el sí que fue un buen novio. Me acuerdo cuando me iba a buscar al colegio y me llevaba chocolates. Era tan amoroso.
—Tan amoroso que le pusiste los cuernos porque nunca te gustó— dije dándole una mirada acusadora a mi amiga, quien ignoró por completo mi rostro.
—Bueno, pero ahí tienes un ejemplo de que hay hombres que valen la pena. Incluso después de que supo que...
—Como sea, Javi, ya te he dicho mil veces que no estoy interesada en conocer a nadie, yo ya aprendí mi lección y no pienso volver a caer en las redes de un hombre. ¡Son todos iguales! Y tú debieras hacer lo mismo. La universidad debiera ser nuestra única prioridad, ¡única! —recalqué en un tono firme al salir de su auto. El día estaba completamente despejado y con una humedad que por segunda vez dejaron mis anteojos completamente nublados. Me acerqué a la maletera del auto y esperé a que Javiera Foster, mi amiga de toda la vida, y nueva compañera de cuarto, se acercara para ayudarme a cargar más cosas sobre la caja que llevaba conmigo. Apoyé mi espalda en el auto, respiré profundamente, y sentí cómo mis pulmones le daban la bienvenida a ese nuevo aire cálido.
Nací en Fort Lauderdale, ciudad ubicada a una hora de Miami, en un día en que según mis padres, las lagartijas jadeaban de calor, sin embargo, el hospital en que llegué a este mundo tenía en ese entonces, el aire acondicionado tan alto, que mi madre me contó que estuvo congelada entera desde el momento en que entró. El frío le dejó el cuerpo tan dormido que ni sintió el momento en el que dio a luz. Por eso, en vez de nacer rosadita como todos los bebés, nací morada y odiando el frío y el aire acondicionado.
La tía de Javiera, quien pasó a ser su madre adoptiva, posee una situación económica privilegiada, lo que nos permitió llegar a mudarnos a Orlando, a la casa que solía arrendar a un matrimonio, para poder estudiar en esta ciudad, a cambio de que mi amiga terminara su nueva carrera de arte y diseño, y que yo la cuidara de sus locuras, y sobre todo de los hombres que la rodearan. Un acuerdo al que a ojos cerrados acepté y agradecí por no tener que pagar ni un dólar por el arriendo.
Javi y yo hemos sido casi como hermanas desde que éramos chicas. Nuestros padres fueron compañeros de universidad y camaradas de toda la vida. Gracias a ello, fuimos vecinas hasta que cumplimos catorce años. Durante aquel año, sus padres fallecieron en un trágico accidente que causó que la tía de Javiera, hermana de su madre, se la llevara con ella a vivir a Nueva York. Desde entonces, a pesar de la distancia que nos separaba, nuestras vidas siguieron tan estrechas como siempre. Nos llamábamos por teléfono casi todos los días, nos contábamos todos los secretos, las anécdotas, las penas y las alegrías. Nos prometimos que, a pesar de que el destino nos había separado, volveríamos a estar juntas y al fin nos encontrábamos cumpliendo aquella promesa. Estábamos mudándonos juntas a nuestro nuevo hogar.
—Allison... ¡no puedo creer que estemos acá! —exclamó Javiera mientras apoyaba las bolsas en el suelo y abría la maletera.
Sus ojos brillaban de emoción y felicidad.
—¡Lo sé!, es increíble que vayamos a vivir bajo el mismo techo.
Javi apoyó uno de mis bolsos sobre la caja que llevaba en mis manos.
—Va a ser una experiencia inolvidable. Creo que con eso tienes... espera, tal vez puedas cargar algo más, algo liviano...
Introdujo su cuerpo delgado y largo en la maletera del auto y sacó entre empujones otros bolsos.
—¿Qué es esto? —preguntó, levantando mi poncho de lana y arrugando la nariz con desconcierto y quizás con algo de rechazo hacia mi manta.
—Mi poncho, ponlo encima —respondí con mis brazos cansados por el peso, haciéndole una señal con mi dedos.
—¿Y de dónde lo sacaste?
—Mi abuela me lo dio. Me lo trajo en uno de sus viajes a Chile. Ya, ponlo ahí o se me va a caer todo.
Obedeciendo, pero de mala gana, Javiera acomodó el desteñido y pesado poncho que he amado durante todas las noches de invierno encima del montón de cosas que cargaba a penas. La escuché cerrar la puerta del auto y seguirme los pasos. Dejé las cosas al lado de la puerta y observé a mi alrededor. El vecindario parecía casi nuevo. Nuestra casa daba a una esquina, separada por unos pocos metros de la siguiente residencia que daba a la continuidad de las próximas cinco casas pareadas. Las veredas estaban limpias y arregladas con un hermoso y frondoso pasto que envidié al instante. Ojalá en mi casa el césped fuera igual, pensé, pues allá, usualmente estaba incompleto o largo. Mi perro, al que lamenté dejar atrás, siempre se encargaba de hacer hoyos, en los que, en vez de meter huesos, como los perros normales, enterraba piedras o palos que encontraba en sus escasas caminatas. Viejo, cojo y con mucho esfuerzo, mi perro se hacía el ánimo de hacer orificios para arruinar nuestro jardín y hacerle salir más canas a mi madre.
Javiera abrió la puerta y gentilmente me dejó entrar a mi primero. Había, en la casa, pocos muebles, un sofá cama, una mesa de comedor de madera oscura con cuatro sillas y una lámpara rústica que reconocí de inmediato. Ésa fue una de las primeras cosas que hizo mi amiga.
—Si quieres puedes dejar tus cosas en tu dormitorio. El tuyo es el de la izquierda —me señaló Javiera, mientras entraba apresurada en busca de un papel que estaba ubicado sobre la mesa de la cocina—. ¡Menos mal!
—¿Todo bien? —pregunté luego de haber dejado mis cosas en mi espectacular dormitorio.
—Sí, por suerte. Mañana van a venir a dejarnos el televisor, la mesa de centro y dos sillones. ¿Te imaginas si no tuviéramos televisión? —esbozó una sonrisa, rodando sus ojos, anonadada con la situación.
Le devolví una sonrisa incrédula, pues me di cuenta de que algunas cosas iban a volver a repetirse. Cuando nuestros padres se juntaban a compartir, muchas veces nos llevaban películas de Disney con las que mi amiga quedaba hipnotizada, mientras yo me entretenía a su lado con mis ejercicios del colegio o con alguna revista que encontrara en su casa. El televisor era parte importante de su vida, no así de la mía.
—¿Javi, estás segura de que mi pieza es la de la izquierda?
Confirmó con su cabeza
—¿No te gustó? —preguntó, haciendo un puchero con sus labios.
—Por supuesto que sí, está muy linda. Por eso pensé que era la tuya.
De improvisto me dio un fuerte abrazo.
—¡Te he extrañado amiga!
Le devolví su abrazo, enterneciéndome por nuestro segundo emotivo.
—Tu dormitorio y el mío están decorados casi iguales, a diferencia de que, en el tuyo, pedí que pusieran un escritorio para tu computador. Además, es mucho más caluroso. En cambio, en el mío, pedí que me pusieran un mesón grande para mis herramientas y pinturas. Me alegro de que te haya gustado. No estaba muy segura de que te fuera a gustar.
—¿Estás bromeando? ¡Está fabuloso! Muchas gracias, no deberías haberte molestado en decorarlo, yo lo hubiese...
—No es nada, además si vamos a ser universitarias, solteras, y pensamos traer a nuestros futuros novios a la casa, se tienen que llevar la mejor impresión de nosotras. Tienen que saber el buen gusto que tenemos y lo privilegiados que son de salir con nosotras.
Por eso es que su tía me quería con ella. Desde niñas, todos los amigos que teníamos baboseaban y hacían fila para que Javi les aceptara un regalo o lo que fuera para conquistarla. Su belleza y simpatía la hacían un blanco perfecto para que los galanes del colegio anduvieran detrás de ella, aunque eso no le hacía las cosas más fáciles, ya que tenía la mala suerte de fijarse siempre en el menos adecuado. Tenía pésimo ojo en cuanto a elección de hombres, así que a pesar de que los muchachos siempre la rodeaban, aún no encontraba quien la hiciera feliz con una relación sana y estable.
Su nariz delicada y sin mucho volumen, sus labios gruesos, sus ojos azules y su cabello rubio y lacio, la hacían verse totalmente distinta a mí. Yo tengo el cabello castaño, ondulado, los ojos almendrados que, a veces, con el sol a mi favor, se muestran verdes o algo muy cercano a eso, y de nariz delgada y un poco puntiaguda. Con respecto al peso, éramos similares aunque ella buscaba desesperadamente verse lo más delgada posible con tenidas rebuscadas que finalmente le favorecían.
—Quizás si hubiese decorado mi cuarto con mi poncho colorido y con mis materiales de la universidad, no hubiese quedado tan mal —comenté, levantando mis hombros.
Javiera elevó sus cejas en señal de horror por mi comentario, lo que hizo que me largara a reír.
—Por eso lo hice yo señorita Leyton, además no te preocupes porque mi tía está feliz de haber invertido en todo esto a cambio de que estés conmigo. Dice que eres muy buena influencia y buena niña, ya sabes que ella te adora.
Javiera me dio un pequeño empujón que dejó mis lentes fuera de lugar.
Salimos en busca del resto de las cosas que esperaban en el auto.
Nos tomó un buen rato entrar todas las maletas y bolsas que traíamos con nosotras. La gran mayoría de ellas, colmadas de zapatos y carteras de Javiera. Nunca he entendido esa manía de tener tanta ropa y accesorios cuando se podría gastar ese dinero en libros o revistas que son mucho más interesantes y duraderas que, por ejemplo, esas sandalias carísimas que andaba trayendo, que parecía que se iban a romper en cualquier momento, a pesar del precio pagado por ellas.
Una vez ya en el interior de la casa, nos sentamos un rato en el sofá-cama, con un vaso de cerveza, para festejar el inicio de nuestro futuro profesional. Javiera iba a estudiar Arte y Diseño y yo, por mi parte, iba a estudiar Física.
Entre ordenar y desempacar nos dieron las cinco de la tarde, y de pronto recordamos, gracias a mis retorcijones estomacales, que pronto sería la hora de cenar y que el refrigerador estaba completamente vacío. Con mi clóset completamente ordenado y las revistas y libros que llevé conmigo reubicados en mi nuevo escritorio y en el velador, me cambié mi short veraniego, por un pantalón de lino largo y unos zapatos bajos. Luego salí en busca de un lápiz y papel, para hacer la lista de las cosas que necesitábamos comprar en el supermercado de manera urgente. Una vez anotado todo, toqué a la puerta de Javiera. Podía escucharla, pero al parecer ella no podía escucharme a mí. Abrí lentamente su puerta y la vi sentada en el suelo con unos audífonos puestos en sus oídos, rodeada de un completo desastre. No sabía qué había estado haciendo durante toda la tarde, pero definitivamente no había estado ordenando. Sus bolsos, ropa y zapatos estaban tirados por todo el dormitorio.
—¡Javiera! —grité, para que lograra escucharme a través de sus audífonos.
Con una sonrisa relajada, se volteó a mirarme y me invitó con su mano a que me sentara a su lado.
—¿Te acuerdas de esta canción? —me preguntó, pasándome uno de los audífonos.
Me acomodé el auricular en el oído y escuché en seguida The Easy de Commodores.
—¿Has estado escuchando música todo este rato? —la interrogué casi en el tono en que mi madre me hubiese preguntado a mí.
—Sí, encontré este porta CD en uno de los cajones con varios CDs pirateados y la música esta buenísima. Escucha esta otra.
Me volví a poner el audífono. Esta vez sonó You’ve got a friend de James Taylor. Me puse de pie y le tiré despacio el otro auricular a mi amiga para que me prestara atención.
—Necesitamos ir al supermercado. Me estoy muriendo de hambre y no tenemos nada para comer. Además, tengo que comprarme algunas cosas personales.
—Y entonces ¿por qué te pusiste tu pijama? —me preguntó, confundida.
Le devolví una mirada de pocos amigos, perturbada por su comentario. No estaba segura de si es que me estaba molestando, o si es que de verdad creía que uno de mis pantalones favoritos era mi pijama. ¿Desde cuándo acá que uno usa pantalones de lino como ropa de dormir? Para eso tenía un camisón ancho y delicioso. La miré nuevamente, aguzando mis ojos, esperando a que tradujera su error por mi expresión.
—¡Ups!, no es tu pijama ¿no?
—No, no lo es. ¿Ya podemos ir por favor?
Javiera se levantó rápido y, agarrando unos zapatos azules con un taco pequeño, salió detrás de mí.
—Debiéramos revisar si hay algo de limpieza. Mi tía dijo que los arrendatarios anteriores habían dejado algo en uno de los muebles de la cocina —murmuró en un tono suave.
—Ya revisé todo. Tengo una lista con todas las cosas que necesitamos —respondí, viendo por el rabillo de mi ojo el rostro avergonzado de mi amiga—. Ya no te aflijas, si no eres la única que me ha dicho que mis pantalones regalones parecen pijama —agregué, tratando de relajar mi rostro que, por un momento, se había tensado después de haber escuchado tal ofensa.
Me arreglé el pelo como una cola de caballo, mientras Javi tomó su bolso de mano y agarró las llaves del Toyota Solara descapotable.
Nos encontramos con un Publix a sólo unas cuantas cuadras de la casa, nada imposible de caminar, si es que a la vuelta no anduviéramos cargadas con bolsas. Partimos por el sector de aseo personal. Ella sacaba sus cremas humectantes y bronceadores para el cuerpo, mientras yo seleccionaba mis cremas para las espinillas. A pesar de que pasé la pubertad hace rato, cada vez que se acercaba mi ciclo menstrual me hacían muchísima falta. Después, en el sector de refrigerio, ella sacaba las carnes y masas, entretanto yo sacaba los pescados y algunas verduras. Con la mitad del carro lleno, nos fuimos a ver una parte fundamental de la compra: comida congelada. Javi era negada para la cocina y yo no quería cocinar todos los días, así es que llegamos al acuerdo de que a menos que fuera fin de semana o que cocináramos juntas por las noches para el día siguiente o para cuando quisiéramos comer algo más fresco y natural, el menú se basaría en tarros y cajas de comidas preparadas.
—Creo que ya tenemos todo lo que necesitamos —mencionó Javi, re-chequeando mi lista.
Íbamos camino a la caja cuando dio un pequeño salto y se devolvió.
—¡Vuelvo enseguida! Anda a la caja —chilló, desapareciendo de mi vista.
Me acomodé en una de las filas en la que había un viejito delante de mí llevando un pollo asado, unos tomates y un remedio, y delante de él, dos niñas estupendas riéndose tontamente. Claramente coqueteándole al joven que se encontraba con ellas, y que en ese minuto nos daba la espalda al señor y a mí. Acomodé el carro y agarré una de las revistas que había en los estantes.
Mi atención en la lectura se vio varias veces molestamente interrumpida por los chillidos de las niñas que lentamente terminaban de poner sus cosas sobre la cinta transportadora de la caja.
Javiera apareció con una caja azul que ubicó en frente de la revista que tenía en mis manos.
—¿No había otra caja más desocupada?... Ah ya veo por qué elegiste esta fila —me murmuró con una risita entre dientes, acomodando su pequeña caja en nuestro carro, disimulando al mismo tiempo un pequeño vistazo a su ropa.
Levanté mi rostro sin entender a qué se refería con eso de que ya veía por qué elegí esa fila.
—¿Eso era lo que estabas buscando?
Javiera, sin inmutarse ante mi pregunta, se arregló el cabello hacia un lado. Seguí su mirada y me di cuenta de que estaba apuntando en dirección al muchacho, el cual estaba de costado a nosotras, pagando al cajero. Un joven extremadamente guapo, alto, cabello castaño oscuro y con un cuerpo bien formado. Bajé mi rostro y di vuelta a la página, ignorando lo que en ese momento tres niñas, en pocos metros, estaban mirando babosamente.
Por fin, el caballero que estaba delante de nosotros avanzó. Dejé la revista de lado y tomé la caja que mi amiga había traído a último momento con la intención de llamar su atención. Resultó ser en vano. Parecía estar completamente hipnotizada mientras acechaba al joven quien, para entonces, parecía concentrado en recibir su boleta.
—¡Qué tipo más guapo! —exclamó Javi, volviendo al planeta tierra, en el momento en que los tres se marcharon, con una de las niñas abrazando al joven—. ¿Has probado este perfume Allison? —preguntó, quitándome la caja azul que recién había agarrado.
Negué con la cabeza y comencé a sacar el resto de las cosas que teníamos para pagar.
Primero pasamos mis productos que no sumaron más de veinticinco dólares, luego pasamos los suyos que llegaron a los setenta, y por último las mercaderías en común que pagamos a media.
Cargamos el auto y, entretanto íbamos saliendo del estacionamiento, Javi empezó a mostrarme los autos que sugería que me comprara. La universidad, según los cálculos que había chequeado por internet, señalaba que desde la casa de mi amiga hasta allá, me tomaría alrededor de veinte minutos. Cinco minutos menos de lo que le quedaba la universidad a Javiera. Y si bien me dijeron que había un bus que pasaba relativamente cerca de la casa y que me dejaría en a la U, sabía que tarde o temprano tendría que comprar uno.
Durante toda mi enseñanza media, mis anhelos por tener un auto propio fueron creciendo día a día. En especial en aquellas ocasiones en que tenía que llevar mis inventos o proyectos a mis clases ya que, muy seguido llegaban destrozados o con una pieza menos. Odiaba tener que andar con mis materiales en la mano o con bolsas cargadas, toda atareada, y yo hecha un caos, mientras miles de niñas llegaban en sus autos, intactas y con su pelo como recién salido de la peluquería. Los ahorros que obtuve, después de terminar la escuela, trabajando como servidora en Barnie’s Coffee, aunque no eran mucho, tenían el propósito de pagar un auto. Pero en ese minuto, cuando lo volvía a pensar, parte de mi se sentía culpa por gastar aquel dinero, aunque por otro lado aún existía ese bichito en mi interior que deseaba verse tal como la imagen que proyectaba Javi tras el volante, segura, confiada e independiente. Sacudiéndome la cabeza y cubriéndome bien con mi chaleco negro, dejé atrás el tema de comprarme un auto y tomé atención al tour que mi amiga comenzó a hacerme.
Javi tampoco había vivido en Orlando, pero su tía la llevaba con ella cada vez que llegaba un nuevo arrendatario al lugar, para asegurarse de que todo estuviera en orden y para aprovechar de visitar los parques y conocer más del lugar. Ventaja que gozaba sobre mí, que no tenía ni la menor idea de dónde doblar para poder volver a nuestro destino nuevamente.
Mientras el sol tímidamente se iba escondiendo, Javiera apagó el motor frente a nuestra casa, con un aspecto atónito en su rostro.
—¿Estás bien? —le pregunté asustada, tocándole el hombro y desabrochándome el cinturón de seguridad.
—¡Mira! —dijo, apuntando con su dedo en dirección a la casa de enfrente a la nuestra, la que nos separaba por los arbustos, encogiéndose de apoco en el asiento.
Volteé mi rostro esperando ver un fantasma o un ciervo salvaje, cuando vi al chico que estaba en el supermercado en la misma fila que nosotras, sentado en la terraza junto a una niña nueva. “Debe ser todo un mujeriego” replicó mi mente, en seguida.