Capítulo 22
DIEZ días de largos baños en
agua perfumada que iba enfriándose lentamente en el aire de la
tarde. Diez días con sus noches en que mirar a las estrellas. Y de
mañanas bienvenidas porque significaban que había transcurrido ya
otra jornada.
Volvió a leer obras de Jane Austen y de
Chaucer, en cuya descripción del muy perfecto y gentil caballero se
regodeó hasta que le recordó tanto a Royce que decidió dejar a un
lado los cuentos de los peregrinos que se dirigían a
Canterbury.
Jugó con Amelia y charló con Joanna.
Discutió con Alex sobre el mejor modo de preparar los marinos y lo
convenció para que le enseñara a jugar a las cartas.
Hizo punto, que se le daba bastante bien,
aunque eran pocas las veces que tenía paciencia como para dedicarse
a ello. Cuando ese entretenimiento perdió el atractivo, se puso a
pintar, aunque desistió en cuanto se dio cuenta de que página tras
página dibujaba siempre a un cierto guerrero de cabellos
dorados.
Se cepilló la melena, se la trenzó, y luego
se deshizo las trenzas. Caminó. Y también sollozó una vez o dos...,
o veinte. Las lágrimas llegaban siempre sin previo aviso, y aquello
le resultaba irritante.
Dormía poco y solía tener sueños que le
afectaban mucho. El guerrero de cabello dorado otra vez.
Al octavo día, con cautela y en lo que se
tomó sólo a modo de experimento, Kassandra buscó una visión.
No ocurrió nada. Absolutamente nada. Y no
sólo no le fue revelado ni un ápice de un futuro posible, sino que
tampoco sufrió, por intentarlo, las consecuencias que tan naturales
eran en el pasado. Ni le dolió la cabeza, ni sintió náuseas ni
mareos; nada.
Al día siguiente volvió a intentarlo con
idéntico resultado y se atrevió incluso a esperar que nunca
volvería a ver los torcidos y rebuscados caminos del futuro.
Al décimo día, se notó ya el frío, y el
cielo apareció adornado con nubes. Aún así, Kassandra se despertó
impaciente y se asomó a la mañana.
Y allí seguía, horas después, mirando por la
portilla del navío con la bandera del toro izada en el mástil,
mientras, con la marea de la tarde, iban apareciendo los chapiteles
londinenses.
Alguien estaba llamando a la puerta. El
sonido retumbó en los sueños de Kassandra y la despertó de la
siesta que se había echado por puro agotamiento.
Pum..., pum..., pum...
¿Qué era aquello? Hubo de atravesar varias
capas de conciencia al despertarse para comprender la causa.
Ya no estaba en el mar. Habían llegado a
Londres..., por fin. Se encontraba en la casa de Alex y
Joanna.
Pum..., pum..., pum...
¡Royce! Podía ser Royce. Podía haberse
enterado de algún modo de que habían regresado. Sin pensar en nada
más, movida sólo por el desesperado deseo de estar con él, se
levantó de la cama de un salto y fue volando hasta la puerta de su
cuarto. Justo antes de alcanzarla se dio cuenta de que iba con muy
poca ropa.
Dio un grito silenciado, se hizo con un
salto de cama que había sobre una silla cercana y se vistió
mientras corría por el pasillo con la cabellera despeinada al
viento.
Los sirvientes ingleses aún estaban en
Boswick, adonde Alex los había enviado antes de partir cuando lo
avisaron del ataque a Atreus. Todos los que había en la casa eran
akoranos, incluidos los seis que había vigilando en aquel momento.
Dos de ellos se encontraban en el vestíbulo y hacían frente a
aquella visita tan temprana.
Podía vérsele por el hueco de la puerta
apenas entornada. Miraba, entre asustado, sorprendido, fascinado y
absolutamente encantado.
—¡Odiseo! —exclamó mientras observaba a
aquellos hombres ataviados con túnicas y con espadas que llevaban
colgadas de la cintura—. ¡Héctor y Aquiles! Son las legiones
griegas y troyanas que han vuelto a la vida. ¡Me siento
transportado en el tiempo!
Byron. Kassandra se quedó decepcionada y,
sobre todo, molesta. El poeta estaba sonrojado, estático y, más que
nada, revoloteaba por la emoción. Clavó sus ávidos ojos en los
escoltas que compartían una mirada de confusión.
No tardaría en verla a ella. Y ya era
bastante fastidioso que no hubiera sido Royce quien llamara como
para tener que soportar a Byron en aquel momento.
—Vuelve a la cama —le aconsejó Alex, que
había aparecido tras ella en el rellano y estaba metiéndose la
camisa por los pantalones—. Ya me ocupo yo de él.
Kassandra, agradecida, asintió y optó por
quedarse, aunque fuera de la vista del poeta.
—Milord —llamó Byron en cuanto vio a Alex—,
¡qué suerte encontrarle en casa!
—¿Y eso por qué? —preguntó Alex al mismo
tiempo que hacía una señal a sus guardias, que se retiraron un
poco—. Es una hora en que no se puede esperar que lo reciban a
uno.
—Desde luego, y normalmente no me habría
atrevido a molestarle. Lo que ocurre es que en cuanto me enteré de
que había vuelto, pensé que...
—¿Cómo se ha enterado? —interrumpió
Alex.
—El vigilante de noche notó que había
movimiento en los alrededores: los carruajes, las luces y demás; En
fin, como decía...
—¿Y le pareció adecuado hacer correr la voz?
¡Qué reconfortante resulta saber que Londres se encuentra en un
estado tal de paz que sus vigilantes pueden permitirse perder
tiempo en cuchichear!
—Bueno, en ese sentido, es que acostumbran a
hacerlo. Resulta mucho más entretenido que perseguir a los
malhechores, ¿no le parece? Le decía que me preguntaba por qué no
había intervenido usted. Y luego se me ocurrió, de repente, que a
lo mejor usted no lo sabía. Y pensé que lo correcto sería venir a
asegurarme de que ése no era el caso.
Con una paciencia forzada, Alex
preguntó:
—¿Saber qué?
—Pues lo ocurrido en el descampado de
Wimbledown, claro. —Y como aun así parecía que Alex no se enteraba,
Byron le espetó—: ¡El desencuentro entre lord Hawkforte y lord
Grey! Yo estaba allí, en la mansión Melbourne, justo al lado de
ambos, cuando ocurrió. No se habla de otra cosa. Quedaron en
encontrarse esta mañana. ¿De verdad no lo sabía usted?
El grito ahogado de Kassandra quedó
ensordecido al taparse la boca. Se apoyó contra la pared y miró
fijamente al hombre que había traído una noticia tan terrible.
Debía de haber comprendido mal. A Byron le encantaba el dramatismo,
como poco. Podía significar algo..., o no.
—¿Me está diciendo —inquirió Alex en voz
baja— que mi cuñado y lord Grey se baten hoy en duelo?
—Más bien se han batido, diría yo. La
costumbre es celebrar esas cosas muy temprano, ¿no? Y como no se ha
sabido nada del resultado y todo el mundo está en ascuas...
—Váyase de aquí —le ordenó Alex al mismo
tiempo que levantaba un brazo para llamar a un guardia.
—Pero, milord —protestó Byron mientras
miraba asustado al hombre que iba hacia él—, no pretendía molestar.
Tengo a lord Hawkforte en la más alta estima, como a todos ustedes,
sobre todo a su alteza, la princesa Kassandra. Sólo estaba
preocupado por ella y quería evitar que se enterara por una fuente
menos agradable que mi persona, y...
Nunca se le habría ocurrido a Alex repetir
una orden y tampoco había razón para que así lo hiciera. Un guardia
abrió la puerta y otros dos levantaron a Byron en volandas y lo
echaron sin mucha ceremonia.
En cuanto se hubo marchado, Kassandra bajó
al salón y empezó a rogarle a su hermano:
—Tengo que ir contigo. Por piedad, no me
digas que no. No puedo quedarme aquí sentada esperando a saber
si...
Alex la miró algo extrañado.
—Claro que no puedes. Haré que traigan un
carruaje mientras te vistes. Date prisa, anda.
Unos meses antes, Alex habría insistido en
que se quedara donde estaba mientras él se ocupaba de todo. Desde
entonces hasta aquel momento todo había cambiado. Kassandra ya no
era la princesa protegida de la familia real, sino que se había
erigido en una mujer de probada gracia y madurez.
Dos virtudes que sin duda necesitaría
mientras subía a toda prisa por la escalera y empezaba a ponerse el
primer vestido que había encontrado. Por suerte, era un sencillo
vestido de día y logró abrocharse los botones de la espalda sin
mucha dificultad. Justo cuando terminaba, Joanna entró por la
puerta con premura. Ella también se había vestido a toda prisa.
Brianna, que las había acompañado en su travesía de vuelta a
Inglaterra, llegó inmediatamente después con Amelia en
brazos.
—¿Estás lista? —preguntó Joanna, que, aunque
pálida, parecía entera.
Kassandra asintió.
—¿Te has enterado?
—Me desperté cuando Alex bajó a ver qué
ocurría. ¿Deberíamos agradecérselo a Byron o estrangularlo? Aunque
no es desde luego la fuente más fiable, si hay algo de cierto en lo
que cuenta...
—Ya nos enteraremos nosotras —concluyó
Kassandra.
Logró esbozar una sonrisa que dedicó a
Brianna, le dio a Amelia un beso en la frente y salió zumbando con
Joanna.
Alex esperaba ya junto a la puerta del
carruaje que había mandado preparar. Ayudó a ambas a subir y luego
hizo lo propio. Con un golpe de bastón en el techo del vehículo,
las ruedas empezaron a girar.
Al cabo de escasos minutos ya estaban en la
residencia de Royce, en la que entraron a través de las enormes
verjas por las que se accedía al camino que flanqueaban sendas
hileras de robles. Aquella propiedad de Londres había pertenecido a
la familia durante más generaciones de las que podían contar,
aunque disponía de los registros en que constaba la fecha exacta de
la posesión. Había evolucionado a lo largo del tiempo, de la
fortaleza de piedra que era, a una bonita casa y, finalmente, a la
elegante mansión que habían acabado de construir apenas hacía medio
siglo. Había unos enormes ventanales que reflejaban la temprana luz
de la mañana a intervalos regulares a lo largo de la fachada de
piedra caliza que quedaba interrumpida por un porche con columnas
situado en la entrada principal.
Fue el propio Bolkum el que acudió a abrir
la puerta cuando Alex llamó.
—Me imaginaba que vendrían —comentó el
herrero—. El chico del panadero pasó por aquí para traer el pan y
nos dijo que habían vuelto. Está claro que lo echaban de menos. A
su señoría, claro, no al chico.
—¿Royce está bien? —preguntó Joanna al mismo
tiempo que accedía al vestíbulo.
—Como una rosa —respondió Bolkum, que se
quedó sorprendido—. ¿Hay alguna razón por la que pudiera no
estarlo?
—¡Maldito Byron! —farfulló Alex.
—¿El poeta ese? —preguntó Bolkum—. Bueno, en
ese sentido, sobre gustos no hay nada escrito, ¿no? En cualquier
caso, nuestro hombre está bien. Se ha marchado a Hawkforte.
Joanna suspiró, aliviada.
—¿Hawkforte? Ni siquiera está aquí. Debería
habérmelo imaginado. Toda esa tontería sobre Grey...
—Parece que todo salió bien —explicó el
herrero—. Al menos su señoría no tuvo queja.
—¿Se vieron? —le preguntó Kassandra—. ¿Royce
y lord Grey?
—Sí —confirmó Bolkum—, aunque no por la
razón que se comenta. No es eso lo que habían pensado, ¿no? —En
cuanto vio en sus expresiones que era precisamente eso lo que
creían, Bolkum movió la cabeza para negar y continuó—: Lord Royce
es demasiado sensato para eso. Tenía algo muy distinto en mente. Se
llevó el bote que había traído de Ákora.
—¿El bote? —En otras circunstancias, la
sorpresa de Alex habría resultado divertida—. Entonces, era Grey.
Madre mía, tendríamos que habernos dado cuenta. ¿Tienes idea de
cómo se enteró Royce?
—Creo que fue la Araña quien se lo dijo
—respondió Bolkum—. He oído que se ha chamuscado un buen trozo del
descampado. La gente ha ido allí para verlo, aunque nadie se
explica lo que ha podido ocurrir. O al menos, nadie dice
nada.
Alex asintió, satisfecho de que todo
estuviera como debía.
—¿Y se ha ido a Hawkforte?
—Se tomó su desayuno —intervino Mulridge que
apareció por detrás de Bolkum—, y comentó que ya no podía aguantar
más estar en Londres, que aunque era consciente de que tendría que
volver, necesitaba estar fuera unos días. —Luego, miró a Kassandra
de modo bastante obvio—. Ese chico tiene muchas cosas en la
cabeza.
—Hawkforte —pronunció Kassandra, y el deseo
por conocerlo se dejó sentir en aquella sola palabra.
Ya era de noche cuando Royce llegó a la
playa que se extendía a los pies de su hogar ancestral. Aunque le
habría gustado llegar allí mucho antes, cuando ya se encontraba en
el muelle listo para zarpar, le fue entregado un mensaje muy
urgente del príncipe regente.
Prinny se había enterado de su encuentro con
Grey, o al menos de una versión bastante tergiversada. Se sentía
sobrecogido ante la idea de que un amigo y consejero en quien tanto
confiaba hubiera arriesgado su vida de modo tan innecesario.
Necesitaba urgentemente pruebas que lo convencieran de que Royce
seguía vivo y coleando. Esperaba que el conde de Hawkforte se
presentara en Carlton House «de inmediato».
Y eso fue lo que hizo Royce, que entró por
una puerta privada anexa a los cuartos del servicio. Encontró al
príncipe regente tumbado en la cama, con una compresa fría sobre la
frente, y en una habitación con las cortinas corridas para evitar
que penetrara la luz.
—Migraña —se quejó Prinny—. ¡Cuánto sufro!
El trono es como un potro de tortura. Le prometo que habría
preferido nacer sencillo y granjero para no pedirle más a la vida
que un tiempo decente y una pinta de cerveza de vez en
cuando.
Dado que era de todo punto imposible
imaginarse al regente en aquellas circunstancias o en otras
remotamente parecidas, Royce no hizo comentarios directos. Se sentó
junto a la cama y habló con calma.
—Me da la sensación de que ha habido un
malentendido, señor. Como recordará, me pidió que hiciera uso de mi
buen hacer para ver si podía encontrar alguna manera de suavizar
las rencillas entre los whigs y los tories. Me pareció oportuno
reunirme con lord Grey, quien, estoy seguro de ello, ha comprendido
muy bien lo que le he dicho.
Aunque esa historia se desviaba ligeramente
de la real, Royce la encontró plenamente justificada. Una vez
eliminada la posibilidad de que Ákora fuera invadida, Grey no tenía
otra opción que la de practicar la paciencia. Si lo conseguía, y
Royce se inclinaba a pensar que así sería, la historia acabaría
recompensándolo. Mientras tanto, al menos, se habría puesto fin a
la hostilidad más abierta entre whigs y tories.
El príncipe levantó la cabeza de la almohada
con evidente facilidad.
—Bueno, bueno, bueno, me alegro de oírlo.
Grey no es un mal hombre; es sólo que se equivoca. En cualquier
caso, cuando oí lo del descampado de Wimbledown...
—Buscaba algo de intimidad, señor —Royce
sonrió para excusarse—. Supongo que la elección del lugar fue algo
inocente por mi parte.
—En absoluto. Comprendo que su intención era
buena. —El príncipe se sentó de modo que las rollizas piernas le
quedaron colgando por el borde de la cama—. Intimidad... no se
tiene así como así. Hay ojos y oídos por todas partes, supongo.
—Suspiró profundamente e hizo un visible esfuerzo por
recomponerse—. Aprecio su trabajo, Hawkforte. Tiene el don de
lograr que todo cuadre.
—Gracias, señor. Espero que mis esfuerzos
ayuden de algún modo.
En un raro pronto de gratitud, el príncipe
se sinceró:
—En realidad, no sé muy bien qué haría sin
usted, a pesar de lo cual, no quiero agotarlo. Tiene un aspecto un
tanto paliducho, si me permite que se lo diga.
—En absoluto, señor. Por supuesto, tiene
razón. De hecho, estaba pensado en tomarme unos días...
Una vez disipadas todas sus preocupaciones y
halagada su vanidad, el príncipe agitó la mano con gesto magnánimo
y le respondió:
—¡Por Dios!, tómese los días que quiera. Le
diré a Liverpool que se quede con todo y estará esperándolo cuando
usted vuelva.
Royce escondió una sonrisa compungida, se
levantó e inclinó la cabeza para despedirse.
—Muchas gracias, señor. Se lo
agradezco.
—Bueno, pero antes de que se vaya, hay uno o
dos asuntos que...
O diez o veinte, todos aparentemente muy
urgentes. El día transcurrió mientras Royce lidiaba con ellos. Se
encerró en un pequeño despacho que había cerca de los aposentos
reales a los que los lacayos fueron permitiendo la entrada sólo a
aquellos afortunados que Royce mandaba llamar. El resto de gente
que quería entrevistarse con el hombre del momento quedó
decepcionada. Con aquellos métodos implacables de cumplimiento del
deber, Royce se las arregló para dar por zanjados el «uno o dos
asuntos» del príncipe y logró salir de Carlton House a media
tarde.
Sólo para descubrir que el tiempo había
cambiado.
Había amanecido un día muy agradable, pero
se había desvanecido para dar paso a una lluvia pertinaz. No
importaba. Sentía la punzante necesidad de alejarse de Londres,
incluso por una temporada. En aquel momento necesitaba ir a
Hawkforte tanto como el comer. Aquel lugar era su piedra angular,
el único sitio en que se sentía realmente en casa y al que volvía
en momentos de sufrimiento.
Aunque habitualmente disfrutaba del viaje en
barco a casa, la libertad del mar y del viento, un descanso de
todas las preocupaciones del mundo, esa vez se limitó a soportarlo.
La prudencia sugería que atracara antes de que anocheciera, sin
haber llegado a su destino. A pesar de ello, con la puesta de sol,
el cielo se despejó y, poco tiempo después, apareció la luna.
Con la luz que irradiaba, Royce continuó
navegando, hasta que por fin llegó a la playa situada bajo las
orgullosas torres de Hawkforte. Animado al verlas, Royce amarró
bien el barco con rapidez, ascendió con bríos por el empinado
sendero que llevaba hasta el camino y enseguida se encontró en la
puerta de casa.
Fue Bolkum quien la abrió. Estaba
exactamente igual que cuando Royce lo había visto por última vez
aquella mañana en Londres, y no mostraba signo alguno del cansancio
de un viaje que debía de haberse organizado con rapidez.
—No esperaba que estuvieras aquí tan pronto
—comentó Royce.
El herrero se encogió de hombros.
—No pasa nada porque no me esperara,
¿no?
—No, claro que no. ¿Has tenido algún
problema al venir?
—Ni uno —le aseguró Mulridge—. Nunca lo
hay.
Royce sacudió la capa para quitarle las
gotas frías, y miró, con agradecimiento, el fuego.
—¡Qué gusto da estar en casa! —comentó con
total sinceridad.
Bolkum asintió.
—Baja lluvia del norte. Va a hacer una mala
noche.
—Aviva el fuego —aconsejó Mulridge.
Bolkum agitó un poco los troncos, que
lanzaron chispas al rozar con la enorme piedra de la
chimenea.
—No se quede despierto hasta tarde —le dijo
Mulridge a Royce.
—No tengo intención de hacerlo —le prometió,
aunque ya se habían ido cuando lo dijo.
Royce volvió a mirar a las llamas y pensó
que se dormiría cuando pudiera, cuando se encontrara tan cansado
que los pensamientos sobre Kassandra perdieran el sabor amargo que
traían siempre.
Kassandra había estado dispuesta a
morir.
La repetición constante que una y otra vez
le daba vueltas por la cabeza había ido quitándole a las palabras
mucho del dolor que provocaban y que, al desvanecerse, revelaban lo
que de verdad importaba: Kassandra no había muerto, sino que vivía.
Y se sentía profundamente agradecido de que así fuera.
Era, sin duda, una mujer valiente y noble,
la verdadera Atreidas, pero también era Kassandra, la mujer que
había visto al conocerla: la que, vestida de amarillo junco, daba
vueltas como si celebrara la primavera. Ahora estaban ya en la
mitad del verano, aunque el tiempo fuera más propio del otoño, y no
cabía esperar que los sentimientos que Royce albergaba hacia ella
fueran a desaparecer jamás.
¡Cómo la echaba de menos! Añoraba la calidez
de su piel contra la suya, el calor del deseo que ella mostraba, el
sonido de su risa, su tímida sonrisa, la luz que irradiaban sus
ojos, y así habría seguido si no hubiera sido porque le asaltó la
idea de que el mundo quedaba definido por lo que de él se echaba en
falta.
Debería haberse quedado allí. Debería haber
permanecido en Ákora y haber luchado por que ambos pudieran llegar
a entenderse. Y así habría actuado de no haber sido por la llamada
del deber, el mismo que había llevado a Kassandra a actuar como lo
había hecho.
Ambos eran seres que se debían a sus
responsabilidades. Era una de las muchas facetas que los describían
y que los habían unido.
¿Qué estaría haciendo en aquel momento?
¿Estaría durmiendo? ¿Estaría soñando con un futuro que no lo
incluía a él?
Royce dio un puñetazo en la vieja repisa de
roble de la chimenea. ¿No era él un hombre, y un Hawkforte por si
fuera poco? Sus antepasados nunca habían dejado de tomar lo que
entendían que les correspondía.
Hacía viento y, con lo bien que tiraba la
chimenea, hacía ascender el fuego. Royce se quedó mirándola
fijamente, y no vio la llama que había, sino una sombra antigua,
una vieja línea de orgullosos señores y valerosas damas que habían
hecho suyo Hawkforte. ¿Qué le dirían si pudieran hacerlo? De hecho,
¿qué le habían dicho? Pues, en honor a la verdad, daba la impresión
de que permanecían allí, en el lugar en que habían vivido y amado,
como una presencia amable, claro, pero tan real como las piedras y
el mortero que las unía.
—Royce...
Royce se volvió, sorprendido, pero no vio a
nadie, a pesar de lo cual juraría que había oído su nombre.
Imaginó que el cansancio acumulado hacía que
tuviera la imaginación más activa, aunque... no se sentía cansado,
sino todo lo contrario: se notaba lleno de vigor, como si alguien
hubiera levantado las dudas que habían pesado sobre él durante
tanto tiempo.
—Royce...
Levantó la cabeza y miró hacia la parte
superior de la escalera, que estaba envuelta en la oscuridad desde
la que parecía provenir aquella voz. ¿Un espíritu? Si así era, se
trataba de uno extrañamente quejumbroso.
—Hace bastante frío, ¿no crees? —preguntó el
espíritu.
—¿Kassandra...?
No podía ser. Estaba cansado, lleno de
deseo, y debía de haberla conjurado de algún modo
desconocido.
Si así era, lo había hecho muy bien. El
espíritu iba cubierto con algún tipo de tela blanca y vaporosa,
quizá un camisón, y el cabello del color del ébano le caía sobre
los hombros. Parecía joven y muy insegura. No se mostraba como la
Atreidas, sino como Kassandra.
Animado por la fuerza de los tiempos, Royce
avanzó a grandes zancadas hacia donde estaba la silueta. Él era un
Hawkforte, en todo momento y para siempre, y ella, la mujer por la
que llevaba esperando toda su vida.
—¿Siempre hace tanto frío? —preguntó la
silueta—. ¿Incluso en verano?
—Sí, a veces —contestó Royce, que ascendía
ya por la escalera a toda prisa. A medida que subía, iba
distinguiéndola con más facilidad. Apoyaba los dientes sobre el
labio inferior—. Así es el verano inglés —explicó con amabilidad.
Se sentía plenamente aliviado, alegre y seguro de sí mismo por
completo—. Es bueno para las rosas.
—¿Tenéis rosas aquí?
Ella estaba muy cerca, a apenas la distancia
de un brazo. Royce extendió el suyo, mientras se decía que debía
hacerlo con cuidado no fuera a ser que la asustara o, Dios no lo
quisiera, le hiciera daño de algún modo, y no volvió a respirar
hasta que tomó la mano de Kassandra entre las suyas.
Fue entonces, y no antes, cuando por fin se
relajó un poco.
—Sí, unas cuantas. Te las enseñaré, si
quieres. Por la mañana.
—Sí —respondió ella al mismo tiempo que daba
un paso al frente para adentrarse en el círculo que formaban los
brazos de Royce.
Él la abrazó, y ella se estremeció por el
aturdimiento que le producía las sensaciones de alivio y de
profundo placer que se sucedieron. Estaba allí, en Hawkforte, con
Royce, en el lugar y en la vida con que apenas se había atrevido a
soñar. Y ya no era un sueño, sino la realidad a la que pertenecía
por entero, tanto que cada paso que había dado en su vida, desde el
primero, parecía haber existido para llevarla hasta aquel momento
incandescente.
Royce desprendía calor y solidez. Aquella
fuerza era para Kassandra un refugio, y el amor que él le
profesaba, una bendición. Las lágrimas le empañaron la vista
mientras la sonrisa irradiaba más luz que la del propio sol.
—Por la mañana —repitió.
—¡Dios mío, Kassandra! —murmuró a la vez que
la abrazaba con más fuerza hasta que ambos se fundieron—. ¿De
verdad estás aquí?
Royce notó la risa de Kassandra.
—Sí, por fin. ¡Nunca se me habían hecho tan
largos dieciocho días! Antes de que te fueras de Ákora ya sabía que
no podría soportar decirte adiós. No importa lo dolido o enfadado
que estés; estamos hechos el uno para el otro, estoy absolutamente
segura de ello. Habría construido una barca yo misma para venir
remando hasta aquí, así que no me digas que no tendría que haber
venido, porque no pienso escucharte. Eres tú lo que me trajo a
Inglaterra la primera vez, aunque yo no lo supiera. Eres tú la
razón que explicaba mi visita. Entre los dos logramos lo que
ninguno de los dos habría conseguido por separado.
Aunque Royce, que todavía se esforzaba por
asumir el milagro de que ella estuviera allí, se vio en apuros para
seguir su discurso tembloroso, captó lo que había querido
decir.
—Nunca sería tan estúpido como para echarte
—le aseguró—. Dime, ¿cómo has llegado hasta aquí?
—Atreus se ha recuperado completamente y ha
retomado todas sus funciones. Ya se está preparando el juicio de
Deilos. Han soltado a muchos de los miembros de Helios, los que
claramente desconocían por completo lo que Deilos estaba tramando.
Hay otros que siguen en prisión para que se clarifique qué papel
han desempeñado en todo esto, si es que han hecho algo. Con todo
tan bien encaminado, a Atreus le pareció bien que Alex y Joanna
volvieran a Inglaterra sin falta. Y yo me vine con ellos.
Royce se tensó un poco. La intimidad de su
abrazo era mayor de la que él creía que un hermano debía
presenciar.
—¿Alex está aquí?
Kassandra se echó un poco hacia atrás, para
poder comérselo con aquellos ojos desbordantes de amor.
—No, está en Londres, pero ha enviado un
mensaje. No lo entiendo muy bien, pero yo te lo transmito
igualmente: que él y Joanna vendrán mañana a Hawkforte y que confía
en que te comportes tan bien como él se comportó.
Al pensar en las circunstancias en las que
Alex le había pedido a Joanna que se casara con él el año anterior,
allí, en aquel gran salón de Hawkforte, Royce sonrió.
—¿Dijo eso, seguro?
—Sí, sí. ¿Tienes la intención de ser igual
de misterioso que él?
—No, no —le aseguró Royce—. Te prometo que
te lo explicaré todo... mañana, después de enseñarte las
rosas.
Royce la abrazó más fuerte. El hombre que
había debido enfrentarse a sus fantasmas confesó:
—Tenía miedo de perderte.
—¿Miedo? ¿Tú? —preguntó.
—Demasiado —contestó al mismo tiempo que
aspiraba el aroma de Kassandra—, tanto que me hizo olvidar lo que
más importa.
—Este momento —interrumpió la antigua
profetisa— y todos los momentos que lo siguen a lo largo de los
años, cada uno de ellos precioso y sorprendente.
La risa de Royce, que surgía del gran alivio
y del amor aún mayor que sentía, rebotó en los curvos escalones que
llevaban hacia la parte superior de la antigua torre. Royce cogió a
Kassandra en brazos y la llevó hasta allí, ligero y confiado, y la
tumbó en la amplia cama que daba a los enormes ventanales por los
que se veía el mar, en que rielaba la luz de la luna.
Y allí, en el lugar en que tantos amantes
habían forjado su magia, el señor de Hawkforte y su princesa se
entregaron a un futuro que era suyo porque juntos lo
construirían.
Más
tarde...
... Tan tarde que el
mundo parecía sumido en un profundo sueño, una figura solitaria se
coló en la biblioteca de la casa de Londres. Brianna ajustó la
puerta silenciosamente y se cercioró de que estuviera bien cerrada
antes de frotar la piedra y la yesca para encender una de las
lámparas de aceite. Con la luz que desprendía, miró en las
estanterías hasta que encontró el libro que buscaba. Lo cogió con
cuidado y lo colocó sobre una mesa que había al lado.
La cubierta era de
piel marroquí y llevaba grabado el título de la obra: La
historia del condado de Essex. Brianna
conocía el libro, pues lo había encontrado poco después de haber
llegado a Inglaterra hacía meses. Luego, había acompañado a su tía
para ayudar en el parto de la niña de Alex y de Joanna. Y ahora
había vuelto sola... y por aquel libro.
Lo abrió muy
lentamente. Se trataba de un tomo pesado lleno de reyes, reinas,
batallas y similares acontecimientos que databan todos de la época
de Alfredo el Grande. Hablaba mucho sobre Hawkforte y sobre la
poderosa familia que gobernaba allí. Sin embargo, también hablaba
de otros lugares, incluido uno llamado Holyhood.
Había un dibujo de una
casa de campo de Holyhood, una línea sencilla trazada para
representar una bonita residencia. Brianna la observó mientras se
despertaban algunos recuerdos. Había estado allí. Había estado en
aquella casa, en algún momento del tiempo antes de la terrible
tormenta que acabó con la vida de sus padres y que la dejó huérfana
y sin nombre hasta que el mar la había llevado hasta las orillas
akoranas.
Si cerraba los ojos y
pensaba en la casa, oía el sonido distante de unas voces que la
llamaban.
De repente, sintió
mucho frío, un frío que provenía del interior de su corazón y que
conservaba una diminuta chispa de luz. Su espíritu se sintió
llamado a ir hacia allí, sintió que la chispa crecía y que la
calidez que proporcionaba se tornaba calor. Se cubrió con sus
propios brazos, que sentía como si fueran de otra persona, más
fuerte, que la atraía con fuerza.
En aquel abrazo había
protección y mucho más... Sin embargo, en la casa... ha casa
guardaba un secreto, la clave para resolver un misterio que le
resultaba a la vez aterrador y tentador. Volvió a mirar el dibujo y
se vio fortalecida por la determinación...
...Él podía sentirla
otra vez, casi como cuando le había ocurrido en el camino que
separaba este mundo del siguiente. Ella era la mujer que se había
mantenido inmóvil a su lado, que lo había llamado por su nombre,
que había ralentizado el viaje hasta la muerte y más
allá.
Él la había
reconocido. Había estado con ella antes, en la profundidad de las
cuevas durante la prueba de selección, cuando se le habían revelado
tantas cosas. Aunque allí sólo había llegado a visualizarla un
instante, nunca la había olvidado.
La conocía, conocía su
cara y su voz, conocía su aroma y su tacto, sabía cómo se sentía
incluso en aquel momento, casi como si ya estuviera protegiéndola
en su abrazo.
Sin embargo, no había
sabido su nombre, hasta que se despertó y vio el brillo plateado de
sus lágrimas y el color rojizo encendido de sus
cabellos.
Ella era para él. De
eso, estaba completamente seguro, aunque ella no lo sabía...
aún.
Lo sabría, se prometió
a sí mismo, y muy pronto. En el tejado del palacio, bajo las
estrellas, el vanax de Ákora entornó los ojos hacia el norte y vio
con su corazón de guerrero el premio que allí lo
esperaba.
* * *
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