Capítulo 21

 

EL viento refrescaba y muy pronto cambiaría la marea.
Royce se quedó donde estaba hasta que no hubo razón alguna para no embarcar. Justo antes de subirse a la pasarela, dudó y volvió a mirar a lo largo del muelle.
No había ni rastro de Kassandra. Se habían cruzado un momento aquella mañana. Ella había sonreído, le había deseado una buena travesía y había continuado su camino.
Royce trataba de convencerse de que era mejor así.
Joanna y Alex habían bajado al puerto y habían traído a la pequeña Amelia con ellos. Su hermana y su cuñado parecían encantados y felices, como era natural. Amelia mostraba un aspecto solemne hasta que le dedicó una sonrisa a Royce, que no pudo sino devolvérsela. Luego, le dio una palmadita suave en la barbilla, y Amelia frunció el ceño. Royce le hizo cosquillas con los dedos y la niña recuperó el buen humor.
—Vamos a echarte de menos —reconoció Joanna.
—Y yo a vosotros. —Luego, miró a su cuñado y le preguntó—: ¿Tienes idea de cuándo volveréis a Inglaterra?
Su hermana y Alex intercambiaron una mirada antes de que él respondiera:
—Es difícil de saber; depende de cómo vayan las cosas.
Royce asintió. No había en realidad mucho más que decir. Le dio un abrazo a su hermana, la mano a Alex, y un beso en la frente a Amelia.
—Cuida bien de este par —le pidió a Alex.
—Claro —contestó.
—¿Hasta dentro de unos meses, entonces?
—Pasaremos la Navidad en Hawkforte —aseguró Joanna con una sonrisa y con los ojos, sin embargo, brillantes.
Royce volvió a mirar al muelle; luego, a los caminos que, rodeados de flores, conducían al palacio que relucía bajo la luz del sol. Un último momento para preguntarse...
Kassandra no iba a ir. Tenía que asumirlo. Bien estaba.
Ascendió con rapidez por la pasarela, que fue elevada acto seguido, mientras el capitán gritaba la orden de levar anclas. De inmediato, demasiado deprisa, el viento los impulsó.
Royce saludó con el brazo a Alex y Joanna, que se quedaron de pie en el puerto, hasta que se convirtieron en dos pequeñas manchas oscuras que fueron desvaneciéndose hasta desaparecer. Entonces bajó al camarote que le habían asignado. Era cómodo y espacioso, incluso lujoso. No le prestó mucha atención. Dejó allí su equipaje y volvió a cubierta, donde permaneció mientras el navío navegaba a través de la ensenada norte y alcanzaba las aguas del océano.
Tenía diez días hasta llegar a Inglaterra. Diez días para recordar y reflexionar.
Diez días condenadamente largos y frustrantes. Y encima, diez noches ensombrecidas por peligrosos recuerdos y por el sentimiento de pérdida que lo dejaba vacío, como si se hubiera convertido en la cascara del hombre que había sido, y que últimamente había estado repleto de vida y de amor.
No ayudaba mucho llevar consigo el dibujo de Kassandra que le había comprado a Rudolph Ackermann.
Por muchas veces que decidiera dejarlo guardado en el cajón en que lo había metido al deshacer las maletas, siempre parecía volver a aparecer sobre la mesa que había junto a la cama. Con la primera luz grisácea de la mañana, se despertaba para ver aquel mismo rostro que lo perseguía en sus sueños.
No, aquello no ayudaba en absoluto.

 

 

 

Nada más atracar, Royce se dirigió directamente a Carlton House. Aunque le habría apetecido ir a su propia casa, después de diez días de frustrante contemplación, estaba de muy mal humor, y habría resultado una desagradable compañía para su leal servicio, aquellos que estaban entre los pocos que él respetaba en esa ciudad. El príncipe regente se encontraba en Londres, en lugar de en Brighton, donde habría estado en aquella época del año de no ser porque debía mostrar respeto al estado marcial en que se encontraba el reino, que luchaba en dos frentes. La ciudad en sí se mostraba como siempre: como un batiburrillo de lo nuevo y lo viejo, de lo decrépito y lo elegante. Con todo, también se le antojaba distinta, más abarrotada, más caprichosa y más sucia de lo que él recordaba. Supuso que se debería a que aún tenía Ilion en la cabeza. Y en su corazón.
Prinny estaba con sus sastres, que le estaban confeccionando un nuevo chaleco de satén. Se fijó en Royce en medio de una intensa discusión sobre las ventajas del encaje de oro frente al de plata.
—¡Hawkforte! ¡Vaya, qué alegría verle!
La costumbre de la lealtad que le profesaba, que se había refinado a lo largo de los años, llevó a Royce a responderle del modo más adecuado.
—Gracias, señor. ¿Se encuentra bien?
—Bueno, mejor de lo que estaba, en cualquier caso. La guerra constituye un raro tipo de tónico, ¿no le parece?
Aunque Royce no estaba de acuerdo, se contuvo para no hacerle partícipe de su desavenencia. Mientras los sirvientes corrían presurosos para retirar los montones de ropa que había que arreglar, y los sastres se marchaban, el príncipe regente aprovechó para prepararse un brandy que le hiciera recuperar fuerzas. Y Royce, como exigía la etiqueta, lo acompañó, aunque no bebió.
—Así que ha estado allí de verdad —comentó el príncipe, incapaz de contener la emoción—. ¿Ha estado en Ákora? ¿La ha visto?
—Sí, señor. Es un lugar formidable. Todo lo que siempre hemos creído, un verdadero reino-fortaleza.
—Y el vanax..., ¿cómo es?
—Bueno..., carece de la sofisticación que despliega su majestad, por supuesto.
Que Dios le perdonara aquella maldad, pues era por una buena causa.
Prinny se hinchó con dignidad.
—No puedo culparle y tampoco esperaba otra cosa. ¿Qué más puede contarme?
No podía decirle, desde luego, que casi habían matado a Atreus y que aún estaba recuperándose. Jamás.
—Es un guerrero, señor, que ha nacido como tal y se ha educado como tal, y es también un líder de guerreros. Sin embargo, también es un buen pensador. Comprende bien que Ákora no puede permanecer aislada.
—¡Excelente! Eso es precisamente lo que imaginaba. ¿Diría, entonces, que se trata de alguien con quien podemos colaborar?
—Sin lugar a dudas, señor. De hecho, el vanax me encomendó un mensaje: le encantaría visitar Inglaterra.
Prinny no podía mostrarse más contento. El divertimento era, sin duda, lo suyo. Su mente creativa, ágil a pesar de los años de alcohol y permisividad, visualizó de inmediato todos los musicales, recepciones, bailes de máscaras, actos estrafalarios y todo el resto de actividades que serían necesarias para agasajar a tan augusto personaje como el vanax de Ákora.
—Y nosotros estaríamos encantados de recibirlo, ¡como para no estarlo! Busque un momento oportuno y propóngaselo. Lo dejo a su cargo, Royce, todo ello, con lo buen hombre que es usted. Ya lo sabía, claro. Siempre se puede contar con los Hawkforte.
—Se excede en su amabilidad, señor.
—Qué va, en absoluto. Ahora, dígame, ¿qué tal está la encantadora princesa Kassandra? ¿Cómo le va?
Royce se estremeció, si bien internamente. Miró el brandy y lo dejó a un lado.
—Bien, supongo.
—No debería suponer nada cuando se trata de mujeres —le aconsejó el príncipe, que hablaba por su propia experiencia, toda bastante lamentable—. Nunca lo haga.
—Como diga, señor.
—¡Cómo me alegra que esté de vuelta! No hay ningún sitio como la vieja Inglaterra, ¿eh?
—No, señor, en absoluto.
—Ese tipo, Liverpool, el que ha sustituido a Perceval, parece pensar que estoy obligado a batallar con montones de documentos cada semana. No basta con que haya una guerra, bueno, dos en realidad, ahora encima se supone que tengo que conocer al detalle cada suceso; además de las habituales tonterías del Parlamento, los tories y los whigs siguen en las mismas. Confío en que pueda usted hacer algo al respecto. El asunto me tiene bastante perdido.
—Puede que se aproveche mejor el tiempo de su majestad si recibe un resumen de los avances más destacados.
—Justo lo que yo pensaba. Se aprovecharía mucho más. Si fuera tan amable... —pidió al mismo tiempo que señalaba la mesa situada junto a la ventana y a la enorme montaña de documentos que la cubrían.
—Lo haré encantado —respondió en voz baja Royce, que hubo de recordarse que todo lo que hacía lo hacía por Inglaterra.
Aunque aquel pensamiento no lo tornaba más fácil, al menos sí lo volvía más soportable. Tanto la ingente y apabullante cantidad de material que hubo de repasar, como el descubrimiento ocasional de datos de enorme valía, ofrecían algo de distracción. Trabajaba hasta tarde cada noche y se levantaba al alba. Alternaba largos días delante del escritorio con pesadas visitas fuera de Londres. Comía poco y no tenía mucho apetito, a pesar de los tremendos esfuerzos de Mulridge por coaccionarlo para que se alimentara mejor.
Al poco, aquellos que se encontraba en sus incursiones en Carlton House empezaron a mirarlo con más cautela de la acostumbrada. El señor de Hawkforte, que siempre había simbolizado las virtudes de la fortaleza y el honor, más notables aún por su escasez, había adquirido un lado peligroso. Se movía por los dorados salones y recargadas cámaras de la corte real como un predador que merodeara en un paisaje en que no encontrara alimento.
Una semana después de la llegada de Royce a Inglaterra, cuando hasta sus sirvientes empezaban a temerlo, Bolkum le trajo el correo. El herrero, que también era un amigo leal, había optado por quedarse en Londres con Mulridge, a pesar de lo cual conservaba el aura del campo en las pobladas cejas, en la barba abundante, y en sus modos prácticos.
—Ha llegado algo que no le va a gustar —le advirtió al entregarle el fajo de cartas a Royce.
El señor de Hawkforte levantó brevemente la vista del montón de documentos que estaba leyendo con detenimiento y emitió un gruñido.
—Si son más invitaciones, arrójalas al fuego como el resto.
Bolkum no se movió de donde estaba, impertérrito.
—Está bien, pero hay una de la Araña. La tercera que le envía. La ha traído un lacayo. El pobre hombre está blanco como el papel. Dice que la próxima vez acampará ahí fuera si su señora no obtiene respuesta.
—Maldita mujer —suspiró Royce.
Lanzó una mirada al fuego que ardía sin fuerza en la chimenea y cogió el sobre. A lady Melbourne le gustaba hacer las cosas a su manera tanto como a las montañas ser altas. Formaba parte de su naturaleza. Sin embargo, no era conocida precisamente por ser tan estúpida como para perseguir a alguien tan tonto como para declinar su favor.
Royce leyó la misiva dos veces antes de arrugarla en la mano.
—Parece que saldré esta noche.
Bolkum emitió un sonido de lástima y se marchó a avisar a Mulridge. Por encima del hombro, el tipo, que no podía pasarse un peine por su impresionante cabellera, sugirió:
—A lo mejor querría cortarse el pelo un poco antes de ir.
La respuesta de Royce, con toda su viveza, quedó ensordecida por el ruido de la puerta que Bolkum cerró tras sí.

 

 

 

La mansión Melbourne estaba iluminada por unas lámparas cuando Royce llegó, poco después de la puesta de sol. La rotonda central se encontraba ya abarrotada por otros invitados que iban llenando las salas que había alrededor. Como de costumbre era notable la intensidad tanto del ruido como del calor y los olores. Aunque nada alteró la temperatura y los aromas, el sonido se redujo claramente en cuanto Royce hizo aparición.
En seguida, Royce quedó en el centro de las crecientes ondas de atento silencio. Mientras que sus apariciones en Carlton House constituían ocasiones para la cautela, su presencia en la guarida de la Araña era una fuerte de perplejidad y, enseguida, de conjeturas.
¿Por qué estaba allí aquel hombre que con tanta insistencia se había negado a alinearse con cualquiera de las dos partes?, ¿aquel señor de antiguo linaje en quien tanto confiaba el príncipe regente?, ¿aquel campeón de Inglaterra que parecía transportar en su persona los susurros de las batallas ya pasadas y las que habrían de llegar?
¿Para qué había ido a aquella fiesta?
«Si lo supieran...», pensó Royce antes de alegrarse de que no fuera así. No era muy digno pagar con su presencia la información que la astuta lady Melbourne le había dejado entender que le iba a proporcionar: «¿Quiere el conde de Hawkforte saber quién se reunió con un akorano en Brighton el año pasado?»
Encontró a su anfitriona rodeada de admiradores en el vestíbulo principal, tal y como la había visto unas semanas atrás, cuando había acompañado a Joanna, Alex y Kassandra. Y como aquel día, Byron también estaba con ella. El poeta de moda charlaba con la sobrina de la Araña, Annabella Milbanke, aunque se interrumpió en cuanto vio a Royce.
—¡Milord, qué casualidad! He oído que había vuelto de Ákora; de hecho, creo que es usted tan famoso que lo sabe toda Inglaterra. Sin embargo, ha declinado todas las invitaciones, incluida la mía.
Byron agitó la mano con languidez en lo que Royce supuso que sería una expresión de sorpresa ante aquella visión.
—Me siento poco inclinado a los encuentros sociales —respondió entre dientes mientras se inclinaba para saludar a lady Melbourne—. Señora, me ha hecho venir; espero que el esfuerzo haya merecido la pena.
La dama sonrió, y con bastante gracia para hacerle justicia. En cualquier caso, contaba con el equivalente a varias vidas de experiencia en el arte de manipular a los hombres.
—La merece ya, al menos para mí. Su presencia garantiza que la velada sea todo un éxito.
—Señora, me apena que me crea tan propenso a los halagos. Ambos sabemos que todas las fiestas de la mansión Melbourne tienen el éxito garantizado con su sola presencia. Seguro que no hace falta nada más.
Royce fue recompensado con una mirada de sorpresa, que si bien disimuló, no logró evitar mostrar lo complacida que estaba la Araña.
—Vaya, milord —comentó lady Melbourne—, no tenía ni idea de que pudiera mostrarse tan encantador. Venga, siéntese a mi lado. He oído que acaba de volver de Ákora. ¿Satisfará el enorme interés que sentimos por aquella tierra misteriosa?
—No se niegue —intervino Byron, mientras otros invitados se acercaban más a ellos—. La ignorancia constituye la pesadilla de la existencia. ¿No está de acuerdo, milord? Haber conocido un sitio tan fascinante y no compartir lo que ha aprendido sería un acto de...
Aunque el poeta continuó hablando, Royce ya no lo escuchaba. Había pretendido dejarle claro a lady Melbourne que su paciencia era limitada. Byron, sin embargo, había empleado sin darse cuenta la palabra que capturaría la atención de Royce.
Ignorancia.
¿No era para acabar con ella por lo que Atreus estaba planteándose visitar Inglaterra? Quizá lo adecuado sería empezar a prepararle el terreno.
Miró a los hombres que se arremolinaban a su alrededor. Todos sin excepción eran whigs a los que el príncipe regente les había negado, a su capricho, altos cargos para los que habían estado preparándose toda su vida, sin resultado. Con todo, aquella decepción no significaba que carecieran de poder, sino todo lo contrario. Entre ellos controlaban gran parte de la riqueza del país. Su influencia alcanzaba todos los sectores, aunque especialmente el militar, en que incluso los oficiales de mayor rango se mostraban agradecidos de contar con tan acaudalados mecenas.
—Ákora —comenzó a propósito— es una fortaleza. Esto es cierto no sólo en términos geográficos, como todos sabemos, sino también en el resto de sentidos. Prácticamente cada akorano es un guerrero, entrenado de forma increíble, muy disciplinado y entregado a la defensa de su país. Su naturaleza marcial, de todos modos, no acaba ahí. También las mujeres se entrenan para luchar y, por lo que he podido comprobar, son verdaderas expertas.
—¿Las mujeres? —exclamó lady Melbourne—. Creía que la función de las akoranas era sólo la de servir. —El tono que empleó hizo evidente lo que opinaba al respecto.
—Es bastante más complicado. Basta con decir que si bien creo que los akoranos serían unos excelentes amigos, nunca los querría como enemigos.
—Aunque no desearía que así fuera en ningún caso, ¿no es cierto, milord?
Quien hablaba era un hombre delgado de rasgos agradables, aunque bastante anodinos, que no lograban disimular su mente ágil y aguda. Charles, el segundo conde de Grey, ignoró los ávidos movimientos de la multitud y asintió a Royce.
—Bienvenido a casa, Hawkforte. Me agrada saber que aún sabe cómo llegar hasta aquí.
—Llegar a Inglaterra no resulta muy complicado, milord —replicó Royce, consciente de que Grey se refería a otra cosa.
El hombre que había pensado en llevar las riendas del Ministerio de Exteriores del gobierno progresista, el de los whigs, se mostraba encantado de verlo en la mansión Melbourne, el cuartel general de los contrariados antiguos amigos de Prinny.
—Sin embargo, el año pasado le costó más llegar, milord —comentó Grey—, cuando a los akoranos les pareció conveniente retenerlo en lo que tengo entendido que fue un cautiverio bastante desagradable.
Grey era, en verdad, avezado. Las circunstancias en que se había producido el encierro de Royce en Ákora no se habían explicado en Inglaterra porque hacerlo habría revelado que reinaban el desacuerdo y la discordia en el reino-fortaleza, de modo que lo habría hecho aparecer aún más vulnerable a los ojos de cualquiera que estuviera considerando una posible conquista.
—Aquello —aclaró Royce en un tono que trataba de restarle importancia— no fue sino un malentendido, del que ya no se deriva consecuencia alguna.
—Eso parece, dado que no presentó ninguna objeción al matrimonio de su hermana con un príncipe akorano, que, según parece, se ha convertido en un buen amigo para usted.
—Me honra poder llamar mi amigo al marqués de Boswick; no olvidemos que Alex también ostenta títulos británicos.
—A menudo me he preguntado qué extraño ha de ser mantener lazos con dos reinos. ¿Cómo evita uno los problemas que surgen de los conflictos de lealtades?
—¿Y me lo pregunta a mí, milord? —retó Royce con una calma que resultaba decepcionante.
No había ofensa mayor a su honor que la de sugerir que su lealtad a Inglaterra era menos que absoluta. No existía insulto que garantizara mejor el ruido de los disparos y el brillo de las estocadas en el descampado de Wimbledown, el lugar favorito para batirse en duelo.
La gente se agitó, del mismo modo como el olor de la sangre en el agua altera y atrae a los tiburones. La Araña adoptó una actitud de abatimiento. ¿Es que iban a lanzarse un guante... y a aceptarlo? El potencial que aquello tenía para el escándalo era enorme si un encuentro de aquel calibre se originaba bajo su techo. Aun así, la posibilidad de todo el cotilleo delicioso y frenético que se generaría resultaba igualmente tentadora.
Lady Melbourne se aclaró la garganta lo bastante como para que llamara momentáneamente la atención de Royce en aquel silencio expectante. Se cruzaron las miradas. Ella lo miró a él, luego a Grey, y de nuevo a Royce. Muy conscientemente, con una inclinación de cabeza hacia el afamado whig, lady Melbourne asintió.
Royce se quedó mirándola fijamente, mientras la mente viajaba con rapidez de la sorpresa al recuerdo. ¿Grey? ¿Podía tratarse de él? Grey había estado en Brighton el verano anterior. Royce se lo había encontrado allí y verlo lo había sorprendido, pues se decía que el conde despreciaba aquella localidad. ¿Qué es lo que había dicho cuando Royce se había referido a que estuviera allí...?, ¿que un hombre no siempre puede elegir sus circunstancias?
Grey quería convertirse en ministro de Exteriores, y se decía que había quedado profundamente frustrado al no conseguirlo. Grey quería firmar la paz con Napoleón y cabía que viera que una conquista británica en algún otro lugar hiciera aquel acuerdo más tolerable. Aun así, Grey también era un reformador que parecía considerar un error que pudiera votar y opinar en el gobierno sólo una pequeña fracción de los varones ingleses.
Deilos, el hombre que debería haber muerto y que, con todo, aún seguía vivo, había estado en Brighton al mismo tiempo.
Royce volvió a mirar. Lady Melbourne abrió más los ojos y arqueó una ceja para señalar de nuevo a Grey.
Cabía, claro, la posibilidad de que ella estuviera equivocada o simplemente fingiera. Sin embargo, ninguna de aquellas opciones le reportaba a ella beneficio alguno, y, además, un error así, fuera cual fuera la causa, implicaba un peligro.
No, debía de estar segura, bien porque Grey le hubiera dejado caer algo, bien porque hubiera oído algo en algún lugar, o porque alguien le hubiera ido con el cuento mientras estaba sentada en una tela que había tejido durante décadas.
Más aún, había apenas un puñado de hombres en Inglaterra que podrían haber conspirado para llevar a cabo una invasión en Ákora. Perceval, como primer ministro, había sido uno de ellos; pero ahora estaba muerto. El propio Royce era otro de los que, en virtud de su poder, riqueza y el profundo respeto que se guardaba a su nombre, podía haberlo hecho. Y Grey, claro que sí. Grey..., brillante, impaciente, con unos contactos increíbles a pesar de ser un whig... Grey, llevado por una decepción que le era insoportable sobrellevar, podía haber sucumbido a la idea de que el fin justifica los medios sin importar lo brutales que puedan ser.
Maldición. Debería haberse dado cuenta... Analizar las cosas a posteriori hacía que todo se viera muy claro.
Grey sonrió.
—Todos conocemos la orgullosa historia de Hawkforte. Todo eso de «el escudo del trono»... ¿No era así como les denominaban en el medievo a ustedes?
—Seguimos siendo un escudo, milord, uno que planta cara al peligro, a la traición, y cuando se hace necesario, a la locura de los hombres ambiciosos.
Y justo entonces vio, con cristalina claridad, que el plan que había diseñado durante aquellos diez largos días con sus noches funcionaría.
Se inclinó hacia delante y le dijo a Grey al oído:
—Reúnase conmigo en el descampado de los terrenos de Wimbledown, milord, mañana. No para el propósito que estos necios querrían, sino para ofrecerle una explicación.
Grey dio un paso atrás para mirar a Royce. Tenía el ceño fruncido y la posición en guardia. Con la expresión fría, asintió.
Dado que la invitación se le había susurrado con la intención de que se mantuviera en secreto, era, claro estaba, cuestión de horas que se corriera la voz entre los miembros de la alta sociedad. Hawkforte y Grey habían discutido. Lord Grey había lanzado el guante..., o no, había sido, en realidad, Hawkforte. El asunto pareció confirmado cuando una muchacha que trabajaba para Grey, de las que servían a los señores en el piso de arriba y también ayudaban abajo, en las cocinas, le contó al chico del carnicero que salía con ella que una doncella había oído al mayordomo decir que el ayuda de cámara de lord Grey había recibido instrucciones de tener especial cuidado al preparar la ropa de su amo para el día siguiente. La conclusión más obvia que se derivaba de aquello era que si lo herían, o algo peor, su señoría deseaba al menos conservar su elegancia. Las noticias se extendieron con rapidez al piso de abajo, saltaron de una casa a otra, a través de las vallas que compartían los jardines y más allá de las puertas por las que a ellos se accedía.
Gracias a que, con la adecuada solemnidad, los mayordomos, ayudas de cámara y doncellas lo susurraron al oído de sus amos y amas, el chisme ascendió a los pisos superiores, para sumarse al extenso y maravilloso mar de conjeturas sobre aquella noche de verano que se agitaba en Londres.
Royce no se percató de nada de aquello. Abandonó la mansión Melbourne poco después de enterarse de lo que había ido a averiguar, y dedicó el resto de la noche a leer documentos, hasta que se fue a la cama, donde, para variar, esa vez durmió relativamente bien, aunque sólo unas horas.
Bolkum lo despertó una hora antes de que amaneciera. Royce se bañó y se afeitó, y se sorprendió pensando en las delicias de una ducha de agua caliente. Y aunque prestó la atención mínima a la vestimenta escogida, hasta Mulridge quedó encantada cuando lo vio aparecer con unos pantalones de gamuza, una camisa de lino exquisitamente tejido, una chaqueta marrón tipo levita de lana ligera para verano y unas botas de un lustre impresionante. Al final no le habían cortado el pelo, de modo que la cabellera le acariciaba, al caer, el cuello de la chaqueta y relucía a la tenue luz como si se tratara de oro batido.
—Vuelva para el desayuno —le indicó Mulridge.
Royce sonrió, más relajado de lo que lo había estado en mucho tiempo, y asintió.
—Claro que sí, y por cierto, un par de esos huevos que hace la cocinera no estaría nada mal. ¿Cómo son, pasados por agua?
—Está bien. Venga, váyase ya. —Antes de que se marchara, Mulridge le dio un tremendo abrazo y le dijo—: Es usted un buen hombre. Tenga cuidado.
—Está preocupada —comentó Bolkum cuando acompañaba a Royce por la parte trasera de las cuadras donde ya estaban preparándole la montura—. En cualquier caso, tiene razón. Si no le importa que le pregunte: ¿por qué escogió usted el descampado de Wimbledown? Esa zona de pastoreo tiene una fama horrible.
—Precisamente por eso la he escogido. Es un sitio bonito y está apartado, lejos de las miradas curiosas.
Una vez que se hubo montado en el caballo, Royce se inclinó para recoger la caja recia que Bolkum le entregaba. La colocó con cuidado en la alforja que ya llevaba repleta de trozos gruesos de algodón.
—Cabalgue con cuidado —le advirtió Bolkum.
Royce asintió, le dedicó una sonrisa a su viejo amigo y partió hacia el río. Al cabo de unos minutos, ya pasaba por la casa londinense de Alex y Joanna. Miró a través de las verjas de hierro forjado y creyó ver luces en el interior. Aquello le extrañó porque había supuesto que Alex habría enviado al servicio de vuelta a su casa de campo, en Boswick, antes de zarpar rumbo a Ákora, aunque tal vez no había sido así.
Un poco después cruzó el río Támesis y se desvió hacia el sudoeste. El terreno de monte que llamaban Wimbledown quedaba lo bastante apartado de Londres, si bien dentro del municipio, como para que sólo lo frecuentaran los pastores, los típicos haraganes descarriados y los nobles con intención de matarse entre ellos. Una gran parte del terreno había sido desbrozada hacía tiempo, de modo que pudiera servir para los cerdos y las ovejas. Con todo, aquí y allí, había viejos robles que proyectaban por doquier sus nudosas ramas hacia el cielo y formaban espacios de oscuridad en que se reunían los cuervos y las sombras susurraban.
Había llovido durante la noche, así que el suelo seguía húmedo, algo que a Royce le venía de maravilla. Enganchó las riendas de su caballo en la hendidura baja del tronco de un árbol y caminó hacia el extenso descampado en que se habían producido tantos duelos en nombre de aquello que llamaban honor.
Grey ya estaba allí. Se volvió y contempló a Royce mientras éste se acercaba. Las brumas matinales ascendían entre ellos en zarcillos similares a los de una niebla espectral.
—Pensé que a lo mejor no le había comprendido bien, milord —lo interpeló Grey.
—En absoluto.
—Entonces, no me he equivocado al no traer conmigo a un padrino.
—Sí, se ha equivocado, aunque no en eso. Tal y como le dije, este encuentro es para informarle.
Grey se mostró, por fin, más relajado y algo divertido. Hizo un breve movimiento con la mano para referirse al entorno en que se encontraban.
—¿Y eso requiere todo este lamentable numerito?
—Bueno, yo no lo llamaría numerito, milord. Y para que sea lamentable queda mucho aún.
Mientras hablaba, Royce depositó en el suelo con cuidado la alforja que había llevado consigo y la abrió. Luego, se incorporó mientras sujetaba la caja de madera.
—Tengo entendido que es usted un erudito.
—Eso dicen —reconoció Grey con modestia.
—Entonces, comprenderá lo que estoy a punto de enseñarle.
Royce abrió la caja. Por un momento, no hizo sino mirar el sencillo bote de cerámica que había en su interior. Atreus se lo había entregado antes de que Royce se marchara de Ákora. Aquel gesto constituía, y él lo sabía, el mayor símbolo de confianza del vanax en un xenos, que era además el hijo de la misma tierra que caminaba hacia la invasión en la visión de Kassandra.
Una confianza por la que Royce moriría antes que traicionarla.
Royce levantó el bote, lo elevó sin esfuerzo y miró al otro extremo del descampado. Contaba con un brazo fuerte y un propósito claro. El bote aterrizó a varias decenas de metros de distancia y se rompió al caer. Por un instante, que duró menos que un latido, no ocurrió nada. Grey contó con apenas ese tiempo para empezar a mirar a Royce con gesto interrogante.
El fuego explotó, por fin. Incluso a aquella distancia, Royce pudo oírlo. El olor era igualmente intenso, ácido y empalagoso.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Grey, que se había quedado atónito, claro estaba, y algo aturdido, aunque no acababa de comprender de qué se trataba.
—He lanzado un bote —contestó Royce con tranquilidad.
—Ha debido de encender antes lo que sea que lleve dentro.
—No; usted ha visto que no lo he hecho.
Era cierto. Grey lo había visto. Miró fijamente las llamas y comentó:
—El suelo está húmedo.
—Mucho, aunque el agua no logrará sofocar ese fuego. Podría echarle encima un lago entero y no lograría nada. Acabará extinguiéndose cuando se haya consumido todo el combustible. Sin embargo, esto no ha sido sino un pequeño bote, y podría haber muchos más. —Se colocó delante de Grey para llamar su atención y continuó hablando—: Si se lanzaran contra un navío invasor, la sustancia que contiene ese bote convertiría al barco más orgulloso en una pira funeraria. No habría hombre que pudiera sobrevivir al ataque. Y si lo duda, piense en lo que le ocurrió a la flota árabe que atacó Constantinopla en el año 673.
A Grey se le mudó el color del rostro. Era, en verdad, un hombre con estudios, de modo que comprendió enseguida lo que Royce había querido decir. Sin dejar de mirar el fuego que aún ardía, exclamó:
—¡Dios santo, los akoranos tienen el fuego griego!
—Cierto.
—Pero usted... —Grey se volvió para mirarlo— ¡se lo ha quitado! Lo ha traído hasta aquí. Podemos analizarlo, aislar sus componentes, encontrar la fórmula...
—Lástima. Esa era la única muestra con la que contaba.
—¿Su única...? ¿Qué quiere decir? No será verdad que ha...
Royce se acercó a él de modo que le impedía ver el fuego que aún ardía. El sol se alzaba sobre los árboles y las brumas de la mañana iban evaporándose. Prometía ser un día precioso. Royce sintió unas repentinas ganas de disfrutarlo.
—La conquista de Ákora sólo llevaría a enviar a hombres buenos a una muerte horrible, así como a manchar su propio nombre con una maldición que resonaría en las bocas de Inglaterra para toda la eternidad.
Grey sudaba. Se atusó la ceja como ausente con el extremo de lo que había sido un pañuelo impecablemente anudado.
—No sé a qué se...
—El verano pasado, hubo un hombre llamado Deilos que se reunió con usted en Brighton. Esa es la razón por la que se encontraba usted allí, en un lugar en que, de otro modo, nunca habría estado. Él le contó que era el momento de invadir Ákora. Había intuido bien lo descontento que usted estaba. Y usted ya había pensado en Ákora y se preguntaba si serviría a sus propósitos.
—¿Cómo puede usted saber todo eso...?
Grey parecía como enfermo, y se debatía entre el impacto y la sorpresa; tanto como podía, claro, pues aquel hombre desconocía por completo el don que había avisado del peligro que corría Ákora.
—Deilos le buscó para reunirse con usted. Creyó que una invasión británica en Ákora sería rechazada sin dificultad. —Luego, señaló con la cabeza las llamas y añadió—: Y tenía buenas razones para creerlo. También supuso que podría emplear esa amenaza para alejar a Ákora del mundo exterior y catapultarse al poder.
A pesar de lo impresionado que estaba Grey, la perspicacia natural que lo caracterizaba no lo abandonó entonces. Lentamente, preguntó:
—¿Fue Deilos quien lo mantuvo a usted cautivo?
Royce asintió.
—Sí, pero Deilos ha acabado. Está en la cárcel y será sometido a juicio. Sus seguidores, los que quedan, están muertos o también en prisión.
—Deduzco que usted tiene algo que ver en todo eso.
—Podría decirse que sí. Escúcheme. Creo comprender lo que le llevó a contemplar realizar un acto como aquél, pero debe ver que sólo habría llevado al desastre. Usted cuenta con una serie de fantásticas ideas para la reforma. Aguarde a que llegue el momento oportuno. Si la Fortuna le acompaña, se le presentará la oportunidad de hacer mucho bien, en lugar de un mal inenarrable.
Se había esfumado la máscara de imperturbabilidad que Grey solía pasear. En su lugar, había aparecido el hombre que era en realidad, lleno de nobles sueños que peleaban contra unos fallos profundamente humanos.
—Creo firmemente que este país tiene grandes cosas que ofrecer al mundo, pero para conseguirlo debemos ser fuertes. Hemos perdido las malditas colonias y puede que no las recuperemos ya. Estamos luchando contra Napoleón, que quiere tragarse el mundo. Contamos con un rey loco y un regente borracho. El descontento mantiene al pueblo agitado y existe una amenaza de revolución. ¡Estamos llegando al límite!
—No —respondió Royce con calma y convicción—. El suelo de esta isla es más sólido de lo que piensa. Está arraigado en cada hombre y cada mujer a los que usted asegura que quiere ayudar. La fuerza sin honor constituye una debilidad que acaba por devorarnos. Los akoranos serán nuestros amigos. Que eso baste.
Grey inspiró una vez, y luego otra. Despacio, la ansiedad que sentía fue desvaneciéndose. Había comprendido y, más importante aún, lo había aceptado. El camino al futuro de la serpiente roja había quedado cerrado.
No había nada más que decir. Royce se volvió. De repente, se sintió vacío por dentro.
—Milord.
Aunque, en aquel campo chamuscado, Grey parecía más pequeño de lo que era en los elegantes salones sociales, iba recuperando el tono de piel, y en cuanto Royce lo miró, se enderezó.
—Es cierto lo que dicen. Hawkforte es «el escudo del trono».
Royce esbozó una sonrisa cansada.
—Fue un rey quien dijo eso por primera vez. Lo inventó para halagar a uno de mis antepasados. No obstante, se equivocaba. Somos el escudo de Inglaterra, y eso es lo que seremos siempre.
En aquel momento se disipó lo que quedaba de bruma y apareció el hilo plateado que trazaba el río Támesis al avanzar serpenteando a través de los campos verdecidos. Royce volvió a sentir unas ganas a las que llevaba tiempo resistiéndose.
Volvería a Londres. Comería esos huevos pasados por agua.
Y luego, regresaría a casa.
* * *