Capítulo 20

 

MARCELUS estaba esperándolos en el muelle junto a una compañía de soldados. El magistrado contempló con silenciosa satisfacción el momento en que Deilos y sus hombres montaban en los carromatos que los llevarían a prisión.
Cuando el último de ellos hubo desaparecido, Marcelus se inclinó ante Royce y lo felicitó:
—Habéis hecho un buen trabajo, lord Hawk.
—Ahora es todo tuyo, Marcelus. Y no puedo decir que me dé envidia.
—Eso es precisamente lo que hace que vos seáis un guerrero y yo, un juez, señor. Cada uno tiene su camino. —Luego, se dirigió a Kassandra—. Vuestra señora madre ha pedido que acudáis directamente al palacio, Atreidas.
—¿Sabes por qué?
—Lo lamento, pero no.
Kassandra se sintió invadida por un sentimiento de aprensión. Al entrar en el puerto de Ilion había examinado el cielo en busca de cualquier signo de humo que pudiera indicar que Atreus estaba muerto. Y aunque al no ver ninguno, había suspirado aliviada, en aquel momento se temió lo peor. Por instinto, se volvió hacia Royce.
—¿Subes conmigo?
Mientras pronunciaba la pregunta se dio cuenta de que él estaba mirándola. No obstante la actitud distante que aún mantenía, Royce accedió.
—Si lo deseas.
Había un carruaje esperándolos. Subieron juntos pero sin tocarse hacia la Puerta de las Leonas.
Al entrar en el enorme patio, Kassandra pensó que todo estaba igual que siempre. Aunque el hecho de que no hubiera signo alguno de cambios no significaba gran cosa. Tal vez sus padres habían preferido mantener lo que fuera en secreto hasta saber lo que había ocurrido en Deimos.
En cuanto entró en la zona privada del palacio, lejos de las miradas curiosas, dejó a un lado todo pretexto que la llevara a mantener la calma y echó a correr. Cuando ya casi había llegado a las puertas del cuarto de Atreus, éstas se abrieron y apareció una joven.
Brianna... llevaba el rojizo cabello hecho una maraña, y la túnica... parecía como si hubiera dormido con ella puesta... Mantenía la cabeza inclinada y parecía tener los hombros caídos.
Kassandra se detuvo de repente, incapaz de dar un paso más o de hacer la pregunta que gritaba en su interior. Lo único que hacía que se mantuviera esperanzada era la cálida mano de Royce que apretaba la suya, así que se aferró al amparo que él le proporcionaba cuando Brianna, algo tardíamente, se dio cuenta de su presencia. Levantó la cabeza, en un claro esfuerzo por sobreponerse al cansancio, y...
Sonrió. Mostró una enorme y brillante sonrisa que eliminaba todo rastro de cansancio y miedo. Una sonrisa tan radiante y gloriosa que parecía que un rayo de sol brotara de su interior.
—El vanax se ha despertado —anunció mientras reía y lloraba a la vez, lágrimas de sentido alivio que le corrían por las mejillas.
Kassandra hizo caso omiso de su propio llanto y entró corriendo en la habitación. Sus padres estaban sentados junto a la cama. Joanna estaba de pie, no muy lejos. Elena, que se encontraba cerca de ella, llevaba el brazo derecho en cabestrillo. Aunque todos estaban pendientes de Atreus, Fedra se volvió cuando entraron su hija y Royce, y los recibió con una sonrisa igual que la de Brianna.
—Ha vuelto a dormirse —susurró—, pero se ha despertado hace una hora más o menos. Nos ha reconocido. ¡Ay, Kassandra! ¡Nos ha reconocido!
Madre e hija se abrazaron y sollozaron, mientras Andrew se incorporaba y le tendía la mano a Royce.
—A Dios gracias que habéis vuelto los dos —saludó con aspereza.
—Sí, aunque no hemos vuelto solos —contestó Royce—. Marcelus está en la gloria.
Andrew entornó los ojos...
—¿Deilos...?
—Y doce de sus hombres; todos los que quedaban, creo. Los obligamos a salir corriendo de las cuevas.
—Y fue tal y como lo cuenta —intervino Kassandra, a quien le costaba tanto dejar de sonreír como contener las lágrimas de alivio que seguían brotándole de los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, se dio cuenta de que estaba riendo—. Ya me había dado cuenta de la fascinación que sienten los británicos por la fontanería; puede que sea eso lo que inspiró una solución tan ingeniosa.
—¿No habrá sido por la cascada? —Joanna dio un grito ahogado y también se echó a reír.
Su hermano asintió con modestia.
—Claro está que fue por la cascada. Alex y tú os las apañasteis mucho mejor que Deilos o cualquiera de los otros. Todos los que han sobrevivido están heridos... de un modo u otro.
—¡Qué mala suerte! —comentó Andrew en un tono que desvelaba claramente que pensaba precisamente lo contrario.
—Supongo que debería ir a asegurarme de que mis ayudantes tienen todo lo que necesitan —se excusó Elena. Se inclinó y luego se dirigió a la puerta.
Fedra la interceptó a mitad de camino.
—¿Atreus...?
Con amabilidad, la curandera explicó:
—Ahora duerme tranquilamente, y eso hará que se acelere la recuperación. Os ha reconocido a vos, ha dicho algunas palabras, ha comprendido lo que se le explicaba y puede mover todas las extremidades. De verdad, esto es una bendición para todos. —Luego, se miró el brazo herido con gesto de arrepentimiento—. Puedo incluso aceptar esto, ahora que sé que evitó que llevara a cabo una operación que no era necesaria y que podría haber causado más daño.
—Pienso que —habló Andrew—, no estaría recuperándose así si no fuera por la magnífica atención que le has prestado, Elena.
—Tiene toda la razón —añadió Fedra, que se levantó para abrazar a la curandera—. Nunca olvidaremos lo que has hecho.
Claramente halagada, si bien algo avergonzada, Elena se retiró. Al cabo de un momento, Joanna la siguió. Antes de partir, observó a su hermano, y con unos ojos que mostraban todo su amor y su preocupación, le dijo:
—Has ido a Deimos.
Royce asintió, imperturbable en aquella habitación inundada por la luz de la luna, como si retara a las lámparas que proporcionaban una iluminación tenue.
—Dos veces. La segunda fue mejor.
Joanna dejó escapar un suspiro y le acarició el brazo cariñosamente.
—Me alegro mucho.
Kassandra observó la sencillez de la interacción que mantenían. Les eran necesarias tan pocas palabras: una mirada o dos, una caricia rápida. La comunicación entre hermano y hermana era directa y clara, esculpida como estaba durante una vida de amor que nada podría cambiar.
Se sintió consternada por la envidia que le produjo verlos. Se volvió para mirar a Atreus. Allí tumbado sobre las suaves sábanas de lino, tenía un aspecto muy pálido. El cabello, que siempre había tenido negro como la noche, parecía entonces aún más oscuro, como si el color se hubiera sumergido en él. La dureza y la rectitud de las líneas que le enmarcaban el rostro se veían acentuadas. Parecía... no mayor..., sino casi eterno, como si se tratara de una escultura de las que él mismo cincelaba. El pecho se le hinchaba y deshinchaba sin esfuerzo.
El vanax viviría.
Más aún, se recuperaría por completo y volvería a ser Atreus, el hermano fuerte e indomable que conocía y quería. Retomaría su vida y sus deberes, que en el fondo eran una sola y misma cosa.
Y ella se vería libre.
Aunque la idea parecía indigna, no podía quitársela de la cabeza. Ella siempre sería una Atreidas; ahora bien, ya no sería la Atreidas. La gente recordaría lo que había hecho como tal y hablaría bien de ella, a pesar de lo cual, todos se sentirían profundamente aliviados de retornar a la normalidad.
Y así le ocurriría a ella también.
Aunque ya no fuera la Atreidas. ¿Seguiría siendo Kassandra?
Sus padres la habían llamado Adara al nacer, un nombre que significaba «hermosa» y que siempre había creído típico de unos padres encantados con la criatura recién llegada. No obstante, en cuanto su don se había hecho evidente, cuando era aún muy niña, le habían cambiado el nombre con la intención de que sirviera de recordatorio de lo que había ocurrido cuando se habían ignorado las advertencias de una verdadera vidente del futuro.
Ella no se recordaba como Adara. Siempre había sido Kassandra.
¿Continuaba siéndolo? ¿Podría visualizar algo en aquel momento, le sería revelado algo?
Sólo de pensarlo, sintió en lo más profundo de su ser que no quería. No albergaba ningún deseo de intentarlo. En realidad, estaría absolutamente encantada si no volvía a ver ni un destello de posibles futuros.
Sin embargo, aquél era su deber..., ¿no? Ella debía continuar actuando como centinela de los peligros que pudieran acechar a los demás.
Atreus dormía tranquilamente. ¡Cómo anhelaba poder dormir así! ¡Cómo deseaba, sobre todo, llevar una vida... normal! Como la de Joanna, o la de su madre, o la de tantas otras mujeres que había conocido y que tomaban el futuro tal y como llegaba, con sorpresas y todo.
Royce la había sorprendido porque ella no había visto lo que iba a ocurrir entre los dos. Tampoco había adivinado el objeto de su visita a Inglaterra después de haberse visto arrastrada allí para cumplirlo... ¿O sí lo había adivinado? ¿O simplemente lo tenía allí, ante sus propios ojos: el hombre que la había salvado y que había salvado a Ákora, a las dos, el hombre que la había mirado con tanta rabia y dolor al darse cuenta de la pésima elección que ella había tomado?
Se le tensó el cuerpo de la cabeza a los pies. Se levantó repentinamente y caminó hacia la ventana más cercana, con la esperanza de que la brisa nocturna la refrescara.
—Kassandra —la llamó su madre, que siempre estaba atenta a todo, como todas las madres—, ¿te pasa algo?
—¡No! Claro que no. Atreus está bien. Eso es lo que importa —respondió después de volverse con rapidez, consciente como era de la cercanía de Royce.
—Todos nos alegramos de la mejoría de Atreus —intervino su padre, quien la había cogido en sus brazos cuando era niña, la había hecho reír y le había enjugado las lágrimas. Su padre, que tan bien la conocía—. Pero hay muchas más cosas que también importan.
—Ákora seguirá a salvo —terminó Kassandra.
—Gracias a ti y a Royce, y en última instancia, a todos nosotros.
El inglés, que había llegado como un náufrago al reino-fortaleza y se había quedado para amar a una princesa, opinó:
—Y en esa seguridad se encuentra el bienestar de todos y cada uno, incluida tú, así que presta atención a la pregunta de tu madre. ¿Te pasa algo, hija?
No, sí, todo. ¡Por todos los dioses! ¿Qué podía decirles? Ellos la querían, confiaban en ella, la respetaban. La buena opinión que de ella tuvieran contaba más que las mismas estrellas; Kassandra no podía soportar la idea de defraudarlos.
—Estoy... cansada.
—Entonces, tienes que descansar —le aconsejó su madre.
Fedra se alejó del lecho de su hijo y se acercó a su hija. La cogió en sus brazos como lo había hecho cuando Kassandra era pequeña. Hacía demasiado poco tiempo, pues éste volaba. Ambas se dieron cuenta de aquello, allí y en aquel instante.
—Descansa, hija —recomendó Fedra—. Atreus está vivo, Alex está por llegar, Deilos se encuentra en manos de la justicia. Lo has hecho muy bien. Ahora ve a dormir y deja que el sueño te devuelva las fuerzas.
—Te quiero —respondió Kassandra, que sintió, de verdad, el amor que circulaba entre ellas.
Su madre se retiró un poco para mirarla, como un alma contempla a otra. El brillo en sus ojos se correspondía con sus palabras:
—Estoy orgullosa de ti; me llenas de alegría.
Por lo que parecía era un día de emociones. Las lágrimas le abrasaron las mejillas cuando abrazó a su madre y vio, por encima del hombro de Fedra, que Royce salía de la habitación.

 

 

 

Kassandra no fue tras él, aunque lo que la frenó no fueron ni el orgullo ni el sentido del deber, sino el miedo, puro y duro.
Sabía, porque se detuvo para preguntarlo, que él estaba en el castillo. Había ido a hablar con Marcelus y con los otros hombres. Saida no sólo le trajo aquella información, sin mostrar expresión alguna, sino también una bandeja con una infusión relajante y unos pasteles.
—Comed —le indicó la sirvienta—. Vuestra madre no me perdonará si caéis enferma.
—¿Desde cuándo me pasa a mí algo así? Dime una sola vez en que haya enfermado.
—Tuvisteis paperas a los ocho años.
—Se me había olvidado.
—Pues a algunos de nosotros no. Temimos por vuestra vida. —Saida frunció los labios—. Y ésa no fue la última vez.
—Lo único que siempre he intentado hacer es lo que pensaba que era necesario.
¿Es que nadie lo comprendía de verdad? ¿Acaso todos la condenaban? ¿Es que estaba sentenciada a la más odiosa de las emociones, la autocompasión?
Se estremeció con sólo pensarlo y bebió un sorbo de la infusión, que aunque fuera sólo un poco, la reconfortó.
Saida le desabrochó los prendedores que le sujetaban la túnica sobre los hombros y se la quitó. Luego, vistió a Kassandra con un camisón y abrió el embozo de la cama.
—Hay momentos en que conviene desembarazarse de las cargas.
—En un mundo nuevo...
—Puede ser; yo no sé nada de esas cosas. Este es el mundo en el que nos encontramos, alabada sea la Creación, y debemos arreglárnoslas lo mejor que podamos.
Kassandra notaba la sábana muy fría en la espalda. Saida la cubrió con una manta, caminó hacia la ventana y cerró los postigos.
—Dormid —animó Saida en voz baja antes de retirarse para dejar a Kassandra con sus sueños.
Y vinieron, aunque no fueron sueños tranquilos, sino trozos de recuerdos y fantasías. Se vio de nuevo en Deimos, aterrada; luego, en la casa de Londres, dando vueltas bajo el sol. Royce estaba allí y también aquel niño de cabello oscuro... ¡Cuánto amaba a ambos! Oyó la voz de su hermano Atreus, tal y como había resonado hacía mucho tiempo, mucho antes de que entrara en la cueva y saliera de ella como el elegido.
—¡Mira Kassandra, mira qué pez más grande!
Se encontraban en la orilla de un río, con Alex, y eran todos muy pequeños. El pez, por otra parte, era enorme y brillaba con destellos de plata a la luz del sol. Se lo comieron a la parrilla, con limón y pimienta, y les supo exquisito.
—Se ha muerto el abuelo.
El suyo y el de Alex, el que vivía en Inglaterra, donde Alex debía quedarse. Le había escrito una carta que explicaba el porqué. Ákora necesitaba que se quedara allí. El mundo estaba cambiando. El reino-fortaleza no podía arriesgarse a quedarse atrás.
Kassandra lo echaba mucho de menos y soñaba con ver Inglaterra con sus propios ojos, tal y como al final había hecho... con Royce.
Un gemido rasgó sus sueños. Lo oyó y se despertó inquieta. La noche ya había caído hacía rato. Kassandra se incorporó en la cama. Tenía el cuerpo agarrotado de haber estado acostada sin moverse, de lo agotada que se encontraba.
La cama, en la que Royce había yacido con ella, se veía vacía. De pronto se levantó y se alejó de ella; se hizo con una capa para cubrirse, y salió de la habitación. Recorrió el pasillo que avanzaba junto a los aposentos de la familia y bajó por la escalera hasta el patio.
Aquel espacio cuadrado que siempre estaba abarrotado de gente durante el día aparecía inmenso, oscuro y lleno de sombras. De niña, siempre había creído que se trataba del lugar más grande del mundo. En aquel momento creyó que podía ser cierto.
Sobre las paredes posteriores, el vigilante nocturno se mantenía alerta. Kassandra dobló la esquina para que no la vieran. ¿Adónde podía ir? Las cuevas que había debajo del palacio estaban rebosantes de provocadores recuerdos. Allí es donde había ido a que se le revelaran visiones y allí, también, había encontrado a Royce. En aquel momento no podía soportar enfrentarse a ninguna de esas cosas. Las estancias públicas del palacio también estarían vacías; sin embargo, no le llamaban mucho la atención. Podía ir a la biblioteca, aunque allí también se toparía con muchos recuerdos.
Siempre quedaba el tejado.
El vasto tejado del palacio cubría una superficie de varias hectáreas y escondía un lugar en concreto que, imbuido de magia y de misterios, siempre la había atraído.
Había una escalera que bordeaba una esquina cercana y que llevaba hasta arriba. Kassandra ascendió por ella despacio, mientras se preguntaba cuándo había sido la última vez que había ido allí. Seguramente haría años, antes de que el mundo se cerrara a su alrededor.
¿Había sido quizá cuando tenía dieciocho años...? Lo que sí recordaba era que le habían encantado las estrellas.
Aunque había otros lugares en Ákora donde los expertos observaban el cielo para trazar mapas celestes, puntos escondidos, lejos de la luz, donde incluso la más pequeña llama estaba prohibida; el primero de aquellos sitios, el más antiguo y aún el más respetado, era el tejado del propio palacio. Contaba la leyenda que incluso antes de que se hubieran construido las partes originales del edificio, los primeros habitantes de Ákora habían observado la esfera celeste desde la cima de aquella colina.
Kassandra lo creía, pues lo había leído en los antiguos escritos de las bibliotecas, en los que se describían los movimientos de las constelaciones, cómo cambiaban de forma y posición a lo largo del tiempo, incluso cómo cambiaba la estrella que señalaba el verdadero norte.
Todos los pergaminos mostraban meticulosas observaciones de los astrónomos, fallecidos ya hacía mucho tiempo, hombres y mujeres cuyos legados en negro sobre blanco los hacían vivir eternamente. Podían reconocerse caligrafías personales, así como las fechas anotadas en que la gente se había sentido especialmente cansada o helada de frío. Había incluso comentarios personales.

 

 

 

¡Qué maravillosos son los cielos! ¡Qué insignificantes somos nosotros, que tratamos de comprenderlos y, a pesar de ello, cuan noble es la tarea!
¡Cómo me gustaría estar con Polidoro esta noche!
¿Qué tira de mí, como si fuera una marea que me arrastra hacia al mar, hacia las estrellas? ¿Qué es lo que hace que sienta que éste es mi hogar?
¡Se me han dormido los pies!
¡Un cometa! ¡He visto un cometa! Tiene pues un sentido que esté yo aquí.
Sólo un necio olvida la cena en circunstancias así. Que se me cuente entre esa pobre hermandad.
Ya están listas las lentes nuevas. ¿Qué revelarán? Somos tan pequeños...

 

 

 

Y, con todo, tan tozudamente vivos.
Kassandra adivinaba en la distancia el trozo de tejado que era un jardín y que, creado hacía ya tiempo, continuaba recibiendo puntualmente los cuidados pertinentes. Entre la zona ajardinada y ella había una enorme distancia repleta de tejas y piedra, que se extendían por casi todo el tejado salvo en aquella parte, situada hacia el norte, donde aún podía verse la cúpula que albergaba el observatorio.
Caminó hacia allí lentamente y con mucho cuidado de no salirse de las zonas que hacían las veces de caminos.
La luna ya había salido y había dejado tras ella un cielo blasonado de brillantes estrellas, cuya luz permitía a Kassandra contemplar la ciudad que había a sus pies. Con todo, era tan tarde y tan oscura la noche que no se movía nada en los senderos que, cubiertos de flores, serpenteaban entre las acogedoras casas y los prósperos negocios. Era muy probable que estuvieran ya dormidos hasta los gatos.
Pronto amanecería. Quienes observaban el cielo para trazar las cartas celestes estaban retirándose para ir a descansar. Se cruzó con varias de esas personas de camino al observatorio. Todos la saludaron inclinando la cabeza con respeto, aunque, cansados como sin duda estarían, no se detuvieron.
Kassandra, por su parte, se encontraba bien despierta y alerta. La capa que se había echado por encima parecía colgarle de los hombros como si fuera un peso muerto, aunque se le enredara en los tobillos. Le dio una patada hacia un lado con impaciencia y siguió avanzando. Le picaba la piel, aunque no por el frío, pues la noche era fresca pero agradable, sino por los nervios que sentía y no conseguía reprimir.
Por fin, llegó al observatorio. La cúpula medía unos tres metros de altura, estaba construida a base de placas de acero que habían sido soldadas unas a otras, y aparecía dividida en dos mediante un amplio corte en forma de arco del que emergía el telescopio.
El hecho de que el telescopio fuera de diseño y fabricación akoranos constituía una fuente de orgullo. En honor a la verdad, aunque se había aprendido mucho de los descubrimientos del gran Galileo Galilei, así como del igualmente impresionante Isaac Newton, también era mucho lo que se conocía de antes. Si bien el instrumento en cuestión había visto la luz, como les gustaba explicar a los astrónomos, hacía apenas una década, ya se hablaba mucho y con entusiasmo sobre cómo mejorarlo.
Kassandra tocó ligeramente la superficie de la cúpula al alzar la vista para mirar a las estrellas, y la encontró fría. Los luceros llenaban el cielo y brillaban con tanta intensidad que casi parecía que estuvieran fundidos. El extenso cúmulo de astros que los humanos llamaban Vía Láctea atravesaba el cielo desde el noroeste. En él, si bien atenuada por la gloria del conjunto, se descubría la constelación de Casiopea, la reina que había sido condenada a morir por su traición. No muy lejos, más hacia el oeste, el gran héroe, Perseo, cruzaba la esfera celeste. Era una noche para los guerreros, pues también Orión recorría las alturas hacia el sudoeste.
Kassandra sentía predilección por Orión porque era la primera constelación que había sido capaz de reconocer con seguridad, aparte de las Osas Mayor y Menor, claro, aunque ésas eran tan fáciles de encontrar que todo el mundo lo lograba. Orión, en cambio, siempre le había resultado fascinante. Se imaginaba de caza con él por el cielo y soñaba con las magníficas vistas que contemplaría aquel ser de las estrellas.
Debía de estar soñando en aquel momento, pues apareció otro guerrero hacia el sudoeste, y no sobre la aterciopelada oscuridad del cielo, sino mucho más cerca; uno que Kassandra podía distinguir muy bien, desde la forma orgullosa de colocar la cabeza y la enorme anchura de aquellos hombros, hasta la mano quieta sobre la empuñadura de la espada.
Un guerrero que caminaba hacia ella mientras el viento nocturno le despeinaba la gruesa mata de pelo que adoptaba un tono plateado bajo la luz de las estrellas.
—Royce...
Royce estaba con los hombres... o dormido. No podía, de ningún modo, estar allí.
—Parece que estamos destinados a encontrarnos en todo tipo de lugares inesperados, Atreidas.
Royce habló con cierto tono de burla, como si la sorpresa que Kassandra manifestaba lo divirtiera. A pesar de ello, la princesa percibió lo cansado que estaba y hubo de contener las ganas que sentía de ir hacia él.
Se armó de valor.
—Eso parece, lord Hawkforte. Casi hace pensar que de verdad existe algo como el destino.
—Sí, pero no existe. Sólo hay distintas posibilidades entre las que podemos elegir.
—Eso es lo que he creído siempre.
—Deberías saberlo, ¿no?, Atreidas. Sería justo decir que eres una experta en el tema.
—Puedes decir lo que quieras. Yo no lo diría.
Kassandra se volvió, incapaz de soportar la rabia cortante y afilada como el acero que encerraban unos ojos que antes la habían contemplado como si ella encarnara la belleza y el deseo. Comprendía aquella rabia, así como el dolor que escondía, pero se sentía igualmente contrariada por ambos sentimientos. ¿Qué había hecho sino aquello que creía que debía hacer? El conocimiento era siempre imperfecto e incompleto. Había sabido cómo ser la Atreidas, aunque no cómo ser la mujer que Royce quería, o eso parecía.
—¿Qué te trae aquí arriba? —preguntó por decir algo mientras la mente le daba vueltas ante el abismo que intuía a sus pies.
¿Cómo sería la vida sin él? ¿Cómo se las arreglaría para seguir sólo con el recuerdo?
—Marcelus me habló de este lugar. También contamos con un observatorio en Hawkforte, el legado de un antepasado que se negó a desanimarse por el más que ocasional clima nublado que disfrutamos allí.
—Es loable persistir ante la adversidad.
—Como también lo es ser realista e informarse sobre las posibilidades de éxito.
Al darse cuenta de que Royce estaba refiriéndose a ellos, sintió que el corazón se le encogía un poco más. Aun así, tenía la firme intención de seguir preguntando mientras pudiera.
—¿Por qué no has matado a Deilos?
La pregunta hizo que Royce se echara un poco hacia atrás. Se tomó un tiempo para responder.
—He soñado con matarlo —admitió Royce despacio, al abrigo de la noche—. De hecho, hubo un tiempo en que parecía que no pudiera pensar en otra cosa. Incluso últimamente, no ha pasado un día sin que haya imaginado su muerte.
—Y aun así, está vivo.
—No me pidas que lo explique, porque no puedo.
Aunque tal vez él no pudiera, ella sí podía, pues conocía muy bien a aquel hombre.
—Eres demasiado noble como para matar a un enemigo que ya no puede volver a hacer daño.
Royce se rió ruidosamente.
—Es sólo que el asco es un mezquino acicate para la venganza.
—Deilos es un cobarde. De algún modo, dejarlo vivir constituye un castigo más cruel.
—Quizá. En cualquier caso, que viva o muera ya no es una decisión que me corresponda a mí. —Algo sorprendido, añadió—: Y me alegro de que así sea.
Kassandra se sintió más animada. Si no podía alegrarse con él, al menos sí podía hacerlo por él.
—Ya eres libre —le dijo Kassandra, cuyo comentario provocó una mirada rápida e intensa.
—Supongo que sí, tanto como cualquier hombre puede serlo. La vida nos enreda a todos.
Y tenía razón. La vida funcionaba así: tejía sus madejas eternas de sueños y decepciones, de alegría y de pena, todo con algún propósito cierto aunque desconocido.
¿Cabía albergar alguna esperanza de que uniera sus vidas?
El alba se acercaba y proyectaba una luz grisácea y pálida sobre el horizonte.
—¿Royce...?
—¿Atreidas?
Aquello era demasiado. Ese rechazo frío en un nombre que portaba el recuerdo de todo lo que había entre ellos se clavó como un puñal en la frágil serenidad que mantenía Kassandra y le hizo emitir un gruñido.
—Hubo un tiempo en que me llamabas Kassandra.
Como bien podía recordarlo él, maldito fuera, dado cómo se lo había susurrado contra su piel ardiente en las profundidades de la noche, y cómo lo había gritado cuando el placer los había envuelto a ambos, y cómo lo había murmurado incluso mientras dormía. ¡Claro que podía recordarlo!
—Sé bien quién eres —protestó Royce.
—Yo creo que no. De hecho, creo que nunca has tenido la más mínima idea de quién soy, ni yo tampoco de ti.
Kassandra esperó, mientras lo retaba en silencio a que discutiera con ella y, por un momento, pareció que así sería. Sin embargo, justo entonces Royce desvió su atención al ver aparecer un barco sobre el mar brillante. El navío avanzaba firme y veloz hacia Ilion mientras ambos lo contemplaban. En la vela que relucía iluminada por los primeros rayos de sol del amanecer destacaba el emblema de la cabeza de toro de la dinastía reinante en Ákora.
Alex había llegado a casa.

 

 

 

El príncipe de Ákora alzó su copa. La luz del fuego que ardía en los braseros de cobre rellenos de carbón encendido, así como la que titilaba sobre los candelabros de hierro que sostenían finas velas de cera de abeja, brillaba en el dorado líquido que contenía la copa de cristal.
Alex acababa de afeitarse, si bien con rapidez. Mostraba una tez bronceada por el sol y curtida por el mar, y lucía el cabello ligeramente largo, grueso y permanentemente indómito. De él emanaba la felicidad desenfrenada propia de quien se encuentra, al menos temporalmente, en el hogar de su corazón.
—Un brindis —propuso.
Kassandra lo miró con expectación y vio que los demás hacían lo mismo. Estaban todos reunidos alrededor de la mesa en el comedor familiar. Fuera, las primeras estrellas reclamaban ocupar el espacio celeste. Estaba acabándose un día que había pasado volando.
Joanna estaba sentada junto a su marido y parecía confusa al mismo tiempo que encantada, como si no pudiera asimilar aún que Alex estuviera allí de verdad y temiera que fuera a desvanecerse en cualquier momento. Lo miraba con los ojos anegados de ternura, y la sonrisa con que correspondía a la suya estaba llena de amor.
Kassandra sabía que sólo habían podido disfrutar de un breve momento a solas antes de que las obligaciones que las circunstancias imponían lo hubieran requerido. Se habían producido otros encuentros, aparentemente eternos, en los que Alex trataba de comprender con rapidez todo lo que había acontecido en Ákora desde que se había producido el ataque durante los Juegos. Primero se vio con Atreus, luego con Kassandra y, por último, con el Consejo. Entre uno y otro, la princesa sabía que también había hablado con Royce varias veces.
Era, por tanto, en aquel momento en que todos podían por fin sentarse juntos, cuando Alex podía centrarse en otros asuntos.
—¡Por los americanos! —exclamó antes de sonreír muy brevemente ante la perplejidad que había provocado su brindis. Luego con la debida solemnidad, continuó—: Y por su presidente, el señor James Madison, porque a instancia suya el Congreso de los Estados Unidos ha creído conveniente declarar, el 18 de junio de este año, la guerra a Gran Bretaña.
—¡Cómo no iban a hacerlo! —corroboró Andrew, bastante encantado de que se hubiera confirmado su predicción.
—La noticia llegó a Londres justo cuando estaba preparándome para embarcar —continuó Alex—. Prinny está radiante. Ahora tiene la oportunidad de hacer lo que su padre no pudo: aplastar a los rebeldes y devolverlos al Imperio de una vez por todas. Por supuesto, como también tiene que vencer a Napoleón, gestionar ambas gestas no dejará ni hombres ni material para que pueda embarcarse en cualquier otra causa. A cualquiera tan necio como para promover una invasión en Ákora lo llevarían directo al manicomio. —Volvió a elevar la copa con una luz fría e intensa en los ojos—. Ya no resultamos, y esto lo digo con el mayor de los gustos, en absoluto interesantes como conquista potencial. Al menos por el momento. Y, Dios mediante, encontraremos el modo de que esta bendita falta de interés devenga permanente.
Todos se rieron tras el último comentario, y todos, claro estaba, se sintieron profundamente aliviados, hasta que Fedra intervino.
—Tenemos amigos en América. Espero que las cosas no les vayan muy mal.
—¡Bueno! Yo no me preocuparía mucho —contestó su marido—. Cuando ganaron lo que a ellos les gusta denominar su revolución, nos dejaron sorprendidos en Yorktown. Y cuando nuestras tropas marchaban al campo de batalla para rendirse, nuestros soldados tarareaban una melodía llamada El mundo al revés, que expresaba bastante bien lo que había ocurrido. No me sorprendería que los americanos volvieran a poner el mundo al revés una o dos veces más. Parecen contar con un genio particular para sorprender, sobre todo a sí mismos.
—En ese caso, deseemos que la Fortuna los favorezca —añadió Atreus en voz baja.
A pesar de sus protestas, estaba recostado en un sofá que habían colocado al lado de una mesa baja, aunque si por él hubiera sido, se habría sentado recto. Una ocurrencia bastante estulta para un hombre que acababa de recuperar la conciencia. Su mera presencia era motivo de alegría para todos. Kassandra pensó que, si bien con aspecto cansado, se mostraba decidido, por lo que temía que se excediera.
Con todo, dudaba que fuera a tener la oportunidad, pues tanto Fedra como Joanna lo tenían muy vigilado. Brianna también estaba allí, aunque se había colocado algo apartada, a un lado. De vez en cuando desviaba la vista hacia Atreus sin querer. Parecía... preocupada, eso seguro, aunque había algo más en aquella mirada que Kassandra no lograba identificar. ¿Sorpresa?
En cualquier caso, no le dio tiempo a pensarlo porque Royce estaba diciendo:
—Son, ciertamente, buenas noticias, Alex, pero cuéntanos, ahora que Perceval ha muerto, ¿has podido hacerte una idea de quién estaba realmente detrás del plan británico de invadir Ákora?
—No —lamentó—, ésa es una tarea pendiente —y miró a Royce—. Para cuando proceda, claro.
Royce asintió.
—Pues mejor pronto que tarde, creo. La invasión seguirá constituyendo una tentación mientras haya en Inglaterra quien pueda asumir que sería posible.
—¿Asumir? —preguntó Atreus.
Aunque habló con suficiente serenidad, se le notó en los ojos la rabia que le había producido el comentario.
Alex asintió.
—Sí. Quienes ostentan cargos de peso no saben más de Ákora que cualquier hombre más allá de nuestras orillas. Si continúan sin saber de qué hablan y sólo se guían por la codicia y la ambición, ¿cuánto crees que les costaría convencerse de que nos vencerían enseguida?
El vanax asintió despacio.
—Ya veo... A lo mejor ha llegado el momento de que me plantee viajar a Inglaterra.
—A lo mejor ha llegado el momento primero de que te cures —protestó Fedra, que habló con suavidad, si bien con inconfundible determinación.
El gobernante elegido de Ákora, el ungido, bravo en la batalla, sabio en el Consejo, el líder al que miles de personas acudían para obtener fuerza y valor, era lo bastante listo como para no entrar en aquella discusión.
—Como tú digas, madre. —Luego, se dirigió a Alex—. He leído la carta que has traído de parte del príncipe regente —ambos miraron a Royce—. Su majestad solicita que acelere tu inmediato regreso a Inglaterra —le comunicó Atreus—. Parece que dada la crisis a la que se enfrenta, no puede arreglárselas sin tus servicios.
Kassandra inspiró profundamente y luego miró con fijeza a Royce, con cuya mirada se encontró, aunque sólo un instante antes de que él la desviara de nuevo. Sin aparentes muestras de inmutarse, respondió:
—Entonces, será mejor que vuelva.

 

 

 

Hacía frío en el tejado, mucho más que la noche anterior, aunque entonces no había estado sola, sino acompañada por Royce.
En aquel momento se encontraba sin compañía alguna, sentada y con la espalda apoyada contra la cúpula del observatorio. Se sentía tan cansada que le escocían los ojos, aunque no tenía la intención de dormirse. Estar tumbada en la cama y pasar el rato pensando en Royce... le resultaba insoportable.
Era mejor estar allí, en el tejado, más cerca de las estrellas, y sola, con sus pensamientos.
Royce se iría; de eso no tenía ninguna duda. Con el nuevo día, llegaría el ajetreo de los preparativos del barco y, enseguida, el cambio de la marea. Se marcharía de vuelta a Inglaterra. Lejos de ella.
—¡Dios mío...!
Pese a que pronunció aquel lamento en voz baja, temió que alguien la oyera. Aunque el orgullo no fuera sino una prenda hecha jirones en comparación con la hermosa túnica que era el amor, era todo lo que tenía, y lo protegería.
Las estrellas daban vueltas en lo alto, giraban y giraban... El cielo empezó a clarear. ¡Era demasiado pronto, demasiado pronto!
Enseguida llegaría la gente a ocuparse del jardín del tejado, a usar los caminos que servían de atajos para atravesar o rodear el enorme laberinto del palacio, o simplemente a disfrutar de las vistas. Kassandra no podía quedarse en aquel lugar.
Dolorida como estaba de cuerpo y alma, se levantó y volvió a bajar por la escalera. Por suerte, Saida dormía aún, o al menos no había señal alguna de ella. Cuando estaba a punto de llegar a sus aposentos, Kassandra miró el largo pasillo de las habitaciones de la familia y se fijó en que había una tenue luz que provenía de detrás de las puertas del cuarto de Atreus.
Debía de estar durmiendo..., ¿no? Y, lo estuviera o no, alguien estaría con él, salvo que le hubiera mandado retirarse por preferir, como le ocurría a ella, ocultar su debilidad.
Se limitaría a echar un vistazo rápido para ver si necesitaba algo.
Su hermano estaba solo, sentado en la cama, y se dedicaba a leer una pila de documentos que tenía amontonada al lado.
—Pero... ¿qué es esto? —le preguntó Kassandra al entrar—. Pensé que estarías descansando.
—Bueno, sólo estoy poniéndome al día con algunas lecturas. ¿No deberías estar en la cama?
—Pues sí, pero no lo estoy. Oye, en realidad, acabas de empezar a recuperarte. Sabes de sobra que no puedes forzarte.
Atreus dejó a un lado el informe que estaba estudiando y le indicó con un gesto que se acercara. Una vez que Kassandra se hubo sentado en la cama a su lado, Atreus le respondió:
—Sí, ya lo sé, pero también sé que voy a ponerme bien. Elena me lo ha garantizado, pero yo ya lo sabía.
—Estupendo. Aun así, has estado a punto de...
Atreus asintió.
—A punto. No obstante, no puedo decir que fuera desagradable. Creo que he soñado mucho.
Atreus trataba de distraerla para que Kassandra no se preocupara por él, y aunque ella se daba cuenta de sobra, el truco funcionó igualmente, pues aquel comentario captó su atención.
—¿Recuerdas alguno de los sueños que tuviste?
—No, en realidad no... Bueno, uno, creo que lo tuve al final, justo antes de despertarme. Me encontraba en un camino que atravesaba unos bosques cercanos al mar. En realidad, no era ningún trayecto que conociera, aunque me resultaba familiar, de alguna manera. De repente, aparecía una bifurcación y lo hacía de modo tan repentino que me sorprendía, porque hacía un momento no estaba ahí. ¿Y sabes lo que pasa en los sueños, cuando se entienden las cosas que aparecen sin que haya razón aparente que lleve a ello? Bueno, pues yo estaba allí y sabía que si tomaba el desvío, volvería aquí, y eso es lo que quería hacer. Sin embargo, si continuaba por el camino por el que iba, llegaría a un lugar que se me ocultaba y por el que me sentía atraído y deseoso.
—¿Y tuviste que tomar una decisión?
Atreus volvió a asentir.
—En realidad, no me costó. Me di cuenta de que el otro camino seguiría estando allí y que algún día volvería a recorrerlo hasta llegar al destino al que condujera. Aquél no era el momento. Ahora hay cosas que hacer aquí.
—Sí, hay tantas cosas que hacer... Y yo quiero ayudar. He estado pensando que debe de existir alguna forma de acercarte a la gente que compone Helios, de que les hagas comprender que eres sensible a sus preocupaciones y de que pueden contribuir a hacer de Ákora un lugar incluso mejor de lo que es ahora. Sería difícil, claro, porque sólo conocemos a algunos de sus miembros, pero podría hacerse...
—Kassandra...
—Bueno, si no te gusta esa idea, hay otras cosas que puedo hacer...
—No, la idea es fantástica, pero ya has hecho tanto...
Entornó los ojos, aunque sin que su mirada perdiera el amor que reflejaba, y Kassandra supo que en algún momento hablarían de la visión que le había sido revelada y de su decisión de no contársela a nadie. Con todo, Atreus se limitó a preguntar:
—¿No te parece que ya es hora de que hagas algo por ti?
—¿Por mí?
—Algo que te haga feliz a ti —explicó Atreus con paciencia.
—¡Ah! Te refieres a eso. No lo sé, Atreus. Me parece que la felicidad no llega a todos por igual.
—Claro que no. La felicidad no nos llega a nadie. Hay que ir a por ella. ¿No tienen esos americanos una expresión que condensa esta idea? ¿La búsqueda de la felicidad? ¡Qué extraña noción la de que la gente tiene el derecho de al menos intentar ser feliz! Es buena, en cualquier caso.
—Eso es lo que los miembros de Helios tienen que oír.
—No cambies de tema. Estamos hablando de ti.
—Tú eres quien está hablando de mí. Me voy a la cama.
—Kassandra...
Kassandra prestó atención a aquel tono de voz, un amable recordatorio de que allí él era el gobernante, y optó por quedarse donde estaba. Su hermano le tomó la mano.
—Me encantaría que fueras feliz.
Los ojos se le llenaron de lágrimas y volvió la cabeza. En un tono muy bajito, casi en un susurro, admitió:
—Atreus, me encuentro en un mundo, en un presente, que nunca creí que viviría. Aunque estoy muy contenta por ello, no soy capaz de hallar mi sitio. No sé qué hacer.
—Nuestra madre te diría que escucharas lo que te dijera el corazón.
—Y tendría toda la razón, hasta cierto punto. No soy sólo corazón. También tengo una mente y una personalidad propias. —Lo miró y vio a su hermano, y al vanax, al hombre y al elegido, en una misma persona, y volvió a alegrarse por que estuviera vivo—. ¿Qué te parece?
—¿Si tenemos en cuenta que carezco de experiencia en ese sentido...? —contestó tras esbozar una sonrisa irónica.
Kassandra se rió, y se sorprendió de hacerlo.
—Y los dos sabemos lo que diría nuestra madre. Se muere de ganas de que te cases.
—Estábamos hablando de ti, Kassandra —intervino enseguida.
—Bueno, pero no podrás evitar el tema eternamente —insistió tras ampliar la sonrisa.
—Supongo que no, aunque, por ahora, voy a decirte una cosa: ten fe. Suena muy sencillo y suele ser muy difícil de conseguir. Ten fe en el Creador que nos ama. Aquí en Ákora lo sabemos bien, en el fondo de nuestro corazón. De hecho, hasta cierto punto lo damos por supuesto. Me pregunto con cuánta frecuencia lo pensamos. El Creador nos ama. Y el amor se encuentra en el centro mismo de la Creación. No hay poder más grande.
Tenía razón, ¡cómo no! Kassandra lo sabía, como él había dicho, en el fondo de su corazón. Aun así, aquel recordatorio era como una luz que se proyectaba en la oscuridad.
Royce se marcharía. El deber lo llamaba, tal y como el suyo propio la había llamado a ella.
Le había hecho daño, aunque la verdad era que él también la había herido a ella al negarse a perdonarla.
«El tiempo lo cura todo», solía decirse.
Ya se vería.
* * *