Capítulo 10
INSTINTIVAMENTE, Kassandra se
puso de pie de un salto para tratar de ver a Royce, y se las
arregló para localizarlo a pesar de la nube de polvo que levantaban
los pies batientes de los corredores. El corazón le dio un vuelco
al comprobar que Royce estaba muy a la cabeza del grupo. En verdad
era magnífico aquel hombre, con el cuerpo ágil y fornido de un
guerrero, y un corazón a la altura. Mirar el movimiento rítmico de
los músculos de Royce mientras corría a toda velocidad dejó a
Kassandra casi sin respiración. Encarnaba el ideal de elegancia y
belleza masculina a la perfección. La naturaleza se había superado
a sí misma, pensó la princesa akorana.
Cuando los corredores atravesaron la línea
de llegada, se oyó el rugido de la multitud. Royce se encontraba
allí entre los participantes, aunque... ¿había...? Kassandra
comprobó que no había llegado el primero, un honor que le
correspondió a un joven con aspecto confuso que, al darse cuenta de
su hazaña, ofreció una enorme sonrisa mientras las lágrimas de
alegría le empapaban las mejillas. Era probable que estuviera así
de emocionado porque sabía que se le honraría por aquella victoria
en toda Ákora.
Como, según parecía, también le ocurriría a
Royce, que había llegado en segundo lugar. El logro del xenos
visitante entusiasmó al público. Los miles de espectadores se
pusieron de pie y gritaron su aprobación, mientras que algunos de
ellos descendieron en riadas hasta el campo para cargar a hombros
con los dos corredores. Kassandra logró captar una imagen de Royce,
que se mostraba sorprendido y feliz al ser paseado por la gente, e
incluso consiguió saludarlo con la mano.
—¡Qué bien lo ha hecho! —exclamó—. ¿Has
visto? —le preguntó a Joanna, que también lo saludaba—. ¿No es
increíble? Apenas ha contado con unos días para entrenarse.
—Lo ha hecho fenomenal —coincidió Joanna—. A
Royce siempre le gustaba correr por la playa de Hawkforte. Era su
entretenimiento favorito después de la vela. Aunque no sé si había
participado alguna vez en una carrera.
—Está apuntado en las pruebas de lanzamiento
de jabalina y de lucha —la informó Kassandra, todavía incapaz de
contener su entusiasmo.
—Sí, ya lo sé —respondió Joanna con una
sonrisa cariñosa—. Estoy segura de que se las arreglará bien. La
verdad es que el público le ha tomado cariño.
«Y no es el único», pensó Kassandra, aunque,
en aquel momento, ni siquiera la preocupación por sus caprichosos
sentimientos podía nublar su felicidad, como tampoco podía evitar
juzgar su emoción como algo que no podía hacer ningún daño a nadie.
Mientras se mantuviera firme en su decisión —y lo haría—, no podía
haber nada malo en obtener un poco de placer de la vida.
Con la conciencia ya más tranquila, se
entregó al disfrute de la siguiente prueba, aunque como Royce no
participaba, no la siguió con mucha atención, al menos no con toda
la que prestó cuando éste volvió a aparecer para el lanzamiento de
jabalina. Kassandra se emocionó al verlo montado a caballo, vestido
apenas con la falda blanca plisada de lino que llevaba abrochada a
la cintura, como era propio de los guerreros akoranos. El sol le
iluminaba el pecho y los brazos desnudos. Royce arreó al animal,
cogió la primera jabalina de reluciente madera de teca, echó el
hombro derecho hacia atrás y adelantó el costado izquierdo; se
irguió sobre la montura con ayuda de los potentes músculos de los
muslos y lanzó el arma con fuerza y elegancia. La jabalina se clavó
muy cerca del centro de la diana.
La multitud seguía gritando, entusiasmada,
cuando Royce giró el caballo con rapidez, se hizo con la segunda
jabalina y la lanzó con igual precisión.
—¿Cómo puede ser que sepa cómo hacer eso?
—comentó Kassandra sin que pudiera dar crédito, mientras Royce
sonreía en reconocimiento a la ovación del público.
—Ha leído a Jenofonte —explicó Joanna con
sequedad—, aunque, en realidad, se diría que lo ha memorizado.
—Como Kassandra continuaba mirándola con perplejidad, Joanna
aclaró—: Jenofonte escribió un fabuloso tratado sobre las artes de
la guerra a caballo. En la obra ofrece instrucciones muy precisas
sobre todo tipo de actividades.
—Así que, según parece..., puede que no
gane, pero no va a quedar en mal lugar.
Y, de hecho, así fue. Acabó tercero, por
detrás de unos hermanos gemelos provenientes de la isla de Leios y
ya famosos por su habilidad con la jabalina. De nuevo, la multitud
sacó a hombros a los tres, que se mostraban eufóricos por el
triunfo.
A continuación, dio comienzo la más antigua
y, de algún modo, la más exigente de todas las pruebas. Se trataba
de otra carrera, si bien ésta requería que los participantes
corrieran pertrechados con la armadura completa, así como con todas
las armas. No sólo se necesitaba ser muy fuerte, sino también muy
resistente. Kassandra recordó que era la competición que más le
gustaba a Alex.
En los últimos cinco años la había ganado en
tres ocasiones y era seguro que habría vuelto a participar si
hubiera estado en Ákora para la ocasión.
Joanna dejó escapar un leve suspiro.
Kassandra le pasó el brazo por el hombro y la abrazó con
cariño.
—No me sorprendería que el año que viene
volvieras a sentarte aquí para ver a Alex correr cargado con kilos
y kilos de metal para competir bajo el sol de mediodía. Para
entonces, Amelia ya caminará y te volverá loca.
Joanna se rió e incluso logró esbozar una
sonrisa.
—¿Me lo prometes?
—¡Claro que sí! —le garantizó Kassandra con
todo su corazón. Lo haría todo, cualquier cosa, por asegurarse de
que así fuera.
—En ese caso —contestó Joanna—, limonada
para todos. —Y levantó la mano para llamar al vendedor.
Poco después, se inició la prueba de la
lucha. Enseguida, Kassandra empezó a mirar hacia otro lado, aunque
no pudo evitar volver a mirar aquel doloroso espectáculo. Dadas las
circunstancias, Royce no lo hacía mal, aunque lo tiraban al suelo
una y otra vez. Y si bien él también logró derribar a sus
contrincantes en alguna ocasión, la lucha era un arte que se
aprendía casi desde la infancia. Royce se tomó su derrota con buen
humor, algo que Kassandra no podía compartir, ocupada como estaba
en estremecerse de dolor cada vez que lo lanzaban al suelo.
—Ya ha terminado —le anunció Joanna, por
fin—. Royce está bien, de verdad. Un poco magullado, pero nada
más.
—Debería haber sido más sensato.
—Todos deberían serlo, pero no lo son. Son
hombres, y los amamos por ello.
Amelia se rió justo en aquel momento, ante
las perplejas miradas de su madre y su tía, pues se había reído
como si hubiera comprendido lo que decían y estuviera de acuerdo
con ellas.
Hubo más pruebas. Los vendedores continuaron
ofreciendo pinchos asados de carne con verduras, pequeñas barras de
pan del día, más bebidas, colgantes con los dibujos de los
competidores más afamados y los famosos silbatos de madera que
tanto gustaban a la gente, que disfrutaba haciéndolos sonar en los
momentos más emocionantes de los Juegos.
Royce se les unió justo a tiempo para
hacerse con un pincho de carne asada, que devoró con deleite.
—¡Me lo he pasado como nunca! El ambiente es
increíble. Es competitivo, sin duda, pero todos se apoyan unos a
otros. Me han aconsejado hombres con los que iba a competir poco
después.
—¡Qué bien! —se alegró Joanna al mismo
tiempo que le pasaba una jarra con limonada—. Tienes un aspecto
horrible.
—Pues me he duchado —respondió Royce, algo a
la defensiva.
—Se refiere a los moratones —aclaró
Kassandra, que pensó que la palabra horrible resultaba excesiva
para aquel aspecto imponente. Estaba un poco magullado, sí, como
era de esperar y como lo estaban todos los demás.
—No son nada —insistió mientras se señalaba
las manchas amoratadas, entre negras y azules, que le adornaban
todo el cuerpo. Con el entusiasmo de un niño, añadió—: He ganado
dos brazaletes de plata. Tomad. —Le ofreció uno a cada una de ellas
y se hinchó de orgullo al verlas con ellos puestos.
—Gracias —le dijo Joanna con dulzura antes
de darle un beso en la mejilla.
Kassandra miró fijamente el brazalete y
empezó a darle vueltas alrededor de la muñeca. En sus aposentos
tenía cofres con cajones forrados de seda que contenían preciosas
joyas que le habían regalado por ser princesa y que le gustaba
ponerse de vez en cuando. Sin embargo, nunca había recibido algo
tan bonito como aquel sencillo brazalete de plata que había sido el
resultado de la destreza y el sudor desplegados en unos
Juegos.
—Es precioso —dijo.
Notó la mirada de Royce y evitó que se
cruzara con la suya.
La carrera de cuadrigas estaba a punto de
comenzar. Se había corrido la voz de que Atreus participaría, de
modo que la gente estaba nerviosa y entusiasmada. En cuanto los
aurigas se hubieron colocado en la pista para disponer a sus
potentes animales en posición, la multitud se puso de pie.
Kassandra y Joanna intercambiaron miradas de preocupación, mientras
que Royce se mostró entusiasmado.
—¡Qué magníficos caballos! —alabó—. ¿De qué
están hechas las cuadrigas?
—De mimbre —contestó Joanna con serenidad—.
Se trata de que sean muy ligeras y manejables a gran velocidad. Por
desgracia, no proporcionan ningún tipo de protección a los
aurigas.
—Estoy seguro de que Atreus no se arriesgará
innecesariamente —comentó Royce.
—Puede ser que no tenga la intención de
hacerlo —intervino Kassandra—, pero es tan competitivo como el
resto, y con la emoción de la carrera...
—Recordará que es el vanax y se comportará
con responsabilidad —la tranquilizó Royce.
Joanna asintió.
—Estoy convencida de que así será. Mira, ya
están listos los trompeteros.
Acto seguido, el anfiteatro vibró con el
sonido de las trompetas, y dio comienzo la carrera de cuadrigas.
Con el griterío de la multitud, apenas podía oírse el ruido de las
patas de los caballos sobre la pista. Cuando se acercaban a la
primera curva, los aurigas maniobraron para seguir en cabeza. Los
ejes de las ruedas se acercaron peligrosamente y varios grupos de
caballos estuvieron a punto de respingar frente a otros.
Tras el giro, Atreus se había situado en
primera posición, seguido, a continuación y muy de cerca, por otros
aurigas, uno de los cuales logró adelantarlo apurando el espacio
que quedaba entre ellos al entrar en la curva siguiente. Kassandra
se inclinó hacia delante con angustia, con el estómago hecho un
nudo por la peligrosa maniobra. Aun así, no se sorprendió al verla.
Nadie iba a sentir que debía dar cuartel a su hermano por el hecho
de que fuera el vanax, y era lo adecuado, pues de otro modo, Atreus
se lo habría tomado como un insulto mortal.
En el segundo giro, una de las cuadrigas
situadas en cabeza tomó la curva con algo de torpeza y, a mitad del
arco, el auriga perdió el control. La cuadriga se elevó del suelo
por completo mientras las ruedas seguían girando en el aire.
Kassandra logró ver por un instante la cara sorprendida del hombre
antes de que la cuadriga, con él dentro, volcara por completo. Las
tiras se aflojaron y los caballos se escaparon, con lo que pusieron
en peligro momentáneamente a los otros participantes, que lograron
a duras penas evitar chocar entre ellos o tropezarse con los restos
del vehículo.
En cuanto hubieron pasado todas las
cuadrigas, un equipo de hombres corrió a retirar de la pista al
sorprendido y afortunado auriga, que, con todo, seguía con vida.
Salió de la cuadriga y se apartó, renqueante como estaba, mientras
que unos hombres ya montados y que habían permanecido a la espera
cabalgaban ya hasta alcanzar a los caballos dispersos y los
conducían hacia unos pasadizos situados a ambos lados del
anfiteatro y, de allí, a las cuadras. Las cuadrigas entraron en la
segunda vuelta muy poco después de que se hubiera eliminado el
peligro de la pista.
Atreus estaba de nuevo en primera posición;
guiaba a sus caballos con destreza y osadía. Kassandra, como todos
los demás, se había puesto de pie. Eran cinco las vueltas que
habían de darse en total. Si pudiera mantenerse en cabeza...
Los caballos galopaban veloces como rayos
por la pista; sus potentes cuerpos se tensaban al ritmo del de los
aurigas, que luchaban por controlarlos. Cuando llegaron de nuevo a
la primera curva, Kassandra vio que Atreus tiraba ligeramente de
las riendas en una táctica propia de un auriga bregado, mientras
continuaba gritando para animar a sus caballos.
Ya habían entrado en la curva y la tomaron
bien. Atreus se había adelantado notablemente al resto. De repente,
cuando estaba a casi dos..., no, tres metros por delante del
siguiente auriga... se oyó un estruendo que partió el anfiteatro en
dos e hizo temblar las filas de asientos de piedra, el suelo y casi
pareció que el aire mismo. Tan impresionante fue el sonido que
aunque Kassandra veía las bocas de la gente moviéndose al gritar,
chillar o simplemente expresar su sorpresa, no podía en realidad
oír nada. Se sentía desesperada por moverse, pero tampoco parecía
que pudiera hacerlo. Se le habían paralizado las
extremidades.
Royce, sin embargo, no parecía estar así de
afectado. A pesar de que la onda expansiva continuaba reverberando
por el estadio, cogió a ambas mujeres, con cuidado de no lastimar a
Amelia, que estaba en brazos de su madre, y las obligó a bajar
hasta ponerlas a salvo, al abrigo de unos bancos de piedra.
—Quedaos aquí —les ordenó a las dos—. No
intentéis moveros hasta que no estemos seguros de que ya no hay
más.
Kassandra lo oyó como si se encontrara a una
gran distancia. Aquellas palabras parecían no tener sentido. ¿Más
qué?
No era que importara, pues en aquel momento
Kassandra fue consciente de la dantesca situación que se
desarrollaba ante ella. Los caballos relinchaban..., ¿o eran los
hombres los que chillaban? Toda una parte del muro exterior del
anfiteatro se había derrumbado sobre la pista y había atrapado
tanto a los aurigas como a sus caballos. Los hombres corrían por
todos los lados; algunos trataban de retirar los pesados bloques de
piedra para socorrer a quienes yacían debajo.
—¡Atreus! —gritó Joanna con desesperación
mientras se aferraba al brazo de Kassandra—. ¿Ves a Atreus?
—No... Estaba ahí mismo...
Justo en el trozo de pista sobre el que se
había desplomado el muro. La multitud pareció también darse cuenta
en aquel momento, pues alguien gritó enseguida:
—¡El vanax!
El elegido. El hombre del pueblo de Ákora
que debía conservar el pasado mientras los guiaba hacia el futuro.
El vínculo vivo entre todo lo que había sido y lo que habría de
ser.
¿Un vínculo roto?
Kassandra sintió que todo su cuerpo se
negaba a aceptarlo. No podía ser. Aquello no era lo que ella había
visto. Aquello no era lo que debía suceder.
¿Qué estaba ocurriendo, por todos los
dioses?
—¡Quédate aquí! —le dijo a Joanna—. Mantén a
salvo a Amelia.
—¡Espera! ¿Y tú?
—A mí no me pasará nada —gritó Kassandra
mientras bajaba corriendo por una escalera cercana—. Tengo que
encontrar a Atreus.
Y Royce. Estaba por algún sitio, entre los
hombres. Debía ir con él; tenía que hacer cualquier cosa, todo lo
que pudiera.
Con todo, mientras avanzaba a empujones en
busca de Royce entre la muchedumbre asustada, no lograba apartar
aquel pensamiento de su mente. ¿Por qué entre todas las visiones no
había habido ninguna que la avisara del peligro que iba a correr
Atreus?
Y no sólo él. Ya veía a media docena de
hombres heridos que habían sido colocados con cuidado en la pista.
Cuatro de ellos, aunque doloridos, permanecían conscientes. Los
otros dos no se movían. Las curanderas se acercaban a toda prisa
hacia quienes aún pudieran necesitar su ayuda. Vio a Elena, que se
mostraba tranquila en aquel caos, y a Brianna, que, con el rostro
pálido, la seguía.
Estaban sacando a más heridos de entre los
escombros. Kassandra se temió que también habría algún fallecido.
Habían muerto varios caballos, una pérdida que igualmente
lamentarían, pues los akoranos amaban a aquellos animales. Aun así,
los esfuerzos debían centrarse en las personas que todavía estaban
con vida.
Al darse cuenta de que no contaba con la
fuerza necesaria para levantar las piedras, Kassandra se apartó
para dejar que los hombres formaran rápidamente una cadena humana
para ir retirando el muro derruido. Los pesados bloques pasaban a
gran velocidad de mano en mano. El entrenamiento guerrero que casi
todo akorano recibía les servía en aquel momento para trabajar
juntos con ligereza.
Avistó a Royce entre las nubes de polvo que
aún lo empañaban todo. Estaba sucio y empapado en sudor, y
levantaba uno de los bloques más grandes. Estaba con Andrew, que le
ayudaba a apartar una piedra hacia un lado. Royce se arrodilló y
empezó a buscar entre los escombros.
Al cabo de un rato, unos hombres se
acercaron a ellos y le bloquearon la vista a Kassandra, que se
acercó en un intento desesperado por ver lo que ocurría. Elena pasó
a su lado rozándola, pero Brianna se detuvo y le puso una mano en
el brazo. Todo parecía suceder a cámara lenta, como si el tiempo se
hubiera difuminado también con la explosión.
—Princesa —le dijo la joven con una voz tan
débil y temblorosa que apenas la oía—, ¿qué es lo que ha
ocurrido?
—No lo sé —contestó Kassandra.
Brianna tenía tan mal aspecto que Kassandra
sintió ganas de quedarse con ella. Sin embargo, justo entonces se
oyó un grito que surgía de entre los hombres. Al volverse,
Kassandra vio que extraían un cuerpo flácido de entre las
ruinas.
Se sintió atravesada de arriba abajo por un
escalofrío que casi provocó que se cayera al suelo. Por un instante
terrible y oscuro no supo nada. Cuando se recuperó, se vio
sostenida por Brianna, que apenas había logrado mantenerse
erguida.
—Atreus —susurró Kassandra, incapaz de hacer
otra cosa.
Todo el dolor y el terror que sentía
retumbaron al pronunciar aquel nombre.
Media docena de hombres, a su vez cubiertos
de polvo y manchados de sangre, levantaron aquella forma
aparentemente inerte. Con los rostros entristecidos, formaron una
guardia de honor. La multitud se callaba cuando pasaban por
delante, cargados como iban con aquel valioso peso. Ese inquietante
silencio se quebró sólo con el llanto de unos niños
asustados.
Trasladaron al vanax de Ákora a una tienda
que se instaló rápidamente cerca del centro del estadio. Kassandra
fue tras ellos. Aunque no sentía las piernas y no sabía ni cómo
estaba lográndolo, avanzó, movida por una imperiosa necesidad. Al
reconocer a la princesa, la gente se apartó para dejarle paso.
Aunque hubo algunos que murmuraron palabras de consuelo, la mayoría
de las personas, aún atónitas, se mantuvieron en silencio.
Cuando llegó a la tienda, ya habían colocado
a Atreus sobre una mesa. Tenía el cabello y la piel cubiertos de
polvo, a pesar de lo cual, se le veían claramente las heridas rojas
y amoratadas que tenía en el pecho y en las extremidades. Inmóvil,
mostraba la frente cubierta de sangre. Los hombres seguían allí
cerca, de pie, dispuestos en pequeños grupos; no hablaban y apenas
respiraban. Elena, que atendía a Atreus, movía las manos con
rapidez.
—Está vivo —le dijo después de un tiempo que
pareció una eternidad. Aunque antes de que Kassandra pudiera
aferrarse a aquella sensación de alivio, Elena añadió—: No
obstante, está gravemente herido.
Enseguida, la voz corrió como un murmullo
entre las personas que había en el interior de la tienda y, luego,
entre la multitud que abarrotaba las pistas. Kassandra, que, aún de
pie, continuaba como si estuviera congelada, imaginó las noticias
extendiéndose más y más, por las calles de la ciudad, por las
montañas y más allá del mar Interior, hasta alcanzar todos los
rincones de Ákora, y más aún, hasta llegar al resto del
mundo.
¿A Inglaterra?
El vanax estaba herido y, en consecuencia,
también lo estaba Ákora. Un enemigo a la espera de una oportunidad
no podría encontrar mejor momento que aquél.
¿Era aquélla la razón por la que había
vuelto a tener visiones sobre la invasión? Podía ser. No obstante,
la idea de no haber visto el peligro que esperaba a Atreus la
atormentaba y, aunque lo intentaba, no lograba comprender lo que
había ocurrido.
Como tampoco podía hacer nada para ayudar a
su hermano, por mucho que lo deseara. Elena y unas cuantas
curanderas más estaban trabajando y harían todo lo que estuviera en
sus manos para salvarlo. Aun así, el resultado dependería de la
fuerza del propio Atreus y de los caprichos del destino.
Kassandra se arropó con sus propios brazos
para contener el escalofrío que le recorría los huesos, y salió,
tambaleándose, al exterior. El mismo pensamiento retornaba una y
otra vez a su mente, aún embotada: si le hubiera sido revelado, si
hubiera intentado buscar las visiones con más fuerza, si lo hubiera
hecho más a menudo, si hubiera sido más lista, si... Tendría que
haber hecho algo, lo que fuera, para evitar aquel horror, que, sin
embargo, había tenido lugar. Había fallado, de un modo terrible y
desastroso, y sin que pudiera comprender por qué. Aunque las
lágrimas le hicieron un nudo en la garganta y se le acumularon en
los ojos, Kassandra no se permitió llorar. La fuerza de las
generaciones pasadas surgió en su interior. No podía, ni debía,
volver a fallar.
Se mantuvo así durante unos minutos,
mientras observaba, aturdida como estaba, cómo iban reduciéndose
los esfuerzos de rescate. Todos los heridos estaban ya al cuidado
de las curanderas y estaban trasladándose los cadáveres. Había aún
algunos hombres moviéndose por los escombros. Royce estaba con
ellos. Analizaban las piedras y los restos del desastre, y recogían
varios objetos que depositaban con cuidado a un lado.
¿Qué estaban haciendo?
Se acercó un poco más para ver mejor.
Conocía a varios de los que acompañaban a Royce: formaban parte del
cuerpo de ingenieros que se ocupaban de mantener los edificios, los
caminos y los puentes akoranos en buen estado, así como de otra
serie de tareas especializadas. Salvo que estuviera muy equivocada,
los hombres que estaban allí y que revisaban los escombros eran
precisamente expertos en las armas de guerra más avanzadas.
Royce vio a Kassandra en aquel momento y
frunció el ceño. Dejó de hablar con varios de los ingenieros y se
acercó a ella.
—No deberías estar aquí —le dijo.
Ella lo miró fijamente y durante largo rato,
y observó aquel rostro que tanto amaba. El dolor por Atreus ya era
suficiente. ¿Cómo se habría sentido si Royce se hubiera encontrado
también entre las víctimas?
Aquél era un pensamiento para otro momento.
La frialdad fruto de la impresión que había estado atenazándola se
transformaba con rapidez en algo muy distinto: algo implacable y
decidido. Fue la princesa y no la mujer quien respondió.
—He visto a Atreus y a los otros. Quiero
saber por qué ha ocurrido todo esto.
Como Royce aún dudaba, Kassandra levantó la
cabeza y lo miró directamente a los ojos. Aunque su propia voz le
resultó extraña, sabía que desvelaba quién era en lo más profundo
de su ser.
—Está bien recordar que yo también soy una
Atreidas. Ten por seguro que a mí no se me olvidará.
En los ojos de Royce notó la sorpresa que
aquella respuesta le había producido y también percibió la cautela
en su voz:
—El muro se ha desplomado como consecuencia
de una explosión. Hemos encontrado trozos de madera: algunos de
barriles; puede que otros fueran de algún carromato situado al otro
lado de la pared. También hemos descubierto restos de
pólvora.
A pesar de toda la determinación de la que
se había armado, Kassandra no pudo evitar estremecerse. Miró a
Royce sin dar crédito.
—¿Qué quieres decir?
—Ha sido un ataque deliberado —contestó con
más suavidad, por la amargura que le producía la preocupación por
Kassandra.
—Lord Hawk...
Royce se volvió hacia el hombre que lo
llamaba así. Tomó el trozo de tela amarilla que el hombre le tendía
y lo examinó exhaustivamente.
—¿Te resulta familiar? —preguntó Royce al
mismo tiempo que le pasaba el retal a Kassandra.
—No estoy muy segura, pero...
Con un gesto de gravedad, Royce recuperó la
prueba y volvió a mirarla.
—Yo sí lo estoy —aseguró—. He visto lo que
había en el jardín de palacio esta mañana. Se trata del mismo
material empleado para fabricar esas pancartas con la palabra
Helios.
—¿Crees que los
rebeldes...?
—Sabremos más cuando hayamos recopilado
todas las pruebas.
Kassandra asintió despacio. A pesar de que
se producía un sobresalto tras otro, no tenía ninguna duda sobre lo
que ella debía hacer.
—Absolutamente todas las pruebas —exigió—.
Dices que había barriles, quiero saber cuántos, cuánta pólvora,
quién conducía el carromato, si hay testigos que lo vieran aparcado
y si alguien ha visto cualquier cosa que pueda darnos alguna
pista.
Levantó ligeramente la voz para que la
oyeran los hombres que había allí cerca.
—Los rebeldes, si es que puede
identificárseles así, serán detenidos. Ahora bien, todo se hará de
acuerdo a las leyes.
Atreus se encontraba... indispuesto. Se
recuperaría, no podía pensar de otro modo. Alex estaba lejos en un
lugar lejano. Le correspondía a ella. Era una Atreidas. Hasta ahora
no había comprendido que llevaba toda su vida preparándose para
aquello. Aquella fuerza, aquella seguridad, estaban dentro de ella.
Podía hacerlo. Lo haría.
—Se respetará la ley, por encima de
cualquier otra cosa —repitió—. Nadie actuará al margen de ella. Por
grande que sea el dolor que sintamos, o la angustia que nos
atenace, la ley está por encima de todo. Que ningún hombre ni
ninguna mujer lo ponga en duda.
Todos la escuchaban, Royce y el resto de
hombres allí reunidos. La miraban y, en aquel momento, ella vio lo
que ellos veían. Los Atreidas. El primero de su familia había dado
un paso al frente hacía más de tres mil años para plantar cara a un
panorama de fuego y muerte. Desde entonces, frente a todo reto, la
línea de sucesión se había mantenido intacta.
Y no se rompería ahora.
Pasara lo que pasara, la línea se
mantendría.
—Mandad emisarios —ordenó con una voz firme
y segura, según que ella misma reconoció—. Mañana será un día de
oración. Que la gente no trabaje. Que vayan a los templos. Que
recen por la vida del vanax y por todos los heridos. Que obtengan
la seguridad de saber que Ákora está viva y seguirá
estándolo.
Todos gritaron de alegría, primero
sorprendidos y algo dudosos, y luego, con las voces profundas de
unos hombres que se sentían aliviados en lo más profundo de su
corazón. El mundo había temblado, se habían desplomado los muros.
Y, a pesar de todo, la dinastía de los Atreidas seguía fuerte y en
pie. Todo continuaba siendo como siempre.
Kassandra caminó entre la multitud, sintió
su necesidad y su fuerza, estrechó las manos que le tendían, oyó
las voces que pronunciaban su nombre.
Atreidas... Atreidas...
No la llamaban vanax, porque no lo era. Ella
no era la elegida. Ella era... ¿Qué era ella? Fuera lo que fuera, o
quien fuera, no estaba sola. Royce estaba allí, a su lado. No dijo
nada; se limitó a observarla con aquellos ojos de tonos verdes y
dorados que tanto veían. A su lado, Kassandra sintió que se iba
rebajando la tensión.
Royce fue con ella a la habitación del
palacio a la que habían trasladado a Atreus. Se mantuvo a su lado
cuando ella se acercó a su hermano y rezó como nunca lo había hecho
antes.
Él también estuvo allí cuando llegaron los
consejeros de Atreus, hombres buenos en su mayoría, aunque cabía
dudar de uno o dos. Habían venido a consolarla y a
asesorarla.
No al vanax, no al elegido.
A la Atreidas.
Y después, mucho después, también Royce
estuvo allí cuando el cansancio pudo por fin con ella. Fue él quien
la levantó y la llevó a la cama de su habitación, quien retiró la
colcha, quien la sostuvo cuando se deshizo en lágrimas y quien
permaneció allí durante toda la noche, hasta el alba.
* * *