Capítulo 8
KASSANDRA pensó que cada viaje
parecía llevar el mismo ritmo. Ya fuera el resultado de largos
meses o de apenas unos días de organización, previsión y
preparación, el momento de la partida siempre llegaba con muchas
prisas.
Desde la ventana del carruaje, Kassandra
observó los muelles de Southwark, el lugar adonde había arribado
por primera vez al llegar a Inglaterra hacía escasas semanas y
desde el que partiría dentro de poco tiempo. Las calles estaban
abarrotadas de gente, en su mayoría vestida con harapos, y mucha,
con los rostros prematuramente envejecidos, demacrados por el
hambre o la enfermedad. Con todo, entre la multitud, paseaban
también los ricos, que presumían de sus privilegios como si fueran
pavos reales de brillante plumaje. Los agentes de policía
londinenses habían devuelto a las calles, a golpe de látigo, lo que
pasaba por ser una paz que no era sino una costra fina y amarga que
se había formado sobre un caldero humeante de rencor.
Alex no se equivocaba al mandarlas lejos,
aunque saberlo, como le ocurría a él con toda seguridad, no lo
hacía más fácil. Iba sentado en el asiento situado frente al de
Kassandra y sostenía a Amelia, que se le acurrucaba sobre la cara
interna del codo. Con la otra mano agarraba la de Joanna. La pareja
había permanecido en silencio desde que habían abandonado la casa
de Mayfair, y aquel silencio no era sino el signo elocuente de la
infelicidad que ambos compartían.
Les seguía otro carruaje que transportaba a
Elena y a Brianna, quienes también regresaban a Ákora y que habían
tenido que ir en otro coche para que cupieran los valiosos libros
que se llevaban, así como todos los cofres en que se acumulaban las
semillas y esquejes de plantas medicinales que Elena había ido
recopilando durante su estancia.
Los escoltas acompañaban al grupo y
mantenían a raya a los curiosos. A medida que se acercaban a su
destino, la multitud fue reduciéndose, hasta desvanecerse por
propia iniciativa. Ante ellos apareció un muelle de piedra, a cuyos
lados se elevaban sendos almacenes. Aunque no había señal alguna
que indicara la propiedad de aquel atracadero, era bien sabido de
quién era y, por esa razón, los habitantes de Southwark evitaban
acercarse a él.
Al final del muelle había un barco anclado.
Era una de las cien embarcaciones que había en el puerto en aquel
momento: navíos de todas las formas y tamaños procedentes de muchas
partes del mundo. Aun así, era único.
Al bajar del carruaje, Kassandra entornó la
vista para mirar el altísimo mástil que rasgaba el cielo, la proa
curva del poderoso casco que se elevaba más y más hasta culminar en
la cabeza con cuernos de un enorme toro de ojos rojos, el ancestral
símbolo de Ákora, un recordatorio, para todo el que se molestara en
mirarlo, de la fiera determinación y el poder del reino fortaleza.
No obstante, para Kassandra no era más que un barco parecido a los
que había visto cada día de su vida en el puerto de Ilion.
El capitán, alertado por su llegada, se
apresuró hacia el muelle, donde saludó respetuosamente a Alex.
Ambos se apartaron un poco para hablar, mientras la tripulación se
acercaba para subir a bordo el equipaje. El viento estaba
volviéndose más frío, y pronto cambiaría la marea.
Kassandra permaneció donde estaba hasta que
al final ya no hubo razón alguna para no embarcar. Cuando estaba a
punto de subir por la pasarela, dudó un momento y se volvió a mirar
el muelle, más allá de los almacenes.
¿Dónde estaba Royce? Había creído que
vendría, si no para decirle adiós a ella, por lo menos sí para
despedirse de su hermana y de su sobrina. Lo había visto por última
vez hacía dos días, durante la cena. Sabía que desde entonces había
estado tremendamente ocupado, a pesar de lo cual, resultaba extraño
que dejara que se marcharan sin haber dado señales de vida.
Aunque parecía que iba a ser así, pues no
había ni rastro de él. Ya habían cargado los últimos baúles y
cajas, y Alex y Joanna se habían retirado a su habitación para
despedirse en privado. Zarparían pronto, muy pronto.
Bien, pues, entonces, era lo mejor. Se
volvió, con la cabeza bien alta, y dio los últimos pasos hasta la
cubierta. Cuando casi la había alcanzado, el repentino traquetear
de un carruaje hizo que mirara de nuevo hacia atrás. Al instante,
el corazón le dio un vuelco. Antes de que las ruedas del coche se
hubieran detenido, Royce saltó con agilidad al muelle.
—Buenos días —saludó con una sonrisa.
—Lo mismo digo —respondió con la esperanza
de sonar al menos cordial—. Joanna ya está a bordo, si quieres
despedirte de ella.
—Imagino que estará con Alex, y creo que
deberían pasar juntos el mayor tiempo posible.
Royce les hizo un gesto a los lacayos, que
acto seguido saltaron del carruaje y empezaron a... ¿descargar
varios baúles...?
—¿Hemos dejado algo olvidado?
—La verdad, espero que no; es un poco tarde
para volver a por ello.
—Pero ¿qué...?
En aquel preciso instante apareció Alex en
cubierta. Parecía tenso, si bien contenido. Al ver a Royce, logró
esbozar una sonrisa.
—Bueno, ya estás aquí. Por un momento he
pensado que después de todo no ibas a poder escaparte.
—Prinny me ha entretenido con excusas todo
lo que ha podido —respondió Royce—, pero no podía oponerse a la
petición de un monarca hermano.
—¿Petición? —Kassandra se quedó mirando a
ambos—. ¿Qué petición?
—Vaya, ¿no te lo he dicho? —preguntó Alex
con fingida inocencia—. En la misma misiva que contenía la orden de
que volvieras a casa, Atreus decía que le gustaría tener la
oportunidad de conocer a lord Hawkforte, pues el encuentro
podría... ¿Cómo lo expresó?: «Facilitar el establecimiento de
relaciones de beneficio mutuo entre los reinos de Ákora y Gran
Bretaña.» Sí, creo que decía eso.
¿Era remotamente posible que hubiera oído
bien?
—¿Atreus quiere conocer a Royce?
Alex asintió.
—Fue bastante claro en ese punto.
—¿Y has optado por no decir una palabra al
respecto?
Su hermano adoptó una expresión de disculpa,
aunque no muy sincera.
—La verdad es que quería darle una sorpresa
a Joanna. Pensé que la animaría y le haría las cosas un poco más
sencillas, ¿comprendes?
Sí, claro que lo comprendía, y enseguida se
sintió avergonzada. Sólo porque ella se encontrara confusa,
encantada y sorprendida a la vez, no podía olvidar los sentimientos
o las necesidades de los demás.
—Claro —dijo en voz baja sin atreverse a
mirar al hombre de cabellera rubia que seguía de pie en el muelle y
la miraba, atento y, como Kassandra temía, muy consciente de lo que
ocurría.
—¿No tienes ninguna razón que objetar por la
que Royce no debiera ir con vosotras, no? —preguntó Alex.
—No, no, claro que no, no seas tonto. ¿Por
qué iba a tener alguna? Y, además, Joanna se sentirá reconfortada
al saberlo. Ha sido una buena idea pensar en eso, Alex.
—Sí, bueno, por suerte todo este asunto
habrá pasado pronto y podremos volver a estar todos juntos.
Mientras tanto...
Kassandra ya no escuchó el resto de lo que
dijo. El estado de perplejidad en que la había sumido la llegada de
Royce había agujereado el muro en que tan cuidadosamente había
envuelto sus emociones. Mientras sentía cómo se derrumbaba, miró a
su hermano, lo contempló de verdad, tan familiar y tan querido por
ella. Entonces, le vino a la mente el pensamiento angustiado de que
cabía que no volviera a verlo jamás.
Si su visión era cierta...
Y rara vez no lo habían sido...
—Estoy segura de que supondrá un enorme
consuelo para Joanna.
—Iré a buscarla —se ofreció Royce al mismo
tiempo que embarcaba.
Había una pregunta en sus ojos, una sombra
de preocupación, cuando miró a Kassandra, que, aunque lo intentó
con ahínco, no pudo disimular su aflicción.
Con toda consideración, Royce la dejó a
solas con el hermano que echaría tanto de menos durante las semanas
o meses que estuvieran separados.
—Kassie —la llamó Alex cariñosamente, con el
nombre que sólo él empleaba para llamarla—, en realidad no estás
tan enfadada, ¿no? Todo saldrá bien, ya lo verás.
Ella logró esbozar una leve sonrisa.
—Sí, seguro que sí.
Apenas acababa de decirlo, Alex dejó escapar
un suspiro y extendió los brazos. Kassandra se lanzó a ellos y
abrazó a su hermano con fuerza, dispuesta a grabar aquel momento,
cada sonido y olor, cada roce al tacto y cada pensamiento, para
conservarlos todos, para guardar aquel recuerdo donde siempre se
mantuviera fresco y real.
¡Ojalá..., ojalá... pudiera detenerse el
tiempo, suspenderse el latido del corazón y conseguir que un
momento durara para siempre!
¡Ojalá...!
El agua salpicó los postes que había bajo el
muelle. La marea estaba cambiando.
Kassandra se quedó en la cubierta mientras
el estuario del Támesis se desvanecía en la distancia y el barco se
acercaba al estrecho de Dover. Allí, cuando estaban próximos a las
costas de Flandes, se les unieron cuatro navíos de guerra akoranos
que se colocaron a ambos lados para flanquearlos a lo largo de la
travesía del canal de la Mancha y más allá.
Se sorprendió con la aparición de las otras
embarcaciones, aunque, después de pensarlo, se dio cuenta de que
debía haberlo esperado. Con la renovada amenaza de invasión de
Ákora, Atreus había preferido adoptar medidas de cautela
adicionales. Y tampoco había querido dejar pasar la oportunidad de
hacer una muestra de fuerza en las aguas que frecuentaban tanto la
Armada británica como la francesa.
Remoloneó por allí hasta que el viento, cada
vez más fresco, le recordó que los vestidos propios de un día de
primavera londinense no eran los adecuados cuando se estaba en la
mar. Con algo de tiritona descendió y enseguida supo cómo llegar a
su camarote.
Era uno de los situados en dirección a la
proa. Aunque habitualmente eran los camarotes destinados a los
oficiales, en aquella ocasión, se los habían cedido a las mujeres.
A Royce, según supuso, lo habrían invitado a compartir las
habitaciones de la tripulación. E intuyó que Royce disfrutaría
estando entre guerreros akoranos, al ser también él en el fondo, un
guerrero.
Si bien el camarote de Kassandra era
pequeño, resultaba cómodo, pues contaba con una amplia cama, un
escritorio y un enorme armario. Unos preciosos murales con motivos
akoranos alegraban las paredes, un consuelo para los hombres que,
aunque sin duda eran fuertes, añorarían sus hogares cuando estaban
lejos de ellos. Contiguo a la zona de dormir, había un baño con una
ducha de esas que a Joanna, según había confesado, tanto la habían
fascinado durante su primera travesía en un navío akorano.
Kassandra sonrió al pensar que si bien Ákora adquiría algunos
adelantos de lugares más allá de sus orillas, aventajaba con mucho
al resto del mundo en cuestiones de fontanería.
Tal y como había indicado, el baúl con la
ropa que le habían hecho en Inglaterra estaba en la bodega. El que
habían llevado a su camarote era el que contenía prendas de estilo
akorano. Con una mezcla de arrepentimiento y de alivio, se quitó el
vestido que se había puesto aquella mañana, lo dobló y lo
guardó.
Media hora más tarde, llamó a la puerta del
camarote de Joanna, que también se había puesto ropa akorana. Tenía
los ojos algo rojos, pero aparte de aquello, parecía la de siempre.
Amelia dormía en la cuna que habían subido a bordo para ella.
—Pasa —invitó Joanna, que se retiró para
dejarla entrar—. Royce ha ido a acomodarse.
—Me alegro tanto de que vayas a poder
disfrutar de su compañía.
—Yo también. Ha sido una buena sorpresa.
—Dudó un segundo antes de preguntar—: ¿No lo sabías?
—No tenía ni idea. Es verdad que Alex quería
sorprenderte, pero creo que tanto él como Royce estaban preocupados
por la idea de que el príncipe regente no le dejara venir.
—Y eso hubiera sido tan propio de Prinny...
—dijo Joanna. Luego se acercó a la cuna para comprobar que Amelia
seguía dormida, y se sentó junto a la portilla—. Tengo muchas
razones por las que lamentar el abandonar Inglaterra, pero confieso
que alejarme de la sociedad londinense no se cuenta entre
ellas.
—Sabes que Alex ha hecho lo que era
mejor.
—Supongo... No, eso no es justo, sé que
tenía razón, pero ¡santo cielo, cuánto duele!
Kassandra se aproximó a Joanna rápidamente,
se arrodilló delante de ella y le cogió las manos.
—No será por mucho tiempo, lo prometo.
Amelia recuperará a su padre, y tú, a tu esposo.
A Joanna le brillaron los ojos de
esperanza.
—Has visto...
—No, no exactamente. —Nunca podía mentir
sobre sus visiones, por mucho que lo deseara—. No puedo decir que
sí, pero estoy segura de ello igualmente.
De hecho, estaba muy segura, pues había
visto lo que era necesario para conjurar la invasión de Ákora, para
evitar que la terrible serpiente roja se arrastrara por los caminos
y trajera con ella las espirales de humo y dejara a su paso los
cuerpos de los muertos. Lo había visto y lo había aceptado.
—¡Cómo deseo que estés en lo cierto!
—confesó Joanna con un suspiro—. Sé que es una debilidad por mi
parte, pero no puedo soportar la idea de estar lejos de él.
Kassandra sonrió, cariñosa, y se puso en
pie. Miró a su sobrina, que dormía plácidamente, y por un momento
se vio invadida por un fuerte sentimiento de alegría porque, a
pesar de todo, hubiera un futuro.
—De debilidad, nada —respondió—, nunca. Mi
madre y tú sois las dos mujeres más fuertes que conozco.
—Es muy amable por tu parte —Joanna se
sonrojó—. A Fedra le encantaría saberlo.
—Vendría a recogernos a mitad de camino si
supiera que vienes con Amelia —predijo Kassandra—. ¡Y no hace falta
visualizar nada para saberlo!
—Tengo muchas ganas de darle la sorpresa, y
a Andrew también.
—Mi padre va a quedarse encantado. Reconozco
que me alegra que hayan vuelto de América. Aunque allí lo han
pasado muy bien, ya teníamos ganas de que regresaran a casa.
—Creo recordar que Alex sugirió que había
alguna razón en particular para que volvieran. ¿La había?
Consciente de que Joanna trataba de
distraerse, Kassandra asintió.
—Mi padre cree que va a haber otra guerra
entre Estados Unidos y Gran Bretaña. Está bastante convencido de
ello.
—Con una guerra ya hay suficiente.
—O puede ser que no. En cualquier caso, creo
que mi madre también quería volver a casa. Dice que ahora que se le
casan los niños, tiene que asentarse.
—Está pensando en ti, ¿me equivoco? —bromeó
Joanna.
—En realidad, está pensando en Atreus.
Después de todo, es el mayor. Cuando Alex se casó, mi madre le dijo
en serio que debía escoger una esposa.
—Algo que aún no ha conseguido hacer.
—Es muy difícil para él —explicó Kassandra—.
Con la inestabilidad que reina ahora en Ákora, si se casa con
alguna mujer de una de las familias nobles, se arriesga a perder el
apoyo de todas las demás. Podría elegir a una del pueblo, sin más,
pero tendría que ser una que pudiera estar a la altura de lo que
requiere un cargo así. Además, en el fondo creo que Atreus es un
romántico.
—Quiere enamorarse —resumió Joanna.
—Él lo negaría, claro.
Estaban entreteniéndose con estas ideas
sobre la futura esposa de Atreus cuando apareció Royce. Se detuvo
justo en la puerta y se quedó mirándolas.
—¡Madre mía!
—Creo que ya conoces a mi hermano —empezó
Joanna, irónicamente—, el diplomático.
—Lo siento... No quería...
Aunque lo intentó con todas sus fuerzas, no
logró evitar devorar a Kassandra con la mirada. Estaba tan...
absoluta y exquisitamente femenina. Era la Kassandra que él había
conocido en Inglaterra y más. El traje o lo que fuera que llevaba
puesto, una túnica más bien, de una tela blanca y luminosa, le
dejaba los hombros al descubierto, le colgaba de la fina cintura y
le caía luego hasta los tobillos. Llevaba el pelo sin adornos y le
caía en espesas ondas del color del ébano, que parecían contener el
brillo de la luz de la luna que se refleja en las aguas profundas.
Además, olía bien, lo había notado; a una combinación de jazmín y
otras cosas que no alcanzaba a reconocer, muy distinta de los
cargantes perfumes de las jóvenes de la alta sociedad
londinense.
—¿Royce...? —lo llamó Joanna sin maldad,
divertida.
—¿Qué? ¡Ah! Sí, perdón... Es que tenéis las
dos un aspecto muy distinto. Encantador, por supuesto, pero
diferente.
—Es el estilo akorano —aclaró Joanna—, y es
mucho más cómodo que nuestra ropa inglesa.
—Ya me imagino.
Sobre todo porque no había mucha cantidad.
Aunque, apenas acababa de cruzarle la mente aquel pensamiento, se
dio cuenta de que no era cierto. Por muy brillantes que parecieran
las prendas, eran, en realidad, mucho más discretas que las
transparencias que lucían algunas damas de la sociedad.
—Espero que te hayan ayudado a instalarte
—dijo Kassandra, para quien todo esfuerzo por no mirar a Royce
resultaba en vano.
Su cuñado se había quitado la levita con que
había embarcado y ahora llevaba sólo unos cómodos pantalones
sueltos, una camisa amplia y unas botas. El viento le había
despeinado aquella recia melena rubia. En contraste con el
bronceado estival, los ojos le lucían más verdes que nunca y
quedaban enmarcados en unas pestañas bañadas por el sol. Tenía un
aspecto duro, fuerte y absolutamente masculino.
—El capitán parece un tipo estupendo
—comentó Royce—, y los hombres han sido muy acogedores. Debo
confesarte, Joanna, que ahora comprendo por qué has estado
quejándote de la fontanería inglesa. Cuando vuelva, creo que voy a
ver cómo puedo instalar en Hawkforte uno de esos artilugios que
están de pie.
—Se llaman ducha
—informó Joanna—, y espera a ver las bañeras.
—Me encantará verlas —respondió con una
sonrisa antes de inclinarse sobre la cuna para comprobar cómo se
encontraba Amelia.
Al día siguiente, al salir del canal de la
Mancha y adentrarse en mar abierto, pusieron rumbo al sur. Pasarían
junto a España y Portugal, y al llegar al estrecho de Gibraltar, en
lugar de virar al este para penetrar en el Mediterráneo, como lo
hacían la mayoría de los navíos, girarían al oeste, hacia donde
navegarían para alcanzar la afamada tierra situada más allá de las
Columnas de Hércules: Ákora.
Después de la comida, de la que disfrutaron
en cubierta, Royce sacó un mapa y empezó a estudiarlo. Había pasado
la mañana junto a los hombres, a quienes había ayudado a desplegar
el velamen y con quienes se había turnado como correspondía para
subir al puesto de vigilancia situado en lo alto del palo mayor.
Era un día soleado, el viento soplaba estable y el cielo aparecía
despejado salvo por algunos cúmulos dispersos que sólo servían para
intensificar el profundo azul que mostraba la bóveda de la esfera
celeste. El sonido rítmico y metálico de las jarcias, interrumpido
apenas por el ocasional crujir del casco de la embarcación, le
recordó que, en los últimos tiempos, había pasado demasiado tiempo
en Londres y, por tanto, en tierra. Dado que en el fondo él era un
marinero, estaba disfrutando de lo lindo.
—Es increíble pensar que no teníamos una
idea real de cómo era Ákora hasta el año pasado —comentó—, e
incluso ahora, somos sólo unos pocos quienes la conocemos.
—¿Por qué? —quiso saber Brianna.
Comían con ella y con Elena, y también les
acompañaba Amelia, que estaba despierta y encantada en los brazos
de su madre.
—Mira aquí —le sugirió Royce mientras
extendía el mapa delante de ella—. Imagina que eres un barco
británico que, digamos, navega por aguas cercanas a Ákora. No
puedes acercarte porque la Armada akorana te lo impedirá. Lo más
que puedes hacer es tratar de trazar el mapa de la línea de la
costa con la ayuda de un catalejo. Justo aquí, en la costa norte,
descubres lo que parece una ensenada y ves otra similar cuando
rodeas el istmo por el sur. Y eso es todo lo que puedes ver. Por lo
que a ti respecta, Ákora es una isla enorme sin puertos, sin
lugares donde atracar con seguridad, nada salvo un par de ensenadas
que no parecen gran cosa. Supones que deben mantener la flota en el
mar y que irán aprovisionando por medio de embarcaciones de menor
tamaño. Sin embargo, no eres capaz de imaginar cómo, y eso aumenta
el misterio. De hecho, como no puedes ver nada a lo largo de la
costa, salvo unos acantilados inexorables, no cuesta comprender por
qué empezaron las leyendas sobre un reino-fortaleza.
—Sí, pero Ákora no es una isla grande
—protestó Brianna—. Al menos no lo ha sido desde hace miles de
años, desde que el volcán entró en erupción.
—Eso es lo sorprendente —respondió Royce—.
Al menos lo fue para mí —confesó mientras señalaba la supuesta
ensenada de la costa sur—. La primera vez que viajé hasta Ákora,
llegué desde aquí, pues escapaba de un vendaval que me había
cortado el paso en el golfo de Cádiz. Mi barco estaba haciéndose
pedazos cuando vi lo que pensé que no era sino una ensenada y me di
cuenta de que constituía la única oportunidad que iba a
presentárseme. Pensé que, si tenía suerte, podría navegar por ella
hasta llegar a tierra. Sin embargo, me vi lanzado a lo que parecía,
en realidad, un estrecho que llevaba hasta el mar Interior, que yo
no sabía que existía.
—El corazón sumergido de Ákora —sentenció
Elena, pausadamente.
Luego, partió un trozo de pan crujiente y lo
mojó en los restos del oloroso guiso de pescado que llamaban
marinos y que debía de estar entre los
mejores platos que Royce había probado en su vida.
—Cuando el volcán entró en erupción, partió
la isla original en dos, y el mar se coló en el centro.
—Es impresionante que alguien sobreviviera
—admiró Royce.
—No lo habrían hecho —explicó Kassandra con
calma— si no hubiera sido por algunas de las cuevas sagradas que
hay bajo tierra y que los protegieron de los fuegos que siguieron
al torrente de lava. Aun así, si los invasores no hubieran llegado
poco después, los supervivientes habrían muerto de hambre.
Royce enrolló el mapa y lo apartó con
cuidado. Pensó que Kassandra tenía un aspecto algo pálido y se
preguntó por qué. ¿No debía de estar algo más contenta por volver a
casa?
—Debió de ser muy difícil aceptar que los
invasores se convirtieran en sus salvadores —pensó Royce en voz
alta.
—No lo aceptaron —corrigió sin más—, al
menos no durante varias generaciones, que es el tiempo que llevó
llegar a conciliar lo antiguo con lo nuevo.
—Un cambio puede ser difícil de sobrellevar
incluso en las mejores circunstancias —recalcó Royce.
Joanna dejó de arrullar a Amelia e
intervino:
—Pues el cambio vuelve a Ákora una vez más.
Esperemos que esta vez se produzca de modo mucho más
pacífico.
Kassandra asintió.
—El cambio debe llegar. Ákora no puede
quedarse por detrás del resto del mundo. Eso nos haría demasiado
vulnerables.
—El vanax nos guiará sabiamente por lo que
haya de venir —aseguró Elena sin dudarlo—. Después de todo, él es
el elegido.
—Por un antiguo ritual —explicó Brianna—,
antiguo y misterioso, que se lleva a cabo en las cuevas sagradas
que la princesa acaba de mencionar. Hay muy poca gente que tenga
acceso a la ceremonia. Lo único que sabemos es que, cuando se
acaba, el vanax ha sido elegido.
—Sería interesante —comentó Royce en un
cierto tono de burla— mandar a las distintas cabezas coronadas de
Europa a esas cuevas. Me apuesto lo que sea a que pocos de ellos
conseguirían siquiera salir de allí, y mucho menos como
elegidos.
Aquella franqueza le sorprendió incluso a
él, pues denotaba lo profunda que era la frustración que sentía por
la situación de la monarquía en Inglaterra. Con todo, debía de
estar más suelto y relajado de lo que había creído. Quizá fuera
aquello lo que lo había animado a hablar, aunque fuera brevemente,
de su anterior visita a Ákora.
En los casi dos años que habían transcurrido
desde la primera vez que había estado en el reino fortaleza, no
había compartido casi con nadie lo que le había ocurrido allí.
Joanna y Alex conocían algo de lo que había vivido porque habían
sido ellos quienes lo habían rescatado del infierno en que se había
visto atrapado, a pesar de lo cual, tampoco sabían mucho. Lo
prefería así, aunque era consciente de que había tenido que pagar
un precio por su reticencia a hablar del tema. Las pesadillas eran
ya menos frecuentes, pero aún le sobrevenían, y hacía muy poco que
había vuelto a dormir entre cuatro paredes.
Se había recuperado físicamente de los nueve
meses que había pasado muriéndose de hambre en una celda húmeda y
fría, a la espera de que lo emplearan como cebo para hacer saltar
la chispa que provocaría la invasión que el traidor Deilos veía
como su forma de acceso al poder. La libertad nunca le había
parecido tan preciosa como en aquel momento. Aunque en algún lugar,
en su interior, y él lo sabía, acechaba el deseo de venganza. Si
Deilos aún hubiera estado vivo...
Pasó otro día, y luego otro. Cuanto más
cerca se encontraban de Ákora, más se intensificaban los recuerdos.
Royce dejó de dormir en las habitaciones de la tripulación y se
hizo la cama en cubierta. Aunque no fue el único, pues cuanto más
se aproximaban al sur, más cálidas se volvían las noches. Se
entregó a las duras rutinas físicas de la travesía, hacía su parte
y más de lo que le correspondía.
En los ratos de poca actividad, se unía a
los hombres en los deportes que practicaban; les gustaba mucho
lanzar cuchillos, así como pelear. De alguna manera, intuía que de
aquel modo estaba ganándose el respeto de los guerreros akoranos,
aunque lo que más le importaba era que así no dedicaba tiempo a
pensar.
Inevitablemente, también estaba pendiente de
Kassandra, que siempre estaba allí, en cubierta, con Joanna, donde
se dedicaba a arrullar a Amelia o simplemente a mirar al infinito
por encima del mar, ensimismada en sus propios pensamientos. Comían
juntos, pero poco más. En los estrechos límites del navío había
pocas ocasiones para momentos de intimidad, y aquello, pensó, era
una suerte.
Soñaba con ella cuando se tumbaba en
cubierta por la noche y se dejaba mecer por el movimiento del barco
hasta dormirse. La veía, como lo había hecho por primera vez,
revoloteando de un lado a otro, riendo de absoluta felicidad, y
también la imaginaba tal y como la había encontrado en el suelo del
cuarto del bebé, atormentada y, a pesar de ello, llena de valor.
Luego, se escabullía de aquellos sueños para mirar la luna
inflamada y se preguntaba por qué aquella sombra nunca abandonaba
los ojos de Kassandra.
Diez días después de su partida, Royce se
despertó y lo primero que notó fue una fragancia a limones.
Aún no había llegado el alba. Apenas
brillaba una finísima línea de fuego en el horizonte que se
dibujaba al este. La mayoría del resto de los hombres aún no se
había puesto en movimiento; sólo estaba despierto el vigilante
nocturno. Royce se sentó lentamente y miró a su alrededor.
Limones.
Aquello no tenía ningún sentido.
Se puso de pie, se estiró, se pasó la mano
por la mandíbula y decidió que, dado que ya estaba levantado, debía
afeitarse. Aún notaba el olor a limones.
Se abrió una puerta próxima a la proa. Al
mirar, distinguió una fina silueta que salía y se dirigía a la
borda. Aunque le daba la espalda, Royce la reconoció
enseguida.
Redujo la distancia que había entre ellos
caminando tan cuidadosamente que era imposible que ella lo oyera.
Con todo, la figura se volvió hacia donde estaba él.
—Buenos días —saludó Royce.
Kassandra asintió. Se ciñó la capa con que
se cubría y miró hacia las estrellas, que aún brillaban.
—Te has levantado temprano.
—Y tú también. Dime, ¿por qué tengo la
sensación de que huele a limón?
Aquellos labios carnosos, suaves, dulces, se
curvaron hasta formar una sonrisa.
—Huele a Ákora.
—Ákora...
¿Era aquella embriagadora fragancia, o
aquella mujer, la que amenazaba con aturdirle los sentidos?
—Los limoneros están en flor —explicó—. El
viento que acaricia las colinas recoge su aroma y lo transporta
lejos, hacia el mar. Inspira despacio...
Mientras Royce lo hacía, Kassandra
añadió:
—También huele a tomillo salvaje y a
adelfas. Quienes hemos viajado fuera de Ákora, como Alex, mis
padres o yo, sabemos que no hay un lugar en la tierra que huela
como nuestro hogar.
Podía creerlo, pues aquel olor lo extasiaba.
Con todo, más fuerte aún era la conciencia de la cercanía de su
destino.
—¿Cuánto queda? —quiso saber Royce.
Kassandra levantó la cabeza y midió lo
invisible, como lo habría hecho él mismo y cualquier otro
marinero.
—Si se mantiene este viento, esta noche
cenaremos en Ilion.
Ya volvían a aparecer las estrellas, que
ocupaban el lugar del sol que se ponía, cuando entraron en el
puerto situado a los pies de la ciudad real. Royce se encontraba en
cubierta, donde había permanecido desde que se había despertado.
Una vez que había avistado tierra, al final de la mañana, apenas
había sido capaz de apartar la vista de Ákora.
La confusión se entremezclaba con la
euforia. Sabía que los recuerdos que guardaba de su primer viaje a
Ákora eran, como mucho, fragmentarios. Había luchado contra un
vendaval durante horas antes de que el viento lo arrastrara al mar
Interior. De milagro había alcanzado con vida la orilla de la isla
que habría de convertirse en su prisión. Tras recibir un golpe en
la cabeza, había quedado medio inconsciente, de modo que recordaba
muy vagamente cómo lo habían capturado los hombres de Deilos. Con
todo..., siempre había pensado que conocía cuál era el aspecto de
Ákora: escarpada y abrupta, cruel e implacable.
¿Qué era, por tanto, todo aquello?, aquello
que parecía un paraíso cubierto de colinas verdes, trufadas a su
vez de templos blancos y granjas prósperas, de playas doradas y
aguas cristalinas.
Habían penetrado en el mar Interior a través
del estrecho del sur, el mismo que él había empleado. Sin embargo,
en lugar de ser arrastrados sin control hacia las tres pequeñas
islas que ocupaban el centro de la laguna —los únicos vestigios de
la parte sumergida de Ákora—, habían bordeado la orilla de la gran
isla situada al este, llamada Kalimos, un nombre que
—merecidamente, en este caso— significaba «hermosa». Lejos, al
oeste, al otro lado del mar Interior, visible sólo con el catalejo,
se encontraba la otra isla, igualmente grande, y cuyas fértiles
llanuras le daban el nombre de Leios. Con todo, era Ilion la que
captaba toda su atención. Sabía que lo habían llevado a la ciudad
después de que Joanna y Alex lo hubieran rescatado. Y aunque había
pasado varios días en el palacio real atendido por Elena, no
recordaba casi nada de aquello, como tampoco de su partida hacia
Inglaterra, dado que había sido ya durante la travesía de vuelta
cuando había vuelto en sí.
Quizá se debía a aquello, y a que viniera
como un hombre libre en lugar de como un prisionero medio muerto,
el que todo le pareciera en aquel momento tan nuevo y tan distinto.
Fuera cual fuera la razón que lo explicara, resultaba innegable que
la belleza de aquella tierra era sobrecogedora.
—No me extraña que la gente de aquí haya
querido mantener este lugar para sí —comentó.
Kassandra, que se encontraba a su lado,
asintió, y luego, añadió, tratando de hacerlo con tacto:
—Viste lo peor de Ákora; ahora espero que
veas lo mejor que tenemos.
Y parecía que ya lo hacía. Apenas hubieron
entrado en el puerto, Royce se dio cuenta de que contemplaba una
ciudad como ninguna que hubiera visto antes. Ilion se alzaba ante
él y ascendía por una colina que emergía del agua. Hileras e
hileras de casas cubiertas de flores se amontonaban a lado y lado
de los senderos que serpenteaban hasta alcanzar la cima, donde se
erigía el palacio real, de un tono carmesí intensificado por la luz
del atardecer.
—Es inmenso —admiró Royce mientras trataba
todavía de hacerse cargo de las dimensiones de lo que tenía ante
sus ojos. Parecía que hubieran arrancado toda la cima de la colina,
y que hubiera sido sustituida por un complejo de edificios con
columnas.
—Hemos tardado más de trescientos años en
construirlo —informó Kassandra con gravedad—. Y padecemos aversión
a los derribos, hasta tal punto que hay habitaciones en el palacio
que datan de la época de la edificación original.
—¿Hay habitaciones de tres mil años de
antigüedad? ¿Aún se usan?
—Claro; todo se ha mantenido en perfecto
estado de conservación.
—Cuesta imaginarlo. En Europa, veneramos
cualquier cosa que tenga unos cientos de años de antigüedad. Aquí
supongo que a eso lo consideraríais nuevo.
—Sí, es verdad, aunque ésa es una palabra
que no tenemos muchas ocasiones de emplear.
Royce, que seguía contemplando el palacio,
sacudió, perplejo, la cabeza:
—Es como si la antigua Roma, Atenas e
incluso las ciudades de los templos egipcios continuaran vivas y
florecientes, como si nada se hubiera deteriorado y nada hubiera
sido pasto de la destrucción.
—A todos los niños se les enseña la gran
lucha por la supervivencia que hubo de librarse después de la
explosión. Se nos inculca profundamente que todo lo que tenemos es
valioso y ha de protegerse.
Royce volvió a mirar la ciudad al mismo
tiempo que intentaba comprender todo lo que veía. Ningún otro
pueblo de la tierra había logrado conservar un legado tan grande de
su pasado. Más aún, lo akoranos habían conseguido mantener el
difícil equilibrio entre la preservación de su cultura y la
capacidad de crecer y cambiar. Aquella hazaña daba cuenta de su
tenacidad y de aquella forma sutil de pensar tan admirable y poco
frecuente.
Era todo lo que había imaginado durante las
incontables horas que había pasado en la biblioteca de Hawkforte
mientras estudiaba los artilugios que su antepasado había enviado
desde el reino fortaleza siglos atrás. La curiosidad y el deleite
de un niño pequeño se habían transformado en la determinación de un
hombre y lo habían conducido a aquel momento.
Y entonces se dio cuenta de que ese mismo
momento no habría sido tan hermoso si no fuera por la mujer que lo
compartía con él.
—Dijiste —le recordó a Kassandra— que sabías
lo que le había ocurrido a mi antepasado cuando había llegado aquí.
¿Me contaste que había escritos al respecto? —Cuando ella asintió,
Royce le pidió—: ¿Me los enseñarás?
—Claro, si quieres. Me encantará mostrarte
eso y mucho más.
Se calló justo en aquel instante y miró el
muelle al que se acercaban con rapidez. De pronto le brillaron los
ojos, libres, por una vez, de las sombras que acechaban en
ellos.
Royce se preguntaba cuál sería la razón de
aquel cambio. Y la respuesta se hizo evidente. En el atracadero
había un hombre y una mujer. Él era alto, de hombros anchos y de
muy buen ver, a pesar de estar entrado en años; ella era de una
edad similar, y se mantenía delgada y encantadora. Tenía el pelo
del color del ébano, como el de Kassandra, y de hecho, parecía una
versión más madura de ella. Al ver el navío, ambos sonrieron
cariñosamente y saludaron con las manos.
—Mis padres —informó Kassandra,
encantada.
Royce se retiró un poco cuando el barco
atracó con cuidado en el muelle y soltó el ancla. Kassandra
desembarcó al instante y se fundió en un abrazo con sus padres. Se
mantuvieron juntos durante unos minutos mientras charlaban, antes
de que Kassandra se volviera hacia Royce. Con una sonrisa, le
indicó con un gesto que descendiera. Royce se aproximó a ellos y se
hicieron las presentaciones.
—Lady Fedra y lord Andrew Boswick —anunció
con un orgullo que a Royce le pareció perdonable—; por favor, dad
la bienvenida a lord Royce Hawkforte.
—Encantado —saludó Andrew mientras le tendía
la mano.
Royce la aceptó de buen grado.
—Debo decir, señor, que para estar muerto,
tenéis un aspecto muy saludable.
Andrew se rió, como lo hicieron también su
esposa y su hija.
—La invención de mi muerte ha demostrado ser
de gran utilidad —respondió el hombre—. Después de ser arrastrado
hasta estas costas hace más de un cuarto de siglo, me di cuenta
enseguida de que mi vida estaba aquí —explicó al mismo tiempo que
dedicaba una cálida sonrisa a su esposa, que le correspondió con
otra—. Sin embargo, nunca me fue fácil abandonar mis
responsabilidades en Inglaterra. Por suerte, mi hijo, Alex, se
mostró capaz y dispuesto a hacerse cargo de ellas. Como marqués de
Boswick, se ha visto muy bien posicionado para ayudar a Ákora a
saltar al mundo moderno. Y, por favor, tuteémonos.
—Claro. Tengo entendido que habéis estado
muy ocupados en América con el mismo propósito, ¿no es
cierto?
—Acabamos de volver de allí —contestó
Fedra—. A mí no me habría importado quedarme un poco más ¿sabes?,
pero Andrew cree que va a haber otra guerra.
—A los americanos les hierve la sangre
—confirmó su esposo—. La práctica británica de abordar sus navíos a
voluntad, hacerse con sus tripulantes y forzarlos a alistarse en la
Armada ha desgastado el orgullo de una joven nación, aún inmadura.
Los exaltados están pidiendo una guerra y creo que van a
conseguirla.
—¿Están los americanos en posición de librar
otra guerra contra Gran Bretaña? —se interesó Royce.
—En absoluto. Su ejército es reducido, está
mal equipado y desorganizado. Sin embargo, se enfrentaban a esa
misma situación cuando lanzaron su revolución, y todos sabemos cómo
acabó.
—Bueno, es suficiente —interrumpió Fedra al
mismo tiempo que agarraba a su esposo del brazo—; ya he oído
bastante sobre el tema de la guerra. Ahora que mi hija está en
casa, lo único que me apetece es...
—Madre... —Kassandra mostró una amplia
sonrisa.
—¿Qué, cariño?
—Creo que deberías saber que no he venido
sola.
—Ya, claro que no, cielo. Lord Hawkforte,
Royce —se corrigió—, ha venido contigo.
—Eso es cierto, pero...
Fedra ya no escuchaba. Había vuelto a
desviar la mirada hacia la cubierta del barco y había visto a la
mujer que acababa de aparecer.
A ella y a lo que llevaba en sus
brazos.
—¿Joanna...? —farfulló Andrew, algo
sorprendido.
Su nuera sonrió con cariño mientras les
comunicaba:
—Aquí hay alguien que quiero que
conozcáis.
* * *