Capítulo 17
—HA estado aquí —aseguró
Royce—. Aquí mismo, en la ciudad, y apostaría a que ha estado
también en el palacio.
—Eso no lo sabéis —advirtió Marcelus. Apenas
acababa de hablar, hizo una mueca y comentó—: Parece que siempre
estoy diciéndoos lo mismo, lord Hawk, de un modo u otro. Por favor,
no me malinterpretéis. No pretendo ni faltaros el respeto, ni
descartar vuestras ideas. Es sólo que soy un magistrado y, por
tanto, mi comprensión de la verdad gira en torno a las
pruebas.
—Entonces, considera sólo al hombre —le
sugirió—. ¿Crees que Deilos le encomendaría una misión tan esencial
como el asesinato de un subordinado a otra persona? Si lo hiciera,
también tendría que matar a ese hombre para asegurar su
silencio..., y a otro..., y a otro. La cadena no tendría fin. Antes
o después, debería actuar.
—Lo que decís tiene sentido —reconoció
Marcelus—, si asumimos que el hombre del patio fue asesinado.
—No ha aparecido ningún guardia que declare
haber disparado aquella flecha.
—Había mucha confusión...
—No tanta —intervino Kassandra.
Se encontraban de nuevo en el despacho de
Atreus. Allí, al menos, sentía que podía garantizar un mínimo de
privacidad. El palacio estaba hasta arriba de gente, o eso parecía.
Todos los consejeros estaban allí, incluidos los que, como Polidoro
y Goran, habían vuelto a sus tierras durante un tiempo. Sólo le
dijeron que creían que lo correcto era estar allí, aunque ella
sabía lo que pensaban realmente. La lesión de Elena y la
consecuente imposibilidad de llevar a cabo la operación no eran
ningún secreto. Todo el mundo entendía que, de un modo u otro, el
tiempo estaba acabándose. O Atreus se recuperaba pronto sin ayuda,
o moriría. En cualquier caso, el instinto natural los llevaba a
estar juntos y unidos en el centro del desarrollo de los
acontecimientos.
—Creo —continuó— que debemos reconocer que
lord Hawk tiene razón. Es muy probable que el hombre que provocó el
fuego fuera asesinado para garantizar su silencio. Hay una persona
detrás de todo esto, y creo que es Deilos. Hay que detenerlo.
—No tengo objeción alguna al respecto
—replicó Marcelus—. Sin embargo, ya hemos registrado Ilion de
arriba abajo. Si realmente el enemigo se encontrara escondido aquí,
me gustaría saber dónde.
—Puede que ya no esté aquí —reconoció Royce
con pesar— y que se haya retirado a esperar a algún lugar más
seguro.
No fue necesario que explicara a qué debía
esperar. Todos supieron que se refería a la muerte de Atreus.
—También hemos recorrido Deimos y las otras
islas pequeñas —recordó Marcelus.
—Están repletas de cuevas —señaló Royce—.
Registrarlas todas llevaría meses.
—Es cierto —admitió el magistrado.
—Si Deilos y sus seguidores se hubieran
refugiado en una de esas islas —intervino Kassandra—, sería Deimos.
Era de su familia y la conoce desde su más tierna infancia. Además,
el azufre y el resto de elementos que habría necesitado se
encuentran allí.
—Perdemos el tiempo al estar aquí sentados
—saltó Royce—. Deberíamos estar barriendo Deimos de nuevo.
—¿Nosotros? —Kassandra elevó una ceja—.
Quieres decir tú, ¿no?
—No me importaría tener esa
oportunidad.
Kassandra lo miró fijamente desde el otro
extremo de la habitación.
—Tú lo que quieres es matar a Deilos.
Royce se encogió de hombros.
—No lo he ocultado en ningún momento.
Kassandra se retiró de la ventana ante la
que se encontraba, caminó hacia el escritorio de Atreus y lo tocó
con suavidad. Su hermano poseía la sabiduría del elegido. Ella no,
ni la deseaba en realidad. Los papeles que tenían que desempeñar
eran distintos. De algún modo, ella debía encontrar en aquel
momento su propia sabiduría.
—Ni Deilos ni ninguno de sus seguidores son
enemigos extranjeros —contestó con calma—. No son algo remoto y
distante de nuestra tierra. Son de Ákora, por mucho que quieran
negarlo. Debemos derrotarlos en un modo que honre nuestras leyes y
nuestras tradiciones. Sólo así podremos anunciar que el enemigo ya
no se encuentra entre nosotros.
Marcelus ya asentía antes de que Kassandra
hubiera finalizado.
—¿Qué es lo que sugerís, Atreidas?
—No estoy del todo segura —reconoció—. En
cualquier caso, creo que debemos tener paciencia y mostrar valor.
No tenemos que actuar como Deilos espera que lo hagamos, sino como
sea mejor para Ákora.
—Deilos esperará que vayamos a por él
—comentó Royce—. Quizá el ataque al palacio haya sido un intento de
llevarnos a hacer eso exactamente.
Se puso de pie y caminó hacia donde ella
estaba al mismo tiempo que la estudiaba. Aunque Kassandra no podía
ver lo que escondían sus ojos, la sonrisa que Royce esbozó le
produjo un escalofrío.
—Habrá preparado el terreno —siguió Royce
como si lo viera todo con la mente—. Creerá que está listo para
recibirnos.
—Puede que tenga razón, pues cuenta con un
arma poderosa —advirtió Kassandra, a la vez que notaba que se le
tensaba dolorosamente el pecho—. Ir a las cuevas de Deimos podría
constituir un suicidio. Podrían perderse las vidas de cientos de
guerreros akoranos, además de la tuya propia.
—Cierto, pero no ir tras él —replicó Royce—
y limitarnos simplemente a esperar le dará más oportunidades para
atacar.
—Existe ese riesgo —reconoció Kassandra—. A
pesar de ello, sigo pensando que eso es lo que deberíamos hacer.
—Extendió las manos deseosa de que él comprendiera, como si elevara
una plegaria para que lo hiciera y, de paso, que la entendiera a
ella también y acaso, en última instancia, la perdonara—. Ákora ha
sido siempre un lugar lleno de vida, no de muerte. Le arrancamos la
vida a un mundo destrozado que reconstruimos piedra a piedra, y
grano a grano. Nuestra devoción por la vida —por cada vida— siempre
ha representado una de nuestras mayores bazas. Aunque Deilos trata
de que lo olvidemos, no debemos olvidarlo. Tenemos que ser más
honestos con nosotros mismos de lo que lo hemos sido nunca.
—El deseo de sangre aumenta —explicó Royce
con naturalidad, sin retirar la mirada de Kassandra—. Resistirse a
él supone un cierto reto.
Kassandra respiró, lenta y suavemente, para
disimular su alivio.
—A ti te lo encomiendo —le dijo—. Aunque
requerirá un despliegue de destreza y resistencia delatar, sin que
se produzcan innecesarias pérdidas de vidas, a todos los que
quieran dañarnos, estoy segura de que puedes hacerlo.
—También necesitaré hombres —le respondió
con sequedad—. No muchos, pero sí los mejores.
—Los tendrás —le aseguró—. Tendrás todo lo
que necesites.
Y, con esas palabras, se despidió de él en
su corazón.
Royce, sin embargo, no se marchó. Al menos,
no en aquel momento. Había mucho que organizar, muchos hombres a
los que reunir, y tenía también que aprovisionarse. Aunque el plan
de Kassandra estaba bien, había pequeñas cuestiones de tipo
práctico que debían tener en cuenta.
Así lo expuso Royce, que lo explicó mientras
se preparaba para zarpar con la marea de la mañana.
Eso dejaba la noche de por medio.
Kassandra no había pensado en aquello. Al
decidir dejarlo partir a Deimos, no había caído en la cuenta de que
habría tiempo para una larga despedida. Había imaginado que estaría
ocupadísima, corriendo del lecho de su hermano a atender todas las
demandas que habían recaído sobre ella, de las que ya llevaba
varias jornadas ocupándose.
Y aun así, durante aquellos días, y aquellas
noches, habían ocurrido tantas cosas más...
Pensaba en ello mientras se dirigía a
visitar a Elena. La curandera descansaba con todas las comodidades
que le era posible y se esforzaba por asumir lo que le había
sucedido.
—Yo no me caigo nunca —le comentó a
Kassandra—. Jamás. Ni siquiera me caía al suelo cuando era pequeña
y estaba empezando a caminar.
—Bueno, todos nos caemos de vez en cuando
—le respondió Kassandra, que trataba de tranquilizarla.
Aunque no sufría dolores, pues Brianna le
había disuelto disimuladamente unos polvos calmantes en una bebida
cuando la curandera se había negado a tomarlos directamente, Elena
estaba muy alterada, tanto que no pareció escucharla.
—He bajado por esa misma escalera cientos de
veces, incluso más. La he bajado corriendo en más ocasiones de las
que puedo recordar. ¿Por qué me caería justo en aquel momento? ¿Por
qué?
—Estabas preocupada por la posibilidad de
que otros estuvieran gravemente heridos.
—Tonterías. Yo nunca reaccionaría así.
Descendía con calma y conscientemente. No había razón alguna para
que me cayera.
—Y sin embargo, te caíste.
—Y sin embargo, me caí —repitió Elena—. Son
demasiadas las cosas que pueden cambiar a raíz de accidentes como
éste. Si el vanax muriera...
—No sería culpa tuya. Ahora descansa; sabes
bien que es la única forma de mejorar.
Poco después Kassandra abandonaba los
aposentos de Elena para volver a los suyos, a los que entró sin
demasiadas ganas. Atrapada entre la esperanza y el miedo por que
Royce estuviera allí, miró a su alrededor.
No estaba. Se vio ante un cuarto vacío, una
cama vacía y unas horas vacías. Bueno, bajaría con él al puerto por
la mañana. Se colocaría a su lado para dejar claro que zarpaba con
su autoridad, que partía porque ella así lo había ordenado. Les
desearía, a él y a los hombres que viajaran a Deimos, que la
Fortuna los favoreciera. Y lo haría de corazón.
Royce tendría que enfrentarse a sus
fantasmas allí, donde había sufrido aquel brutal cautiverio, aunque
probablemente le ayudaría a superarlo. Tal vez encontrara a alguno
de los hombres a las órdenes de Deilos, que siguieran escondidos
allí. Kassandra no dudaba de que él acabaría capturándolos. En
cuanto al propio Deilos, estaba bastante segura de que Royce no lo
encontraría.
Deilos estaba en Ilion.
Así constaba en la nota que le había llegado
hacía apenas unas horas.
Se dio un baño, una actividad tras la que
siempre se sentía mejor. Al menos siempre había sido así. Si se
casaba con Royce y se iba con él a vivir a Hawkforte tendría que
aprender a vivir sin lujos como aquél. O quizá no, porque él había
manifestado su interés por la fontanería akorana y tal vez quisiera
importar sistemas de allí.
¿En qué estaba pensando? ¿Qué absurdo
desorden de su mente había generado una idea como aquélla? Estaba
claro que no le hacía ningún bien dejar volar su imaginación de
aquella manera.
Se levantó enseguida, se cubrió con la
toalla para secarse con tanta energía que se le quedó la piel roja,
y luego la dejó, ya húmeda, encima de un taburete antes de volver,
desnuda como estaba, a la habitación.
¡Qué raro! No recordaba haber encendido
ninguna lámpara y ahora había una luz tenue junto a la cama.
Iluminaba el cuerpo totalmente desnudo y de
perfectas proporciones de un hombre que se extendía en su lecho sin
reparos. Tenía los fuertes brazos cruzados por detrás de la cabeza
y mostraba una tentadora sonrisa que resultaba juguetona en
aquellos tersos labios.
—Royce... —pronunció Kassandra, sin darse
cuenta de lo que decía.
Él la miró de arriba abajo y, de nuevo, de
abajo arriba. Su mirada le quemaba el cuerpo.
—Marcelus se ha ofrecido a ocuparse de
todo.
—Qué considerado por su parte.
—Ven aquí.
Ni se movió, ni le tendió la mano, ni le
hizo seña alguna. Se limitó a ordenarle que lo hiciera.
Ella podía negarse, claro. Podía hacerle
notar la prepotencia con la que le había hablado. Podía fingir
algún tipo de peliaguda ofensa.
Aquélla, después de todo, era su cama.
—Pensaba irme a dormir —le explicó mientras
se tumbaba de costado y de cara a él. Con elegancia y sin dejar de
mirarlo, dobló una pierna y apoyó la cabeza en un brazo.
—Pareces una odalisca.
—Pues no vivo en un harén
precisamente.
—Tienes razón.
Se volvió para mirarla. Le caía un mechón
dorado por la frente. De verdad era injusto que pudiera haber
hombres tan arrebatadoramente guapos.
—No te imagino como la esclava de ningún
hombre.
—Me tranquiliza mucho oírte decir eso. —Con
delicadeza, añadió—: Aunque la otra noche, en la tienda, me dio la
impresión de que pensabas de otro modo.
Royce tuvo la cortesía de sonrojarse
ligeramente.
—¿Por qué, porque me puse yo al mando?
—Lo querías... todo.
Royce no lo negó.
—No me ha resultado fácil convertirme en el
amante de la Atreidas.
¡Ah! ¿Eso era entonces...? Había tratado de
reequilibrar las cosas entre ellos porque le incomodaba que ella
contara con el poder que había asumido.
—Ha habido reinas en Inglaterra —se
defendió—. La afamada Isabel, por ejemplo. Me pregunto cómo te las
habrías arreglado con ella.
Royce soltó una carcajada que le hizo
adquirir momentánea y repentinamente un aspecto infantil, cuando ya
había hecho su confesión y ella no la había rechazado.
—Sí, pero a ella se la conocía como la Reina
Virgen, así que no es el caso.
—¿Crees que de verdad lo era?
—Espero que no —contestó con sinceridad—. Su
padre decapitó a su madre, su hermanastra era una fanática
religiosa que estuvo a punto de asesinarla y pasó la mayor parte de
su vida bajo la amenaza letal de los traidores que trataban de
arrebatarle el trono. Espero que encontrara algo de felicidad a
título personal.
—Eso puede ser difícil de conseguir.
Y demasiado fugaz. Desvió la mirada hacia
los amplios ventanales. Pronto amanecería.
—Creo —continuó Kassandra con dulzura— que
hoy me toca a mí.
Le honraba el hecho de que fuera un hombre
tan fuerte y disciplinado, pues no había nada más que pudiera
explicar cómo logró soportar el delicioso tormento que Kassandra le
infligió. ¿Él había querido reequilibrar las cosas entre ellos?
Ella necesitaba hacer lo mismo. Y lo que era más importante:
Kassandra ansiaba grabarse el recuerdo de aquel hombre en la
memoria tan profundamente que pudiera sobrevivir a todo, incluso a
la muerte.
Ákora era un lugar lleno de vida. La muerte,
sin embargo, había hecho acto de presencia igualmente: una muerte
violenta y prematura que no había dado por finalizada su misión. Se
cernía sobre ella a una distancia demasiado corta, y la guiaba.
Kassandra se entretuvo deleitándose en aquel cuerpo, saboreó el
aroma que desprendía y disfrutó del tacto que le ofrecía, como de
cada sonido de Royce, de cada caricia de aquella piel, de cada
oleada salvaje y liberadora que explotó al mismo tiempo en
ambos.
¡Qué hombre tan hermoso! Y aun así, tumbada
a su lado como estaba en el corto descanso que se concedieron, tuvo
de repente la extraña y fugaz visión de un niño de cabello oscuro
como el azabache que jugaba en lo alto de unas rocas junto a un mar
que no era el de Ákora. ¡Qué raro!
—¿No tienes ningún hermano, verdad? —le dijo
a Royce.
Royce musitó algo que parecía una
confirmación. No tenía ningún hermano, lo que tenía era una
hermana..., ¿de dónde salía entonces aquel niño de pelo negro? Una
ilusión, quizá, nada más, pues alrededor de él se dibujaba el mismo
resplandor curvilíneo que iluminaba los límites de aquella
visión.
Con todo, no podía ser una de ellas porque
no dolía. Al contrario, Kassandra recibió un bálsamo de
tranquilidad como si nada en el mundo pudiera preocuparla.
El niño... se reía y lanzaba una piedra al
aire, una piedra que giraba y giraba hasta dar en un lugar que no
podía ver y que, sin embargo, emitía ondas hacia todas
partes...
Una piedra lanzada a un estanque. Royce le
había hablado de algo así a su madre. Algo sobre una vida que
conservaba aquello en lo que se creía...
No debía quedarse dormida; el tiempo pasaba
demasiado deprisa. Cuando abrió los ojos cansados captó ya una
línea gris en el horizonte.
¡No, aún no! ¡No tan pronto! Sentía ganas de
llorar.
—¿Kassandra...?
La voz de Royce sonaba adormecida y
perezosa. Era la voz de un hombre que se rescataba a sí mismo del
pozo del agotamiento porque ella le importaba tanto como para
hacerlo.
—¡Chhh...! —susurró Kassandra mientras le
acariciaba el cabello con suavidad—. No es nada.
Royce murmuró algo, quizá fuera su nombre de
nuevo, y la atrajo hacia sí. Acurrucada en el hueco que formaba su
cuerpo, Kassandra permaneció despierta, con los ojos bien abiertos,
y deseó que aquel niño moreno volviera a aparecer; pero no lo
hizo.
—Que la fortuna os guarde —les deseó.
La hilera de hombres que aguardaban en
formación en el muelle asintió al mismo tiempo. Todos eran jóvenes,
selectos y muy fuertes. Todos formaban parte de las legiones que
vigilaban el palacio. Unos hombres que agradecerían que se les
presentara la oportunidad de vengar al vanax y que, sin embargo, se
empeñarían en el estricto cumplimiento de los designios de la
justicia.
Royce estaba al frente. Iba vestido con la
falda de los guerreros akoranos. Se había retirado el cabello de la
frente con una cinta de cuero. El sol le había bruñido la piel
hasta dejarla dorada y bronceada. De la tersa cintura le colgaba un
cinturón con una espada, en cuya empuñadura mantenía apoyada la
mano izquierda.
—A lo mejor tendrías que haberte traído el
bastón —bromeó Kassandra.
Royce tardó un segundo en acordarse y se
rió.
—Siento habérmelo dejado. En realidad,
debería haber traído cien. ¿Te imaginas a todos estos fantásticos
hombres pertrechados con bastones-espada?
La imagen de los guerreros akoranos
avanzando hacia la batalla blandiendo bastones resultaba tan
ridícula que a Kassandra le entró la risa de repente. Quienes
estaban cerca de ella la miraron sorprendidos. En apenas un
instante volvió a tranquilizarse. No tendría que haberse reído.
Aquel momento era demasiado tenso.
—De verdad espero que tengas cuidado —le
dijo tras resistirse al impulso de acercarse a él.
—Siempre lo tengo —le respondió.
Entonces, Kassandra vio algo punzante en su
mirada, aunque resultó tan fugaz que no pudo sino concluir que
debía de haberlo imaginado.
La marea cambió, puntual a su cita.
Kassandra se mantuvo de pie, con la espalda recta, y aunque trató
de pensar en unas palabras de despedida adecuadas, no se le ocurrió
nada. Royce, por su parte, se inclinó de repente, le dio un
delicado beso en la mejilla, y se despidió:
—Procura no preocuparte demasiado.
Y si bien brotaron en su interior miles de
respuestas, ninguna de ellas tomó voz. Y allí se quedó Kassandra,
en silencio, sola, viéndolo alejarse en el mar.
Una vez que estuvo de vuelta en el palacio,
fue a buscar a Amelia. Y como casi no había visto a su sobrina
desde que se había producido la explosión en los Juegos, se quedó
impresionada con lo mucho que había cambiado. Aunque sin duda había
crecido y tenía el cabello un poco más grueso, lo que más le llamó
la atención fue que la niña estaba mucho más atenta a todo.
Aquellos ojos azules que ya se desdibujaban para adquirir el tono
avellana de los de su madre parecían extrañamente maduros para un
rostro tan joven.
—¿Qué tal está durmiendo? —le preguntó a
Joanna, pues ésa parecía ser la pregunta que había que hacerle a
las primerizas.
—Bastante bien. Aun se despierta hacia la
medianoche, le doy de mamar y luego vuelve a dormirse hasta las
seis de la mañana más o menos. No está nada mal.
—Es preciosa.
—Sí lo es. Ya echas de menos a Royce.
—Yo... no... Acaba de marcharse. ¿Cómo iba a
echarle ya en falta?
—Vamos, Kassandra. Yo echo de menos a Alex
en cuanto sale de una habitación. ¿De verdad esperas que a ti te
ocurra algo distinto?
—Tú amas a Alex.
—Claro que sí. Y tú a Royce.
Kassandra se centró en admirar a su sobrina
e hizo como que no comprendía.
—Nunca he dicho eso.
—Yo no suelo comentar que el sol sale todas
las mañanas. El hecho de que no lo haga no tiene efecto alguno en
el acontecimiento diario.
No, no lo tenía. La naturaleza, con todo su
misterio, continuaba adelante a pesar de las preocupaciones de los
insignificantes mortales.
Amaba a Royce.
Bueno, claro que sí. ¿Cómo podría no
hacerlo? Hacía mucho tiempo que sabía que lo amaba, probablemente
desde aquella mañana en Londres en que daba vueltas y vueltas.
Desde aquel momento no había vuelto a tener la mente serena, ni
mucho menos el corazón.
¡Qué más daba!
Ni el amor, ni la lujuria, ni ningún otro
grado de afecto podían cambiar el destino que la aguardaba.
A pesar de ello, amaba a Royce. En ese
instante abrazó aquella idea y lo hizo con fuerza, internamente. En
ella encontraba un raro tipo de reposo.
La nota de Deilos había llegado dentro de
un jarrón de flores, lirios en concreto, que le había traído un
chico al que el ex consejero debía de haber contratado para ello.
El joven había esperado a que Kassandra estuviera atravesando el
patio y entonces se había aproximado a ella.
—Un caballero me ha pedido que os entregue
esto, señora.
El mozo la miró con timidez, como si le
costara creer que la princesa era tan real como para poder
dirigirse a ella.
Kassandra aceptó el jarrón y olió las
flores. Nunca le había gustado esa variedad en concreto.
—¿Quién te ha dado esto? —le preguntó
directamente.
—No lo sé, señora. El hombre no me dijo cómo
se llamaba.
Kassandra se detuvo entonces, miró al
muchacho por encima de las flores cuyos pétalos, blancos como la
nieve, ya empezaban a marchitarse en los bordes, y preguntó:
—¿Qué aspecto tenía?
El chico lo pensó y respondió:
—Era mayor..., bueno, no tanto como mi
padre, así que entonces supongo que no era tan mayor. Tenía la cara
delgada, pero era corpulento...
Deilos... u otro millar de hombres. ¿Cuántos
de entre ellos, sin embargo, le enviarían un jarrón de
flores?
Kassandra le dio las gracias y le dijo que
siguiera su camino. Una vez que estuvo en su habitación, se dedicó
a observar el jarrón. Al hacerlo, descubrió la nota, que contenía
una amenaza del todo innecesaria. Rezaba: «Si no venís, desataréis
el fuego griego. Serán miles los que mueran.»
No, no lo harían. Aunque la muerte sí
llegaría a Ilion aquel día, pues así se le había concedido ver que
ocurriría.
Levantó a su sobrina y sostuvo en sus brazos
aquel cuerpo cálido y suave. Amelia, que hacía pequeñas pompas de
saliva al respirar, dormitaba con la cabecita apoyada en el hombro
de Kassandra.
—Deberías tener un niño —le sugirió
Joanna.
Un niño de pelo oscuro como el azabache que
jugara en los muros de roca que se elevaban junto al mar.
—Te encantó crecer en Hawkforte,
¿verdad?
—Verdad —reconoció Joanna—. Incluso después
de que mis padres fallecieran, aquel lugar continuó siendo
especial.
—Y aun así, te marchaste de allí.
—No tenía elección. Si Royce había
desaparecido no había nada más que importara.
—No obstante, debió de haber un momento, al
menos un instante, de duda.
Acto seguido, se arrepintió de haber dicho
aquello. Era demasiado personal; no tenía derecho alguno a
preguntárselo.
A Joanna, en cambio, no se lo pareció, pues
asintió sin pensárselo dos veces.
—Todavía sueño con ello —confesó antes de
dejar escapar una pequeña carcajada—. Me veo en el atracadero de
Southwark, el mismo desde el que salimos para venir aquí. Lo único
que veo delante de mí es un navío de guerra akorano, con la enorme
proa de toro que brilla en la oscuridad. A lo lejos, los chicos a
los que contraté para que distrajeran a los guardias están
haciéndolo lo mejor que pueden. Ha llegado el momento, tengo que
actuar. Sin embargo, dudo. No puedo mover las piernas. Me superan
la duda y la confusión.
—Y... —interrumpió Kassandra, ansiosa por
conocer el resto de la historia.
—Y nada, me despierto. Hasta hace poco, al
lado de Alex. Lo que importa en realidad es que yo sé que es un
sueño. Sí que actué. Reuní todo el valor con el que contaba y
corrí, no para huir del barco, sino directamente hacia él. Y cuando
ya no había por dónde correr, salté. —Se miró las manos—. Ha habido
momentos en que, al despertarme de ese sueño, aún noto el tacto,
áspero y duro, de la cuerda que empleé para colgarme y poder subir
hacia la tronera. Es como si estuviera ocurriendo todo de
nuevo.
—Ecos... —musitó Kassandra—. La creación
parece contener cientos de ellos, ecos de lo que fue, de lo que
podía haber sido, incluso de lo que está por llegar.
—¿Los sientes?
—A veces —reconoció Kassandra. Luego, bajó
la mirada y disfrutó del roce suave del pelo de Amelia contra la
mejilla—. Es una niña encantadora.
Una niña que se despertó en aquel momento y
se movió un poquito, pero no lloró. En lugar de eso, Amelia se
quedó mirando a su tía, no con la mirada distraída de un bebé, sino
conscientemente. Abrió la boca, la cerró, y volvió a abrirla como
si fuera un pajarito. Arrugó la frente, y luego volvió a lanzarle
una mirada.
—Creo que intenta decirte algo —comentó
Joanna con voz suave, antes de coger a su hija, colocarla en su
regazo con la cabeza apoyada en su hombro y darle palmaditas en la
espalda.
—Tengo que irme —se excusó Kassandra. Aunque
las piernas estaban agarrotadas, no le fallaron.
—Royce estará bien —la tranquilizó
Joanna.
—Rezo por que así sea —contestó Kassandra,
que salió de la habitación a la luz del día, que ya se
desvanecía.
Dudó al pasar por el pasillo cercano a la
habitación de Atreus. Aunque sentía de nuevo la necesidad de
visitar a su hermano; éste, que seguía inconsciente, no se daría
cuenta de su presencia, y el tiempo volaba. Además, seguro que
Fedra y Andrew estaban con él y era muy probable que notaran que
había algún problema.
Lo mejor era irse de allí
directamente.
Se apresuró porque temía que flaquearía si
dudaba siquiera un momento. Caminó veloz, atravesó con rapidez los
cuartos y los pasillos que conocía de toda la vida. En el patio, se
obligó a caminar más despacio para evitar llamar la atención de los
ojos curiosos. A pesar de ello, una vez que hubo cruzado la Puerta
de las Leonas, se puso casi a correr.
Tal y como Joanna había corrido, y cuando ya
no había podido correr más, había saltado. Aunque... Joanna había
saltado hacia la vida, y ella, en cambio...
No, no debía pensar; sólo correr deprisa. Ya
quedaba poco tiempo. Se oyó a sí misma jadear mientras ascendía por
el camino que llevaba más allá de la ciudad. Subió más y más
arriba, hasta que llegó a una pequeña meseta en que se elevaba un
semicírculo de hileras de piedra situado frente a un
escenario.
Fedra la había llevado al teatro por primera
vez cuando ella aún era muy pequeña. Kassandra recordaba la
emoción, la ilusión que había sentido... Se recordaba caminando
agarrada de la mano de su madre.
¡Cómo amaba aquel lugar!
¡Y qué irónico que Deilos lo hubiera
elegido!
Sola, le había indicado en la nota, y sola
iba. Él no podía saber que no importaba. Las visiones que había
tenido eran claras: si ella moría, la serpiente roja no llegaría a
Ákora. Y allí, en aquel lugar que ella tanto conocía, allí era
donde había visto su propia muerte.
«El mundo es un gran teatro», había dicho el
gran dramaturgo inglés. ¡Cuánta razón tenía Shakespeare!
A aquella hora el teatro estaba vacío.
Kassandra accedió al recinto por una entrada que llevaba, entre
varias filas de asientos, hacia el pasillo que ascendía hasta el
escenario. No subió, sino que se detuvo justo antes y se volvió
para mirar.
No había señal alguna que delatara la
presencia de nadie. Por lo que podía ver, era la única persona
allí.
¿Había sido la nota un engaño?
Cuando empezaba a plantearse esa idea, oyó
un ruido, extraño..., desconocido, que aumentaba.
Volvió a mirar y vio que algo se elevaba en
el centro del escenario. El suelo se replegaba y permitía la
ascensión de una plataforma.
«Deus ex
machina», pensó. El dios que sale de la máquina. Era un
elemento típico de las obras de teatro, la repentina intervención
de los dioses que aparecían en el escenario desde un escondite
situado debajo. El público más sofisticado solía reírse de aquello,
porque estaba considerado ya un cliché.
Kassandra, sin embargo, no sintió ningunas
ganas de reírse. De hecho, se vio invadida por el terror al mirar
fijamente al hombre que descendía hasta el escenario y le dedicaba
una sonrisa.
—Princesa Kassandra —saludó Deilos—, me
alegro de que hayáis venido.
* * *