Capítulo 4
A la mañana siguiente, Alex
estaba sentado a solas en la sala donde solían desayunar, y leía el
diario The Times. En cuanto vio bajar a
Kassandra, dejó a un lado el periódico, se levantó y retiró una
silla para que su hermana se acomodara.
—¿Has dormido bien? —se interesó.
—Muy bien, gracias. ¿Cómo está Joanna?
—Aún no se ha despertado. Ha pasado la noche
en vela.
Y aquello significaba que Alex también
habría permanecido despierto para cuidar de su esposa. Kassandra
pensó que, con todo, su rostro enjuto no mostraba signo alguno de
cansancio. La disciplina del entrenamiento para la guerra no lo
permitía.
—Pronto serás padre —le recordó mientras
sonreía al pensarlo.
Alex suavizó el gesto, y Kassandra pudo ver,
de repente, con qué ojos su hermano miraría a su hijo.
—Joanna me ha contado cómo la has
tranquilizado. Te lo agradezco.
—A veces el don que poseo es verdaderamente
un regalo.
Alex retornó a su asiento y esperó hasta que
la doncella le hubo traído el té a Kassandra y hubo tomado nota de
la petición de huevos pasados por agua que su hermana le hacía
—acababa de probarlos por primera vez y ya eran uno de sus platos
favoritos—. Una vez que estuvieron solos de nuevo, Alex continuó
hablando con amabilidad:
—En ocasiones, no es un don, sino una
maldición. Lo soportas con valentía, pero no tienes que hacerlo tú
sola.
Aunque Kassandra había esperado algo así, se
sintió aliviada al escucharlo. Desde luego, su hermano, que tan
bien la conocía, se habría dado cuenta de que había algo que ella
se guardaba para sí, en especial después de la conversación que
había mantenido con Royce el día anterior. No obstante, resultaba
tremendamente difícil hablar, siquiera un poco, de lo que había
conservado enterrando de manera tan profunda en su interior.
Kassandra jugueteó con el té antes de
proseguir:
—Alex..., ¿eres consciente de que casi todo
lo que veo constituye un posible futuro de los muchos que
hay?
—Sí, ya lo sé —asintió con paciencia.
—No hay nada escrito. Podemos ser los dueños
de nuestro propio destino. No tenemos más que elegir el camino
adecuado.
—E impedir que los demás inicien caminos que
nos dañarán.
—Eso es, exacto. El año pasado, cuando tuve
visiones sobre una invasión británica y la conquista de Ákora,
tanto tú como Atreus os lanzasteis de inmediato a impedirlo.
—Es cierto. Y Royce se nos unió en el empeño
—añadió Alex con una voz que denotaba serenidad a pesar de que
mantenía la mano, tensa y en un puño, apoyada sobre el mantel de
damasco, como si intuyera lo que su hermana había de decirle.
Kassandra tomó aliento con el deseo de
tranquilizarse y continuó:
—Las visiones han vuelto. No puedo explicar
cómo ni por qué, puesto que nunca antes me había sucedido algo así.
Por alguna razón, el camino que lleva a ese futuro en concreto ha
vuelto a aparecer.
—¿No se lo has contado a Atreus?
—No, ya se mostraba bastante reacio a
dejarme venir. Si hubiera sabido que los británicos suponen aún un
peligro para nosotros nunca me habría dado permiso.
—No es propio de ti asumir que tu criterio
está por encima del juicio de tu hermano, que, te recuerdo, es
además nuestro vanax.
Kassandra encajó con tranquilidad la
reprimenda, consciente como era de que la merecía, si bien
convencida de que no podría haber actuado de otro modo.
—Nunca le habría ocultado información a
Atreus si no hubiera creído de vital importancia que se me
permitiera abandonar Ákora.
—¿Por qué? ¿Qué puedes hacer tú en
Inglaterra de lo que yo no pueda hacerme cargo?
—No lo sé. Esperaba descubrirlo en los pocos
días que llevo aquí, pero no ha sido así. Lo único que sé es que
tenía que venir.
Alex se mantuvo en silencio durante un rato
antes de responder.
—Está bien; creo que puedo entender por qué
te has comportado así. Ahora debemos reflexionar sobre qué
significa todo esto.
Dado que ella no había hecho otra cosa desde
que habían vuelto las visiones, no dudó al contestar:
—Significa que puede ser que Deilos no esté
muerto.
—¿Lo has reconocido en tus visiones?
—preguntó Alex, enseguida.
—No, en absoluto, pero el año pasado Deilos
trataba de organizar la invasión británica de Ákora porque confiaba
en que eso haría que nuestro pueblo repudiara a Atreus y lo elevara
a él al puesto de vanax. Según parece, contó con que sería capaz de
acabar con los británicos, pero estaba muy equivocado.
—Y por esa traición, pereció ahogado.
—Eso es lo que creemos, pero nunca se
encontró su cuerpo —le recordó Kassandra.
—Tampoco ha habido nada que haga pensar que
sigue activo el movimiento que Deilos lideraba para impedir que
Atreus llevara a cabo las reformas que hacen falta en Ákora,
continúe él al mando o no.
—Sí, ya lo sé. Sin embargo, Deilos y sus
secuaces lograron retener a Royce cautivo durante nueve meses sin
que nadie siquiera sospechara que había un noble británico en
Ákora. Si hubiera conseguido utilizarlo para provocar la ira de los
británicos al ver que trataban de aquel modo a uno de los suyos, ni
tú ni yo estaríamos aquí ahora.
—Eso es cierto —admitió Alex.
—Además, incluso aunque Deilos hubiera
muerto de verdad y, con él, el movimiento que quería impedir el
cambio, están todavía los que, por el contrario, creen que Atreus
no impone las reformas lo suficientemente deprisa. En los últimos
tiempos, los rebeldes han estado en activo en la capital. Hasta
ahora no ha habido más que pequeñas manifestaciones, pancartas y
eslóganes que solicitan el cambio, pero están haciendo que la gente
hable del tema y puede ser que se les unan más personas. Cualquiera
de las dos facciones podría ser responsable de lo que he
visto.
—Atreus no puede seguir ajeno a todo
esto.
—Ya lo sé, pero ahora que estoy aquí, tengo
el convencimiento de que nuestro hermano sabrá ver lo inteligente
que es permitir que me quede, por lo menos hasta que comprendamos
mejor qué es lo que está pasando.
Aunque la mirada de Alex fue comprensiva, no
quiso darle falsas esperanzas:
—Yo que tú no contaría con ello.
—Atreus respeta tu opinión más que la de
ninguna otra persona. Puedes convencerlo.
Justo en aquel momento la doncella hizo
aparición con los huevos que Kassandra le había pedido. Una vez que
se hubo retirado la joven, Alex retomó la palabra:
—Le mandaré recado a Atreus hoy mismo.
Pasaran varias semanas hasta que tengamos su respuesta. Si sus
órdenes son que regreses a Ákora de inmediato, no habrá nada que
hacer salvo obedecerlas. ¿Lo sabes, verdad?
Kassandra se quedó mirando fijamente el
jarrón de porcelana china decorado en blanco y azul. Había perdido
el apetito.
—Sí, claro que lo sé. ¿Lo animarás al menos
a que deje que me quede?
El rostro de Alex denotaba que se encontraba
dividido entre el amor por ella y su inclinación natural a
mantenerla a salvo.
—Para serte sincero, si me dejara guiar por
mis instintos, te mandaría a Ákora con la próxima marea, y a Joanna
contigo. Las cosas están demasiado agitadas aquí en
Inglaterra.
—Más agitación habría en tu propia casa si
trataras de prescindir de tu mujer a estas alturas.
Alex suspiró.
—Supongo que tienes razón. En cualquier
caso, prométeme que serás muy cautelosa.
—Lo haré si tú haces lo mismo.
Kassandra posó su mano en la de Alex y
permanecieron sentados, en silencio, mientras a su alrededor la
enorme casa y la ciudad que había tras sus muros se afanaban en sus
propios y desconocidos quehaceres.
—Royce estará de vuelta el martes —informó
Joanna algo más entrado el día.
Aunque ya se había despertado, continuaba en
la cama y no pudo evitar que se le escapara un tremendo
bostezo.
—Y no nos dejará ir a casa de la Araña sin
él.
—¿Adonde ha ido? —preguntó Kassandra, que,
sentada en una silla junto a la cama, había colocado los pies con
calcetines sobre el cubrecama blanco.
—A Hawkforte. Están instalando un nuevo
sistema de riego. Con un reclamo como ése era imposible que no
acudiera —explicó con una enorme sonrisa—. Su corazón pertenece a
Hawkforte.
—¿Lo echas de menos?
—De vez en cuando —reconoció Joanna. Colocó
una mano sobre su enorme tripa, que parecía haber crecido durante
la noche—. Aunque ahora parece formar parte de otra vida.
—He soñado con Hawkforte.
—¿De verdad? ¡Qué impresionante!
—La primera noche que estuve aquí. Resulta
extraño, sobre todo porque no lo he visto nunca.
—¿Fue una visión?
—No, no, sólo un sueño. Creo...
Joanna hizo el amago de comerse una de las
tortitas que Mulridge le había preparado, pero enseguida la apartó,
concentrada como estaba en asuntos de mayor importancia.
—Royce y tú hacéis muy buena pareja cuando
bailáis.
Kassandra se rió y negó con la cabeza con
repentina timidez.
—¿No eres muy sutil, no?
—La verdad es que no —admitió Joanna,
alegre—. El embarazo ha acabado con la poca sutileza que poseía,
que probablemente tampoco era mucha. Me encantaría ver a mi hermano
sentar cabeza con una mujer en verdad maravillosa, y nada me haría
más feliz que el hecho de que esa mujer fueras tú. ¿Es eso tan
terrible?
—No, terrible no es, aunque debes comprender
que no he venido a Inglaterra a buscar marido.
—Bien, pero te gusta Royce, ¿no?
—Sí, claro...
—Incluso aunque pienses que cabe que él
considere la caída de Ákora...
—¡No pienso nada de eso! Bueno..., está
bien... Tenía mis sospechas cuando aún no lo conocía, pero él ha
acabado con ellas.
Joanna se arrastró para incorporarse y
apoyar la espalda sobre las almohadas, y continuó:
—Eso espero. Es el hombre más honrado que
existe; junto con Alex, claro.
—Sufrió mucho durante aquellos meses de
hambre y aislamiento. Muy pocos hombres hubieran aguantado algo
así.
—Ya está recuperado —respondió Joanna con
firmeza—. Hasta duerme bajo techo ya... de vez en cuando. Además,
como él mismo ha reconocido, si quisiera vengarse de alguien sería
de Deilos.
—Deilos, que se ahogó cuando trataba de
secuestrarte.
—Yo misma lo vi desaparecer en el agua. —Un
instante después Joanna preguntó—: ¿No crees que esté muerto?
—No tengo razón alguna que me haga pensar lo
contrario —contestó Kassandra.
De hecho, tampoco tenía intención alguna de
confiarse a Joanna como lo había hecho con Alex. Bastaba que él
supiera el verdadero motivo de que ella estuviera en Inglaterra. No
había ninguna necesidad de informar a su mujer, en avanzado estado
de gestación y que pronto se enfrentaría a los esfuerzos del
parto.
Su decisión se vio pronto confirmada, cuando
poco después se oyó que alguien llamaba a la puerta del
dormitorio.
—Adelante —autorizó Joanna.
La mujer que apareció era de mediana edad,
quizá algo mayor. Costaba adivinarlo ya que era alta y bien
plantada, y que paseaba con firmeza y con gracia. Su ancho rostro
estaba ligeramente bronceado, y tenía unos ojos azules y brillantes
que quedaban enmarcados en las pequeñas arrugas que revelaban su
habitual buen humor. Llevaba el cabello blanco como la nieve
peinado en una trenza perfecta, que enroscaba sobre la nuca una vez
y dejaba caer hasta la mitad de la espalda. Iba vestida con un
traje ligero de estilo akorano.
—Buenos días, lady Joanna —saludó Elena—. Me
alegro de ver que hoy os habéis quedado en la cama.
—No me atrevería a hacer otra cosa —se
defendió Joanna con una sonrisa—, después de haber escuchado tus
instrucciones. —Joanna sonrió también a la joven que acompañaba a
Elena—. Kassandra, ¿conoces a la sobrina de Elena, Brianna?
Kassandra se había puesto en pie al lado de
la cama cuando las mujeres akoranas habían entrado en la
habitación. Era tanto el respeto que le inspiraba la curandera que
no podría haber permanecido sentada en su presencia. De la joven
que venía con ella no sabía nada, lo que en sí mismo resultaba
sorprendente. Siempre había pensado que conocía a todas las
personas que tenían algún tipo de relación con el palacio, aunque
fuera a través de un familiar.
—Estoy encantada de conocerla —Brianna
recitó el saludo que solía emplearse cuando a uno le presentaban a
alguien por primera vez. Era algo más alta que Kassandra, más
cercana a la estatura de Joanna. El cabello, de tono rojizo
encendido, aparecía como el marco perfecto para aquella piel clara
y aquellas delicadas facciones. Los ojos, de color verde intenso
con algunas motas doradas, irradiaban inteligencia y algo más, algo
que Kassandra no pudo identificar enseguida ¿Sería cautela quizá?
¿O acaso mera timidez?
—Siento no haber podido salir a recibiros
cuando llegasteis, princesa, pero he estado enferma. Hasta que no
me he repuesto del resfriado no he salido. No quería contagiar a
nadie.
—Me temo que nuestra primavera inglesa no le
ha sentado muy bien a Brianna —añadió Joanna con amabilidad.
—La costumbre de quedarse leyendo hasta
tarde en vuestra biblioteca puede tener más culpa que el tiempo
—corrigió Elena—. Cuando se decidió que Brianna me acompañaría para
ser mi ayudante, le prometí a mi hermana que cuidaría de ella. Me
temo que hasta la fecha no lo he hecho muy bien.
—La culpa es sólo mía —insistió Brianna—. Mi
familia tiene una granja en Leios —explicó mientras nombraba la más
occidental de las dos islas principales, que, junto con otras tres,
componían Ákora—. Es raro que cualquiera de nosotros, excepto mi
padre y mi hermano mayor, viaje a la ciudad real de Ilion. Yo, por
ejemplo, no he ido al palacio desde que era una niña, cuando me
llevaron para que quedara registrada mi adopción. La emoción de
estar tan lejos de casa me ha sobrepasado un poco.
El aspecto que tenía, con todo, no era el de
alguien sobrepasado, sino de alguien realmente encantado, como si
la experiencia estuviera a la altura de todo lo que había
esperado.
En cuanto la había visto, Kassandra había
sabido que era muy probable que Brianna no hubiera nacido en Ákora.
El tono de piel y de pelo era muy diferente del de la mayoría de
los akoranos nativos, que, como la propia Kassandra, solían tener
el cabello oscuro y un tono de piel más parecido a la miel.
—¿Eras una xenos?
—le preguntó con suavidad.
Brianna asintió, sin sentirse ofendida en
absoluto por el empleo de la palabra que aludía a su condición de
extranjera, por mucho que lo fuera, pues la existencia de los xenos
constituía uno de los secretos mejor guardados de Ákora.
—Me encontraron después de una gran tormenta
que destruyó el barco en el que viajaba. Por desgracia, no hubo más
supervivientes.
—¿Y tus padres?
—Ambos desaparecieron. Desde el momento en
que recuperé la conciencia se hizo evidente que yo era inglesa,
porque hablaba en inglés. Se investigó para saber si seguía
teniendo familia aquí, pero no dieron con nadie.
—¿Esperas encontrar a alguien ahora,
mientras estás aquí?
Los ojos de la joven chispearon apenas un
instante. ¿Nostalgia? ¿Deseo? Brianna se limitó a responder:
—Parece absurdo buscar algo en cuya
existencia no hay razón alguna para que crea. Además, ahora soy
akorana.
Kassandra pensó que aquello era todo lo que
había que decir. Mientras Ákora mostraba una imagen nada acogedora
ante el resto del planeta, al aceptar mantener el contacto con el
exterior únicamente bajo las limitadas condiciones por ella
impuestas, los xenos que llegaban al reino-fortaleza recibían una
cálida bienvenida por parte de un pueblo que había comprendido
hacía ya tiempo que su supervivencia y su bienestar dependían del
estímulo de la diversidad. Una vez instalados allí, no había
ninguno que quisiera marcharse. Se convertían, como Brianna había
dicho, en akoranos.
Sin embargo, Kassandra se preguntó cómo se
sentirían ellos y el resto de los akoranos si supieran lo débiles
que posiblemente eran, en verdad, la paz y la seguridad.
Con cuidado de no dar ninguna pista de la
oscura sombra que se cernía sobre ella, Kassandra respondió:
—Ahora que ya te has recuperado, quizá
podamos ver juntas algo de Londres. Hay tantas cosas que deseo
conocer, y sospecho que Elena desaprobará que trate de persuadir a
Joanna para que me acompañe a todas partes.
—Lo aprobara yo o no —replicó Elena—, el
kyril Alexandros no lo haría, con toda
seguridad. —Empleó el nombre y el título akoranos de Alex como si
quisiera subrayar su autoridad—. Aunque lady Joanna está muy sana,
debe conservar su fuerza.
—Sobre todo si voy a participar en alguna de
las actividades sociales —recordó Joanna—. Acuérdate de que no
quedan más que dos días para la velada en la guarida de la
Araña.
—No tienes por qué venir a casa de lady
Melbourne —ofreció Kassandra—. Estaré perfectamente bien.
—¡Anda! Ya lo sé, lo que pasa es que en
realidad esa mujer me produce verdadera fascinación. Quizá lo
comprendas cuando la veas. —Logró esbozar una sonrisa osada—.
Mientras tanto, marchaos por ahí a divertiros Brianna y tú. Yo
estaré bien.
—Sí, sola con un marido entregado para estar
pendiente de ti —bromeó Kassandra.
Ante semejante panorama, Joanna casi no pudo
disimular su satisfacción. Kassandra atravesaba ya la puerta del
dormitorio para salir cuando Joanna la llamó:
—Si vais a Gunter's, traed unos cuantos
caramelitos de frambuesa. ¡Ah! Y las rodajas de naranja también.
¡No os olvidéis de ésas!
O las lágrimas de miel y toffee, los caramelos y las galletas de
mantequilla, los turroncillos y las pastillas de goma, las delicias
turcas y los masticables: toda la variedad de pegajosos caprichos
que llegaron en cucuruchos de papel directos al regazo de Joanna
durante los siguientes días. Aunque le encantaban, no tomaba más
que unos pocos, dado que se encontraba ya en la etapa final de la
espera, de la que sólo se levantaría para acudir a la llamada de la
Araña.
—Magnifique!
—exclamó madame Duprès. Y añadió deliberadamente—: Sobre todo si
tenemos en cuenta las adversas circunstancias en que se ha
terminado.
—Yo no diría que tener a Sarah en las
pruebas constituye una circunstancia adversa —respondió Kassandra,
divertida, mientras se volvía para mirarse en el espejo.
El vestido era igual de bonito que el que
había llevado a Carlton House, aunque era muy distinto a aquél. Un
montón de seda del tono de un bosque en primavera se ajustaba a sus
senos, para descender hasta la cintura, alta, y acababa en un ancho
dobladillo bordado con unas perlas que adornaban, a su vez, las
mangas, cortas y abombadas, así como la línea curva del corpiño. Al
moverse, la tela se agitaba a su alrededor como si lo hiciera
movida por una tenue brisa. Si bien el vestido era sencillo en
comparación con muchos de los que había visto, también resultaba
exquisitamente femenino. Tal vez madame Duprès fuera exigente;
ahora bien, se ganaba el derecho a serlo.
—Sarah es un verdadero ejemplo de paciencia
—valoró Kassandra, pensando que la joven se merecería otro vestido,
a juzgar por lo que la doncella había soportado bajo las
perfeccionistas manos de la costurera.
—Aun así, habría sido mucho mejor si su
alteza hubiera estado presente. De verdad, no puedo asumir la
responsabilidad...
—Con todo, estoy segura de que sí puede
atribuirse el mérito. El vestido es exquisito; tiene todo lo que
podría haber deseado. Se ha superado usted a sí misma.
Aplacada así su furia, madame Duprès se
retiró. Kassandra dejó escapar un suspiro de alivio y aceptó el
vaso de limonada que Joanna le servía.
—Hace calor para ser principios del mes de
mayo, ¿no crees? —comentó Joanna mientras se abanicaba.
Ambas estaban sentadas en la sala principal,
situada a una altura suficiente como para que los árboles
proporcionaran sombra sin impedir que hubiera corriente. Aunque
estaban abiertas las ventanas, Joanna y Kassandra sólo alcanzaban a
oír sonidos apagados que provenían de la calle que se extendía más
allá del césped y los muros. Hasta la poderosa ciudad de Londres
reducía el ritmo cuando subían las temperaturas.
—No para Ákora, aunque imagino que sí para
Inglaterra. ¿Estás bien?
—Me encuentro perfectamente bien, y si le
soplas a tu hermano palabra alguna que implique lo contrario, yo
misma te retorceré el pescuezo.
—¿Tan horrible ha sido Alex?
—No puedo parpadear, lo digo en serio,
par-pa-de-ar, sin que crea que me he puesto de parto.
—Lo hace con buena intención.
—Pues va a volverme loca. Tiene suerte de
que esté perdidamente enamorada de él. Recuérdamelo, por favor, en
los próximos días.
—Lo mencionaré a intervalos regulares
—prometió Kassandra con solemnidad—. ¿Sigues convencida de que
quieres venir con nosotros esta noche?
—Nada, salvo la llegada de esta criatura,
podría impedírmelo.
Dado lo cerca que estaba Joanna de salir de
cuentas, Kassandra no descartó la posibilidad de que los planes de
la tarde tuvieran que alterarse, hasta que, una vez que hubieron
subido al carruaje, partieron hacia la mansión Melbourne.
Royce se había unido a ellos poco antes de
salir para allá. Había llegado bronceado por el sol y con un ligero
olor a mar, porque había navegado desde Hawkforte. Kassandra
reprimió la envidia que le producía su viaje. Estaba decidida a
concentrarse en el acontecimiento de la noche, pero el corazón se
le aceleraba al ver a Royce. Y era casi imposible concentrarse ya
que al estar sentados el uno enfrente del otro, las rodillas de
ambos se estuvieron rozando durante todo el trayecto. Royce se
limitaba a sonreír cada vez que ocurría y ella trataba de apartar
las piernas.
La mansión Melbourne se veía desde el parque
de Saint James. De hecho, Kassandra pensó que era probable que
desde las ventanas del piso superior de la casa pudieran verse, a
su vez, los cisnes que nadaban lánguidamente en el lago del parque.
Había pasado delante de aquella casa varias veces en los últimos
días y se había fijado en la impresionante fachada del edificio. En
aquel momento, sentía curiosidad por ver cómo era por dentro.
La rotonda central estaba rodeada por una
serie de salas, doradas y de altos techos, que ya se encontraban
abarrotadas. Tras ellas, varios tramos de empinada escalera
ascendían a los pisos superiores. Aunque a Kassandra aquella
escalera le pareció bastante extraña, reconoció que constituía uno
de los rasgos peculiares de la casa. Según parecía, a la familia le
resultaba lo bastante soportable como para dejarla donde estaba. O
quizá sencillamente se tratara de que los miembros más jóvenes
apreciaban el hecho de que hubiera una escalada tal que desanimara
a lady Melbourne, que no volvería a ver los sesenta de nuevo y de
la que se decía que prefería la comodidad del acogedor salón del
que disfrutaba en el piso inferior.
En aquel momento, se encontraba atendiendo a
los invitados en una de las salas más grandes y extravagantes. Los
restos de la belleza que la había convertido en la anfitriona más
conocida de la alta sociedad hacía unas décadas y que había atraído
a algunos de los hombres más poderosos de su tiempo aún no habían
abandonado el rostro de una mujer que ya no se encontraba en la
flor de la vida. Con todo, fue la aguda inteligencia que traslucía
su mirada lo que llamó la atención de Kassandra. Había oído tanto
sobre Elizabeth Milbanke, lady Melbourne, como aquel horrible mote,
que se había preparado para conocer a una mujerona imponente. No
obstante, tal y como Joanna le había advertido, la Araña podía
desplegar un demoledor encanto.
—Querida princesa Kassandra —saludó lady
Melbourne con una reluciente sonrisa que probaba que conservaba su
propia dentadura y que la había cuidado muy bien—. ¡Qué maravilla
verla! —A pesar de su edad, se levantó e inició una
reverencia.
—Por favor —la detuvo Kassandra, enseguida—,
preferiría que nos ahorráramos la ceremonia. Después de todo, mi
visita a Inglaterra es de carácter privado.
—¡Y qué inteligente por su parte que así
sea, querida! —alabó lady Melbourne mientras volvía a sentarse.
Luego, a modo de invitación, dio unas palmaditas en el sofá que
había a su vera—. Deseaba tanto conocerla. No se ha movido mucho
desde que llegó.
El comentario iba cargado de no poca
malicia, dado que no cabía duda de que lady Melbourne estaba al
corriente de la visita de Kassandra a Carlton House, así como de
todos los detalles sobre lo que había llevado puesto, las personas
con quienes había hablado, lo que habían comentado, hasta cuándo se
había quedado y lo que la gente había dicho de ella cuando se había
marchado.
Kassandra optó por no reprimir la sonrisa de
diversión que aquello le producía. Para su sorpresa, descubrió que
estaba pasándoselo bien.
Aceptó el asiento que le ofrecía y
explicó:
—Ya, pero estará al tanto de que mi cuñada,
lady Joanna, está encinta. De hecho, ésa es la razón por la que he
venido a Inglaterra. Aun así, estoy tremendamente preocupada por la
idea de que mi presencia pueda provocar que se esfuerce más de lo
que debe.
—Ya, ya comprendo —respondió lady Melbourne
en tono pensativo.
Luego, dirigió la mirada a Joanna, que se
había sentado a una distancia prudencial de ellas y charlaba con
Royce en aquel momento. Alex permanecía cerca de su esposa y estaba
pendiente de ella. Incluso el saludo que le había dedicado a la
anfitriona había resultado más bien frío.
—Lady Joanna es muy... aplicada —comentó la
Araña—. Y pensar que sólo hace un año se la consideraba más bien un
ratoncito de campo.
Kassandra rió como si lady Melbourne hubiera
contado un chiste, aunque, en realidad, era muy consciente de que
ésa no había sido la intención de la anfitriona. Joanna la había
advertido de que ella no era del agrado de lady Melbourne, aunque
ésta no era tan torpe como para mostrarlo.
«No puede soportar que la gente sea feliz
—era lo que Joanna le había contado—. La gente dice que se debe a
que Peniston Milbanke, lord Melbourne, la dejó destrozada. Ella
tenía dieciséis años cuando se casaron y estaba profundamente
enamorada. Pocos meses después, todo el mundo estaba ya al tanto de
que él tenía una nueva amante. Con el corazón roto, lady Melbourne
se convirtió en una cínica, acaso la más cínica de nuestro tiempo.
Ha hecho del poder su grial y nunca ha mirado atrás.»
Sin dejar de tener en cuenta la antipatía
que la anfitriona sentía hacia la felicidad romántica y las razones
que explicaban aquella aversión, Kassandra replicó:
—Un ratón jamás podría haber conquistado el
corazón de mi hermano.
—Pues parece que lo ha conseguido, ¿verdad?
Y muy bien, en realidad. Una nunca lo habría dicho de Darcourt. En
fin, basta ya, no debo acapararla tanto tiempo. Cuénteme cuáles son
sus planes para el resto de su estancia en Inglaterra.
—No tengo ninguno, salvo el de ser de ayuda
a mi familia, claro.
—¡Qué noble por su parte! Dígame: ¿es cierto
lo que he oído sobre que en Ákora los guerreros mandan y las
mujeres sirven? ¿Es así de verdad?
—Eso creo que se dice —respondió
Kassandra.
Lady Melbourne era lista al lanzar aquella
pregunta sin avisar. Kassandra, no obstante, se había criado en la
corte real y estaba más que preparada para gestionar incursiones de
aquel calibre.
—¡Vaya! ¿Es cierto, entonces? Puede decirse
cualquier cosa sin que haya nada de verdad en ello —insistió lady
Melbourne.
—Ákora alberga a una sociedad muy antigua,
mucho más que la de Inglaterra. El significado de las cosas es muy
complejo.
—¿De veras? ¡Qué fascinante! Usted es
inglesa también, ¿no?
—Estrictamente hablando, sí, lo soy.
—¿Sólo estrictamente? ¿No se siente ni un
poco inglesa?
—Bueno, sí, cuando leo a Jane Austen
—reconoció Kassandra.
—¿Austen? ¡Ah! ¡Sí! Esa mujer del campo que
escribe novelas. Mi querida sobrina, Annabella, la adora. Tengo que
presentársela.
Mientras hablaba, lady Melbourne le hizo
señas a una joven que no se encontraba muy lejos de ellas.
Kassandra calculó que tendría su misma edad y pensó que llamaba
bastante la atención por sus redondeces. No es que estuviese gorda
—si bien tampoco podía decirse que estuviera delgada—; no,
Annabella Milbanke era simplemente redonda; redonda de ojos y de
pómulos, redonda de pecho y de todas partes. Tenía el tipo de
silueta que seguramente gustaba a muchos hombres. Si algo se podía
deducir de su expresión, era que tenía asumida perfectamente la
autoridad de su tía. De inmediato, interrumpió la conversación que
mantenía con otro de los invitados y se acercó a donde estaba lady
Melbourne.
—¿Sí, tía Elizabeth?
—Me gustaría que te conociera su alteza, la
princesa Kassandra de Ákora, querida niña. ¿Por qué si no habría yo
de pedirte que te aproximaras? Más te valdría que pasaras menos
tiempo con la cabeza metida en un libro y más fijándote en lo que
hay a tu alrededor.
Una vez que le hubo espetado lo que parecía
una recurrente regañina, lady Melbourne desvió su atención hacia
Kassandra.
—Debo decirle que Annabella es bastante
brillante. Tiene un don especial con las matemáticas, que debe ser
reprimido, por supuesto, dado que se considera poco femenino.
Annabella —se dirigió a su sobrina—, la princesa también es devota
de esa señorita Austen tuya.
—No es mía, tía, pero sí maravillosa, en
cualquier caso. —Miró a Kassandra y preguntó—: ¿De verdad ha leído
algo de ella?
—¡Por supuesto! El único libro suyo que he
podido encontrar. ¿Hay más?
—No, sólo rumores, aunque me temo que no
veremos nada hasta el año que viene por lo menos. De todos modos,
¿cómo la descubrió?
—Mi hermano fue un encanto y me trajo el
libro en cuestión al volver de uno de sus viajes a Inglaterra el
año pasado.
—¡Qué detalle por su parte! Cuénteme, ¿qué
más lee?
—De todo, en realidad. Soy bastante
abierta.
—¿Conoce a lord Byron? Su poema ha causado
conmoción.
—Sí —respondió Kassandra con cautela—: es
muy... evocador.
—Ha logrado que se convierta en el centro de
atención universal. Le confieso que me gusta bastante... su
trabajo, claro —añadió enseguida—; de él se muy poco.
—¿Lo ha conocido?
—Sí, pero no piense que iba buscando que me
lo presentaran.
Aquella explicación le resultó bastante
extraña a Kassandra, dado que ella aún no había manifestado su
opinión al respecto. Sin embargo, poco después, mientras continuaba
charlando con lady Annabella Milbanke, empezó a comprender mejor
por qué la joven había negado sentir cualquier tipo de interés
personal por quien había logrado convertirse en el «centro de
atención universal».
Una oleada de agitación se hizo sentir entre
la multitud. Se percibió una atención repentina que cortaba la
respiración e inmediatamente las personas se arremolinaron cerca de
la entrada de la sala. Al instante, las noticias llegaron a sus
oídos: acababa de aparecer George Gordon, lord Byron.
Aunque Kassandra no podía negar que sentía
curiosidad por aquel hombre, no tuvo el impulso de unirse al gentío
que se había amontonado a su paso y que reclamaba desesperadamente
su atención. Tampoco parecía que Annabella, que permanecía junto a
Kassandra, tuviera ganas de acudir a recibirlo. Con todo, le bastó
una mirada fugaz para notar que la chica había perdido el color de
las mejillas y miraba entre alarmada y ansiosa, como si estuviera
librando una batalla interior.
La causa de aquella excitación, como pudo
comprobar Kassandra acto seguido, era un hombre de unos veintipocos
años, algo más alto que ella, bastante delgado y extrañamente
ataviado. Mientras que el resto de caballeros allí presentes iban
vestidos con pantalones oscuros, chaquetas de frac y sencillas
camisas, Byron lucía pantalones bombachos de lino blanco, tan
anchos que podían confundirse con una falda, una camisa de diseño
similar, un chaleco bordado y, para completar el modelo, una enorme
cadena de oro que le colgaba del cuello. La impresión que causaba
oscilaba entre viril y femenina, como si aunara las dos facetas en
su persona. Y ésa era la sensación que provocaban sus rasgos:
aquellos enormes ojos grises enmarcados en gruesas pestañas oscuras
eran la envidia de cualquier mujer, al mismo tiempo que su
barbilla, más grande de lo normal y muy sólida, resultaba
absolutamente masculina.
Mientras se acercaba para saludar a lady
Melbourne, Kassandra se fijó en que arrastraba la pierna derecha, y
aquello le hizo preguntarse si no habría sufrido alguna herida
recientemente. Y hubo de mirar más para darse cuenta de que la
causa era el zapato, de gruesa y enorme suela, que llevaba
probablemente para compensar algún defecto de su pie derecho.
¡Qué extraño se hacía que un hombre tan
atraído por la elegancia pudiera resultar tan poco agraciado en
algo tan básico! Enseguida concluyó que aquel «centro de atención
universal» era un conjunto de contradicciones hecho carne.
—Lady Melbourne —saludó mientras se
inclinaba con un gesto sobre la mano de la anfitriona al mismo
tiempo que clavaba la mirada en Kassandra—. ¡Qué amable ha sido al
invitarme!
—Tonterías, querido niño —respondió la Araña
con una calidez indulgente que no había desplegado con su sobrina—.
Siempre estamos encantados de verlo. Espero que esté cuidándose
más, como ya hemos hablado. ¿Ha comido hoy? Esas dietas que hace
luego pasan factura.
—Uno lo intenta, pero es tan difícil... Hay
tantas peticiones. Con todo, eso carece de importancia.
Sonrió cortésmente a Annabella sin que sus
ojos, sin embargo, se encontraran con los de ella, pues ya estaban
dirigiéndose hacia Kassandra. En un aparte, le hizo un gesto
lánguido a la anfitriona y le pidió:
—Si fuera tan amable...
—Sí, claro. Alteza, ¿puedo presentarle a
George Gordon, lord Byron, de quien probablemente ha oído usted
hablar largamente?
La mano que estrechó la de Kassandra era
fría y suave. Él no llegó a tocarle la piel con los labios, aunque
los aproximó tanto que notó en la mano su aliento, que, en cambio,
estaba caliente, casi incandescente. El poeta parecía arder con una
llama interior tan potente que Kassandra se preguntó si no lo
consumiría.
—Lord Byron, me complace conocerlo.
Por un momento, él se quedó callado y se
limitó a mirarla fijamente. Y cuando habló por fin, tartamudeó un
poco antes de recomponerse enseguida, tras apenas una sílaba
inestable. Bastó, con todo, para que Kassandra se diera cuenta de
que en el interior de aquel artiste
aparentemente mundano que tenía la sociedad a sus pies se escondía,
en realidad, un joven bastante tímido.
—Pr..., princesa, se excede en su
amabilidad. De hecho, me maravilla que alguien se fije en mi
anodina presencia ahora que ha llegado usted. Le confieso que todo
lo que tiene que ver con Ákora me fascina. Si fuera posible que
charláramos...
—No hay duda de que habrá muchas
oportunidades para ello —respondió Kassandra para no comprometerse,
dado que no tenía intención alguna de concederle el encuentro
privado que le pareció que él buscaba.
—¿Tiene la intención, entonces, de dejarse
ver en sociedad?
—Según lo permitan las circunstancias. —Con
el rabillo del ojo vio a Royce acercarse, y emitió un leve suspiro
de alivio—. Imagino que comprende que me encuentro en Inglaterra
por razones familiares.
—Sí, claro —murmuró Byron, apenas—, la
familia.
Desvió la vista para posarla sobre Royce, de
quien no parecía que pudiera apartarla. El contraste entre ambos
hombres no podía ser mayor. Mientras Byron cultivaba una imagen
lánguida y casi frágil, Royce irradiaba fuerza y determinación. Y
tampoco había lugar a dudas sobre el sexo del segundo, que no podía
tomarse por nada más que por un hombre de la cabeza a los
pies.
—Lord Hawkforte —saludó el poeta—. Se le ve
con poca frecuencia en estas reuniones sociales.
—Hay asuntos de naturaleza más seria que me
reclaman en otra parte —respondió Royce de manera cortante, casi
rozando la descortesía.
Byron, sin embargo, no se sintió disuadido y
respondió:
—Me maravilla que encuentre algo en lo que
ocuparse. Vivimos unos tiempos tan vanos...
—¿Vanos? —repitió Royce, sorprendido.
Por instinto, Kassandra le posó la mano en
el brazo en un gesto que pretendía calmarlo. Cualquier akorana
habría hecho lo mismo. Y, según se dio cuenta de inmediato,
cualquier akorano habría reaccionado como lo hizo Royce, quien,
acto seguido, recubrió la mano de Kassandra con la suya propia, en
un gesto que denotaba protección al mismo tiempo que
propiedad.
El significado de aquel movimiento no pasó
desapercibido a los ojos de Byron, que frunció el ceño.
—Sí —respondió a la defensiva—, bastante
vanos, áridos de sentido o de intención. Por supuesto, hay quienes
entre nosotros se engañan pensando de otro modo.
—¿No como usted, que comprende bien la
verdadera naturaleza de la realidad? —quiso saber Royce, que, de
algún modo, había logrado relajarse y sonreía ya, si bien con
sorna—. A mí me parece más bien, lord Byron, que la realidad no nos
sitúa en el centro de todas las cosas, al margen de que la vanidad
desee que así sea. La realidad abarca mucho más y, para
comprenderla, debemos ampliar nuestras miras.
—Esa es una forma de verlo —intervino lady
Annabella, que, hasta entonces, se había mantenido en silencio,
ignorada a su vez por Byron. No obstante, ahora salía en su
defensa—. Usted, lord Hawkforte no es un artista. No lo digo con la
intención de menospreciarlo en modo alguno, soy consciente de que
posee muchas habilidades. Aun así, la visión del mundo que muestra
lord Byron debe, por fuerza, diferir completamente de la
suya.
El comentario le valió una mirada
sorprendida por parte del poeta, que pareció darse cuenta de su
presencia por primera vez. Fue, sin embargo, la reacción de lady
Melbourne la que llamó la atención de Kassandra. La Araña escudriñó
al poeta y a su sobrina, mirando a uno y a la otra
alternativamente, con la avidez con la que el animal que le daba
nombre habría logrado atrapar un insecto tierno y jugoso.
Fuera cual fuera la estratagema que tramaba
la anfitriona quedó interrumpida por la repentina aparición de una
joven. Llegó como si la hubiera arrastrado hasta allí un vendaval,
aparentemente lanzada hacia ellos con alas más que con pies. De
hecho, resultaba tan pequeña y ligera que Kassandra no se habría
extrañado si hubiera descubierto un par de alas que le
sobresalieran de aquella estrecha espalda. Tenía el rostro en forma
de corazón, unos ojos enormes y el cabello, sorprendentemente
corto, le caía suelto en un revoltijo de rizos. Iba vestida, si es
que podía decirse que lo estuviera, con un vestido casi diáfano, a
través del que prácticamente se le transparentaba todo. Parecía,
además, bastante ofendida.
—¡No sabía que estuvieras aquí! —exclamó a
Byron—. ¿Por qué no me lo ha dicho nadie?
—¡Por Dios! —farfulló el poeta antes de
volverse hacia lady Melbourne como en busca de ayuda.
Kassandra comprendió al instante que aquel
duendecillo tan extrañamente ataviado era lady Caroline Melbourne,
la nuera de la anfitriona y la otra mitad, con Byron, de una
aventura amorosa que, apenas hacía unas semanas, se había
convertido en un auténtico escándalo. Joanna se lo había contado
todo con pelos y señales, algo que le había sorprendido mucho a
Kassandra, ya que el escándalo no provenía del hecho de que se
hubiera cometido una infidelidad, sino del espectáculo público que
Caroline insistía en protagonizar y que, según parecía, tenía
intenciones de prolongar en aquel momento.
—No me hass dicho
nada de que fuerass a venir —continuó,
hablando con un ligero deje de afectación propio de algunas
personas de la alta sociedad—. Imagínate que me hubiera marchado.
De hecho, iba a hacerlo. ¡De verdad, ess
muy feo por tu parte!
—Baja la voz, Caro —le pidió lady Melbourne
con brusquedad—. Si George no te ha hecho saber que venía hoy es
porque no sentía una especial necesidad de verte en este preciso
momento. De verdad, revolotear como una mariposa alrededor de un
hombre no es forma de atraer su atención.
Al escuchar aquello, Kassandra apenas pudo
evitar quedarse boquiabierta. ¿Había comprendido bien? ¿Estaba lady
Melbourne aconsejando a su nuera, la esposa de su hijo, sobre cómo
mantener una aventura con Byron, en lugar de llamarle la atención
por haber llegado a aquella situación? ¿No tenía lady Melbourne
consideración alguna hacia el honor de su hijo? ¿O es que el propio
comportamiento licencioso que ella misma había tenido en el pasado
—había parido seis hijos de padres distintos— hacía que contemplara
con naturalidad aquella forma de actuar?
—¡Ay! ¡Calla! —le espetó lady Carolina a su
suegra—. Ess patético cómo animass a George a confiar en ti para luego meter
una cuña entre nosotros. Annabella —recurrió a su prima—, tú lo
entiendess, ¿no? Hemoss ssido buenass amigass dessde que llegasste a Londress;
sabess muy bien lo que ssiento.
—Lo que sé es que estás alterada —respondió
Annabella.
Si sentía algún tipo de simpatía por aquella
mujer —«la ignorante rival por los afectos del poeta», sospechó
Kassandra— la mantenía bien escondida.
—Tú también no; ahora te hass vuelto contra mí —chilló lady Caroline. Cruzó
los brazos sobre el pecho y entornó los ojos como si fuera a
desmayarse—. ¡No puedo ssoportarlo!
Lady Melbourne se puso de pie. Miró a su
nuera y levantó una mano para llamar a dos lacayos.
—¡Pues no lo soportes, pero hazlo en otro
lugar!
Para alegría de la muchedumbre que observaba
con avidez la escena, lady Caroline fue escoltada fuera de la sala
entre tremendos sollozos y quejas sobre la cruel situación en que
se encontraba.
Apenas hubo desaparecido de allí, la
conversación se retomó como si nada hubiera ocurrido. Byron se
quedó charlando con Annabella y lady Melbourne mientras, a su
alrededor, los invitados se congratulaban, satisfechos, por el
entretenimiento con que se les había deleitado.
Sólo Kassandra se quedó profundamente
afectada.
—¿Ya has visto lo suficiente? —le preguntó
Royce en voz baja.
—De sobra —respondió ella en el mismo
tono.
Un poco después, ambos estaban ya de vuelta
en el carruaje, con Joanna y Alex. Para su alivio, la mansión
Melbourne se desvaneció en la noche.
* * *