Capítulo 19
LAS escarpadas costas de
Deimos se alzaron en el horizonte del mar poco después del
mediodía. Al avistarlas, Kassandra se llenó de ansiedad y, trató de
combatirla con la intención de calmarse, pues era lo más que podía
hacer. Mientras algunos hombres charlaban por lo bajo entre ellos,
otros dormían la siesta. Ninguno parecía estar inquieto por la
batalla que cabía que en breve hubieran de librar. Kassandra supuso
que eso debía de ser propio de los guerreros. Se los había
entrenado para ello desde la infancia y estaban preparados. Al
notar que sus emociones estaban a punto de hacer que se
desmoronara, no pudo sino envidiarlos.
Dado que la isla constituía una visión
demasiado preocupante como para dedicarse a mirarla durante mucho
rato, Kassandra desvió la vista hacia Royce, que se encontraba
cerca de la proa y contemplaba, por encima del agua, la orilla a la
que se acercaba el navío. Se mostraba tan tranquilo como los demás.
Tenía las facciones duras y entrecerraba los ojos para protegerse
del brillo de la luz del sol que se reflejaba en el agua. Mientras
lo observaba, se fijó en que Royce movía ligeramente la mano, casi
como si acariciara la empuñadura de la espada que portaba.
Lo habían mantenido encerrado durante nueve
meses en una celda excavada en la roca bajo tierra. Había pasado
todo ese tiempo con poca agua, poca comida, escasa luz y menos
esperanza. Esos nueve meses casi le habían arrebatado la vida y, de
haber sido un hombre menos sólido, era probable que le hubieran
robado la cordura.
Se había pasado los meses siguientes
tratando de luchar por recuperarse tanto física como mentalmente.
Hacía muy poco que había logrado volver a dormir bajo techo de modo
habitual.
En aquel momento retornaba al lugar que
tanto sufrimiento le había causado y, muy posiblemente, para
enfrentarse al hombre que se lo había infligido.
Royce se había separado de ella, aunque no
sólo los distanciaba el trecho de la cubierta, sino mucho más, algo
quizá insuperable. Con todo, y aunque aquel pensamiento resultara
doloroso, no la detendría. Kassandra se acercó a él en silencio y
se quedó de pie a su lado, mientras el navío se mecía bajo sus pies
y la orilla iba aproximándose.
«No debería haber permitido que viniera»,
pensó Royce. Debería haberla enviado de vuelta al palacio para que
se quedara con su madre y con Joanna. Allí habría estado a salvo
mientras no se hubiera zanjado el asunto de Deilos. Por lo menos
eso le habría dado más libertad para concentrarse en lo que tenía
que hacer.
Con ella allí, en cambio, debía obligarse a
pensar en cualquier cosa que no fueran el suave aroma que
desprendía su piel y que la brisa del mar arrastraba hacia donde él
estaba, el leve murmullo de su vestido al moverse, y el
irresistible impulso de atraerla hacia sí. Le gustaba tanto tenerla
entre sus brazos; era como si aquél fuera el lugar que le
correspondía y, en honor a la verdad, él nunca se había sentido tan
bien en ningún sitio como cuando ella lo apretaba contra su
corazón. Todo aquello, sin embargo, era parte del pasado, que se
había consumido en la conciencia de lo que ella había hecho... y de
lo que había estado dispuesta a hacer.
Kassandra habría muerto.
Royce sintió frío. Tenía que recordar que...
Aunque la muerte de sus padres había sido terrible, él había
encontrado la bendita resistencia que se encarna en la infancia, y
había rehecho su vida. Esto era diferente. Kassandra lo habría
lanzado a un vacío provocado por la angustia y la pérdida del que
dudaba mucho que hubiera podido recuperarse. Si ella había creído
en el destino que la aguardaba, bien podría al menos haberse
mantenido alejada de él.
Kassandra le acarició la mano a Royce, que
se tensó e hizo ademán de retirarse. El esfuerzo debió de ser muy
débil, tanto como su voluntad, pues ella entrelazó los dedos con
los suyos y los apretó con fuerza.
Pasó un rato... Se acercaban a la orilla con
rapidez. Los hombres empezaron a moverse.
Si bien Kassandra volvió el rostro no logró
impedir que Royce descubriera el brillo plateado de sus
lágrimas.
—No te mueras —musitó—; por favor, no te
mueras.
El viento comenzó a soplar con más
fuerza.
Deimos parecía estar desierta. Ni siquiera
un conejo se cruzó en su camino mientras ascendían desde el
fondeadero de la isla hacia la entrada más grande de las cuevas. En
el trayecto, pasaron junto a una marca estrecha, que no era sino
apenas una franja de suciedad. La hierba ya estaba volviendo a
crecer, de modo que la marca habría pasado desapercibida si no
hubiera sido por los árboles y rocas que tan familiares aparecían a
los ojos de Royce, pues habían sido casi lo último que había visto
antes de ser arrojado al infierno.
Al final de aquel camino descendente se
encontraba la celda en la que había estado a punto de perecer. Aún
podía oler la roca fría y húmeda, así como la fetidez del musgo.
Todavía recordaba el frío implacable que se le había metido hasta
los huesos incluso en los días en que el sol reluciente que se
divisaba a través de la diminuta ranura de la ventana lo había
engañado con especial crueldad. A esa ventana de barrotes se había
aferrado cuando se había sentido con fuerzas para saltar, con el
fin de mirar por encima del agua la torre blanca situada en una
isla cercana. De aquella celda lo habían sacado para llevarlo,
según creía él, a la muerte.
Sin embargo, el hombre que había recorrido
aquel estrecho sendero no era el que ahora lo miraba al pasar y,
como mucho, encogía el rostro. «En verdad la vida contiene la
promesa de volver a nacer», pensó, si bien a un precio. El dolor
que le causaba el pasado ya no podía herirlo; ahora bien, el dolor
que intuía en el futuro se le agarró al estómago con saña.
Kassandra habría sido capaz de dar la
vida.
Royce se sentía incapaz de olvidarlo, hasta
tal punto que no podía apartárselo de la mente ni por un instante.
Con el paso de las horas, la perplejidad, el horror, el dolor y la
rabia no habían hecho sino crecer y solidificarse, y tenía tiempo
para darle vueltas a lo que Kassandra había hecho.
«Ákora siempre ha sido un lugar lleno de
vida.» Eso, al menos, es lo que ella había dicho, aunque por esa
misma Ákora habría sido capaz de morir. Sin decirle nada a nadie,
sin pedir ayuda, sin darle siquiera la oportunidad a él de
salvarla.
Kassandra lo había alejado de ella para
poder abrazar la muerte.
—Maldita seas —musitó.
—¿Qué has dicho? —preguntó Kassandra.
Caminaba a su lado..., bueno, más bien casi
tenía que correr para seguirle el paso, pues Royce devoraba el
suelo por el que avanzaba. El velo que le cubría la cabeza a
Kassandra se le había resbalado y ahora le colgaba a la altura de
los hombros. Se encontraba ligeramente falta de aliento y mantenía
los ojos abiertos como platos.
—Nada —respondió Royce, que continuó
marchando con la firme intención de no mirarla ni pensar en ella...
Redujo la velocidad. Llevaba una mano sobre la espada, y la otra,
bien cerrada—. No he dicho nada.
—¡Ah! Pensé... Da igual.
—Cuando lleguemos a nuestro destino, harás
exactamente lo que se te diga. ¿Has entendido?
—Sí, claro, pero ¿Adónde vamos?
—Allí —contestó al mismo tiempo que señalaba
la cima de una colina situada por delante de ellos.
—Ya sé dónde estamos —comentó Kassandra al
cabo de un poco, una vez que hubieron subido por la colina hasta
donde se podía observar una gran parte de Deimos a sus pies. Tenía
que hablar alto para hacerse oír por encima del estruendo de la
cascada vecina—. Joanna me ha hablado de este sitio.
—Ella y Alex escaparon de las cuevas por ahí
—explicó mientras señalaba.
La corriente de agua brotaba de la pared de
roca que se elevaba a una buena altura por encima del suelo y caía
más y más, brillante a la luz del sol, hasta que alcanzaba un
estanque lleno de la espuma que producía la fuerza del torrente que
golpeaba en la superficie. Aunque la vista era hermosa, la sola
idea de deslizarse por aquella corriente de agua se antojaba
aterradora.
—Parece increíble que sobrevivieran —se
sorprendió Kassandra.
Si bien Royce estaba de acuerdo con ella,
optó por no contestar. No quería hablar para poder cerrarse a ella
por completo. El empeño, sin embargo, le resultó inabarcable.
—Era su única salida después de que los
hombres de Deilos los hubieran encerrado en una de las cuevas
—aclaró.
Kassandra se estremeció. Cuando Royce lo
notó, se dio cuenta de que ella comprendía bien lo que su hermano y
su cuñada debían de haber experimentado al saberse sin esperanzas
de salida, salvo la que implicaba seguir el río subterráneo, con
todos sus peligros.
—Crees que Deilos se encuentra ahí abajo, en
algún lugar —afirmó Kassandra.
Royce asintió.
—Ha tenido el tiempo suficiente como para
llegar aquí y esconderse.
—Sí, pero hay miles de cuevas.
—Es probable. También hay veintitrés
entradas... o salidas.
La mirada de Kassandra se desvió enseguida
hacia él.
—¿Veintitrés? ¿Lo sabes con tanta
exactitud?
—Alex y Atreus lo sabían. Incluyeron todas
ellas en el mapa.
Luego, les hizo un gesto a los hombres que
los habían seguido desde el barco y que habían cargado con una
especie de camillas de madera en las que habían transportado pilas
de barriles extraídos de la bodega.
—Nos dividiremos en grupos de cuatro.
—Organizó a los hombres enseguida y les indicó sobre el mapa adonde
debían dirigirse. Cuando hubo terminado, señaló el cielo y dijo—:
Cuando la distancia entre el sol y el mar corresponda a la del
ancho de dos puños de un hombre, actuaremos. Estad
preparados.
—¿Actuar...? ¿Cómo? —quiso saber Kassandra
en cuanto se hubieron quedado solos, bueno, en compañía de tres
hombres que permanecían con ellos—. ¿Qué vais a hacer?
—Vamos a atrapar al ratón —respondió Royce
con una sonrisa.
Estaba castigándola, claro. Era bien
consciente de ello. Royce estaba dolido y enfadado por lo que ella
había hecho. Como guerrero que era la rabia se sobreponía a la
herida..., al menos por el momento.
Aun así, había accedido a que lo acompañara,
y ella no podía sino sentirse agradecida por ello.
En aquel momento jugueteaba con lo que
parecían barriles de pólvora. O no... Ella debía confiar en que él
sabía muy bien lo que estaba haciendo. El recuerdo del estadio, del
estruendo y de los gritos que lo siguieron hizo que se le encogiera
el estómago.
—¿Son para...?
Royce le daba la espalda. Aquella espalda,
ancha y potente, que había recorrido con sus uñas unas cuantas
veces ya. Aunque no se volvió, sí contestó:
—Opciones —respondió antes de continuar con
lo que hacía.
El ambiente se enfriaba a medida que el sol
iba poniéndose por el oeste. Kassandra escrutó el horizonte y trató
de imaginar cuánto faltaría para que dos puños de hombre cubrieran
la distancia entre el agua y el sol. «No mucho —pensó—, no
mucho.»
Los barriles de pólvora estaban unidos por
mechas y colocados justo en el borde de la colina, por encima de la
cascada. Si explotaban, era probable que se taponara la abertura
por la que salía el agua.
Royce continuaba de pie, con las manos sobre
las caderas, y miraba a lo lejos, por encima de la colina. El
viento le alborotaba el cabello y la falda de guerrero que llevaba
por sola vestimenta. A los ojos de Kassandra, tenía un aspecto
salvaje y asilvestrado. Era una imagen que amaba
profundamente.
En aquel presente en que nunca se había
imaginado estar, podía admitir con sinceridad sus verdaderos
sentimientos. Joanna lo había sabido, aunque claro, ella era una
mujer que había aceptado la irresistible naturaleza del amor y
podía reconocerlo cuando se manifestaba en otras personas.
«Te quiero», pensó Kassandra, sin darle voz
a aquellas palabras. Bastaba con que resonaran en su interior y con
que ella se maravillara al notarlas vibrar. ¡Cuan potentes eran,
cuan convincentes, cuan parecidas al hombre al que se las habría
dedicado si las circunstancias hubieran sido otras!
«Te quiero.» El viento hizo que le lloraran
los ojos, nada más. Si bien Kassandra parpadeó con fuerza, se negó
a volverse para ocultarse. La visión de Royce era demasiado
hermosa.
Las sombras que proyectaban sus cuerpos se
prolongaron en el suelo. Royce levantó el brazo de modo que se le
tensaron los músculos, y miró por debajo de su puño. Casi, no del
todo... Quedaban unos pocos minutos...
—No entrarás en las cuevas —habló Kassandra,
que por fin se permitía creer.
—No, si puedo evitarlo —respondió antes de
tensarse ligeramente para escuchar con más atención.
El primer estruendo provino del oeste, de un
lugar que quedaba más lejos de lo que les alcanzaba la vista, a
pesar de lo cual, lo oyeron perfectamente. El segundo y el tercero
lo siguieron de cerca. Luego, se produjo una única y tremenda
explosión que pareció prolongarse eternamente. Fue tan intensa que
Kassandra notó que el suelo temblaba bajo sus pies. De modo
instintivo, se lanzó hacia Royce, que la recogió en sus brazos y la
protegió con su cuerpo.
Aunque Kassandra sintió un segundo de
alegría al darse cuenta de que él no había dudado en protegerla,
enseguida se desvaneció aquella sensación, pues la alejó de sí en
cuanto se hubieron detenido los últimos temblores.
Royce lanzó una mirada a los barriles de
pólvora. Kassandra percibió la batalla interna que libraba en aquel
momento y se preguntó, apenas sin aliento, qué sería lo que
decidiría. Si se encendía una mecha más y se producía una última
explosión, Deilos quedaría atrapado, enterrado vivo dentro de la
propia Ákora. No cabía duda de que habría quien encontraría aquello
adecuado.
¿Sería Royce una de esas personas?
Se inclinó cerca de la mecha, y en aquella
posición miró el borde de la colina como si midiera la distancia y
el efecto de la explosión.
—Funcionaría —confirmó Kassandra, que sabía
que así sería—; lo dejarías sin salida.
—Y también me quedaría sin saber si está
muerto.
—El mapa...
Royce se irguió de nuevo y se limpió las
manos.
—El mapa podría estar incompleto.
—Sabes que no es muy probable que así
sea.
Entonces, Royce la miró, y lo hizo de
verdad, como llevaba un buen rato evitando hacerlo. Kassandra notó
aquella mirada hasta en la médula, y aunque quiso escapar de ella
por lo mucho que le había herido, no pudo.
—La verdad es que sé muy poco —saltó—; desde
luego, menos de lo que pensaba.
—Royce...
Royce gesticuló de manera cortante.
—Basta —concluyó antes de acercarse a ver el
torrente de agua que brotaba de las entrañas de la tierra.
El sol se había puesto y, como consecuencia,
el aire se había vuelto más fresco y las estrellas se mostraban en
todo su esplendor, ligeramente atenuado por el brillo de la luna
creciente. Sentada como estaba, Kassandra se echó un poco más hacia
atrás, lejos de la pared de la colina y lejos de la llovizna que
generaba el chorro de agua, y recogió las piernas hasta colocarse
las rodillas contra el pecho. Aunque era vagamente consciente de
que tenía frío, no conseguía que aquello le importara.
Muchos de los hombres fueron regresando
después de dejar a algunos compañeros para vigilar las entradas ya
selladas. El resto fue situándose cerca de la cascada.
Royce empezó a caminar recorriendo una y
otra vez la misma distancia de terreno plateado por la luna
creciente. Kassandra lo observó bañado por la luz, dorado por el
reflejo de las gotas de agua. Era precioso a sus ojos.
El tiempo corría, el futuro se tornaba en
presente para devenir pasado. Kassandra inspiró los aromas de la
noche y volvió a maravillarse ante la idea de estar viva. Vería
amanecer en un mundo que no había esperado conocer, en ese mundo en
el que tendría que procurarse una vida.
Aquél, sin embargo, era un pensamiento para
más tarde. En ese momento, sólo estaban la luna, el hombre y el
instante.
Kassandra se puso de pie; se sorprendió al
notarse las piernas agarrotadas y doloridas, y caminó hacia donde
estaba Royce. Él la vio aproximarse y se detuvo para observarla con
ojos cautos.
—Deilos puede esperar —le advirtió—, incluso
con las cuevas selladas; si tiene alimentos, puede permanecer ahí
durante meses.
—Podría, pero no lo hará. La paciencia no se
lleva bien con la vanidad.
—¿Lo crees vanidoso?
—Lo que creo es que está desquiciado, ¿no te
parece?
—Sí, sí, corrompido por las ansias de poder
y convencido de que es invencible. Aun así, debe de imaginarse que
estamos aquí esperándolo.
—No vendrá solo.
Kassandra se vio invadida por una tremenda
sensación de aprensión; no era una visión, sino, sencillamente, el
miedo de una mujer que teme por la seguridad del hombre al que
ama.
—Sella la cueva —lo conminó. Y cuando Royce
la miró sin que pudiera dar crédito, añadió de inmediato—: En
serio, ¿qué posibilidades hay de que pueda escapar? Morirá...,
acabará muriendo y sin necesidad de que nadie arriesgue su
vida.
Kassandra se dio cuenta de que Royce se veía
tentado; tentado de cerrar la última salida de aquel laberinto de
cuevas, y de dejar a aquellos hombres —los que lo habían mantenido
cautivo— allí dentro, para que sufrieran una muerte larga y
terrible. Se había preparado para eso, se había dispuesto a
hacerlo, pero no lo hizo. La mecha permaneció apagada.
—Si lo hago —respondió, aunque en realidad
hablaba consigo mismo—, el asunto no quedará zanjado. La gente
querrá creer que Deilos está muerto y que Ákora está a salvo, pero
siempre quedará la duda. Y ya reina demasiada incertidumbre como
para contribuir con más inseguridad.
No hubo de añadir nada más. Kassandra
comprendía muy bien lo que había querido decir. Tal vez Atreus
muriera y Ákora hubiera de afrontar el reto de encontrar un nuevo
líder. Por lo menos, el pueblo sabría que el hombre que tanto dolor
había causado había sido puesto en manos de la justicia.
—Vamos a esperar —anunció Royce.
Hizo un gesto a dos de los hombres que
montaban guardia más abajo y los llamó para que se acercaran a él.
Cuando llegaron a la cima de la colina, les dio unas órdenes con
rapidez y concisión:
—Quedaos aquí con la Atreidas y protegedla
bien.
Los hombres lanzaron una mirada a Kassandra,
que, aunque quería protestar, sabía que sería inútil. Si estallaba
la batalla, la cumbre era el lugar más seguro en el que quedarse.
Royce, por supuesto, no estaría con ella, sino que se encontraría
abajo, en plena batalla. Y ella no podría hacer nada, salvo
observar.
Dirigió la vista hacia los barriles de
pólvora. Por allí cerca había piedras y yesca. Sería tan
fácil...
La luna resplandecía a mayor altura y, al
hacerlo, parecía haber encogido. La luz que desprendía, sin
embargo, continuaba siendo lo bastante intensa como para bañarlo
todo con una capa de plata.
Ya no podía ver a Royce, que se había
escondido en alguna parte del bosque que se extendía más allá de la
cascada. Se había marchado con todos los hombres menos con los dos
que la escoltaban a ella. Por un momento se sintió apenada por
ellos, consciente de que les irritaría no poder participar en la
acción.
Esperaron. Kassandra se preguntó qué estaría
ocurriendo en las cuevas. ¿Cuántos hombres habría allí con Deilos?
¿Se habrían dado cuenta ya de que la única forma posible de salir
era a través del riachuelo subterráneo y la cascada por la que el
agua emergía a la superficie? ¿Se atreverían a seguir aquella
peligrosa ruta aun a sabiendas de que podían ahogarse en el
camino?
Deilos sí, de eso estaba segura. Se
encomendaría a sus dioses del mar y de la tormenta.
Y como el río no podría dañar el fuego
griego, lo llevaría con él.
Kassandra se acercó algo más a los barriles
y notó que, al hacerlo, la observaban los escoltas, aunque sabía
bien que no harían nada si no intentaba abandonar la cima de la
colina para dirigirse a alguna posición más vulnerable. Con que se
inclinara ligeramente sobre la mecha y bloqueara la visión de los
dos hombres, podría frotar piedra y yesca, y...
¿Y traicionar a Royce? Dejar de ser lo que
él necesitaba y merecía que ella fuera. Dado que él se había ganado
su confianza, tenía todo el derecho a exigírsela. Aunque ella fuera
valiente y gozara de buenos instintos, era él quien caminaba junto
al dios de la guerra: él era el guerrero, y no ella.
Kassandra se echó hacia atrás sin retirar la
vista de los barriles, aunque ya no sentía la tentación de
tocarlos. Optó por devolver su fe al lugar al que pertenecía, al
hombre que se la había ganado, y con ella, envió una sentida
oración por que Royce lo lograra.
Cuando apenas acababa de terminar su
plegaria, se oyó un chillido que desgarró la noche. El ensordecedor
ruido del agua no había podido cubrirlo. Kassandra corrió hacia el
borde de la colina justo en el momento en que una oscura silueta
salía a toda velocidad de la cueva a merced de la corriente de
agua. Acto seguido, apareció otra, y luego otra.
No eran chillidos lo que había oído, sino
que tardíamente reconoció los heladores rugidos que proferían los
guerreros al abalanzarse sobre el enemigo. Se trataba de unos
hombres desesperados que, impulsados por el torrente, caían al
estanque que los esperaba abajo y se ponían en pie apresuradamente
para lanzar hacia los árboles los botes que llevaban...
Aquello debía explotar y producir llamas. La
noche se desdibujaría y se pondría en peligro el paraje que los
rodeaba, que acabaría convirtiéndose en un infierno, aquel en el
que estaban atrapados Royce y sus hombres.
—¡No!
El grito de Kassandra fue fruto de su propia
angustia. Amenazaba con destruirla un terror mayor que cualquiera
que hubiera sentido antes. Convencida de que algo tenía que hacer,
aunque sin saber muy bien qué, se volvió con desesperación; sin
embargo, antes de que pudiera dar un solo paso, ya estaban allí los
dos hombres encargados de protegerla.
—Atreidas —la llamó uno con amabilidad, muy
preocupado por el horror que la atenazaba—, mirad.
Kassandra siguió con la mirada la dirección
que indicaba el dedo, y aunque al principio no vio nada más que
misiles humanos saltando de las cuevas, sobreviviendo a la caída y
lanzando a discreción sus letales proyectiles, enseguida se dio
cuenta de que eso era más bien lo que trataban de hacer, pues el
fuego chocaba contra una pared de metal, la que en forma de escudo
sostenían Royce y sus hombres, y tras la que se mantenían en
perfecta formación, sin inmutarse, mientras se producía un tremendo
estallido detrás de otro. Aquella extraordinaria disciplina no era
sino una consecuencia del entrenamiento y del valor. Si bien los
botes siguieron explotando una y otra vez, el escudo permaneció
inmóvil. El fuego ardía contra el metal. Kassandra imaginó que los
hombres estarían protegiéndose las manos y los brazos, seguramente
con los recios guantes de cuero que empleaban para la doma de los
caballos y otra serie de duras actividades. El fuego también
alcanzaba las zanjas que, a modo de barricadas, habían sido
excavadas en la tierra bajo las oscuras sombras que proporcionaban
los árboles y que formaban una barrera entre la cascada y el
bosque. En última instancia, sin embargo, la tierra ardía tan mal
como el metal. Y si bien el fuego griego abrasaba, desde luego,
ambos materiales, las terribles llamas que pretendían llevar a
aquellos hombres a una muerte agónica empezaron, sin remedio, a
desaparecer.
En cuanto a los seguidores de Deilos...
Muchos trataban de salir del estanque, pero lograban avanzar muy
poco, pues, por inexplicable que pareciera, empezaron a caer,
primero uno, después otro y otro. Tuvieron que perecer seis de
ellos para que Kassandra se diera cuenta de que había arqueros
colocados entre los árboles de alrededor. Las flechas volaban en
número incontable y se hacían invisibles bajo la protección que
proporcionaban las sombras. Uno a uno, los hombres de Deilos fueron
encontrándose con la rápida y despiadada mano de la justicia.
Kassandra se llenó de esperanza y de un
orgullo infinito por el hombre al que amaba. Siempre había creído
que Royce poseía el corazón de un guerrero. Ahora, en cambio, sabía
que tenía la mente y el espíritu de un verdadero líder, uno bien
capaz de llevar a sus hombres a la victoria.
Lo único que ocurría era que no sería una
verdadera victoria hasta que no se hubieran enfrentado a Deilos.
¿Era él uno de los hombres que había allí abajo? ¿Se encontraría
entre quienes estaban heridos o muertos en el estanque o a sus
cercanas orillas? Kassandra trató de ver mejor, sin éxito. La
colina era demasiado alta, el humo del fuego aún oscurecía el
paisaje y las nubes atravesaban la imagen de la luna. Aunque, justo
antes de que lo hicieran, Kassandra vio que Royce avanzaba, enorme
e implacable, a grandes zancadas a través de la humareda y con la
espada desenvainada. Gritó a sus hombres que se cerraran más, para
acabar con cualquier oportunidad de que escaparan sus enemigos, y
empezó a buscar entre los caídos, comprobó cada uno de los cuerpos,
los vivos y los muertos.
Kassandra había visto suficiente. Nada, ni
siquiera aquellos escoltas bienintencionados, podría retenerla en
aquella cima. Pasó volando a su lado, ignoró los gritos de sorpresa
que profirieron y corrió colina abajo hacia el estanque. Royce la
vio bajar y se enderezó. Esperó a que estuviera cerca de él y le
dijo:
—Éste no es lugar para ti.
Kassandra hizo caso omiso de su rabia tan
bien como pudo y se mantuvo firme.
—A mí me parece lo bastante seguro. Has
hecho un gran trabajo.
Aquella alabanza sorprendió a Royce. Y
estaba encajándola cuando uno de sus hombres gritó. En aquel
instante, una oscura silueta saltó por la cascada hasta caer en el
estanque. Al mismo tiempo, la luna reapareció tras la capa de nubes
e iluminó el agua con toda su fuerza.
Y al hombre que emergía de ella.
Kassandra tuvo un segundo, sólo eso, para
preguntarse si cabía que Deilos no estuviera del todo errado al
creer que había algún tipo de poder que lo favorecía; no el de los
antiguos dioses del mar y la tormenta, de eso estaba segura, pues
esas divinidades no eran sino una cara más de la Creación, la
fuerza vital que envolvía al universo. Había otra fuerza, muy
distinta, a la que hacía mucho tiempo que los humanos llamaban el
Mal, aunque Kassandra no era capaz de decir si constituía el origen
o el objetivo. Lo único que sabía era que de vez en cuando percibía
su malévola presencia cuando caminaba por los senderos del futuro
en sus visiones.
Quizá favoreciera a Deilos, cabe que incluso
lo llevara dentro, pues surgió del estanque con una fuerza que
parecía superar a la del resto de los hombres corrientes y se
enfrentó, con aire despectivo, a los guerreros que le plantaron
cara.
—¡Vivos! —exclamó—. ¿Cómo es que seguís
vivos? ¿Cuál es este misterio? ¿Qué broma me juega el destino?
—Miró a su alrededor, a sus propios hombres que yacían muertos o
heridos, y no mostró ni una pizca de preocupación por ellos—.
¡Imbéciles! ¡Torpes estúpidos! ¡Cuan sencilla era la tarea que os
había encargado! Matar. ¿Tanto cuesta, sobre todo con el arma que
se os ha proporcionado?
Desvió la mirada hacia Kassandra, que sintió
toda la furia de su rabia.
—Y vos, mujer impura, violadora del orden
natural. ¡Debería haberos matado cuanto tuve la oportunidad de
hacerlo!
Aunque Kassandra podía haber respondido,
justo en ese momento, Royce se adelantó y se colocó entre ella y el
hombre cuyas palabras eran, una a una, pura provocación. La espada
de lord Hawk brilló a la luz de la luna. La movía despacio, como si
hiciera signos con ella.
—Ven.
—¿A qué? —preguntó Deilos—. ¿Es el
cautiverio lo que me espera? ¿La farsa de juicio que se ha
ofrecido? ¡No lo creo!
Apenas acababa de pronunciar esa frase
cuando Delios saltó, con la espada desenvainada ya, y se abalanzaba
sobre Royce. Iba directo a la muerte, Kassandra se dio cuenta de
que aunque era aquello lo que buscaba, también quería matar. En la
retorcida mente de Deilos, valía más morir por la espada que vivir
vencido. Quizá imaginara que había algún tipo de paraíso
esperándolo o quizá no fuera Deilos precisamente quien mirara con
ojos enrojecidos por el humo y el fuego.
—¡Royce!
Gritó aquel nombre en su mente, si bien el
aviso no se produjo. Era hija y hermana de guerreros: jamás sería
tan tonta como para distraer a alguien que se encontrara librando
un combate mortal.
—¡Atrás! —ordenó Royce a sus hombres con una
voz fría como el acero de su espada. La noche se heló en cuanto
lord Hawk pronunció con calma—: Es mío.
¡Qué bien habían bailado Alex y Royce en la
galería de la casa de Londres, con cuánta fuerza y gracia se habían
movido, con las espadas brillantes, en aquel día de verano tan
soleado! ¡Con qué potencia había resplandecido el poder único de
los hombres buenos, su valor y su voluntad!
Lo que ocurría ahora era distinto.
La muerte se cernía sobre ellos; no una
muerte que representara la entrada a una vida que hubiera detrás,
sino una que era hija de la desesperanza y la destrucción. Era una
muerte que saltaba y se retozaba en aquella fuerza insana que
desplegaba Deilos, una muerte que latigaba y arponeaba, y volvía a
azotar de nuevo.
No obstante, Royce, su amado Royce, estaba a
la altura.
«Ha nacido para esto», pensó Kassandra;
allí, entre las fuertes torres y los reverdecidos campos de
Hawkforte, curtido por la sangre y por la fuerza, con un corazón de
guerrero inquebrantable.
El sonido metálico de las espadas al chocar
se sobreponía al estruendo del agua hasta llenar el claro del
bosque. Si bien Deilos era un maestro de la espada, se veía
espoleado con torpeza por un odio en estado tan puro que lo volvía
impulsivo y provocaba que se acercara demasiado, que llegara un
instante antes o después de lo que debía en cada estocada de
Royce.
Se movieron en círculos por el reducido
campo de batalla sin quitarse los ojos de encima el uno del otro.
La resistencia de Royce era enorme. La de Deilos también, pero no
tanto. Respiraba más sonoramente, sudaba profusamente y rugía en su
frustración.
—¡Maldito seáis, morid!
—Ni aquí —le contestó Royce con serenidad—,
ni ahora. Hace un año hubiera sido posible, pero las cosas son muy
distintas ahora.
Se acercó a Deilos, se ladeó ligeramente y
calculó el momento mientras se enfrentaba al hombre que lo mataría
si pudiera, pero que, peor aún, habría matado a Kassandra.
Y que lo haría si volviera a presentársele
la ocasión.
Le quedaba bien la espada en la mano a pesar
de que sólo llevaba unos días empuñándola y exclusivamente en los
entrenamientos. Parecía que estaba hecha para él, perfectamente a
tono y equilibrada con todos sus movimientos.
El viento de la noche corría a su alrededor
y susurraba a la luz de la luna. En el fondo de su mente, Royce
creyó oír el murmullo de voces lejanas, profundas y sonoras voces
de unos hombres que conocía de un modo que no podía explicar. Unos
hombres que pertenecían a su orgullosa familia, cuya antigüedad se
remontaba a través de siglos en el tiempo. Unos hombres que siempre
habían luchado para proteger el bien y preservar la justicia.
Esos hombres lo acompañaban en aquel
momento. Su propio padre, cuya presencia se le antojó tan viva y
tan real que Royce no se habría extrañado si lo hubiera visto allí,
a su lado. Generaciones y generaciones de hombres que habían estado
con Royce de un modo u otro a lo largo de su vida y que siempre lo
estarían porque él era uno de ellos, entonces y por toda la
eternidad.
Y aun así, estaba solo, tal y como cada uno
de ellos lo había estado alguna vez, frente a un enemigo que sacaba
de él las emociones más oscuras y salvajes que Royce albergaba en
su interior. El odio, la rabia, un hambre voraz de venganza que
nunca quedaría satisfecha hasta que la sangre de Deilos escapase de
su cuerpo para nutrir el suelo que su fuego había
ennegrecido.
Ákora es un lugar lleno de vida.
Las palabras brotaron de repente de las
entrañas de Royce, en la cámara escondida de su alma que sólo
reservaba para las grandes verdades. Y también surgieron los
recuerdos, el de sí mismo cuando era un niño y estaba en la
biblioteca de Hawkforte, cuando se rindió por primera vez a los
encantos del reino-fortaleza; el de las tardes húmedas y las noches
ventosas que habían transcurrido ociosas mientras él estudiaba los
artefactos que su antepasado les había enviado desde allí. Se vio
tomándolos en las manos, girándolos así y asá, sintiendo el poder
que manaba de ellos incluso cuando él no era capaz de darles
nombre.
Ya podía nombrarlo, porque comprendía lo que
era. Lo había encontrado en Ákora por todas partes, en las caras de
la gente de la calle, hombres y mujeres, así como en el extraño
rostro que, cubierto de musgo, se descubría en la piedra que había
en el interior de la cueva sagrada.
Aunque lo había hallado, sobre todo, en
Kassandra.
Kassandra, quien, persuadida de que estaba
condenada a morir, nunca había abandonado su valiente compromiso
con la vida.
El pecho de Deilos se hinchaba y deshinchaba
como si fuera el mismo fuelle del fuego del infierno. A la luz de
la luna adoptaba una coloración grisácea y enfermiza.
—¡No podéis matarme! ¡No podéis! ¡Los dioses
me favorecen! ¡Estoy destinado a gobernar Ákora!
—Ákora es un lugar de vida —le contestó
Royce con tranquilidad mientras seguía moviéndose, al unísono con
el viento y la luna, y con la espada en danza tan veloz que apenas
resultaba visible.
Deilos lo miró fijamente, sin comprender.
Aquellas palabras no significaban nada para el hombre que se había
creído el verdadero gobernante de la tierra, cuya esencia primera
no llegaba a captar ni en la cantidad más mínima.
Pasó un buen rato antes de que Deilos
gritara. Aunque no podía entender las palabras de Royce, sí
comprendió que todo había terminado cuando vio que tras el último
ataque de su enemigo, la mano y la espada se le desprendieron como
si fueran una sola pieza.
Royce se inclinó, recogió algo de musgo de
la orilla del estanque, del que había quedado intacto tras las
llamas, y limpió la hoja de su arma. Envainó de nuevo la espada sin
mirar siquiera al traidor cuyos gritos continuaban sin parar.
—Traedlo —ordenó lord Hawk a sus hombres
antes de volverse y empezar a caminar hacia el mar.
* * *