Capítulo 9

 

LA tierra giró de repente y ocupó el lugar del cielo, que se quedó posicionado en un ángulo extraño durante apenas un instante antes de pasar volando a toda velocidad y desaparecer de vista mientras el suelo se acercaba a toda prisa.
Un gruñido.
Dolía, pero no tanto..., y desde luego no lo suficiente como para que le impidiera volver a levantarse enseguida. Royce se puso en pie de un salto con agilidad, plantó cara a su oponente y sonrió.
—Tendrás que hacerlo mejor que eso.
Atreus sonrió a su vez.
—Eso pretendo.
Lo único que llevaban puesto los dos hombres era un taparrabos, de modo que los cuerpos poderosos de ambos brillaban, sudorosos, bajo el sol. Se encontraban en un recinto circundado únicamente por unos bancos de piedra que ahora estaban vacíos, salvo por la docena de hombres que gritaban para animarlos.
—¿Estás seguro de que quieres participar en los Juegos? —preguntó Atreus mientras le apresaba la garganta con el brazo.
Royce, a su vez, le agarró el suyo, apoyó los pies en el suelo con firmeza y, sin dificultad alguna, lanzó al vanax de Ákora por encima de la espalda.
—¡Convencido! —respondió Royce.
Atreus se levantó del barro y se rió.
—¡Muy bien, inglés! Aprendes deprisa.
—Más me vale mejorar mientras esté por aquí —masculló Royce entre dientes, sin perder la sonrisa.
Llevaba dos días en Ákora y, en ese tiempo, había recibido más golpes, rasguños y moratones de los que había sufrido en toda su vida. Aun así, se sentía bien; muy bien, de hecho. Atreus le caía bien. Era duro, eso le había quedado claro desde el momento en que lo había conocido, al día siguiente de su llegada a Ákora. El vanax había vuelto de un viaje de una semana en que había revisado las instalaciones costeras. Aún estaba cubierto del polvo de los caminos cuando convocó a Royce a su oficina personal, situada en lo más profundo del laberinto del palacio; y desde entonces, se habían tuteado y apenas se habían separado. Royce sabía que Atreus estaba calibrándolo, pero no le importaba, pues él hacía lo mismo. Por ahora, le gustaba lo que veía.
—A los Juegos vendrán los mejores atletas de toda Ákora —le informó Atreus poco después, cuando ya habían terminado y ambos se dirigían hacia las duchas—. Es una oportunidad para renovar contactos, ponerse al día con las noticias y ganar fama eterna.
—Suena bien —opinó Royce, que ya estaba imaginándose el maravilloso chorro de agua caliente que pronto estaría cayéndole con fuerza sobre el cuerpo vapuleado. ¿Cómo diablos conseguían agua caliente?—. ¿A quién se le ocurrió? ¿Copiasteis a los griegos o fueron ellos quienes os copiaron a vosotros?
—Eso depende de a quién te refieras con los griegos —contestó Atreus mientras entraban en las salas previas a las duchas. Aceptó la toalla que le ofrecía un sirviente y le pasó otra a Royce—. No sabemos a ciencia cierta de dónde procedían los primeros habitantes de Ákora. Hay relatos que hablan de un gran viaje, nada más. Sin embargo, los que vinieron después de la explosión sí provenían de Grecia, aunque no de la Grecia de Atenas o Esparta, sino de una muy anterior: la de aquellos que lucharon en las llanuras de Troya.
—Los micénicos —dijo Royce en alto, aún sorprendido ante la idea.
Atreus asintió.
—Celebraban Juegos para honrar a los guerreros más valientes cuando morían. Ese es el origen de la tradición. Los primeros Juegos se celebraron en Ákora en el año diez después del cataclismo. Desde entonces se han celebrado todos los años, sin excepción.
—Algo me dice que si quisiera podría encontrar una lista de cada hombre que ha participado en los Juegos en los últimos trescientos años.
—Por supuesto —confirmó Atreus—. Está todo en la biblioteca. Kassandra mencionó que iba a llevarte allí.
—Si no tienes objeción.
—No, en absoluto —lo tranquilizó Atreus al mismo tiempo que dejaba caer la única prenda de ropa que lo cubría.
Se colocó debajo de un caño y giró la manivela para que saliera el agua. Aunque el tubo sobresalía a buena altura de una pared cubierta de azulejos, Atreus era un hombre alto, tanto como Royce, y la cabeza le quedaba a pocos centímetros.
—Tengo otra pregunta sobre los griegos —anunció Royce.
—¿De qué se trata?
—Los griegos de Atenas participaban desnudos en sus Juegos. He visto que los akoranos usan taparrabos.
—Los atenienses prohibían a las mujeres acudir a los Juegos —explicó Atreus por encima del ruido del agua—. Aunque, según tengo entendido, aquí vivimos más relajados respecto a la desnudez de lo que lo hacen los europeos, no llegamos tan lejos como los griegos.
—¿Nunca se ha planteado aquí la exclusión de las mujeres?
—Puede que en algún momento..., pero no ha funcionado.
—¿Y por qué? —preguntó Royce mientras empezaba a enjabonarse el pecho y evitaba rozarse los puntos más sensibles—. Todos hemos oído eso de que «los guerreros mandan mientras que las mujeres sirven», aunque, sinceramente, no parece haber tenido mucho efecto.
—Tiene truco —contestó Atreus.
Alex sonrió ante aquella confirmación de lo que siempre había sospechado.
—Intuía que lo había. Las mujeres pueden ser muy persuasivas.
—No es sólo eso. En Ákora está prohibido dañar a las mujeres. Es un legado de un tiempo en que las sacerdotisas de la tradición antigua y los guerreros de la nueva alcanzaron un acuerdo. El hombre que hiere a una mujer queda deshonrado de por vida, como merece.
—Joanna me contó algo sobre eso el año pasado.
Su hermana se había referido a aquello como prueba de que los hombres que lo mantenían cautivo, y que luego habían tratado de violarla, no podían estar al servicio del vanax, pues ningún líder akorano se arriesgaría a ensuciar su nombre al permitir que unos villanos como aquéllos trabajaran para él.
—Hay muchas formas de hacer daño —dijo Atreus—. Por ejemplo, si se celebraran los Juegos y se anunciara que las mujeres no pueden asistir, se quedarían decepcionadas y se sentirían desdichadas, y por lo tanto, heridas, así que no puede hacerse nada parecido.
Royce movió la cabeza. Aquel ideal lo había dejado admirado, si bien lo divertía al mismo tiempo al darse cuenta de las consecuencias que implicaba.
—No debe de ser fácil ser akorano.
Atreus se rió al pensarlo.
—Digamos que recibimos los máximos incentivos para desarrollar magníficas capacidades de negociación.
Royce seguía riéndose mientras se secaba y se vestía con las ropas que había dejado colocadas en la estantería. Atreus hizo lo mismo, y ambos volvieron a dirigirse al recinto. Había varios hombres más entrenando: unos peleaban, otros practicaban saltos y algunos lanzaban jabalinas y discos. Todos saludaron al vanax cuando pasó por su lado, e intercambiaron con él unas palabras de ánimo.
Fuera, en la calle, Royce notó que, cuando llegaban, la gente asentía y saludaba a Atreus con verdadero placer, aunque sin ninguna ceremonia. Era su líder, el elegido, pero también era uno de ellos. Royce trató de imaginar a Prinny manteniendo la autoridad de un modo tan relajado, y le resultó imposible.
Habían avanzado unos cuatrocientos metros en dirección al palacio, cuando Royce divisó una multitud que se arremolinaba delante de ellos. Con el rabillo del ojo, notó que Atreus se tensaba. Al acercarse, la muchedumbre notó su presencia y se retiró lo bastante como para que Royce alcanzara a ver que había una palabra escrita en grandes letras amarillas en la pared: «Helios.»
Sólo eso, nada más, y aun así, parecía que había alterado a la gente y, más aún, que la había dejado preocupada. Hubo varios que miraron con nerviosismo a Atreus, que se limitó a observar la pared sin decir palabra. Al cabo de unos minutos, llegaron unos jóvenes que blandían brochas empapadas con pintura blanca. Al rato, la palabra había desaparecido.
Atreus continuó caminando, y Royce avanzó con él.
Al doblar la esquina volvieron a toparse con la misma palabra: «Helios.»
Atreus dejó escapar un suspiro. Esa vez, en lugar de pararse, siguió adelante. Cuando ya se encontraban cerca del palacio, Royce le comentó:
—¿Puedo preguntarte qué es lo que ocurre?
En ningún momento había pensado que fuera habitual entre los akoranos ir por ahí escribiendo por las paredes. Toda la ciudad estaba demasiado bien cuidada como para que algo así fuera una costumbre.
—Helios significa «luz del sol» —explicó Atreus.
—Sabía que tenía que ver con el sol, pero ¿por qué escribirlo en la pared?
—Es un símbolo; un código, si quieres. Helios es al mismo tiempo el nombre y la pretensión de los rebeldes que creen que los cambios no están produciéndose tan rápidamente como deberían. Entre otras cosas, quieren que el gobierno sea mucho más abierto y que deba rendir cuentas al pueblo, que esté abierto, como si dijéramos, a la luz del sol en lugar de trabajar en la sombra, como aseguran que es el caso ahora.
—Ya..., pero ¿por qué lo escriben en las paredes?
—Creen, o eso dicen, que en Ákora hay muy poca tolerancia con el desacuerdo. Aprovechan la oportunidad que les brindan los Juegos para que se conozca su visión.
—¿Qué piensas hacer? —quiso saber Royce.
Atreus se encogió de hombros.
—Nada. Mi prioridad en este momento es la de descubrir por qué Kassandra vuelve a tener visiones sobre la invasión de Ákora por parte de los británicos y qué pinta Deilos en todo eso, si es que está relacionado con ello de alguna manera.
—¿Crees que es posible que Deilos no esté muerto?
—Hay otros además de él que quizá crean que estoy intentando aplicar demasiadas reformas; entre ellos se encuentran los miembros más conservadores de mi propio Consejo, aunque no los creo realmente capaces de lanzar acciones contra mí. Eso deja únicamente a Deilos.
Muy calmado, Royce confesó:
—Me encantaría que estuviera vivo.
Atreus se detuvo y lo miró.
—¿Por qué?
—Para poder matarlo.
—¿Por venganza? —preguntó el vanax.
—En parte —admitió Royce—, aunque es sobre todo porque hay que acabar con él. Vivo, si es que lo está de verdad, continuará dañando a gente inocente.
Atreus retomó la marcha. Al cabo de un rato, dijo:
—Kassandra tenía razón; tienes el corazón de un guerrero.

 

 

 

«Parece que se llevan bien», pensó Kassandra mientras observaba cómo se acercaban su hermano y Royce. Parecían relajados cuando estaban juntos, aunque eso era lo que había imaginado que ocurriría. El señor de Hawkforte y el vanax, Atreus, se parecían en muchos aspectos: ambos eran orgullosos y honrados; ambos eran líderes, capaces de la mayor de las fuerzas y de igual delicadeza.
Uno era su hermano, al que tanto quería.
El otro...
Sería estúpida si pensara en él.
Y, a la vez, resultaba tan difícil no hacerlo.
—Aquí estás —dijo Atreus al mismo tiempo que le dedicaba una cariñosa sonrisa.
Habían hablado un poco sobre lo de que se hubiera marchado a Inglaterra sin haberle contado que habían vuelto las visiones. Aunque Atreus había expresado su sorpresa, por no decir su decepción, había escuchado la explicación de Kassandra de que había creído que su viaje resultaba vital y lo había aceptado, aunque no sabía qué era lo que había logrado allí, si es que había conseguido algo. Como siempre, la reacción de Atreus se había fundado en el profundo compromiso que mantenía con la justicia y la equidad. Más allá de aquello, sencillamente se fiaba de ella. Saberlo constituía una lección de humildad.
—¿Estabas esperándonos? —preguntó.
Esperándolos... a los dos..., a él..., a Royce...
—¡Ah! No, no —respondió Kassandra, a quien le había sobrevenido una repentina timidez—. Iba a la biblioteca y os he visto venir. ¿Habéis pasado un buen día?
—Desde luego, uno muy activo —respondió Royce sin apartar los ojos de ella—. ¿La biblioteca? ¿Te importa si te acompaño?
Kassandra trató de disimular lo nerviosa que se había puesto y se encogió de hombros.
—¿Eh...? No, supongo que no, claro...
Atreus le lanzó una mirada rápida, frunció el ceño ligeramente y zanjó la cuestión.
—Parece una idea estupenda. Royce, te veré en la cena.
Los dos hombres se despidieron. Una vez que Atreus se hubo retirado, Royce comentó:
—El vanax ha estado hablándome de los Juegos.
Kassandra se fijó en el moratón que Royce lucía justo debajo del ojo derecho.
—Diría que ha hecho más que explicártelo.
—Bueno, me ha enseñado un par de cosas —admitió Royce—, y yo le he devuelto el favor. Me muero de ganas por competir.
—¡Ah! ¿Sí? ¿De veras quieres competir? ¿Crees que es inteligente? La competición es feroz y ha habido hombres que han salido heridos.
—¿Y crees que eso me asusta? —preguntó Royce con delicadeza.
—No, claro que no. No quería decir que... —Aquel maldito orgullo masculino siempre estaba ahí para tropezarse con él—. Da igual. Estoy segura de que te irá muy bien. ¿Qué juegos has elegido?
—La carrera en pista —dijo para referirse a la carrera corta de velocidad, considerada el distintivo de los Juegos—, lanzamiento de jabalina y lucha.
Por mucho que tratara de ocultarlo, se notaba que Royce estaba claramente emocionado, y Kassandra comprendió enseguida el porqué. Era un hombre fuerte y orgulloso, seguro, y disfrutaría mucho al enfrentarse a otros como él; sin embargo, la razón real de aquella excitación era la fascinación que desde su más tierna infancia había sentido por Ákora. Participar en un acontecimiento tan propio de allí era probablemente la consecución de un sueño.
—Que la fortuna te favorezca —le deseó antes de guiarlo hacia el ala del palacio que albergaba la biblioteca.
Las enormes puertas de doble hoja estaban abiertas y dejaban ver una estancia larga, de perfectas proporciones, que mediría unos treinta metros y medio de ancho, y varias veces esa longitud, de largo. El techo se elevaba unos quince metros sobre sus cabezas y aparecía policromado con frescos que mostraban escenas de la vida akorana. La luz penetraba por los amplios ventanales que articulaban el muro por encima de un balcón que recorría las cuatro paredes, recubiertas a su vez de estanterías repletas de libros, y armarios con pergaminos. En el centro se disponían unas mesas barnizadas que contaban con sus correspondientes juegos de cómodas sillas, tinteros y lámparas. En aquel momento, había decenas de estudiantes que trabajaban atendidos por unos atareados bibliotecarios que iban y venían con el material solicitado.
—Nunca había visto nada como esto —confesó Royce en voz baja, y en su tono se percibía la admiración que sentía. Era obvio que sabía que se encontraba ante un templo del saber.
—Lo que ves aquí —explicó Kassandra— es sólo una pequeña parte de toda la colección. Hay mucho más guardado abajo.
—¿Puede visitarse?
Kassandra asintió.
—Claro, ahí es donde nos dirigimos. Los documentos que quieres ver tú, sobre tu antepasado están en uno de los pisos inferiores.
Kassandra lo llevó hacia una puerta situada entre dos estanterías. Al abrirla, descubrieron una escalera de piedra que se curvaba al descender. Unas ventanas situadas en la parte alta de la escalera permitían la entrada de luz natural, a pesar de lo cual la rapidez con que se enfriaba el aire hizo evidente que se encontraban bajo la superficie.
Al poco rato accedieron a una amplia cámara repleta de pisos y pisos de estanterías que parecían no terminar nunca. Al informar al librero de lo que buscaban, les entregó una lámpara y les dio detalladas instrucciones sobre cómo dar con ello. Caminaron durante cinco minutos junto a las estanterías, hasta que encontraron el lugar exacto que estaban buscando.
—Es absolutamente increíble —dijo Royce al mismo tiempo que depositaba la lámpara en un soporte. Luego, movió la cabeza sin que pudiera dar crédito—. Perdona que lo diga así, pero ¿es que no tiráis nunca nada?
Kassandra se rió por lo bajo. Extrajo un pequeño volumen forrado de cuero de una de las baldas y lo transportó hasta depositarlo en una mesa que había encajada en un hueco de la pared. Abrió el libro con extremo cuidado y empezó a pasar las páginas.
—En la primavera del año 2594 después del cataclismo, se produjo de modo inesperado una gran tormenta... Encontraron a un xenos aferrado al palo mayor de su navío, que había quedado destrozado... Lo llevaron a la casa de Horatio, el pescadero, y de allí al palacio...
—El año 2594... —repitió Royce—. ¿A qué año correspondería en el calendario cristiano?
—Al 1100 a. C, creo. Mira, éste debe de ser él... Escucha...
—El xenos se recuperó de sus heridas... Describió grandes batallas que se habían librado en el continente de Europa para controlar los distintos lugares sagrados... Dijo que su hogar se llamaba... —Kassandra entornó la vista con entusiasmo— la fortaleza del halcón.
—Claro, Hawkforte —contestó Royce, tan entusiasmado como ella—. ¿Dice algo más? ¿Cuenta qué le ocurrió?
Kassandra hojeó el libro y asintió.
—Cuenta muchas cosas. —Le tendió el volumen—. A lo mejor te apetece leerlo a ti. Está permitido tomar prestados libros de la biblioteca siempre que prometas que vas a cuidarlos mucho —explicó a la vez que se lo entregaba sin apartar la vista del ejemplar.
—Sí, desde luego. En la biblioteca de Hawkforte contamos con algunos muy antiguos y sé que hay que tratarlos con delicadeza.
—Éste no es muy viejo, no tendrá más de ochocientos años. Si te apetece ver libros antiguos de verdad..., pergaminos, bueno, tenemos que ir mucho más lejos.
—No, está bien. Este me basta para mantenerme ocupado —dijo mientras señalaba el libro que sostenía—. Quizá en otro momento.
—Quizá... —contestó ella, que se negaba a pensar en algo que no fuera el presente.
Había tanto silencio en las profundidades de la biblioteca... Las sombras producidas por la lámpara iban ocultando y descubriendo las facciones de Royce. De pronto, fue plenamente consciente de que se encontraban solos.
—Deberíamos irnos —sugirió Kassandra.
Royce alargó la mano y le rozó el brazo.
—¿Por qué?
—Porque... deberías descansar antes de los Juegos de mañana.
—Estoy perfectamente descansado. ¿Por qué estás tan nerviosa?
—No lo estoy.
—Hace apenas un momento te ha temblado un poco la voz, como si se te agarrotara la garganta..., justo aquí.
Con la punta del dedo le tocó el cuello unos centímetros por debajo de la barbilla, en el lugar por el que le fluía la sangre. Lo posó y no lo movió de ahí.
—No hagas eso —protestó ella. Aunque quería echarse hacia atrás, alguna razón la llevó a quedarse donde estaba.
Royce retiró la mano de inmediato, aunque no mucho, lo justo.
—Está bien, pero no has contestado a mi pregunta. Cuando te besé en Londres no estabas tan nerviosa.
—No teníamos que haberlo hecho.
—Estoy de acuerdo, pero lo permitiste.
—Actué movida por... la insensatez.
—¿Insensatez?
—Sí, insensatez. ¿Es que tú nunca te dejas llevar por la insensatez?
—Sí, claro que sí —respondió Royce—. Sé muy bien lo que significa actuar de modo insensato. De hecho, es lo que estoy haciendo ahora mismo.
Royce inclinó la cabeza, despacio, a propósito. Kassandra no tuvo ninguna duda sobre las intenciones de Royce y tuvo el tiempo suficiente para detenerlo. Sin embargo, los brazos le pesaban a los lados como si fueran de plomo y parecía que no lograba moverse..., ni respirar..., ni hacer nada salvo esperar a que...
El tacto de la boca de Royce sobre la suya hizo que se tambaleara la contención que había logrado mantener hasta entonces. Kassandra emitió un profundo gemido y se arqueó hacia él para tomar todo el calor que le ofrecía, que le entregaba..., y también para darle el suyo. El sabor y el roce de Royce la colmaron. La dureza de aquellos pectorales y aquellos muslos que se presionaban contra ella... La potencia de aquellos brazos que la mantenían cerca de él... La intensa sensación de la fuerza que aquel cuerpo contenía y que aumentaba para satisfacer la necesidad que ella sentía... Aquello era más de lo que Kassandra podía resistir.
No obstante, debía hacerlo. En el fondo de su mente se agitaba el pensamiento, que ardía como una llama persistente, de que no era libre para dejarse llevar por los dictados de su corazón. Tenía que recordar que el deber estaba por encima de todo lo demás.
Sintió una punzada en el pecho y notó en lo más profundo de su ser una fuente de calor que latía a su propio ritmo y la preparaba para él. Habría sido tan sencillo...
Kassandra dio un grito ahogado y se zafó. El esfuerzo le produjo dolor. Contuvo las lágrimas, miró fijamente a los ojos de Royce, que la miraba atónito, y se aferró a la única protección con la que contaba: la verdad.
—No soy... —dijo con una voz que ella misma notó temblorosa—. No soy... —comenzó de nuevo con mayor firmeza—. No soy libre para hacer algo así.
Kassandra vio el daño que había provocado y que no era sino el reflejo del suyo propio, y casi se lanzó hacia Royce. Lo único que la detuvo fue la más firme de las disciplinas.
Se mantuvieron allí, bajo el círculo de luz que proyectaba la lámpara, rodeados como estaban por siglos de historia de la tierra que habría de proteger con su propia vida. Y lo haría..., pronto probablemente. Las visiones habían sido muy claras. De algún modo, de alguna manera, su muerte serviría para proteger a Ákora. Y así sería. Nunca, ni siquiera por un segundo, se le había pasado por la cabeza eludir su deber. Con todo, ¡por Dios santo!, la tentación de hacerlo se encontraba allí, en la profundidad de las vetas doradas de los ojos de Royce.
Como sólo había una lámpara y no quería dejarlo allí a oscuras, Kassandra se marchó sola. En la distancia, donde se encontraba la mesa del bibliotecario, vislumbró un pequeño punto de luz. Ignoró las lágrimas que le abrasaban las mejillas y caminó hacia allí.

 

 

 

Royce estuvo muy callado durante la cena. Comió poco de los varios platos que se sirvieron, apenas bebió del excelente vino que los regaba y se limitó a escuchar la conversación de los otros comensales; Atreus, Joanna y algunos otros miembros de la familia; sin embargo, casi no habló. Kassandra no estaba con ellos. Había avisado a través de un sirviente de que se encontraba indispuesta. Elena se había ofrecido a ir a verla, pero la princesa había rechazado el ofrecimiento y había asegurado que no era necesario.
¿Qué era lo que ocurría? ¿Qué impedimento podía existir para que ambos reconocieran lo que sentían el uno por el otro?
De acuerdo, los sentimientos de Royce eran de todo menos sencillos. Ella lo tenía atrapado, cautivado, perplejo y absolutamente frustrado.
Si aquello era amor —y él tenía la profunda sensación de que sí lo era— que Dios lo ayudara.
Más tarde, mientras acompañaba a Joanna a sus aposentos, le preguntó:
—¿Kassandra está prometida?
Joanna se detuvo de repente y se quedó mirándolo con fijeza.
—¿Cómo? ¡Claro que no! Si lo estuviera, Alex o yo te lo habríamos dicho, y sin duda, Atreus lo habría mencionado. No te lo habríamos ocultado.
—Y eso, ¿por qué?
Su hermana tuvo la gentileza de avergonzarse.
—No es precisamente un secreto que os atraéis el uno al otro.
—Y yo que pensé que habíamos engañado a todo el mundo —respondió Royce con sequedad.
—Pues me temo que no —contestó Joanna con una sonrisa—. ¿Por qué me has preguntado si Kassandra está prometida?
Porque la idea de que lo que le impedía a Kassandra actuar como le indicaban sus propios sentimientos fuera el compromiso con otro hombre resultaba menos dolorosa que la posibilidad de que aquello que sentía resultara inaceptable para una princesa de Ákora. Infligía sólo un poco menos de dolor, aunque Royce no iba a ponerse quisquilloso si debía aferrarse a una esperanza.
No diría nada sobre aquello.
—Por nada en particular. Es tarde. Si quiero hacer un papel decente mañana, será mejor que me vaya a descansar.
Muy consciente de que su hermana no se había quedado en absoluto satisfecha con aquella respuesta, se despidió antes de que ella pudiera hacerle más preguntas a las que no le apetecía responder.

 

 

 

Aunque había logrado escabullirse de la cena, no podía, ni quería realmente, perderse los Juegos. Después de pasar toda la noche dando vueltas, debatiéndose entre el sentimiento de culpa que tenía por albergar sentimientos hacia Royce y el deseo de dejarse llevar por ellos, se moría de ganas de divertirse.
Además, Royce estaría allí.
Kassandra dejó escapar un gruñido de cansancio. Se levantó de la cama a tirones, caminó hasta el cuarto de baño y, una vez allí, se quedó remoloneando debajo del chorro de agua hasta que la oscuridad de la noche, si bien muy lentamente, acabó disipándose.
A través de los ventanales de la habitación, se oía el ruido de la multitud que iba juntándose para ir a los Juegos. La vida envolvía a Kassandra del modo más entrañable y familiar en toda su gloria. La tentación de aprovecharla mientras aún le fuera posible pudo con ella. Se vistió apresuradamente y salió corriendo escaleras abajo, hacia el jardín del palacio, como lo hacía de niña. Alguna vez había descendido tan rápidamente que se había tropezado y había acabado rasguñándose las rodillas. Esa vez no le ocurrió nada, aunque llegó sin aliento y algo desaliñada, lo que le hizo pensar en la suerte que tenía de que la gente se encontrara demasiado distraída como para prestarle atención.
El enorme jardín que se extendía delante de la casa estaba lleno de pancartas amarillas. Algunas colgaban de las paredes, otras estaban desplegadas sobre el suelo, y en todas ellas aparecía una sola palabra: «Helios.»
Los rebeldes. Sabía de su existencia, claro estaba, porque había oído a Atreus hablar de ellos. Llevaban un año esforzándose por que la gente prestara atención a sus reivindicaciones. Aun así, ésa era la primera vez que habían actuado dentro del mismo palacio.
Helios.
Apertura, responsabilidad ante el pueblo. De primeras, resultaba difícil rebatir aquellas ideas. Sin embargo, Kassandra sabía bien con qué frecuencia Atreus se veía obligado a hacer malabarismos para conciliar intereses y preocupaciones opuestas con el fin de que todo el mundo se sintiera satisfecho. Su hermano trabajaba entre bastidores, como un experimentado diplomático y negociador, con paciencia y destreza, hasta obtener el resultado que más convenía a todos. Si se eliminaban la discreción y la sutileza, ¿qué ocurriría?
«El caos», pensó, antes de dejar escapar un suspiro. La petición de los rebeldes en cuanto a que los cambios fueran más profundos y se produjeran más rápidamente no tenía más sentido que la de Deilos, partidario de que no cambiara nada. Atreus se encontraba atrapado entre las dos. No le gustaría estar en su lugar, aunque sabía bien que él estaba extraordinariamente preparado para hacer frente a los retos a los que se enfrentaba en su posición. Después de todo, era el elegido.
En aquel momento, por lo que podía ver, Atreus parecía enfadado. Estaba de pie en el jardín, con los brazos en jarras sobre sus magras caderas, y observaba la cantidad de pancartas que había. Kassandra se acercó a él y procuró hablar con tacto.
—No puedes culpar a la causa —le dijo.
Atreus se volvió y forzó una sonrisa.
—Es cierto, pero sí puedo desear que la gestionen de modo más productivo.
—¿Tienes alguna idea de quién lo ha hecho?
—No; han sido listos y han actuado con rapidez. —Luego, pensativo, añadió—: Deben de conocer la rutina del palacio, los cambios de guardia y demás.
—¿Crees que pueden tener enlaces dentro del propio palacio?
Atreus se encogió de hombros.
—No descarto la posibilidad de que así sea. En cualquier caso, ya está. Dime, ¿ya te has recuperado?
—¿Recuperado?
—De la indisposición que anoche te impidió cenar con nosotros.
—¡Ah! Sí, claro.
—Me tranquiliza saberlo —dijo, y aguzó la mirada—, como es seguro que tranquilizará a Royce.
Kassandra se encontró con la mirada de Atreus y enseguida desvió la vista. Ese hermano había visto mucho más, con diferencia.
—Sí..., bueno —dijo—, será mejor que vayas a prepararte, ¿no? Debe de estar a punto de empezar la ceremonia de apertura.
Atreus levantó un brazo para llamar al carruaje, que se detuvo delante de él. El conjuntado par de tordos piafó contra el suelo con impaciencia.
—Ven —le dijo al mismo tiempo que le tendía la mano.
Kassandra accedió, pues declinar aquella invitación habría provocado demasiadas preguntas de las que no le apetecía oír. Atreus condujo el carruaje a una velocidad que habría sido calificada de descerebrada en un hombre menos preparado. En circunstancias normales no habría circulado así por las calles de la ciudad; sin embargo, aquella mañana estaban vacías. Todo el mundo estaba ya en los Juegos. Llegaron al anfiteatro enseguida. Atreus tiró de las riendas justo cuando se encontraban bajo las sombras que proporcionaba el larguísimo túnel que conducía al campo que, bañado por la luz del sol, acogía las competiciones.
Kassandra tocó el brazo de su hermano con cariño y luego descendió del carruaje.
—¡Que la fortuna te favorezca! —le deseó.
—Voy a necesitarla —contestó con una sonrisa—. Participo en la carrera de cuadrigas.
—¿Qué?...
Kassandra hablaba en realidad para sí, pues Atreus ya había arreado a los caballos y, a esas alturas, entraba ya en el anfiteatro. El rugido que se escuchó cuando hizo aparición fue ensordecedor. La carrera de cuadrigas era, con diferencia, la prueba más peligrosa. Era raro el año en que no salía malparado, a veces incluso sin vida, algún hombre. De niño, mucho antes de convertirse en el vanax, Atreus se había deleitado volando por las llanuras más allá de Ilion, donde competía con quien se atreviera a retarlo. Desde que se había convertido en el elegido, sin embargo, había abandonado aquella actividad, al asumir que su vida, que desde entonces estaba al servicio de su pueblo, no era para ponerla en peligro como le habría gustado. Kassandra se había sentido secretamente aliviada, aunque también preocupada por el hecho de que hubiera renunciado a algo tan propio de él por el papel que debía desempeñar. Ahora, según parecía, había decidido que el papel se ajustara a su personalidad, en lugar de hacerlo al revés. Imaginó que aquel gesto reflejaba la madurez de su hermano, al mismo tiempo que tembló ante la idea de que se viera en peligro.
Después de rezar por él en silencio, trepó por los escalones de piedra hasta la primera fila situada frente a las pistas. Joanna ya estaba sentada, como también lo estaban muchos otros miembros de la corte. Fedra y Andrew se encontraban unas cuantas filas más arriba, entre un grupo de amigos. Asintieron al verla, pero siguieron atentos al desfile de atletas que lideraba Atreus, que apareció para que los Juegos dieran comienzo.
Mientras resonaban las trompetas y las sacerdotisas soltaban palomas blancas, Kassandra buscó a Royce entre los cientos de hombres, en impresionante forma, que esperaban ansiosos a que empezaran las competiciones. No tardó nada en dar con él. Iba vestido como el resto, con un taparrabos y nada más. Llevaba la melena rubia peinada hacia atrás y recogida en la nuca, una precaución sensata para alguien que tenía intenciones de participar en la prueba de lucha. Aquella impresionante espalda, aquellos hombros y aquel pecho dejaron a Kassandra con los ojos abiertos, por no decir nada de cómo se quedó cuando bajó la vista hacia los musculosos muslos y...
Hacía bastante calor para ser principios de junio. Daba la sensación de que allí abajo no corría ni una brizna de aire. Aunque Kassandra se sentó, no podía dejar de moverse.
Llegaron unos chicos que cargaban pieles llenas de agua, y aunque aceptó una, beber no pareció aliviarla.
Comenzaba la primera prueba. Se trataba de la carrera de larga distancia, veinte vueltas alrededor de las pistas de tierra que recorrían el perímetro del campo. Los corredores iban muy igualados, avanzaban en grupo, y así se mantendrían probablemente casi hasta el final. La gente se tomó un tiempo para acomodarse, mientras aún charlaban unos con otros y sacaban sus tentempiés, calmaban a los niños sobreexcitados y, en general, se preparaban para disfrutar del día.
En un momento dado, hubo tres corredores que se separaron del grupo y empezaron a competir entre ellos por la victoria. El público se emocionó, muchos se pusieron de pie para ver mejor y animar a su favorito. En los últimos segundos, uno de los corredores atravesó la cinta de la línea de llegada y recibió la aclamación de todos.
Le colocaron la corona de laurel al ganador y se barrieron las pistas de tierra para la siguiente prueba. Kassandra apenas se enteró, pendiente como estaba de la próxima carrera: la de velocidad. Joanna le había dirigido la palabra, y Kassandra debía de haberle contestado algo, aunque no recordaba qué.
Le pareció que Royce no iba a salir nunca. Pero por fin apareció con los otros hombres. Se estiraron para calentarse y luego colocaron el pie derecho en las piezas de apoyo fabricadas en mármol que había incrustadas en la tierra para proporcionar una salida más estable.
Al momento, se oyeron las trompetas que anunciaban la salida, y los corredores salieron disparados.
* * *