Capítulo 8

Dos días después, Sarah andaba por el supermercado Safeway llenando el carro con bolsas de Skittles y Swee-Tarts. Era Halloween y su compra la motivaba la culpabilidad. Al entrar en la tienda, había visto a la señora Foster apilando enormes cantidades de fruta:

—Los niños celebran una fiesta… Prepararé manzanas caramelizadas.

Ante el impreciso asentimiento de Sarah, la señora Foster había añadido:

—¿Quiere que los niños vayan a su casa este año?

La pregunta quería ser amable, pero Sarah no pudo evitar imaginarse a la señora Foster tres años atrás, inspeccionando los dulces de sus hijos por si encontraba hojas de afeitar o envoltorios abiertos, y descubriendo una bolsa Ziploc con galletas Oreo.

—Claro, que vengan. Me encantará ver sus disfraces.

Probablemente las madres del vecindario no sabían qué hacer con ella este año, y dirían a sus hijos que dejaran en paz a la pobre señora McConell. Pronto se convertiría en la Boo Radley del lugar, su vida sería pasto de murmuraciones y se diría que su casa traía mala suerte. Su ubicación al final de la calle ya la convertía en un paso ineficaz en la ruta de Halloween, a menos que los chicos tuvieran garantizada una buena recompensa. Y por eso amontonaba dulces, imaginándose como la bruja de Hansel y Gretel.

A menudo se acusa a las viudas de brujería, reflexionó Sarah al pasar ante los caramelos Laffy Taffy. La mujer solitaria inspiraba temor, algo que la hacía apta para la quema. Muchas culturas culpaban a las viudas de las muertes de sus maridos. Quizás este año recuperase su sombrero negro puntiagudo del desván; algunos de los padres tal vez apreciaran la ironía. Ella lo dudaba. Mejor no dar ideas a nadie. Mejor acumular bolsas de Snickers en miniatura. Recibiría Halloween con una buena luz en el porche, un cuenco sin límites de dulces y una sonrisa calculada para convencer a los vecinos de que era del todo inofensiva.

Los niños empezaron a salir de sus casas poco después de las seis. Primero llegaron los hermanos Foster, los tres, hasta el de catorce años, cuyo único disfraz era una máscara de goma de George Bush. «Terrorífico», dijo Sarah mientras tendía una ensaladera de madera llena de dulces. Supuso que su madre los había enviado juntos para que presentaran sus respetos antes de desbandarse a sus respectivas actividades. Todos fueron indefectiblemente educados y tomaron sólo un dulce del cuenco.

—No, no, coged más. Tengo muchísimos dentro.

Los dedos de los chicos se abrieron en garras y vaciaron media ensaladera. Tendría que limitarlo a dos piezas por cabeza en los siguientes niños.

Sarah nunca había visto antes tantos trucos o tratos. Contó setenta y seis en las primeras dos horas, un número insignificante comparado con la calle principal, donde los totales superaban los trescientos. En los últimos años, habitantes de las afueras habían invadido la ciudad, niños de las pequeñas granjas de las nuevas subdivisiones rurales donde entre casa y casa había al menos tres hectáreas. Un trayecto demasiado pesado para un único caramelo. En los barrios adinerados de Jackson, los niños corrían de puerta en puerta haciendo acopio de dulces mientras sus padres esperaban en la calle, al volante de camionetas polvorientas. Los residentes más antiguos de Jackson se quejaban de sentirse atemorizados por esos golfillos desconocidos y sus amenazantes vehículos. Muchas de las personas de edad apagaban sus luces en Halloween y se refugiaban en los sótanos, como si los niños fuesen una tormenta pasajera.

En la casa de Sarah, la mitad de las caras eran familiares. La señora Foster parecía haber corrido la voz de que ella aceptaba visitas, porque los niños del vecindario bajaban por la calle diciendo «Gracias, señora McConell» y «feliz Halloween, señora McConell» con una precisión ensayada. Sarah dio la bienvenida a princesas y hadas, a vampiros y superhéroes; Harry Potter imperaba.

A las nueve, el flujo de niños había disminuido a un goteo. Su timbre sonaba a intervalos de cinco, ocho y diez minutos, despertándola cada vez de una apática película de Poirot. A las nueve y media, cuando se iba el último de los niños, salió al porche y escrutó la calle. Tres casas más abajo, música heavy metal atronaba tras las ventanas de los Foster. Los adolescentes vagaban por el jardín trasero, entrando y saliendo de los arbustos. Esta noche se destrozarían muchas calabazas, pensó Sarah vagamente mientras apagaba la luz del porche y se llevaba el cuenco de dulces a su habitación.

Se puso el camisón y se acomodó bajo las mantas con una barra de Mr. Goodbar. Poirot sumaba tres muertos, pero el inspector se mostraba imperturbable. Dirigía la investigación de las pistas como si fuera una búsqueda del tesoro, convencido de que al final hallaría la recompensa. Sarah odiaba esta visión cinemática del destino en que algunos personajes siempre estaban predestinados a triunfar, mientras que otros se quedaban atrapados en un círculo de desesperación. Pasando de un canal a otro, se encontró con la Federación Mundial de Lucha Libre, la CNN, la ubicua reposición de Ley y Orden y finalmente se detuvo en su destino nocturno: el canal de la previsión meteorológica.

Se había convertido en una fascinación a lo largo de los tres meses pasados: apagar el volumen y mirar en silencio los siempre cambiantes mapas. Sarah creía en el clima como una medida del destino, los meteorólogos, una casta sacerdotal con sus jeroglíficas nubes de lluvia, relámpagos y copos de nieve. Su vida había cambiado irrevocablemente a causa de una tormenta y sospechaba que no era la única; aunque no a la manera de los agricultores y pescadores, que vivían de los cielos, o los propietarios de casas costeras que habitaban a la sombra de los huracanes. La secta de Sarah era más selecta. Se contaba entre los urbanitas y los petulantes habitantes de barrios residenciales con pararrayos, muros de Tyvek y monstruosos todoterrenos que, en plena complacencia bien aislada, habían visto sus vidas alteradas por una insolación o una granizada o un rayo inoportuno. Ellos eran los conversos recientes al culto de la meteorología, para quienes cada símbolo de esos mapas representaba otra tragedia.

Acababa de apagar el televisor cuando oyó que llamaban a la puerta. El reloj marcaba las diez y cuarto, demasiado tarde para satisfacer a unos golosos recién llegados. Se metió en la cama, cerró los ojos y deseó que el niño se desvaneciera. Pero lo oyó de nuevo, tres golpes en la puerta, lentos y pesados. Con un suspiro, Sarah se puso la bata.

Tendría que pegar un cartel: —NO QUEDAN DULCES— para evitar que llamasen a su puerta hasta las once.

Al abrir, le sorprendió la oscuridad. Había olvidado que apagó la luz y ahora se preguntaba qué clase de niño esperaría en un porche oscuro como boca de lobo. Al recordar a los adolescentes de dos puertas más abajo, se preparó para una broma de Halloween. Le habrían dejado algo repugnante en la alfombrilla, algo viscoso, maloliente o muerto; los niños observarían entre los arbustos, esperando sus gritos. Era mejor no decepcionarlos. Con un suspiro de resignación, encendió la luz del porche y miró hacia abajo. No había nada. Miró a derecha e izquierda, vio que todas las mecedoras y las macetas estaban en su sitio; no había nada alterado, no había nada de más. Los focos de los aleros no descubrieron a nadie en el porche, el sendero del jardín o la entrada. Parecía tratarse de un caso de llama al timbre y echa a correr, y a punto estaba de cerrar la puerta cuando vio que algo se movía en las sombras.

No era un niño. Eso lo supo en cuanto posó la vista en el contorno negro. Era un hombre, oculto detrás de su enorme magnolio. Se disponía a huir y llamar a la policía cuando la figura pareció intuir su impulso. Cruzó de las sombras a la luz y se detuvo al pie de la escalera del porche.

Sarah sintió que se quedaba sin aire. Extendió la mano izquierda para agarrarse al canto de la puerta, que abrazó contra su pecho mientras miraba a su marido, ahí de pie con la cara brillante como la luna.

Sarah cerró los ojos, suponiendo que la aparición se desvanecería tan rápido como las otras. Sin embargo, al abrirlos de nuevo, David seguía ahí. Había en él una quietud que la ayudó a superar la conmoción inicial. David no habló ni se movió, pero la apariencia tan tangible de su cuerpo dio a las piernas de Sarah cierta fortaleza. Pensó en lo que Margaret había dicho, que debía de haber algo sin resolver entre ellos y esa idea le infundió valor.

Abrió la puerta y se protegió con ella mientras dejaba el paso libre al interior de la casa. Luego sus ojos se cruzaron con los de David y, con voz apenas audible, susurró:

—Entra.