Capítulo 24

Llevaba menos de una hora en casa cuando alguien llamó a la puerta. Margaret estaba en el porche, con expresión perpleja.

—He visto tu coche y he decidido pasar a verte. ¿Estás bien?

—Estoy bien. ¿Por qué lo preguntas?

Margaret miró más allá de Sarah, al interior de la casa, como si esperase que apareciera alguien.

—Anne llamó el jueves para desearte un feliz día de Acción de Gracias. Ella tenía la impresión de que lo pasabas con nosotros. No supe qué decirle.

Claro, pensó Sarah. Qué estúpido por su parte. Pillada como una rata patética en una trampa. Retrocedió unos pasos y dijo:

—Entra.

—Le dije que no podías ponerte —siguió Margaret mientras entraba en la sala—. Le dije que la llamarías.

—Siéntate.

Sarah indicó el sofá y tuvo una breve visión de Nate sacándose el jersey blanco de cuello alto por encima de la cabeza. Se preguntó si Margaret olería su loción de afeitado en los cojines o advertiría los posos grises de agua en la mesa.

—Pasé por aquí al día siguiente, para ver si estabas en casa. Pero el coche no estaba, así que empecé a preocuparme.

Sarah tomó asiento frente a ella y se miró las manos, advirtiendo que las líneas de la vida se ramificaban en múltiples hijos antes de curvarse hacia las muñecas. Promesas, promesas.

—Pasé Acción de Gracias en la cabaña. Deseaba estar en un lugar tranquilo. —Miró a Margaret con esfuerzo—. Te dije que iba a casa de Anne porque no quería que te preocuparas. Supuse que no te parecería una buena idea.

El ceño fruncido de Margaret dio la razón a Sarah; la desaprobación de Margaret formó una nubecilla por encima de sus ojos. Había algo malsano en una viuda sola en el bosque, durmiendo en la última cama que ocupó su marido. Quizás en verano, con la hierba verde y el aire cálido, pero no entre los árboles desnudos de finales de otoño y la creciente oscuridad.

—¿Qué hiciste ahí? —preguntó Margaret.

—Paseé. Leí. Sobre todo, fantaseé.

—¿Comiste algo?

—Sí —respondió Sarah—. Estoy bien alimentada.

—¿Has podido dormir?

Sarah sonrió, intuyendo que la nube despejaba.

—A veces, aún paso parte de la noche vagando por la casa. Despierto desorientada y durante un rato no consigo ver con claridad. Pero está mejorando.

Siento haberte mentido —añadió—. No quería importunarte con explicaciones.

—Bueno, tendrías que llamar a Anne. Puedes seguir con la historia de que estabas en mi casa.

—Gracias.

—Y se me ha ocurrido… —Margaret hizo una pausa, y echó un vistazo a la habitación y a todos sus muebles polvorientos—. Desde que David murió, parece una estupidez que las dos vivamos solas en unas casas tan grandes… Mencionaste que te estabas planteando mudarte a un sitio más pequeño, y he pensado que podrías venir a mi casa temporalmente. —Fijó los ojos en Sarah—. Mis hijas sólo vienen de visita un par de fines de semana al año. La casa suele estar vacía. Podrías quedarte con la suite de invitados, con la sala y el baño privados.

—¿La que tiene un ventanal que da al porche?

—Exacto. Podríamos probarlo unos meses. Tráete algunos muebles y almacena el resto. Cambia el papel pintado y las cortinas… lo que quieras. Y lo puedes considerar un alojamiento temporal, mientras vendes tu casa y encuentras otra.

Qué bonito detalle, pensó Sarah. Este era el antídoto de Margaret a su aislamiento. El piso franco para la mujer desesperada.

—Quiero ayudarte a pagar la hipoteca.

—Claro. Y vaciaría algunos armarios de la cocina y varios estantes de la nevera.

—¿Pediríamos otra línea de teléfono?

—Y otro cable para tu ordenador.

—¿No te molestaría Grace?

—No me molestará ninguna criatura que te acompañe.

Sarah sonrió. Margaret no tenía ni idea de qué criaturas la acompañaban.

Rodeó la mesa y se sentó en el sofá junto a Margaret. Le pasó el brazo por los hombros e inhaló el tranquilizador aroma del champú de camomila.

—Eres un encanto. Me lo pensaré.

Dos días después, cuando sonó el teléfono, Sarah se encontró con la tranquila voz de tenor de Nate.

—Me gustaría hablar contigo.

Durante ocho días Sarah había estado cribando las llamadas para evitar la canción de sirena de su voz.

—¿Puedo venir a tu casa? —preguntó Nate.

No. No podría sentarse con él en el sofá recién exorcizado por Margaret. Ni sentarlo a la mesa de la cocina, donde había estado el fantasma de David. El dormitorio era el único espacio donde Nate parecía encajar. Y ésa era una tentación a la que ella quería resistirse.

—Hay una cafetería agradable en la calle mayor, frente a la estafeta de correos —indicó Sarah.

—Perfecto. Puedo estar ahí a las nueve y volver a Charlottesville a almorzar.

—Muy bien.

La mañana siguiente, Sarah llegó a la cafetería quince minutos antes. No quería estar hombro con hombro con Nate en la barra, ni tener que charlar con conocidos que esperasen que los presentara. Aprovechó esos minutos previos para pedir una discreta mesa del fondo donde pasarían desapercibidos y tomarse el capuchino despacio, la nata a cucharaditas. De vez en cuando alzó los ojos a las paredes de ladrillo a la vista, donde había sacos de arpillera marcados con el nombre de varios países: Costa Rica, Ecuador, Guatemala, México. Tantísimos lugares donde le gustaría ir.

Cuando Nate entró lo saludó con la mano, un breve movimiento de los dedos, intentando no parecer una mujer que ha esperado quince minutos. Se le antojó que la chica de la barra sonreía algo excesivamente a Nate y él devolvió la sonrisa, el constante Casanova. Pidió un café de la casa; solo, sin leche, sin azúcar, sin espuma. Nate no era hombre de espumas.

—¿Cómo te fue en Acción de Gracias?

—Bien. ¿Y a ti?

—Nada especial. —Dejó el café en la mesa y plegó el abrigo en el respaldo de la silla—. Fui a comer con un amigo soltero; pedimos langosta.

Sarah cayó en la cuenta de que era la única familia inmediata de Nate, su único vínculo con los pavos rellenos y el calcetín de Navidad. El año pasado, Nate había pasado el día de Acción de Gracias en Carolina del Norte con la familia de Jenny, pero por lo general venía a su casa y las hijas de Anne suministraban el ambiente familiar.

Nate sopló el café mientras echaba un vistazo a su alrededor. Cuando habló lo hizo muy bajo, su voz, apenas un susurro.

—Sé qué has estado evitándome. —Rio brevemente—. Es la primera vez en la vida que una mujer no me devuelve las llamadas… Supongo que crees que hemos cometido un terrible error.

—¿No lo crees tú?

—Claro que no. No me arrepiento de nada.

—No, nunca lo harías —dijo Sarah, negando con la cabeza. Había algo nietzscheano en Nate, un punto del Übermensch capaz de contemplar toda su vida y declarar: «Así lo quise».

Ella nunca había querido nada. Toda su vida se había dejado llevar por la corriente, una perpetua Ofelia.

—David querría que fuésemos felices. —Nate había caído en el tópico.

—Felices por separado.

Sarah sabía algo que muy pocos reconocían: que David, el médico tranquilo, era capaz de enfurecerse. No a menudo, no por mucho tiempo. Sus arrebatos de ira eran tormentas seguidas de arco iris. Pero oh, los cielos se abrirían si David se enterase de que se había acostado con Nate.

—¿Sabes?, siempre estuve algo celoso de David. —Nate le sonrió a los ojos—. Lo que no implica que esté enamorado de ti, o que quiera que me quieras. Sólo digo que, mientras disfrutemos de la compañía del otro, por qué no aprovecharlo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Sólo eso. —Nate hizo una pausa—. Judith me llamó por lo de la exposición en Washington. La inauguración es este viernes y quiere que los dos vayamos a pasar el fin de semana; los gastos del hotel Mayflower corren de su cuenta, dos habitaciones. Sé que te lo digo con poca antelación, pero deberíamos ir.

Sarah miró los sacos de arpillera con sus promesas de nuevos paisajes, nuevas calles, nuevos rostros.

—Y aquí viene lo mejor —siguió Nate—. He llamado al Kennedy Center y este sábado la Sinfónica Nacional y el coro de Robert Shaw interpretan Carmina Burana. Ya no quedan entradas, pero tengo un amigo que podrá conseguirnos unas si le llamo ahora mismo.

Dios, él la conocía bien. Carmina Burana era una de sus piezas musicales preferidas. Le gustaba ponérsela fortísimo mientras plegaba la ropa limpia.

Era evidente que Nate la estaba manipulando. Pero ¿por qué usar una palabra tan desagradable? ¿Por qué no llamarlo «mimando» «cortejando» o «tentando»?

Nate le cubrió la mano con sus dedos cálidos y ella notó el liso metal del anillo de boda de su padre.

—Podemos ir juntos el viernes por la tarde, nos registramos en el hotel y comemos en algún restaurante bonito antes de ir a la exposición. El sábado podemos visitar lugares de interés y hacer compras antes del concierto… Vamos, Sarah. Vive un poco.

Sarah no retiró la mano. Nate tenía razón; ella necesitaba vivir, más que un poco. Y quizás él pudiese ayudarla. Quizá, como Margaret había dicho, se podían hacer bien el uno al otro.

—Sí, me gustaría —dijo a Nate.