Capítulo 18
El viernes llegó con Sarah sentada en la cocina de Margaret, exprimiendo un cuarto de limón en un filete de salmón frío. El salmón estaba en una fuente de plata, enmarcado en tomates cherry cortados como tulipanes en miniatura rellenos de crema de queso y olivas negras picadas. Margaret removía un cazo de salsa de cacahuete que tenía al fuego mientras tomaba una copa de Pinot Noir.
—¿Puedes echar un vistazo a la parrilla? —preguntó, y Sarah cogió una bandeja de la encimera y salió a la terraza.
Noviembre se había apoderado de Virginia; los árboles estaban desnudos y el aire olía a hojas quemadas. Alzó la tapa de la parrilla y se inclinó para calentarse la cara. Dentro había dos docenas de pequeñas brochetas de pollo, un poco chamuscadas, para comer con salsa saté. Las volvió con unas pinzas que colgaban a un lado de la parrilla, apartó las que ya estaban hechas y las sustituyó con tiras crudas de una bandeja cercana. Chisporrotearon y silbaron al tocar la parrilla. Llevó la bandeja a la cocina y volcó los pinchos en un gran cuenco de madera para ensalada.
—¿Cuántos crees que tenemos? —preguntó Margaret.
—Unos cuarenta y cinco.
—Necesitamos el doble.
Sarah se sirvió una copa de vino, después se apoyó en el fregadero mientras recorría con la vista la habitación. El día anterior se había reunido con Margaret para pasar la tarde cocinando con algunas amigas de ambas, y ahora la encimera estaba repleta de brownies de menta, fresas recubiertas de chocolate y tartaletas de lima.
—Esto es más complicado que mi boda. —Sarah tomó un sorbo de vino y lo paseó en la boca.
Margaret se acercó y brindó con la copa de Sarah.
—No haría esto por cualquiera.
—Eres un sol.
—La exposición será estupenda —dijo Margaret—. Pasé por la galería ayer para comprobar la cocina y elegí un cuadro para mí, un paisaje con nubes de tormenta sobre un granero. Tendrás que ayudarme a decidir dónde lo cuelgo.
—Tendrías que ponerle un marco más bonito. David sólo clavó unas piezas de madera negra a los lados.
—Los marcos pueden ser una distracción —replicó Margaret encogiéndose de hombros.
Volvieron a los fogones mientras Sarah apuraba su vino.
—Dime qué más hay que hacer —dijo a su amiga, sirviéndose otra copa.
—Si cortas las baguettes, creo que lo tendremos bastante bien. —Margaret puso una tabla de cortar en la mesa y tres grandes bolsas de la panadería al lado—. He comprado una docena.
Sarah sacó un cuchillo de sierra de un cajón de debajo del microondas. Sabía dónde encontrar todo en esa cocina: los cazos, los cuchillos mondadores, las tacitas de bebé antiquísimas que Margaret guardaba para sus futuros nietos.
Margaret trasladó la salsa de cacahuete a una fiambrera y luego se sentó a la mesa.
—¿Has visto a David últimamente?
Sarah titubeó, el cuchillo suspendido sobre el pan. Qué bonito sería decirle la verdad, dejar que el peso de las últimas semanas se desenmarañase en una larga frase.
—Lo vi la noche de Halloween, en un sueño. Se sentó a la mesa de mi cocina y me contó todo su viaje en kayak. Dijo que estaba bien y que no me preocupase. Se ha convertido en una especie de naturalista, un amigo de los pájaros y los árboles. Y ha vuelto a pintar. Su cielo está lleno de pintura.
Margaret hizo un gesto de asentimiento mientras se servía más vino.
—Yo aún sueño con Ethan. Suele estar en el jardín, es primavera y el manzano está en flor. A veces nos echamos juntos debajo y miramos entre las ramas. Pero en cuanto intento tocarlo, despierto helada.
Se abrió la puerta de la entrada y Judith entró como una exhalación.
—Bien, señoras, he comprado todas las galletas saladas que había en Jackson. —Hizo un gesto hacia sus copas de vino—. Veo que ya habéis empezado la fiesta.
Margaret alzó la botella.
—¿Te apetece una copa?
—No, gracias. Tengo mucho que hacer. Todo lo que has pedido está en el maletero de mi coche. Tengo camareros estudiantes organizando las bebidas. ¿Qué puedo llevarme ahora?
Margaret abrió la nevera y cargó a Judith de bolsas de espárragos tiernos congelados. Judith y Sarah hicieron viajes al coche cargadas con terrinas de crema de cangrejo, de espinaca y agria con limón y eneldo. Margaret les dio cucharones de plata, cuencos de cerámica y dos manteles bordados, planchados y plegados en perchas.
—Es el mejor banquete que hemos tenido en una inauguración. —Judith sonrió mientras Margaret le tendía una rueda de Brie cubierta de almendra—. Deberías pensar en dedicarte al catering. Eres mucho mejor que los tipos que suelo contratar, y les pago una fortuna.
Margaret puso una nota en el Brie, con las instrucciones para calentarlo.
—Cocinar es un acto de amor. No lo hago para desconocidos.
Sarah sostuvo la puerta del coche mientras Judith colocaba una última bandeja de gambas en el asiento del copiloto.
—Dile a Margaret que volveré por el resto de la comida dentro de unos veinte minutos. Y, Sarah, tienes que vestirte. Eres nuestra invitada de honor.
Sarah esperó a que el Lexus de Judith desapareciese calle abajo, después volvió a la cocina y limpió su copa en el fregadero.
—¿Necesitas algo más?
Margaret espolvoreaba azúcar glas en los postres; una suave nevada caía del tamiz.
—Estoy bien. Puedes irte.
De vuelta en casa, Sarah entró en la habitación de invitados, donde los espejos aún reposaban en la cama. Acercándose a las colchas, miró en el collage de cristal y vio tres ángulos de su cara, los ojos tapados por el cabello. Levantó un espejo estrecho de cuerpo entero y lo apoyó contra la cama. Era la primera vez, desde hacía meses, que examinaba un reflejo completo de su persona, y tuvo la impresión de que había perdido peso. Tenía los pómulos más pronunciados de lo habitual, los hombros, más frágiles. Las comidas se habían vuelto muy irregulares estas últimas semanas. Había días en que no probaba bocado hasta las tres o las cuatro de la tarde, y se conformaba con un plato de sopa y unas tostadas con mantequilla. Otras mañanas se regodeaba en una glotonería indiscriminada y después se asqueaba. Había tantas migas en el sofá que se sentía como si hubiese dejado un rastro para encontrar el camino a casa.
Llevó el espejo a su dormitorio, lo apoyó en la pared y empezó a desvestirse. Llevaba días preocupada por lo que se pondría en la inauguración, recordando a la enviudada Scarlett O'Hara con su vestido rojo. A la sazón, el negro era obligatorio el primer año del luto; luego venían los grises, los malvas, los blancos, los collares confeccionados con dientes de los hombres muertos y los camafeos con cabello de niños. Admiraba el gusto de los Victorianos por lo mórbido y le hubiera gustado rendirles homenaje con un toque de crespón o bombasí. Pero no tenía cofia ni velo, sólo una peineta de marfil con forma de sauce similar a un árbol de su jardín familiar. La sacó del joyero y la llevó al cuarto de baño. Dos dedos de gel para el cabello frotado en las manos fue suficiente para hacerse un moño que sujetó con un par de horquillas chinas. Inclinó la cabeza a la izquierda y colocó la peineta de marfil de manera que el sauce llorase sobre su oreja derecha.
La verdadera cuestión era la ropa. Tenía dos vestidos negros de cóctel que llegaban por encima de la rodilla, bastante apropiados para una viuda. Pero ella no era una viuda, sino una siniestra imitadora. Extendió los vestidos en la cama y retrocedió unos pasos para estudiarlos. Los tirantes muy finos no servían. La falsa viuda necesitaba, como mínimo, un sujetador. El segundo vestido era ceñido, con mangas hasta el codo que colgaban por detrás de los hombros. Con medias negras y tacones parecería más seductora que afligida, pero sus únicas otras alternativas eran vestidos floreados que llegaban hasta los tobillos.
El Mercedes de Nate se detuvo ante su casa mientras se probaba el vestido por encima de los pechos. Se envolvió en una toalla, dio unos golpes en la ventana y le indicó que entrara. La ropa interior de encaje negro combinaba con el vestido, y también el collar de rubíes de cristal y pendientes a juego que caían como gotas de sangre resplandeciente. Alzó los frascos de perfume y dejó que la luz brillase a través del cristal dorado y zafiro. Allure, Obsession, Tender Poison. Se perfumó el cuello, las muñecas y el cabello con Vanity. Entró en el baño y abrió el armarito de pared.
Allí estaban Prozac y Lunesta, esperando su momento. Los apartó y extrajo una caja plateada que llevaba casi un año sin tocar. La dejó en el tablero, alzó la tapa y empezó a rebuscar entre el rímel, lápices de ojos y pintalabios viejos. Un matiz de «resplandor ahumado» le pareció adecuado para sus mejillas, así como una capa de «bruma caoba» en los párpados. Resaltó la frente con un sutil toque de dorado y utilizó un lápiz escarlata para el contorno de los labios, que coloreó con Beaujolais Nouveau.
De nuevo en la habitación, buscó en los cajones hasta encontrar un bolso de terciopelo negro. Unos pañuelos de papel, un peine, cuarenta dólares y cerró el broche dorado del bolso. Se miró en el espejo, se frotó las mejillas con las palmas de las manos y suspiró. No se podía hacer más.
Nate esperaba en el sofá, concentrado en un libro ilustrado de pinturas de Kandinsky. Llevaba un jersey de canalé blanco de cuello alto y una americana oscura informal, lo que le confería el aspecto de un elegante capitán de barco.
—Ah del barco —dijo Sarah al entrar en la sala.
—Vaya, estás fantástica. —Nate cerró el libro y se puso en pie. Metió la mano en la chaqueta—. Tengo algo para ti.
Los dedos se abrieron, mostrando un capullo de rosa roja con una punta de helecho.
—Qué bonito. —Sarah rio mientras se prendía la rosa en el pecho—. Me siento como si fuera a un baile.
Nate cogió el abrigo de Sarah del armario y lo sostuvo mientras ella pasaba los brazos. Luego abrió la puerta e inclinó la cabeza.
—Después de ti.
Llegaron a la galería con quince minutos de retraso y ya la encontraron a rebosar; una oleada de ruido los recibió cuando abrieron la puerta. Sarah no había estado cerca de una multitud desde el día del funeral y la presencia de tantos cuerpos en un único espacio se le antojó antinatural, pero la retirada no era posible. Las cabezas se habían vuelto; los amigos se acercaban.
El primero en alcanzarla fue el catedrático de inglés, un hombre mayor que le tomó la mano entre sus dos cálidas palmas.
—Querida mía, es una exposición preciosa. Una maravilla.
Después llegaron un par de enfermeras entusiasmadas con los cuadros, que insistieron en cuánto echaban de menos a David. Tras ellas Sarah vio a los Foster, los Warren, los Dove, Carver y su hijita y la socióloga pelirroja del grupo de viudas de Margaret.
Cuando Nate le retiró el abrigo de los hombros, Sarah se sintió completamente expuesta. Su vestido era demasiado corto, los tacones, demasiado altos, su cuello, demasiado pálido y desnudo. Pero Judith, gracias a Dios, apareció entre la multitud con una blusa transparente que dejaba entrever un sujetador de encaje negro y unos pechos pecosos.
—¡Menuda entrada espectacular! Habéis iluminado la sala.
Mientras Nate se dirigía al guardarropa, Judith tomó a Sarah del brazo:
—La asistencia es increíble, y les encanta la obra.
Sarah echó un vistazo a la sala. Éstas eran las personas del funeral, cuyos repetitivos pésames la habían llenado de desprecio. Entonces había estado sumida en el aislamiento del luto y no quería más que estar en la cama, con su gato y una botella descomunal de Chardonnay. Pero ahora sentía consuelo en este regreso de los fieles. La fricción eléctrica de tanta seda y cachemir destilaba la extraña impresión de que la vida continuaba.
Sarah inclinó la cabeza.
—¿Eso es Bach?
Judith la tomó del codo.
—Ésta es mi sorpresa, ven a ver.
Junto a la ventana en el saledizo que daba al jardín, Judith había dispuesto un dúo de flauta y guitarra. Sarah reconoció a la guitarrista: era la estudiante que había cuidado de su casa el verano anterior. La chica sonrió y saludó con un gesto antes de concentrarse en sus dedos, que golpeaban los trastes como acompañamiento de percusión.
—El mérito es de Margaret —explicó Judith—. Me dijo que habías tocado la flauta en tus años de universidad y que a ti y a David siempre os había gustado la música clásica.
Sarah asintió mientras escuchaba el aliento que revoloteaba sobre la melodía del flautista.
—¿Os traigo algo para beber? —Nate había vuelto a su lado.
Judith le tendió su copa.
—Otro vino blanco para mí.
Nate sonrió a Sarah:
—¿Vodka con tónica y lima?
—¿Cómo lo sabías?
—Diecisiete años de reuniones familiares. —Nate desapareció entre la multitud.
—El presidente Wilson está aquí con su esposa. —Judith alejó a Sarah de la música—. Tienes que hablar con él. Está pensando comprar algo para el vestíbulo de Cabot Hall.
Un hombre alto de cabello gris estaba de pie en un rincón, rodeado por un pequeño grupo de profesores. A su lado había una mujer ataviada con un vestido rojo de botones dorados, perfecto para un té republicano. Dos chicas estudiantes con corbatas negras ofrecían tentempiés en bandejas de plata y la mujer de los botones dorados se deshacía en elogios con una gamba al coco. Se volvió cuando Sarah y Judith se acercaron.
—Oh, Sarah. —Extendió una mano cargada de anillos—. Es un homenaje encantador. Echamos tanto en falta a David…
Sarah se preguntó si Myra Wilson era capaz de recordar la cara de David; la única ocasión en que le había hablado era en busca de consejo por su sinovitis del codo. Entretanto, Jim Wilson estaba quince centímetros por encima de su esposa; su postura permanentemente rígida debía de ser una exigencia del trabajo.
—No sabía que David era un artista —dijo Wilson mientras recorría las paredes con la vista—. ¿De dónde sacaba el tiempo?
Sarah detectó un levísimo matiz acusatorio en la frase, el tono de un jefe obsesivo que acaba de descubrir a un haragán.
—Veinte años de ratos libres —replicó—. Algunos de estos cuadros se remontan a su época de estudiante de medicina.
—Una obra hermosa. Estoy pensando en uno de los paisajes más grandes para nuestra escuela de comercio. Esa escena invernal en el bosque me recuerda a Robert Frost. «El bosque hondo y fusco veo…».
—Díganos —interrumpió su esposa—, ¿quién es el hombre que ha venido con usted?
—Sí —se unió una de las profesoras—, estábamos diciendo lo extraño que ha sido verlos llegar juntos. Como si David fuese su acompañante.
Sarah señaló el bar.
—Es Nate, el hermano de David. Es asesor de inversiones en Charlottesville. Tiene mucho éxito. Aquí viene.
Nate se abrió paso entre la multitud con una copa de vino y dos cócteles formando un triángulo entre sus manos.
—¿Tú qué has pedido? —Sarah desenredó el vodka de las manos de Nate, mientras Judith cogía su vino.
—Chivas Regal con hielo.
—Nate, te presento a Jim Wilson y su esposa Myra. Jim es el rector de la universidad.
—Por supuesto. —Nate le dirigió una levísima inclinación de cabeza—. David apreciaba su apoyo al nuevo centro sanitario para los estudiantes.
Bien hecho. Sarah sonrió. No había imaginado que Nate prestase atención al trabajo de David.
—Esperamos poder empezar las obras el año que viene —replicó Wilson—. La economía actual ha pasado factura a nuestras donaciones. Creo que ésa es su línea de trabajo.
—Sí, intentamos capear el temporal. —Nate deslumbró a Myra con una sonrisa inteligente mientras alzaba su whisky—. Lo que no nos mata, nos hace más fuertes.
Sarah se disculpó para ir a comer algo, segura de que Nate estaba en su elemento. Siempre sabía cómo manejar a los ricos; al final de la conversación, le pedirían su tarjeta.
Hablando aquí y allá, se abrió paso hasta el centro de la sala, donde un grupo ruidoso pululaba alrededor de una mesa de más de tres metros. Una fuente de flores rebosaba en el centro y parecía salpicar la comida de pensamientos y violetas comestibles. Sarah mojó una brocheta de pollo en la salsa de cacahuete y la espolvoreó con cilantro.
—Hola, querida, estás fantástica. —Margaret surgió de entre la multitud y le pasó el brazo por la cintura.
—La comida es deliciosa; todos están encantados —dijo Sarah.
—Les encantan los cuadros; ¿te has fijado? Casi todos están reservados.
Una estrella dorada pegada en la esquina del marco indicaba si un cuadro se había vendido, y cuando Sarah miró a su alrededor, vio que la sala era una galaxia centelleante.
—Todos quieren su memento mori.
Pero interiormente se sentía complacida. Nunca había estado en una exposición donde más de la mitad de los cuadros se vendiese la noche de la inauguración. David habría estado contentísimo.
—Por cierto, —Sarah tomó un largo trago de vodka—, Judith quiere que salgamos después, para celebrar la inauguración. Estás invitada.
—Gracias, pero Judith es un poco demasiado para mí… De todos modos, ésta es toda la celebración que necesito.
Margaret alzó la copa.
—¿Quieres que te la llene? —Nate estaba al lado de Sarah, sacándole la copa medio vacía de la mano—. Acabaré siendo íntimo del barman. ¿Quieres otra? —preguntó, señalando la copa de Margaret.
—No gracias; estoy bien así. —Alzó una ceja mientras Nate se alejaba—. Vaya, vaya. Es muy servicial.
—Ha sido muy amable.
—¿Ah, sí? —Margaret lo siguió con la vista, mientras Nate charlaba con las mujeres casadas de la barra—. Es una belleza, ¿verdad?
—Sí. —Sarah se concentró en una fuente de bruschetta—. Es su vocación.
El tintineo de una copa atrajo la atención de todos al centro de la sala, donde una camarera había colocado un pequeño taburete a los pies de Judith. Al encaramarse, Judith extendió los brazos para abrazar a todos los presentes.
—Gracias a todos por venir. Creo que hablo en boca de todos cuando afirmo que lo único que podía completar la noche sería que David estuviese aquí para disfrutar del éxito. —Alzó su copa—. Un brindis por nuestro amigo, nuestro médico y uno de los más asombrosos talentos ocultos de nuestra comunidad, David McConell.
Las copas centellearon por la sala.
—Sé que todos estáis tan impresionados como yo con estas hermosas pinturas. Si queréis una y no habéis tenido la oportunidad de reservarla, quedan unas pocas. —Señaló con un gesto los óleos de mayor tamaño; luego señaló de forma imprecisa los bocetos—. Yo misma estoy tan impresionada con la obra de David que he decidido exhibir algunas de sus mejores piezas en mi galería de Washington. Si vais a viajar a DC en diciembre, espero que paséis por Wisconsin Avenue para ver la exposición. Contará con algunos de los mejores artistas del sur del país.
Otra ronda de aplausos.
—Y ahora quiero proponer otro brindis para los familiares de David que nos acompañan esta noche. Todos conocéis a Sarah. —Las copas brillaron en su dirección—. Y si no conocéis al encantador hermano de David, Nate, os recomiendo que lo hagáis. ¿Dónde estás, Nate?
Nate hizo una seña desde el bar y Judith lo señaló con una de sus largas uñas rojas.
—Un brindis por Sarah y Nate McConell.
Sarah se ruborizó mientras todos alzaban sus copas.
—Parece que Judith te ha casado —susurró Margaret.
Al ver que Nate se acercaba con más bebidas, Margaret dejó a Sarah con un beso en la mejilla.
Dos horas y tres copas más tarde, Sarah y Nate estaban en el vestíbulo despidiendo a los últimos invitados. Nate había estado divirtiendo a Sarah con recuerdos de la infancia, viejas historias que adquirían un nuevo matiz vistas desde la perspectiva del hermano menor y, por primera vez desde hacía un año, Sarah estaba contenta. En parte era el alcohol; siempre que la cruzaba, la sala se mecía como la cubierta de un barco. Pero también sentía la adrenalina de la felicidad: se había vendido toda la obra, todos los asistentes parecían de buen humor. Al pasear la mirada por los cuadros plagados de estrellas, Sarah pensó que quizá David había hecho lo correcto: al morir, el médico se había transformado en artista.
Judith calculaba los beneficios con una calculadora de bolsillo.
—¿Por qué no os vais al bar? Nos encontraremos allí. —Y, señalando la mesa que tenía ante ella—: Y llévate las rosas, es tu noche.
Dejaron el jarrón en el coche de Nate y caminaron dos manzanas hasta llegar a un bar ruidoso donde un concurrido grupo ya estaba de celebración en una mesa de la esquina. El grupo aplaudió a Sarah y Nate cuando entraron y les señaló dos sillas libres. Sarah se sentó junto a una joven asiática que reconoció como la nueva doctora de la universidad. A Sarah le gustó que una mujer fuese el nuevo médico de los estudiantes.
—Meili, ¿verdad?
—Sí. —La mujer sonrió—. Yo invito a la siguiente ronda. ¿Qué queréis tomar?
—Kahlúa con nata para mí —dijo Sarah.
—Tomaré lo mismo —añadió Nate.
El local era ruidoso y estaba lleno de humo; Sarah era incapaz de distinguir las diferentes voces que la rodeaban. Las caras hablaban en su dirección, ofreciendo una combinación de felicitaciones y condolencias, y ella sonreía y asentía constantemente mientras se sumía en sus propios pensamientos, donde el aroma a tabaco se mezclaba con Royal Copenhagen.
Cuando Judith llegó, se sentó frente a Sarah y Nate. Se inclinó sobre la mesa, los tomó a ambos de la mano con sus finos dedos, y prácticamente gritó:
—Quiero que los dos vengáis a Washington para la inauguración. Tengo una cuenta en el Mayflower para los artistas de visita en la ciudad. Podéis quedaros todo el fin de semana.
Sarah siguió asintiendo y sonriendo, mientras saboreaba el Kahlúa frío y dulce. Imaginó el Capitolio en diciembre, columnas blancas y frías como el hielo del fondo de su vaso.
—¿Quieres otro? —preguntó Nate, y ella sonrió como respuesta.
Sarah se recordaba riendo cuando entró esa noche en su casa. Nate dejó las rosas en la mesa de la sala y su americana y el abrigo de Sarah en el respaldo de una butaca mientras ella se desplomaba en el sofá.
—Tendrías que beber un poco de agua. Nate fue a la cocina y volvió al instante con dos vasos de agua.
«Igualito que su hermano —pensó Sarah—; siempre cuidando de las necesidades corporales». Se bebió el primer vaso diligentemente, dos tercios de un tirón, y luego él le tendió el suyo.
—Gracias por ser tan encantador.
Sarah posó la mano en la rodilla de Nate, y él alzó los dedos para besarlos.
Sarah era incapaz de decir lo que pasó a continuación. ¿Fue su mano la que acarició el cabello de Nate? ¿O fue Nate quien, los dedos detrás de la cabeza de Sarah, la atrajo hacia sí y cerró los ojos? En cualquier caso, ella encontró la cabeza de Nate acunada en su palma, su boca a centímetros de las hermosas pestañas de él. Era una lástima, pensó, que un hombre tuviera esas preciosas pestañas, con tantas mujeres condenadas al rímel. Eran como alas de mariposa, abriéndose y cerrándose.
Después Sarah recordaba el sabor de aquellos labios, —Kahlúa, whisky y vino— y el tenue aroma a tabaco cuando Nate se quitó la camiseta por encima de la cabeza. Tenía el torso suave como el de un muchacho y sintió aquel corazón latiendo en sus labios, su lengua, sus pechos. Nate bajó la boca a su cuello y las flores de la tapicería se fundieron con las rosas de la mesa. La sala era un jardín inmenso y fragrante, lleno de mariposas, y Sarah sonrió mientras los pétalos se fundían en líquido.