Capítulo 4
La mañana siguiente, temprano, cuando al este el horizonte se demoraba en un incipiente amanecer azul, unos golpecitos despertaron a Sarah. En su sueño, los nudillos blancos de David golpeaban la ventana; sin embargo, al incorporarse, el sonido se volvió líquido. Descalza y mareada, entró en el baño y descubrió una toalla mojada que goteaba de la barra de la ducha. ¿De dónde había salido ese objeto ajeno? No había estado ahí anoche, de eso estaba segura, pero cuando lo descolgó de la barra y lo escurrió en la ducha, el gesto le resultó familiar.
De vuelta en el dormitorio, advirtió que las ventanas estaban bien cerradas (por lo general, las dejaba abiertas al aire nocturno) y cuando pisó la moqueta de debajo del alféizar, la encontró húmeda. Se habría desatado una tormenta después de la medianoche. Se habría levantado a cerrar las ventanas y secar charcos por toda la casa. Era extraño que no lo recordara, pero la frontera entre el sueño y la vigilia se había vuelto muy tenue durante las últimas semanas.
Fuera, el césped brillaba por la lluvia helada, lo que le trajo a la memoria la mañana de la muerte de David. También entonces se había desatado una tormenta de madrugada y ella había recorrido la casa con una toalla, cerrando las ventanas que daban al norte y al oeste. David estaba ausente, de excursión en kayak. Quería pasar dos días remando por el Shannon hacía el sur, a través de la cordillera Azul.
La mañana anterior lo había llevado en coche al punto de partida y le había ayudado a transportar el kayak hasta el agua. Un último beso descuidado, mientras le metía la cartera en el bolsillo del chaleco salvavidas, y después había retrocedido para verlo ejecutar el breve ritual de preparación. Aún lo recordaba, ajustándose la correa del casco a la barbilla, guardando la cámara, los bocadillos y el móvil en la bolsa estanca de la parte trasera del kayak, colocándose el cubrebañeras alrededor de la cintura y finalmente entrando en el agua y acomodándose en la embarcación. Por lo general, a mediados de verano el agua estaba demasiado baja para remar; los kayaks rozaban con las rocas en cada rápido. Sin embargo, ese julio había sido inusualmente lluvioso y hasta los largos tramos llanos del Shannon fluían a un ritmo constante. Con un golpe de remo, David se alejó de la orilla, despidiéndose con la mano mientras lo arrastraba la corriente. Pensaba remar cinco horas ese día, y detenerse a medio trayecto, en el condado vecino, donde tenían una cabaña junto al río.
Normalmente, Sarah hubiese ido con él; ambos conocían la importancia de viajar en compañía. Pero ella había accedido a ayudar en la matriculación de los cursos de verano de la universidad y David estaba decidido a aprovechar la semana que tenía libre. Sarah le había pedido que no fuese, que esperase otra tarde en que un amigo pudiera acompañarlo; ahora seguía disgustada por el exceso de confianza de David, por negarse a atrasar el viaje. Pero ¿de qué servía regañar a los muertos?
Esa noche David la había llamado. El río había sido una maravilla. Le contó que había visto dos ciervos, varias truchas y unos niños lanzándose al agua desde una cuerda. Al atardecer había instalado un caballete en la terraza de la cabaña y había pintado los árboles de la ribera. La pintura era una pasión de siempre, que David sólo se permitía algún que otro fin de semana. La cabaña era su principal estudio y el sótano, con sus altas ventanas, su segunda elección. Si David pintaba, todo iba bien.
Por tanto, cuando el trueno la había despertado ese domingo por la noche, ella no se preocupó. No pensó en el río, que crecía lentamente, que modificaba su ritmo y su color. Sólo ahora, con los árboles aun goteando, los ríos ocupaban todo su pensamiento. Cuando regresó a la cama, se imaginó corrientes atascadas por hojas y ramas caídas que se metamorfoseaban en brazos musgosos y tiraban de ella.