Capítulo 1
El marido de Sarah McConell llevaba tres meses muerto cuando ella lo vio en el supermercado. Estaba en el pasillo de artículos de temporada, contemplando una muestra de calabazas de plástico, cuando, brevemente, alzó la cabeza y la miró a los ojos. Allí, en su rostro inalterado, Sarah vislumbró una combinación tan extraña de añoranza e indecisión que su primer impulso fue correr hacia él y estrechar su cuerpo contra esa inolvidable camisa de franela verde. Pero la embargó una sensación tan fría de nerviosismo, de sangre palpitante, que su única respuesta fue una muda parálisis. En los segundos que tardó en recuperar el aliento, él ya había doblado la esquina y se había ido.
Oyó el grito entrecortado antes de reconocer su propia voz: «¡David! ¡Espera!». Luego abandonó el carrito y corrió tras él.
Cuando llegó al final del pasillo y dobló a la izquierda, no vio más que un muro de leche y huevos, mezclado con las caras de desconocidos recelosos. Comprobó de inmediato un pasillo tras otro, sin encontrar nada de nada. Corrió a la entrada de la tienda y buscó en dirección contraria, miró en los pasillos a la izquierda, comprobó las colas a la derecha. Las hileras de papel de cocina, fruta envasada y cajas de cereales nunca le habían parecido tan estridentes; los logos dibujados se mezclaban con sus confusos pensamientos.
Se apresuró al aparcamiento y gritó de nuevo el nombre de David. Pero entre el puñado de personas que abrían las puertas de sus vehículos y cargaban los maleteros, no había hombres morenos vestidos con vaqueros y franela verde.
Cuando regresó al supermercado, el encargado ya bajaba de su cubículo elevado. Su sonrisa anodina parecía asegurar que ya había visto todo eso antes. Una madre presa del pánico por un niño perdido. Con un reducido equipo de búsqueda, acabarían por encontrar al preescolar errante embobado ante el tanque de las langostas o escondido detrás de una bombona de helio.
—¿Ha perdido a alguien?
Las palabras se demoraron en la cabeza de Sarah.
—Sí. —Había perdido a alguien.
—¿Qué aspecto tiene?
Los ojos oscuros de Sarah seguían escrutando el supermercado. Presentía vagamente que, si se quedaba junto a la salida, le cerraría el paso a David.
—Llevaba su gorra de béisbol de los Yankees.
—¿Cómo se llama?
—David.
—¿Qué edad tiene?
—Cuarenta y tres.
La sonrisa del encargado se marchitó.
—¿Cuarenta y tres?
Sarah se paró a examinar al hombre. Reparó en su negra corbata, la tarjeta roja, blanca y azul con su nombre y su frágil paciencia.
—Es mi marido.
Fue casi cómico, lo rápido que la amabilidad se borró del rostro del hombre. A sus ojos no era ya una madre joven y encantadora, necesitada de un brazo firme. No era más que otra chiflada ruidosa, una mujer madura de expresión desencajada cuyo cabello castaño escapaba de las horquillas plateadas.
—¿Quiere que lo llame por megafonía?
Las palabras eran más displicentes que curiosas. Los pensamientos del encargado ya regresaban a la pantalla de su ordenador.
Sarah se imaginó esperando en Atención al cliente mientras un desconocido llamaba por megafonía a su difunto marido, y gradualmente la histeria empezó a abandonarla. ¿Por qué había venido ella aquí? ¿Qué quería de este lugar?
—No hace falta.
Lo único que deseaba era volver a la tranquila seguridad de su casa.
Al salir de nuevo al aparcamiento, advirtió cuánto había empalidecido el cielo. Las hojas de los arces, tan encendidas dos semanas antes, estaban arrugadas y caían como ceniza. Cuando cruzó la calle, notó el viento de octubre a través del punto del suéter.
Entró en el Volvo ranchera, cerró la puerta, se abrochó el cinturón de seguridad y metió la llave en el contacto. Luego se reclinó en el asiento, cerró los ojos y lloró muy, muy quedamente.