Capítulo 30
—¿Qué hiciste en Nochevieja?
David estaba ante una tabla de cortar, untando una fina rebanada de pan integral con mayonesa. Era el cuatro de enero y Sarah había ido como un acto de penitencia.
Se sentó a la mesa y contempló el río helado.
—Miré unos fuegos artificiales. ¿Y tú?
—Me acosté antes de medianoche. Pero por la mañana me vestí temprano y fui a pasear. Había caído la primera nevada del año y nunca había visto un mundo tan silencioso.
Se lavó las manos y vino a la mesa con un plato de emparedados de jamón.
—Había huellas de ciervos que se internaban en el bosque y las seguí unos cien metros, pero no encontré nada. El río estaba helado en los tramos llanos, así que caminé por encima y me alejé unos tres metros de la orilla, hasta que empecé a ver burbujas bajo mis botas. Entonces retrocedí al hielo más grueso y me quedé ahí, en el río, mirando los acantilados.
Lo dijo sin emoción en la voz, lo que hizo que Sarah se volviese hacia él.
—Suena bien.
David negó con la cabeza.
—Demasiado silencioso. He decidido que éste es el último invierno que pasaré aquí, en la cabaña.
—¿Adónde irás?
—No lo sé. Tengo que pensarlo.
David se llevó un emparedado al sofá y se puso la misma película de El señor de los anillos que había visto toda la mañana. Sarah se dijo que había cometido un error al introducir un televisor en la tranquila quietud de la cabaña. David nunca había sido un teleadicto en Jackson; allí había estado demasiado ocupado con los pacientes, la pintura y las cenas a las que acudían. Pero ahora su cabeza estaba llena de mundos bidimensionales. Suspiró, apartando la vista, y pensó que él tenía razón: no debía pasar otro invierno allí.
Se calzó las botas de montaña y el anorak de Gore-Tex y se dirigió a la puerta.
—Voy a dar una vuelta, ¿vienes? El no respondió.
Fuera la nieve se fundía, dejando charcos cubiertos por una fina capa de hielo. Pisó uno con la planta del pie y la superficie se resquebrajó en una amplia telaraña blanca, lo que le recordó el accidente de tráfico que ella y David habían sufrido años atrás. Por alguna razón, ella no llevaba el cinturón puesto y cuando un coche les embistió por detrás en un semáforo en rojo, su cuerpo salió disparado hacia delante y se dio de cabeza contra el parabrisas. Unas resquebrajaduras blancas se extendieron como corrientes eléctricas.
Recordó con qué suavidad la había examinado David cuando esperaban a la policía fuera del vehículo. Le había alzado los párpados con la yema de los dedos para buscar señales de conmoción cerebral en las pupilas y después, con igual dulzura, había recorrido con el dedo los huesos de la frente y los pómulos, la mandíbula y la nuca.
—¿Te duele aquí? ¿O aquí?
No, el dolor estaba bajo el flequillo, donde un cardenal del tamaño de una pelota de golf se había hinchado en tonos lavanda, lima y azulón.
—El cuerpo es frágil —había dicho David mientras le apartaba el cabello de la frente—. Debes cuidarte.
Sarah recordó esas palabras junto al río, abrazándose con fuerza la cintura. Lo había amado por la ternura que le profesó esos días, sobre todo después de la muerte de los padres de ella, cuando quería sentirse guiada, mimada y reconfortada; había amado sus cuidados casi paternales. Sólo recientemente la autoridad de David había empezado a crisparla, y la infelicidad que ella sentía con su vida se había manifestado como insatisfacción hacia él. Entonces había comprendido cómo era posible que un hombre, sin hacer nada equivocado, se equivocase a diario, día tras día.
Ahora había llegado el momento de las decisiones. Si David se iba, ella debía decidir si seguirlo: dejar la casa, la facultad, la ciudad y, sobre todo, a Margaret. El único propósito de Año Nuevo que tenía por ahora era despedirse de Nate, algo que no había conseguido en las Bahamas. Le había parecido descortés acabar con la relación después de que él se hubiese gastado tanto dinero y ella había querido disfrutar del ron y la playa sin resquemores entre ambos.
Pero ahora ya no había excusas. Sarah lanzó una piedra a la orilla opuesta. Tendría que poner fin a su aventura con Nate y decidir qué hacer respecto a David.
Durante las semanas siguientes, arraigó la indecisión. El invierno le robó cualquier iniciativa y reanudó su antigua costumbre de quedarse en la cama hasta mediodía y andar por la casa con calcetines gruesos y albornoz. Pasaba en la cocina sus escasas horas de actividad, pues experimentaba una creciente prodigalidad hacia la tienda de comestibles. Para cenar se preparaba pad thai y sopa de coco y jengibre; para desayunar, cocía pan de calabacín con crema de queso y pina.
—Pretendo convertirme en una gorda alegre —le explicó a Margaret cuando llegó al té de los viernes con una bandeja de muffins de chocolate.
—¿En lugar de flaca y amargada? —preguntó Margaret con una sonrisa.
—Me conoces demasiado bien.
Había tomado una decisión que había logrado cumplir: no volvería a ir a Charlottesville. La pasividad era casi una estrategia; si no iniciaba nada, Nate acabaría por cansarse de ser él quien hiciera el trayecto en coche. Las montañas formaban una barrera natural que animaba a ambos a integrarse de nuevo en sus respectivos valles.
Pero cuando Nate se ofrecía a visitarla, ella no se resistía. La visitó dos veces en enero, la primera vez a mediados de mes, cuando un viernes llamó desde el despacho ofreciéndose a traer una cena india. Sarah era incapaz de rechazar a un hombre que traía comida, y por primera vez ese año se puso pendientes y un collar.
Nate la agasajó con pakoras, pan de ajo y vindaloo. Las especias les hicieron sudar y después de la cena se ducharon juntos, lavando el cuerpo del otro hasta que se sintieron mutuamente inmaculados. Por unos instantes, Sarah se olvidó de Jenny, de David y de todas las sombras que había entre ellos. Siempre que ella y Nate permanecieran en un universo privado, decidió disfrutar de su compañía un poco más.
Sin embargo, durante su segunda visita el mundo exterior se inmiscuyó. Decidieron ir a ver una película, algo insustancial pero que lograra sacar a Sarah de casa. Por desgracia, no había considerado con cuántos conocidos se encontraría en una pequeña ciudad del tamaño de Jackson, y ya en las taquillas del cine dos antiguas alumnas miraron a Nate y soltaron una risita.
—Sentémonos atrás —dijo Sarah cuando entraron en el cine.
—Pero los asientos son mucho mejores aquí —replicó Nate, que siguió andando.
A medio pasillo divisó a un trío de maestras de la escuela de primaria. Margaret estaba en el extremo y la saludó con una leve inclinación. Sarah intentó devolver el saludo con espontaneidad y Nate se sentó cuatro filas por delante. En plena película, cuando él le pasó el brazo por el hombro, sintió las miradas de las mujeres siguiendo los dedos de él, y cada caricia en su cabello fue otro castigo público. Permaneció inmóvil hasta que acabaron los créditos, cuando un adolescente se acercó con una fregona y una bolsa de basura.
Sus visitas a la cabaña no eran mucho mejores. La ausencia de color en el paisaje parecía restar vitalidad al espíritu de David. Pintaba poco y se pasaba horas cortando leña con una concentración frenética, los brazos arriba y abajo, implacable como una perforadora. Era como si intentara matar algo, batallar contra el invierno o quizá despejar un camino para ver lo que tenía por delante. Cuando descansaba ante la pantalla del televisor, apoyaba el hacha junto a su botín, un nivel que ya alcanzaba el metro de altura y seguía subiendo de forma inquietante. «El centro no se sostendrá —pensó Sarah mientras lo observaba desde el otro lado de la habitación—. Todo se vendrá abajo».
En el exterior, los paseos de Sarah se hicieron más largos y solitarios. Veía los pinos encostrados de nieve, los enebros erizados de hielo y oía dolor en el sonido del viento. «Se debe poseer un espíritu de invierno», recitó al aire, y cuando volvió a la cabaña vio, por primera vez, «esa nada que no está ahí y la nada que está».