Capítulo 2
—Hoy he visto a David.
Sarah estaba sentada en la cocina de su vecina; acariciaba el borde de una taza de café vacía con la yema del dedo. Margaret Blake, una inglesa alta de corto cabello cano, se inclinó sobre la encimera para introducir una bola plateada en una tetera azul. Sarah se preguntó si sus palabras harían que Margaret se estremeciese o se volviera de inmediato. Pero no detectó el menor titubeo en las manos de su amiga cuando buscaron el cubreteteras guateado.
Desde que, tres años atrás, la hija menor de Margaret se marchó a la universidad, el té del viernes por la tarde se había convertido en un ritual para ambas mujeres. Era un momento para hablar de jardines y política, de regañar a presidentes desafortunados y a primeros ministros inútiles.
Era asimismo un momento para el luto, pues Margaret también era viuda. Habían transcurrido cinco años desde que encontró a su marido en el jardín trasero, tendido entre un montón de ramas podadas de manzano silvestre. Durante cinco primaveras, ese mismo árbol había florecido y se había marchitado en un aniversario floral, haciendo que, en cada ocasión, Sarah se preguntase qué habría impelido a Ethan Blake, un hombre conocidamente temperamental, a ponerse, de pronto, a podar. ¿Había intuido que algo iba a truncarse ese día? ¿Que era necesario cortar una rama vieja?
Hasta entonces, sus labores de jardinería se habían limitado a alguna tarde de cortacésped. Sarah aún lo veía, las gafas de montura metálica resbalándole por la sudorosa nariz mientras mecía el cortacésped adelante y atrás, entre las lilas y las forsitias.
Desde su silla de la cocina tenía una vista despejada de la sala, donde Margaret había dispuesto un homenaje privado en la repisa de la chimenea. A derecha e izquierda, fotografías de sus dos hijas, de veintiún y veinticuatro años, alegres testimonios de salud y juventud. Entre ambas, una fotografía con marco de ébano mostraba haces de luz filtrándose entre las ramas de un manzano silvestre.
Sarah era una de las pocas personas que entendía toda la trascendencia de la imagen. Sabía que Margaret, al llegar a casa esa tarde de primavera y encontrarse a su marido pulcramente tendido sobre la espalda, los ojos sin vida abiertos al resplandeciente sol, había decidido echarse a su lado, mirar las ramas del manzano y ver lo que él había contemplado durante sus últimos minutos de vida. Allí, con las ramas en los omóplatos y la mano de Ethan tocando la suya, había quedado tan impresionada por los brillantes fragmentos de cielo azul que, después de entrar y llamar al 911, había salido de nuevo con la cámara. Y el resultado estaba en la repisa de la chimenea, un tríptico sobre el inicio y el final de la vida.
«Será algo británico —pensó Sarah— este pragmatismo ante la muerte». Margaret Blake no iba a alterarse por la aparición de un muerto en un supermercado.
—¿Dónde lo has visto? —Margaret se volvió y llevó la tetera a la mesa.
—En Food Lion.
—Creía que comprabas en Safeway.
Sarah sonrió. Qué típico de Margaret, transformar lo mórbido en mundano.
—Hacía unos recados al otro lado de la ciudad.
Menos mal que no había pasado en Safeway. Había ocho mil habitantes en Jackson, Virginia, y siempre que compraba en ese supermercado se encontraba con colegas del departamento de Inglés, o con antiguos pacientes de David. Hasta los mozos de Safeway tenían caras familiares: la adolescente con síndrome de Down, el hombre del pendiente negro. Sarah los habría evitado durante semanas si hubieran presenciado lo que ahora empezaba a considerar su «episodio».
Margaret se sentó y sirvió dos tazas de Earl Grey. Depositó la tetera en una servilleta de lino y ofreció a Sarah una jarrita azul de leche con escenas de la catedral de Canterbury. Los amigos siempre traían a Margaret estos recuerdos de sus vacaciones en Europa, como si una atea de Manchester fuera a sentir nostalgia de Thomas Beckett.
—Veía a Ethan por todas partes tras su muerte. —Margaret entrelazó las manos en la taza—. Entre la gente, en el tráfico. Lo veía en un coche que me adelantaba y conducía como una loca para alcanzarlo. Pero nunca era él.
Sarah asintió con un gesto. En las primeras semanas de su viudedad, habían abundado los falsos avistamientos. Siempre que pasaba a un hombre de la complexión y el color de cabello de David sentía un breve destello de reconocimiento, invariablemente roto por la cara de otro desconocido.
—Pero esta vez fue distinto. Esta vez reconocí su camisa y su gorra de los Yankees. Y él me miró directamente.
—¿Y qué pasó?
—Desapareció.
—Oh.
Margaret dejó la taza y se concentró en el azucarero: rompió los terrones grandes con la punta de la cuchara. Sarah notó que se le tensaba la mandíbula con cada golpe plateado. ¿Qué tenía que decir para ganarse un gesto de legitimación? Las únicas palabras que le vinieron a la cabeza fueron el mismo estribillo predecible que había repetido los últimos tres meses.
—Aún no han encontrado su cuerpo.
Y aquí Margaret sí titubeó, lo bastante para mirarla a los ojos.
—Lo encontrarán.
Durante sus trece años en Jackson, Sarah había presenciado miles de riadas como la que se había llevado a David. A veces el agua aparecía en plena sequía, cuando la tierra estaba demasiado reseca para absorber una tormenta repentina. Otras veces los aluviones remataban semanas de lluvia continuada, transformando plácidos arroyos y ríos en torrentes embarrados y espumosos. Los vecinos contaban historias de pueblos de montaña arrasados por riadas nocturnas; del agua que subía la escalera de las caravanas y se filtraba entre las patas de la cama, mientras las familias dormían. Pero Sarah sólo sabía de unas pocas muertes aisladas: un universitario borracho que hacía piragüismo en una barquita hinchable en Possum Creek, una mujer al volante de un Honda Civic que intentó cruzar un puente inundado y se la llevó la corriente cuando salía por la ventanilla.
En la «riada de David», como había acabado por llamarla, había otras dos víctimas, unas hermanitas. Estaban acurrucadas bajo un paraguas junto al arroyo que había detrás de su casa cuando el bancal embarrado donde se encontraban se hundió en la corriente. La madre lo presenció todo desde el porche de su granja. En plena lluvia, gritaba a las niñas que entrasen cuando el arroyo abrió su enorme boca.
Sarah se estremecía siempre que lo imaginaba. La pérdida de esa mujer era mucho mayor que la suya. Sarah no tenía hijos y apenas alcanzaba a concebir el frío horror de ver ese paraguas bamboleándose corriente abajo. Habían recuperado el cuerpo de una de las niñas unos días después de la riada. El otro sólo recientemente, enredado entre las ramas y las hojas de la ribera del Shannon, donde desembocaban todos los arroyos de la zona. El entierro se había celebrado hacía tan sólo una semana.
Y tal vez ése era el problema. Tal vez era el entierro de la niña lo que la había inquietado los días pasados, lo que había despertado todos esos recuerdos y visiones. Sarah había leído el breve relato del periódico con algo de envidia, porque también ella estaba esperando un funeral. Muchas noches, sola en la cama, había imaginado el cuerpo de David descansando en la orilla bajo una arboleda, con el agua lamiéndole los tobillos. Otras veces lo veía flotando de corriente en corriente, entre campos y acantilados, pastos y casas, «valle abajo, cien millas o más», como dice el poema. En su imaginación, el cuerpo de su marido nunca se descomponía. Era el ahogado más guapo del mundo, arrastrado de granja en granja por el valle de Shenandoah, seguido por los ojos de los silenciosos ciervos.
Se sentía cada vez más atraída por el río. Siempre que conducía por el puente de cemento que señalaba el límite de Jackson, veía las olas y los remolinos, y calculaba para sí el nivel del agua. Últimamente la lenta corriente del río se asemejaba al ritmo hipnótico de sus tardes, horas de quietud ininterrumpida, tendida en el sofá de la sala mientras su cabeza se hundía en las profundidades del pasado. Siempre había sido una persona que podía perderse en sus pensamientos, deambular por sus rincones más alejados mientras los maestros peroraban sobre trigonometría o trilobites. De niña, había aprendido muy pronto que la imaginación era preferible a la realidad y que los libros podían ser la puerta de entrada a ensoñaciones laberínticas. De ahí su amor por los mundos ficticios, era profesora de filología inglesa.
Pero en estos momentos sus inmersiones diarias entrañaban peligro, porque tenía cada vez menos motivos para salir a la superficie; el mundo material perdía su magnetismo con cada nueva muerte. Diez años antes había perdido a sus padres —su madre, de un cáncer, su padre, de alcoholismo— y luego a David, desaparecido en el río durante una excursión nocturna en kayak. Ahora sólo Margaret podía tirar de la caña para sacarla; Margaret, enraizada en la realidad como un roble gigantesco. Sarah oyó ese acento de Manchester en este preciso instante, llamándola de vuelta a su turbio té. Margaret se quejaba de la directora de la escuela de primaria donde ella era maestra de tercero.
—Esa mujer no para de hablar de los malditos exámenes SOL, como si Moisés los hubiera bajado de la montaña. Y ahora el estado quiere que pongamos «En Dios confiamos» en las paredes, como si eso fuera a mejorar las notas.
Sarah intentó responder; le gustaba despotricar a gusto en elocuente compañía. Pero la sangre tan rápido subió como retrocedió en una ola malograda. Ofreció murmullos y gestos de indiferencia a todas las provocaciones habituales, hasta que Margaret suspiró y dejó la taza en la mesa.
—¿Duermes mejor?
—La verdad es que no. Todavía sueño mucho con David. A veces estoy con él bajo el agua, mirando hacia arriba desde el fondo. Y he descubierto que soy sonámbula. Ayer desperté y todas las cosas de mi tocador habían desaparecido. A lo largo del día fui encontrando cepillos, joyas y frascos de perfume desperdigados por toda la casa.
Margaret asintió.
—¿Tomas esas pastillas?
Ah, sí. Las pastillas para dormir. La Lunesta azul con la mariposa fantasmal revoloteando por los anuncios televisivos, hechizando almohadas y ventanas como un refulgente ángel de Morfeo.
El señor Foster, que vivía calle abajo, le había dado las pastillas dos días después de la riada. Le había puesto un frasco en la mano después de su visita para darle el pésame, diciendo «puede que esto ayude», como si la inconsciencia drogada pudiese de algún modo arreglar el mundo, como en los cuentos de hadas, donde las mujeres despertaban de un sueño envenenado para encontrar muertos a sus enemigos.
«Tú eres el enemigo —había querido decirle al señor Foster y su papada—. Tú, con tus regalos impertinentes, tu compasión engreída, tu carne repugnante». Pero en lugar de eso le había sonreído con un «gracias» mientras cerraba la puerta.
Una vez, hacía un año, David había intentado darle pastillas, cuando ella sufrió un conato de depresión. Se había presentado en casa con una caja de Prozac «por si lo quieres probar», y aunque a ella le había gustado el color verde —el nombre Lilly en cada cápsula, como si las hubiera pedido prestadas a una amiga—, se negó a probar el material. Desconfiaba de los hombres que intentaban medicar a las mujeres, que querían proteger al mundo del espectro de la histeria femenina. Pero era problema de ellos si no soportaban las quejas de las mujeres, las lágrimas de las mujeres con lunas violáceas que menguaban y crecían bajo los ojos. Sarah sabía muy bien qué aspecto tenía y cómo sonaba en sus peores días, y al cuerno si a ellos no les gustaba. La vida no era siempre bonita y alegre, cabello rizado, dientes blanqueados y la cena esperando en la mesa. A veces, la vida era una harpía amargada, encaramada a la cabecera de la cama.
Por lo que ahora las pastillas estaban, unas junto a las otras, en su botiquín, Prozac y Lunesta, como una pareja wagneriana. «Una pastilla te hará crecer y otra te hará menguar».
—No, no tomo las pastillas —replicó Sarah. Y luego, con una sonrisa amarga—: Prefiero el alcohol. Margaret sopló en el té, rizando su superficie.
—Esta semana deberías venir a mi grupo.
—¿A cuál? ¿Los cuáqueros?
—No —rio Margaret—. Ahí sólo voy cuando me conviene, llevo meses sin verlos. Pero este domingo soy la anfitriona del grupo de viudas. Creo que algunas de las mujeres te gustarían.
—Creía que lo habías dejado hacía años.
—No del todo. Las sigo viendo un par de veces al año, por camaradería. Hay algunas mujeres mayores muy divertidas.
Brillante. Una panda de viudas graciosas.
Pero Margaret prometió que haría bollos, cuadraditos de limón y pastel de chocolate, y cuando Sarah pensó en las latas de crema de maíz que le esperaban en sus armarios medio vacíos, accedió el tiempo suficiente para decir que sí, se pensaría lo del domingo.