Capítulo 16
En las estribaciones de los Apalaches, Sarah notó el viento empujando las puertas del coche. Húmedas hojas rojas revoloteaban ante el parabrisas y, de una voltereta, subían al capó. Los árboles se habían reducido a un encaje que a su derecha dejaba entrever el Shannon, bordeado por acantilados rocosos que se extendían por la orilla opuesta. Cuando la carretera doblaba a la izquierda, el río desaparecía; pero Sarah siempre volvía a él, seguía su curso a través de estratos y estratos de cordillera Azul.
Al cabo de media hora alcanzó la ladera oriental de la montaña Hogback, donde un conjunto de casas de madera blanca, una iglesia baptista y una diminuta estafeta de ladrillo formaban la aldea de Eileen. Torciendo a la derecha por Possum Run, pasó la tienda que había abastecido a David; la mesa de picnic y la máquina de bebidas se mostraban mudas y conspiratorias. Adornaban la carretera unos árboles arqueados que proyectaban sombras en el capó del coche. El asfalto dio paso a la gravilla, de la que partían caminos particulares cada trescientos metros. Habían comprado la cabaña por su invisibilidad. Hasta en invierno, con los árboles desnudos, no se veían otras casas ni se oía el rumor de carreteras lejanas. No había carteros, ni basureros, ni evangelistas. Sólo un macizo de laurel y rododendros señalaba el inicio de su propiedad.
Al doblar por el camino, advirtió cómo lo habían maltratado las lluvias de verano, dejando largas zanjas que rozaban los bajos del coche a medida que se acercaba al río. Cuando se detuvo a un lado de la cabaña, le decepcionó que nadie saliera a recibirla. Había imaginado a David esperando en la ventana, pero quizás eso era un destino de mujer. En cualquier caso, el sonido del primer vehículo que llegaba desde hacía meses tendría que haberlo atraído desde cualquier rincón de la casa o del jardín.
Al salir del coche, vio las hojas que obstruían los desagües y la pinocha del sendero. Probó la puerta y la encontró cerrada. Alzó un ladrillo oculto tras un acebo, sacó la llave y entró.
La cabaña parecía igual a como ella y Margaret la habían dejado. A su derecha estaba la cocina abierta, su fórmica verde pino despejada y limpia, con un trapo colgando del grifo plateado. A la izquierda tenía el respaldo del sofá, de cuadros verdes, blancos y menta, cubierto con la manta azul marino de ganchillo que había tejido en la universidad. Había una alfombra de cuerda ante el sofá y una mecedora con respaldo de mimbre junto a una chimenea de piedra que llegaba hasta las vigas de cedro del techo. A la derecha de la chimenea, el caballete de David todavía sostenía su cuadro inacabado, los pinceles en remojo en botes acres.
Dejó el bolso en la barra de la cocina, donde tres taburetes de madera estaban pulcramente colocados en su sitio. Cinco pasos más y se plantó ante la brillante mesa de pino con sus cuatro brillantes sillas, resplandecientes por la luz que entraba desde las puertas acristaladas de la terraza. Sarah las abrió y salió. Examinó los cojines mohosos, el cobertizo cerrado a su izquierda y el embarcadero vacío al pie del jardín. El río la tentó; bajó la escalera de la terraza y anduvo por la hierba.
El embarcadero tenía que repararse. La madera astillada formaba sonrisas sarcásticas y la barandilla estaba escorada a babor. Caminó con cautela por los maderos hasta cubrir los cinco metros del muelle. Cuando volvió la vista, la cabaña le pareció pequeña y triste, sus ventanas cerradas, un par de ojos dormidos. «Él no está aquí —pensó—. Nunca ha estado aquí».
Las ramas de un árbol flotaron a la superficie desde las profundidades del río, lo que le hizo preguntarse cómo sería ahogarse. No en el sentido metafórico —ya sabía un poco de eso—, la sensación de oscuridad cada vez mayor, el oído embotado, la opresión en los pulmones. La mitad de las personas que la rodeaban parecían ahogarse a diario, en sus preocupaciones, sus trabajos, sus excesos incontrolables. Pero no todo en la vida era metafórico. Había ríos de verdad, lagos de verdad, pulmones de verdad que respiraban agua de verdad. No había nada pacífico en ahogarse de verdad.
Cerró los ojos, levantó la cara y dejó que sus mejillas absorbieran la poco habitual calidez de noviembre. Pronto el tiempo se enfriaría tanto como su ánimo, pero el día de hoy conservaba un resquicio del verano. Ante ella, el río había crecido hasta formar una poza lo bastante profunda para lanzarse de cabeza. A su izquierda se estrechaba hasta formar un rápido suave, donde el agua saludaba a las rocas en un idioma ancestral. Sus chasquidos y consonantes vibrantes formaban conjuros y Sarah se unió mentalmente al hechizo, repitiendo tres palabras, una y otra vez: «David Robert McConell».
Unos minutos después, el chasquido de una rama le hizo abrir los ojos. Alguien caminaba por la orilla, las hojas crujían bajo sus pies. Sarah escudriñó los árboles y vio una sombra que se movía, apenas humana, una mancha de oscuridad en movimiento. Al mirar con más detenimiento, la figura adquirió piernas, brazos y dedos y, con cada nuevo apéndice, creció su pavor.
¿Qué había conjurado en el bosque? Salió corriendo del embarcadero, midiendo la distancia que le faltaba para llegar al coche. Había sido una estupidez, una absoluta estupidez, venir sola al bosque invitada por un muerto. Nada bueno podía salir de aquello.
A su izquierda, la figura ganaba altura, cabello y ropa, y cuando Sarah se volvió para mirar la linde del bosque, donde los árboles daban paso a un claro, vio un hombre completamente formado, con una caña de pescar en una mano y un cubo en la otra. Era David, que aún vestía su camisa de franela verde.
Cuando él la vio, una sonrisa tranquilizadora apareció en su rostro. Se acercó un metro, dejó el cubo y la caña en la hierba y se limpió las manos en los bajos de la camisa.
—Gracias por venir.
¿Qué era este nuevo mundo feliz, donde los muertos regresaban con sonrisas y los brazos abiertos? David avanzó unos pasos para abrazarla, pero ella retrocedió.
—No he venido por ti. He venido por tus cuadros. —David bajó los brazos—. Judith quiere hacer una exposición de tu obra.
—¿Una exposición póstuma?
David sonrió, y por reflejo ella iba a devolverle la sonrisa, pero se detuvo en seco.
—En tal caso… sígueme —suspiró David.
Cuando se arrodilló para recoger el cubo, Sarah vio dos truchas de ojos vidriosos flotando en agua sanguinolenta.
Dentro, David colocó el pescado en una tabla para cortar y entró en el dormitorio.
—Quiero enseñarte algo.
Sarah lo siguió. La cama estaba perfectamente hecha, tal y como ella la había dejado tres meses antes, pero David sacó de dentro del armario unos bocetos al carbón y tiza que ella nunca había visto. Volvió al pasillo y abrió la puerta del segundo dormitorio, donde había media docena de óleos apoyados en la pared: representaciones detalladas del paisaje que los rodeaba.
—Has trabajado mucho.
—Se me han acabado casi todos los materiales; esperaba que pudieras conseguirme más.
Claro, su chica para todo. Hacerle los recados, comprar material de pintura, facilitarle las cosas. Eso lo haría feliz, al muy egoísta. Sin embargo, cuando se arrodilló para estudiar los paisajes, parte de la amargura empezó a desvanecerse. Eran mejores que nada de lo que había pintado en los últimos diez años. Tres meses de soledad le habían permitido concentrarse minuciosamente en las telas y experimentar con el color, la luz y la textura.
—Son preciosos —dijo ella, impresionada por el cuidado trazo de cada pluma de ganso.
En el segundo dormitorio, hojeó los bocetos al carbón, deteniéndose en la última obra. Sus propios ojos, oscuros y tristes, le devolvieron la mirada. Estaba echada en la cama entre las sábanas deshechas, algo vuelta hacia el observador, con expresión somnolienta y ensoñadora. La luz se filtraba por las cortinas que había junto a la cama, iluminándole mechones de cabello que le rodeaban el pecho. El efecto era tierno, nostálgico y profundamente ajeno.
David la observaba desde la puerta.
—Elige lo que quieras. O, aún mejor, llévatelos todos. Pero quédate a comer.
Sarah se sentó a la mesa en la habitación principal y observó a David, que limpiaba el pescado. Cortó la cola, las aletas y la cabeza con precisión quirúrgica y las apartó a un lado de la tabla. Luego abrió el vientre de la trucha, extrajo los órganos, los tiró a la basura.
—Me he convertido en todo un pescador —dijo mientras retiraba la espina—. Es el único alimento fresco que por ahora puedo conseguir. En verano, la tienda vende fruta, verdura y huevos. Pero ahora sólo tiene patatas fritas y perritos calientes.
Ella observó en silencio cómo se limpiaba la sangre de las manos.
—Vi el anuncio de la exposición en el periódico —continuó David—. ¿Cómo pasó?
—Judith vino a casa a darme el pésame. Vio algunos de tus cuadros y se quedó muy impresionada. Así que la llevé al sótano y dejé que lo mirase todo. Dijo que no sabía que tuvieses tanto talento.
David rio.
—Supongo que eso es halagador.
Sarah volvió la cara al río. Él no tenía ningún derecho a estar tan satisfecho, un hombre que había escapado de sus responsabilidades, que entraba a hurtadillas en las casas a escuchar conversaciones ajenas.
—¿Cuál es tu plan? —preguntó ella—. ¿Vas a volver?
David cerró el grifo, sacó dos cervezas de la nevera y dejó una ante ella.
—No sé si, en este punto, sería capaz de volver. Sé que no podría recuperar mi empleo. No querrían a un médico que se toma tres meses sabáticos sin preguntar a nadie. Y no sé, respecto a los vecinos. Supongo que podríamos decirles que sufrí una especie de crisis nerviosa. —Desenroscó el tapón y tomó un largo trago—. Pero tú ya has cobrado la póliza, ¿verdad? ¿Y la indemnización de la universidad? Tendríamos que devolverlo todo. Podrían acusarnos de fraude.
Sarah se estremeció. No se le había ocurrido que podían culparla de aquello, que podían considerarla como algo más que una víctima pasiva.
—Voy a donar la mitad del dinero del seguro a la facultad. Para que hagan una beca con tu nombre.
David rio de nuevo.
—No creo que eso satisfaga a los de la compañía de seguros.
Las uñas de Sarah formaron finas medias lunas en sus palmas.
—¿Qué quieres, entonces?
David despegó una tira de papel de la etiqueta de la botella.
—Pensaba que podíamos irnos de excursión en kayak, como solíamos hacer. O recorrer las montañas en bicicleta. —Se detuvo para mirarla a los ojos—. Me gustaría retroceder a cómo eran las cosas hace diez años. O no retroceder, sino avanzar a un lugar distinto.
Sarah simplemente se lo quedó mirando.
—¿Has hecho que quizá nos acusen de fraude porque sientes nostalgia?
—Nadie lo sabrá, a menos que tú lo digas.
Cuando Sarah no respondió, él se levantó de la silla.
—No tengo planes más allá de esta semana, ni siquiera para esta tarde. Sólo quería verte.
Salió a la terraza y encendió la parrilla. Sarah no despegó los ojos de él, impresionada por su aura saludable. David ya no tenía la palidez que la había impresionado en la cocina de su casa. Aquí tenía las mejillas brillantes, barba de un día, brazos musculosos. A la derecha del hogar, una montaña de leña de medio metro daba fe de su principal pasatiempo; seguramente habría empezado a cortar leña cuando le desconectaron la electricidad.
David se merecía, pensó Sarah, que al volver a casa le cortara la electricidad, cambiase la cuenta corriente y le cancelara la tarjeta. A ver cuánto tiempo sobrevivía con su caña de pescar. Pero por mucho que quisiera herir a David, aplastar su alma arrogante, una parte de ella todavía lo amaba; lo amaba aún más ahora que en el último año, porque ahora su marido no tenía nada de predecible. No quedaba nada de las viejas rutinas. David había dado a su matrimonio un aura de misterio.
David sirvió la trucha a la parrilla con una rebanada de pan y un grueso pedazo de queso Cheddar, y Sarah comió en silencio, apreciando la simplicidad del almuerzo. Un par de veces pensó en decir algo conciliador, pero no se le ocurrió nada. Cuando David terminó, apartó el plato y miró el río.
—Lo que sentí cuando salí del agua y fui capaz de respirar es indescriptible. Era como si fuese una nueva persona. Se me había concedido una nueva vida y no podía volver a la antigua. Quedarme aquí me pareció la mejor opción. Quizá fue un error, pero es lo que hice, y ahora intento hacerme cargo.
Sarah llevó los dos platos al fregadero.
—Comprendo tus motivos. Sólo que no sé si quiero formar parte de esto.
Una hora después, mientras él le ayudaba a meter las pinturas y los bocetos en la ranchera, Sarah intentó hablar con ligereza:
—¿Sabes? , hay formas mejores de encauzar un matrimonio.
Y luego ya estaba en el coche, bajando por el camino. Cayó en la cuenta de que no había tocado a David en ningún momento, que no había comprobado si sus dedos se encontraban con carne sólida. Cuando miró por el retrovisor, David ya no estaba.