Capítulo 3

Cuando volvía a casa en las primeras sombras del anochecer, Sarah vio dos esqueletos colgando de los álamos de los Foster. Llevaban unas tontas telarañas de cuerda en las costillas y las calaveras tenían una expresión avergonzada. En el porche, las sábanas de dos fantasmas, aparentemente huidas de sus huesos profanados, estaban sentadas en unas mecedoras de mimbre.

Parecía el escenario de un linchamiento. Pero es el aspecto que debe tener una casa con tres niños pequeños. Cada año, los hermanos Foster celebraban Halloween con una exuberancia truculenta. Sangre púrpura goteaba de las gimientes bocas de sus calabazas.

Las otras dos casas que separaban a Sarah de Margaret tenían porches pulcramente decorados con pequeñas calabazas y mazorcas secas de maíz. Y ésa habría sido también su decoración este año, si las circunstancias hubiesen sido otras. Habría comprado también algunas flores de paja y un cuenco de calabazas barnizadas; algo de buen gusto y del todo falto de imaginación.

En los primeros años de su matrimonio, ella y David se habían desplazado hasta una granja de los alrededores para elegir las calabazas. Ella prefería las finas y alargadas, de expresión melancólica; a David le gustaban las típicas calabazas redondas de sonrisa socarrona. El reto consistía en idear variaciones anuales de esos temas: dientes de sierra y ojos bizcos y lágrimas con forma de luna. David siempre se encargaba del tallado, como parecía corresponder a un médico, aunque no hubiese tocado un escalpelo desde sus días de universidad. Cuando la operación había concluido, introducían las velas, apagaban las luces y tomaban sidra caliente mientras las calabazas brillaban en la mesa de la cocina.

No recordaba cuándo había terminado esa tradición. Cada otoño parecía más atribulado que el anterior, hasta que comprar una calabaza, por no decir tallarla, acabó siendo toda una hazaña. Halloween era cosa de niños, y los niños eran fantasmas esquivos que habían embrujado su matrimonio.

Un año se habían olvidado de Halloween por completo hasta que el pequeño de los Foster llegó a su puerta con un hacha clavada en el cráneo. Una gelatina cerebral confeccionada con pulpa de uvas rojas le supuraba del cabello. Sarah se disculpó profusamente mientras dejaba una bolsa Ziploc con galletas Oreo en el saco de dulces del niño. Sabía que los chicos del vecindario valoraban a los vecinos según la calidad de sus regalos de Halloween —desde barritas Snicker hasta los anónimos tofes de envoltorio naranja—. La gratitud desdeñosa del chico indicó que los McConell habían caído en lo más bajo de la escala del barrio. De habérsele ocurrido, Sarah le habría dado dinero, unas monedas para comprar su silencio, pero al ver más niños que doblaban la esquina, ella y David optaron por cerrar la puerta y retirarse al sótano.

Ése había sido un buen Halloween. Se habían quedado despiertos hasta pasada la medianoche, sentados a oscuras, bebiendo cerveza y viendo Historias de la cripta. Aún recordaba los ojos azules de David iluminados por la pantalla del televisor, y con ese recuerdo volvió la imagen de su cara en el supermercado, un poco ladeada hacia ella, como si tuviese algo que decirle, algo que ella debiera saber.

No le había contado a Margaret nada de la expresión de David. No le había explicado que sus ojos parecían desgarrados, la boca, a punto de hablar. Quizás ese detalle hubiese hecho más creíble su aparición. Pero ¿por qué necesitaba la aprobación de Margaret? Si lo que deseaba era legitimarse, ¿por qué no le había contado a Margaret toda la historia?

En realidad, no era la primera vez que ocurría. El fantasma de David se le había aparecido por primera vez en agosto, el día de su funeral. Fue algo extraño, una ceremonia sin cadáver ni una fecha clara de muerte. Habían pasado tres semanas de la riada y aunque los equipos de rescate habían encontrado el kayak, el remo y el móvil de David, su cadáver seguía siendo el oro oculto que ningún buceador lograba recuperar. De todos modos, Sarah seguía conservando cierta esperanza de que volviera, y cuando los familiares y amigos le sugirieron lo del funeral, interiormente ella deploró esa necesidad de pulcros finales.

Esa tarde, la hermana de Sarah había traído un poema, su sobrina, una flauta y los amigos y colegas de David, recuerdos que compartieron en una ceremonia de participación abierta salpicada de himnos aconfesionales. El acto se celebró en la capilla de la facultad y la dirigió el pastor del campus, un joven a quien no le importaba acoger el alma unitaria de David en su propia visión de un cielo presbiteriano. A ojos del pastor, la carrera de David como médico de la facultad, su batalla diaria contra casos de bulimia, clamidia e intoxicación etílica, bien merecía una recompensa divina.

Al escuchar las impresiones de aquel hombre sobre el trabajo de su marido, Sarah recordó cuánto se había alejado David de sus días en el Cuerpo de Paz. Cuando se conocieron en Nueva York, él ansiaba luchar en la interminable batalla de la mortalidad infantil. La clínica rural de las afueras de Jackson le había proporcionado una posición de primera línea, y durante cinco años volvió a casa con historias de bocas cariadas que rivalizaban con los horrores parasitarios de sus días en Mali.

La miseria de los Apalaches había deprimido y estimulado a David. Su misión era la lactancia materna, y las reparaciones domésticas, su pasatiempo necesario. Por lo que debió de parecerle un reproche silencioso todas las noches que ella, acostada a su lado, leía revistas inmobiliarias y admiraba molduras, unas baldosas o los acabados de un sótano. No era como la mujer del pescador, que insistía en pasar de la choza a la mansión y de la mansión al palacio, pero sí le pidió ese salto inicial de la fina alfombra de su primera casa de dos dormitorios, y David compartió su sueño lo suficiente para tomar nota de la inminente jubilación del médico de la universidad. Cuando el anciano doctor Malone se mudó a Florida, la decisión de solicitar su puesto había sido de David. Una vez firmado el contrato, ambos habían sido recompensados con invitaciones a los cócteles de la facultad, un plan de pensiones y un seguro hipotecario, pero ambos también supieron, sin hablarlo, que la juventud de David había tocado a su fin. Había cambiado a los hijos de los pobres por los hijos de los ricos; sus horas de voluntario en la junta del hospital fueron una pobre penitencia.

Las perlas le habían apretado el cuello más de lo normal esa tarde de agosto, cuando a las puertas de la capilla, bajo el ardiente sol, recibió una hilera de besos como si fuera la anfitriona de una lúgubre fiesta. Cada mejilla que tocaba la suya parecía absorber un poco más de aire de sus pulmones y, cuando la multitud empezó a reducirse, se retiró a un banco de piedra al otro lado del edificio. Allí, a la sombra de un fresno, la brisa le susurró su propio pésame, y notó una extraña sensación.

Sintió la inexplicable convicción de que David estaba cerca. La impresión fue tan fuerte que empezó a mirar a su alrededor, al otro lado de los setos de la capilla, al camino de madera que llevaba a la biblioteca de columnas blancas. No sabía qué esperar: ¿un sonriente fantasma bajo un árbol? ¿Una triste cara traslúcida enmarcada en la ventana de un aula? Por un instante hasta miró al cielo, donde cada nube con una forma extraña parecía esconder un secreto. Cuando nada se reveló, se dirigió a la esquina de la capilla y apoyó la mano en la fría caliza. Empezó a trazar su perímetro, imaginando a David quince metros por delante, doblando las esquinas justo delante de ella hasta que, en la entrada, sí encontró a un guapo hombre moreno: Nate, el hermano de David, que la tomó del codo y le dijo que era hora de irse.

Más tarde, esa noche, cuando sus amigos se habían marchado dejando la nevera repleta de ensaladas y guisos, Sarah sacó un juego de toallas y lo llevó arriba, a la habitación de invitados. Allí su hermana menor, Anne, se había acurrucado bajo la colcha.

Anne era una bendición; una bibliotecaria pública con un horario de verano lo bastante flexible para permitirle pasar unos días con ella. Su marido había regresado con sus dos hijas a Maryland después de la ceremonia, dejando que las hermanas emprendieran su trabajo de recuerdo y consuelo. Ya habían sobrevivido a otros funerales; un cementerio de Carolina del Sur constituía el telón de fondo de sus vidas. Como respuesta, habían aprendido a protegerse mutuamente. Sarah había asistido al nacimiento de las hijas de Anne. Ahora Anne asistía a la muerte del marido de Sarah.

Esa noche Sarah había dado a Anne un beso de buenas noches, como si fuera su hija. Le había tapado los hombros con el edredón blanco salpicado de violetas y le había acariciado el cabello. ¿Qué era lo que confería un aura de progreso a la vida de su hermana? ¿Eran sólo los niños con sus rituales anuales, cumpleaños, fotografías escolares y citas con el dentista? Lo que Sarah más añoraba de su juventud era esa sensación de crecimiento, la idea de la vida como un avance en sucesión constante: primer curso, segundo, tercero, cuarto. ¿Por qué se había sacado el doctorado, si no para perpetuar la ilusión de progresión?

De niña, había valorado la vida según su último boletín de notas; consideraba esas finas hojas de papel como un contrato social, cada sobresaliente, el pagaré de una temporada de felicidad. Había sido una estudiante aplicada, siempre deseosa de seguir el camino trazado por la escuela pública, agradecida de que le hubiesen brindado al menos un camino que seguir y asumiendo ingenuamente que el mundo estaba obligado a recompensar tantos años de obediente esfuerzo. Sólo en el instituto empezó a vislumbrar la verdad, que no había garantía de felicidad al final de su lento camino, y que la graduación era un precipicio del que la mayoría de sus compañeros de aula caerían uno tras otro en el mercado laboral. Pero ella fue a la universidad y finalmente se doctoró, aplazando la realidad con un título tras otro, cada uno un precipicio más alto del que caer.

Sarah alisó el edredón y luego bajó a su dormitorio, dejando la puerta abierta mientras se sentaba ante el tocador. La cara que la miró en el espejo estaba cansada, pero aún era bonita. De lejos, se decía para halagarse, podría pasar por una veinteañera, salvo que en la veintena no se había enroscado mechones con canas en el dedo índice. Se arrancó una y la observó, plateada y brillante.

En la universidad, el cabello le llegaba hasta media espalda, un barómetro moreno que se rizaba en olas turbulentas en las húmedas tardes de verano. Su cabello había sido una fuente de poder, el altar donde varios muchachos la habían adorado con dedos penitentes. Pero ahora, al soltarse el pasador de carey, su sensato corte apenas le rozaba los hombros. «Soy como Sansón», se había dicho; trasquilada, ciega y lo bastante furiosa, algunos días, para derribar los muros del templo sobre su cabeza. Salvo que en su vida no había nada especialmente heroico. ¿Qué podía haber de extraordinario en la vida de una mujer como ella?

Se levantó el flequillo para examinar las finas líneas que se extendían de la comisura del ojo a la sien, como los rayos que emanaban de un sol infantil. Alzó un tarro de crema de ojos, untó en ella el meñique y empezó a aplicarse lunares de crema blanca alrededor de los ojos, frotándolos en volutas invisibles. ¿Qué significaba, se preguntó, ser una mujer de treinta y nueve años, sin hijos y viuda? ¿Qué significaba estar sola por primera vez en la vida?

Fue entonces, en ese momento de autocompasión, cuando lo vio. Detrás del reflejo del espejo, David cruzó el pasillo, silencioso como una sombra.

El tocador estaba frente a la puerta del dormitorio, por lo que reflejaba el pasillo que iba a la sala. Allí, David había aparecido y desaparecido en un instante, rumbo a la cocina.

Sarah se quedó paralizada en la silla. Intuyó que no debía moverse ni volverse a mirar. Conocía la suerte de Orfeo, que se volvió demasiado pronto. En su lugar, procedió a examinar el espejo, tocando el punto en que había aparecido la imagen de David, como si su espíritu estuviera, en cierto modo, atrapado en el cristal. Cuando por fin decidió volverse y mirar el pasillo, no vio a nadie. Ciñéndose la bata a la cintura, se levantó y cruzó despacio la alfombra oriental hasta llegar a la cocina.

Encima de los fogones, la luz emitía un resplandor tenue que mostraba objetos familiares en su lugar habitual: la nevera, el reloj, la mesa de cristal, los azulejos con flores pintadas dispuestas en diagonales intermitentes sobre la encimera de granito. Sus ojos se demoraron en la puerta cristalera que daba al patio. Estaba cerrada, pero no con llave. Ella nunca la cerraba con llave; nunca antes le había preocupado lo que podría haber en el exterior.

Pero esa noche, al caminar por el linóleo y sujetar el pomo, se había parado en seco. ¿De verdad quería ver lo que había fuera? ¿Ver a su marido, de vuelta tras tres semanas en el frío río? Pensó en «La pata del mono», un relato que a veces enseñaba a sus alumnos. Recordó al hijo mutilado llamando a la puerta y muy, muy lentamente, retiró los dedos.

La luz de la cocina no le permitía ver el exterior; al otro lado de la puerta, su propio rostro se multiplicaba en cientos de rectángulos oscuros. Ahuecó las manos alrededor de los ojos y se inclinó hacia delante, la nariz casi tocando el cristal mientras las sombras del exterior empezaban a adquirir formas reconocibles: un cornejo, un enebro, una mesa de hierro forjado, un comedero para pájaros. Se apartó, con un súbito escalofrío. El problema no era lo que acababa de ver, sino todo lo que había visto antes. Su cabeza estaba poblada de escenas televisivas de manos ensangrentadas posándose en ventanas, o miradas frenéticas que se encontraban con los ojos del espectador. «Ridículo», se dijo, pero no logró sacudirse el miedo.

Pasó otro minuto mientras consideraba sus opciones. Su fugaz visión de David seguramente no era real; seguramente era un espejismo concebido por un cerebro falto de sueño. Pero ¿por qué su mente salmodiaba «déjale entrar, déjale entrar»? Cuando bajó la vista, vio su mano moviéndose como un objeto extraño hacia el pomo de la puerta. Los dedos rozaron el latón, sintieron el frío metal y, con un súbito movimiento, echaron el cerrojo.

Y entonces corrió, pasillo abajo, escalera arriba, a la habitación de invitados. Se metió en la cama vecina a la de Anne, se subió el edredón hasta la barbilla y embutió las rodillas en el pecho.

Sarah nunca contó a Anne lo que había pasado esa noche. Cuatro días después, cuando su hermana subía al tren que la llevaría de vuelta a Maryland, Sarah se mostró decidida y resuelta. Todo iba bien. No había de qué preocuparse. Le llevaría cierto tiempo organizar las cosas y luego los visitaría en Maryland.

—Recuerdos a las niñas.

Después de despedir el tren, Sarah había vuelto a casa con una idea en la cabeza. Se dirigió directamente al armario de la ropa blanca, sacó unas sábanas y, de habitación en habitación, fue cubriendo todos los espejos. Había leído en alguna parte que, siglos atrás, cuando alguien fallecía los espejos se volvían de cara a la pared, por temor a que revelasen espíritus malignos. En la Inglaterra victoriana, los dolientes daban un acabado mate a sus joyas de azabache para evitarse la desgraciada inconveniencia de descubrir la cara de un muerto en el reflejo de un broche de mujer.

Entonces comprendió las supersticiones de las culturas antiguas, el fervor por el espiritismo y los tableros de ouija, y la necesidad del entierro, para que el muerto pudiera descansar en paz. No sabía qué le resultaba más perturbador: el estado del alma de su marido o el estado de su propia cabeza, porque sospechaba que todos esos dolientes con los espejos del revés no temían tanto a los espíritus como al aspecto de sus propias caras angustiadas.

En cualquier caso, las sábanas habían sido una mala idea; los espejos tapados parecían fantasmas clavados a la pared. Al cabo de dos días, descolgó todos los espejos y desmontó el de su tocador con un destornillador. Los depositó en la cama de la habitación de invitados, donde se quedaron mirando vacuamente al techo. Eso dejaba sólo el espejo del baño, que estaba atornillado a la pared. Decidió conservarlo, pero miraría su reflejo únicamente a plena luz del día, con la tele a todo volumen al fondo. Si David quería aparecerse junto al retrete o en la bañera mientras Regis Bilbin comentaba las noticias de la mañana, que así fuera. Reduciría su fantasma a algo doméstico. No la asustaría.

Ahora, ante su casa, la última antes de que la calle se convirtiera en bosque, pensó en los espejos. Habían pasado dos meses de la noche del servicio conmemorativo, y aunque desde entonces se había sentido observada a menudo, no se habían repetido las apariciones de cuerpo entero dentro de la casa. Sus precauciones habían sido sumamente eficaces, o bien del todo innecesarias.

Sarah examinó la casa con la cabeza algo echada hacia atrás: dos plantas, construcción victoriana ocre con molduras blancas, postigos verde pino y amplios porches. Podía describirla con la precisión de un agente inmobiliario, después de haberse pasado dos años investigando el mercado inmobiliario local. En cuanto David firmó el contrato con la universidad, ella había empezado a visitar propiedades en la ciudad y en el campo: ranchos, granjas, casas estilo Cape Cod. Coloniales, victorianas, georgianas, contemporáneas. Había estudiado los méritos de las bombas de calor y las cañerías de cobre, de los pozos frente a las fuentes, de las ventanas térmicas y los tejados de teja.

Esta casa no fue su primera elección. Se había enamorado de una contemporánea estilo Frank Lloyd Wright de tres dormitorios, una joya de piedra y cedro situada en una colina privada a pocos kilómetros de la ciudad, con un jardín trasero orientado al sur con bancales de flores. Casi había sentido vértigo al mostrarle a David las placas solares, los ventanales, las encimeras de granito. Pero cuando entraron en el jardín, él se había echado a reír.

—¿Una piscina? ¿Quién va a encargarse de una piscina? Oh, Sarah, ¿no lo dirás en serio?

—Es muy pequeñita —objetó Sarah. Su volumen de voz había bajado a un murmullo.

—¿Y qué me dices de todos esos arriates? —Los brazos de David barrieron el terreno del sur—. ¿Quién va a cuidar de ellos?

—Yo lo haré —replicó Sarah, pero las equináceas ya parecían marchitarse bajo la mirada crítica de David.

—Claro, los cuidarás unos meses, hasta que se pase la novedad. Después los arriates se llenarán de malas hierbas y tendremos que contratar a alguien para el mantenimiento de la piscina.

Sarah recordó la sonrisa indulgente de David cuando le puso las manos en los hombros y la miró a la cara.

—Es preciosa. Lo sé. Y si estuviéramos jubilados, con todo el tiempo del mundo, esta casa sería perfecta. Pero ¿cuántas horas te sobrarán para arrancar las malas hierbas, cuando tengamos hijos?

David se dirigió al borde de la piscina y se arrodilló para acariciar el agua con la mano.

—Sabes que una piscina es lo peor para un bebé que empieza a gatear.

Tenía razón, por supuesto. David siempre tenía razón. O, al menos, tenía un aura de seguridad que le hacía parecer correcto, y eso siempre la hacía sentir algo ridícula.

¿Era posible amar a un hombre que te hacía sentir ridícula? Pues claro, se convenció Sarah mientras miraba su enorme casa victoriana; la casa que David había elegido. El amor era complicado, eso era todo. ¿O era el amor simple, y el matrimonio complicado? A lo largo de diecisiete años de matrimonio, a menudo David la había frustrado, enfurecido e indignado, sí; pero también había hecho que se sintiera hermosa, protegida y amada. Y, oh, lo que daría ahora por sentirse amada.

Esperaba que la señora Foster no estuviese mirando por la ventana, viendo a Sarah ante su casa, enjugándose los ojos con la manga del suéter. Recordó la primera vez que David le había mostrado el barrio. Lo había declarado perfecto: los árboles maduros, los jardines bien cuidados, la escuela a unos metros de distancia. Esta casa de cien años, le había explicado, era ideal para una familia, con cuatro dormitorios, un gran jardín y un sótano bien acabado donde los niños pudieran gritarse en privacidad. «¿No es muy grande?», había preguntado Sarah, pensando en realidad: «¿No es aburrida?». Pero David le había explicado cómo las habitaciones se encogerían con cada niño que alojaran, hasta que finalmente ella accedió. Era un sitio perfecto para los niños. Sarah se los imaginó llenando el espacio como una corriente de aire cálido.

El día de la compraventa, cuando firmaron página tras página en el despacho del abogado, ella estaba embarazada de diez semanas y ya había comprado una cenefa de patos y ositos. Todavía recordaba esa sensación de tranquilidad, los hilos de su vida entretejiéndose para formar un tapiz completo: la casa, el hijo, el marido bien situado, el trabajo de media jornada como profesora que la mantendría intelectualmente mientras criaba a los hijos de edad preescolar. Era la última vez en la vida que se había sentido satisfecha.

Ocho días después, cuando había despertado en un pequeño charco de sangre, se consoló con estadísticas. Uno de cada tres embarazos se perdía en el primer trimestre; el truco consistía en durar hasta el cuarto mes. Pero cuatro fue un número mágico, un objetivo inalcanzable que su cuerpo nunca logró superar. Pensó que había conseguido la hazaña cuando su tercer bebé alcanzó las catorce semanas. Llevó una silla de la cocina a la habitación de los niños y extendió la cenefa como si de un estandarte se tratara. Una semana después estaba en la misma silla, raspando los ositos. «Legrado, legrado»; parecía el nombre de una ciudad rusa.

Era una ironía haberse pasado tantos años cuidando su cerebro, memorizando los hechos necesarios, perfeccionando su estructura sintáctica, creyendo que si era lo bastante lista su vida culminaría en una plenitud gloriosa. Y luego verse traicionada por las partes bajas del cuerpo, fracasar en una tarea que dominaban las mujeres más descerebradas, las drogadictas y las maltratadoras y las alocadas animadoras del instituto. Al final, todas ellas la habían superado.

Ahora, mirando su enorme casa, con sus celosías y su balancín del porche y sus mecedoras de madera de pino, supo lo que cualquier desconocido pensaría; que nada podía ir mal en un lugar como ése, una estructura tan simétrica, tan limpia y cremosa. Nadie imaginaría que detrás de esas paredes, cada habitación vacía representaba una vida truncada, cada ventana, el marco vacío de un niño ausente que tendría que estar saludándola en ese preciso instante. A veces, oía sus voces en las habitaciones de arriba: el llanto de un bebé, los balbuceos de los niñitos. «Las cañerías son ruidosas —decía David—. Es el viento que sopla por el tejado». Pero Sarah asignaba rostros a cada sonido.

Ahora que David no estaba, Sarah había cerrado la planta de arriba; los respiraderos, las puertas. Y se acurrucaba en su habitación con revistas inmobiliarias, preguntándose si debería encontrar una casa con menos espacio que caldear, menos césped que cortar. A su alrededor, la vida se encogía en algo pequeño y duro, una concha en la que se replegaba, recién invertebrada.

Sarah sacó las cartas del buzón y leyó los remites mientras cruzaba el jardín. Facturas, solicitudes de tarjetas de crédito y tres notas más de pésame; seguían llegando, de conocidos que vivían en zonas alejadas del país. Subió la escalera del porche hasta llegar a la puerta e introdujo la mano en el bolso en busca de la llave, pero la puerta cedió. Debía tener más cuidado al cerrar.

Dejó el correo en la mesa del vestíbulo, entró en la cocina y puso el bolso en una silla. Grace, su gata persa, suave y gris como un montón de cenizas, se le enroscó en las piernas cuando Sarah abrió la nevera. «¿Tienes hambre, querida?». Tomó a Grace en brazos y frotó la nariz detrás de la oreja de la gata. Los estantes vacíos de la nevera le recordaron su carro de la compra abandonado en el Food Lion. Ahora, algún mozo resentido habría devuelto a su sitio los linguini y las naranjas, el Cabernet y el Zifandel y el Shiraz australiano. Sacó un cuenco con las sobras de una ensalada de atún y lo dejó en el suelo para Grace, luego sacó una botella medio vacía de Chardonnay. Cogió una copa del armario, salió al patio y se sentó a la mesa de hierro forjado.

El jardín vivía sus últimos días de esplendor otoñal. La hilera de frondosos arbustos que separaba su propiedad de la verja del vecino se había vuelto de un color rojo rubí. Era el único momento del año en que esas matas destacaban. Sus otros arbustos —hibiscos, árboles de Júpiter, azaleas rosas y blancas, todos enmarcados en 25 centímetros de césped— florecían en primavera y en verano.

Tendría que aprender a usar la podadora. Y la grapadora industrial, la sierra mecánica, el soplete. Pese a todo su feminismo, nunca había cambiado una rueda, jamás había comprobado el anticongelante, ni siquiera había encendido un indicador luminoso. No le había hecho falta; David se había ocupado de «los trabajos de hombre». La única vez que había intentado utilizar el cortacésped, tiró de la cuerda para encenderlo más de diez veces, sin lograr sacarle más que una tos gutural; David salió y le quitó el asa de las manos. «No pasa nada. Ya lo hago yo». Un tirón de la cuerda y ya estaba podando la zona que rodeaba las terrazas. Era la naturaleza de David, controlarlo siempre todo.

Mientras el alcohol se demoraba en la parte posterior de la lengua, Sarah sintió un escalofrío en los brazos. Sucedía de nuevo; esa inconfundible sensación de que David estaba ahí, observándola. ¿Dónde esta vez? ¿En la ventana del dormitorio? ¿En el tejado del vecino? La sensación se estaba convirtiendo en algo tan habitual que rozaba el ridículo. No obstante, por una vez sintió un valor poco habitual. Quizá fuera el vino o quizá su creciente resignación, pero se levantó de la mesa, alzó la copa y dijo en voz alta:

—Sal, sal, dondequiera que estés.

Por un instante, el jardín guardó un silencio absoluto; hasta los ruiseñores se pararon a escuchar. Y, entonces, se oyó un crujido detrás de los arbustos encendidos. Alguien que estaba ahí había cambiado de posición.

«Corre —se dijo—. Corre a la casa y cierra la puerta. Corre por el pasillo y sal por delante, corre a casa de Margaret». Pero cuanto más esperaba, más decidida se volvió. A fin de cuentas, ¿a qué tenía que temer? ¿A David, el buen médico? ¿O temía su propia muerte? No. Los abortos habían modificado su actitud hacia la muerte. No la temía; la despreciaba. Aborrecía cómo se había instalado en su cuerpo, convirtiéndola en su vasija andante. En ocasiones, en su momento de mayor enojo, hasta había odiado a Dios: ¿qué le había hecho ella, para que ensombreciera de ese modo su vida? Con esos pensamientos, dejó el vino, se dirigió al cobertizo y cogió una azada.

Se plantó ante el arbusto de casi dos metros de altura, tan frondoso que nada dejaba ver. Insertó con cautela el mango de la azada en el arbusto, como si de un termómetro gigante se tratara, hasta que, con un golpe sordo, tocó la cerca del vecino. Repitió el gesto cuatro veces, imaginándose al otro lado a un hombre contrayendo el cuerpo para evitar los embates de su espada hortícola. Finalmente la dejó caer, alzó las manos, las introdujo entre el ramaje y vio desaparecer sus dedos entre las hojas rojas.

Tenía una vaga idea de lo que tocaría. Algo frío, algo afilado, una dentadura. Temía y deseaba tocar otro par de manos que agarrasen las suyas y tirasen de ella. Pero todo lo que palpó fue un entramado de ramas. Súbita y bruscamente, dividió el arbusto a izquierda y derecha y miró la cerca que tenía delante.

Se oyó otro crujido, un aleteo cegador y, cuando abrió los ojos, vio un par de urracas que ascendían por el cielo oscuro.